HO‘OLOHI IĀ NĀ MEA NUI

Dirigirse lentamente hacia las cosas que importan

Las Navidades pasaron lentamente, sin apenas celebraciones en la calle. Tempestades generadas en las Aleutianas azotaron el Pacífico Norte con furia glacial y marejadas monstruosas en dirección sur, hacia las Hawái. Todos los días la costa aparecía acechada por nubes de tormenta en las que resonaban truenos propios de gigantes. Las olas alcanzaban la altura de catedrales.

Cansados de la guerra, cansados de ser precavidos, los surferos utilizaron gasolina conseguida en el mercado negro para escaparse furtivamente a Pali. Con las furgonetas cargadas de tablas de surf, al pasar frente a él y ver a Keo en el patio de su casa, «E hele mai!», «¡Ven a divertirte!», los vecinos lo llevaron a surfear con ellos. Cruzaron la carretera junto a los verdes picos mellados de Nu‘uanu Pali, una vertiginosa pendiente de la cordillera Ko‘olau, dirigiéndose a la costa norte, salpicada de playas invernales.

Keo contempló a los enormes y corpulentos hawaianos remando sobre sus tablas mar adentro para luego esperar olas altas como muros. Permanecían en posición, aguardando. Los más fuertes aguantaban hasta el final, cabalgando en la cresta de las olas y deslizándose por ellas como si fueran ingrávidos.

En tierra, con la bruma salpicándole el rostro, Keo notaba cómo sus pulmones se estremecían. Habían pasado tres meses desde su regreso. Aún débil y bajo de peso, no podía dejar de pensar que, después de aquella guerra, todo parecería algo menor en comparación. Todo excepto el mar. Qué pequeños parecían los seres humanos frente a aquellas olas.

Escuchó estruendos sinfónicos, lentas fugas al ritmo de las olas que caían exhaustas, y se convertían en baladas. Luego las reflexiones a ritmo de blues de la marea retirándose. En ese momento algo en su interior volvió a la vida, aquel impulso por buscar la nota perfecta, la combinación mágica. Volvió a él el joven que una vez había respirado música, que había buceado en ella como una criatura anfibia.

A veces sus dedos pulsaban válvulas imaginarias. Se quedó mirando fijamente una vieja trompeta que había en su armario. Pensó en volver a tocar, pero no pudo actuar al respecto. ¿Cómo podía tocar cuando ella ya no estaba? La música y Sunny estaban conectadas, fundidas en su mente. Cuando la mencionaba, a ella o a la niña, Malia se ponía triste. Desearía encontrar pruebas de la muerte de Sunny para que Keo pudiera llorarla como correspondía de una vez por todas, y luego continuar con su vida.

—Todos hemos sufrido —le consoló—. Intenta cicatrizar tus heridas y seguir adelante.

—Tienes que ayudarme —dijo Keo—. Necesito aprender cómo hablar con la gente otra vez. Todavía pienso en los demás como si fueran competidores para conseguir comida. —Levantó las manos y se apretó las sienes con los dedos—. Ni siquiera estoy seguro de comprender que Jonah está muerto. No dejo de pensar que ha salido para darse un baño. Que se ha ido con DeSoto, y con Krash…

La mención del nombre de Krash hizo que Malia sintiera que se le secaba la boca.

—Hermano, ¿crees que es posible conocer de verdad a otro ser humano?

Keo negó con la cabeza.

—No creo que pudiéramos soportarlo.

—Entonces, ¿cómo sabes… cuándo amas a alguien?

—Quizá —respondió él, apartando la mirada— cuando nos hacen olvidar que vamos a morir. Cuando, durante un tiempo, actuamos movidos por la bondad y no por la avaricia.

Se sentó al viejo Steinway, en el garaje, con la tapa cubierta de moho y las teclas tan combadas que producían un sonido prehistórico. Aun así, por las noches, tranquilas a causa de los cortes de luz, acariciaba las teclas y sentía la nostalgia en las puntas de sus dedos. Cuando dormía notaba que su labio se tensaba ante el recuerdo del tacto de la boquilla de la trompeta. A veces, cuando pasaba frente al armario donde estaba el instrumento, todo su cuerpo se giraba bruscamente hacia allí. La gente leyó sobre su regreso a casa y su lenta recuperación. Algunos lo recordaban como el Hawaiano. Le llegaron cartas de aficionados y LPs. Ellington, Fitzgerald, Bechet.

Soldados de color que estaban camino del combate en Tinian o Guam le siguieron el rastro hasta dar con él en Kalihi. Vieron lo frágil que estaba, lo angustioso que resultaba su aspecto, y se mostraron compasivos, sin hacerle preguntas, sin hablar apenas. Se conformaron con sentarse junto a él y escuchar algunos discos, realizar algún comentario sobre algún artista o sobre un arreglo en particular. Keo tuvo la sensación de que aquellos jóvenes necesitaban sentarse allí, tocar su piano, acariciar las teclas, no ya por la música, sino porque él había estado allí. Entre el enemigo.

Un jovenzuelo vino desde Nueva Orleáns, enviado por Dew Baptiste, que ahora entretenía a las tropas en Fort Bragg. Keo lo cogió por los hombros y lo abrazó. Conversaron durante horas, sin que realmente importase lo que decían. Cuando el muchacho se fue al combate, Keo le dijo:

—No seas un héroe. No se trata de convertirse en héroes. Vuelve y ven a verme.

Un día, el líder de la banda de ocho miembros y del grupo de bailarines que actuaban en Lau Yee Chai fue a visitarlo. Había sido un adolescente cuando Keo tocaba la trompeta en aquellas noches interminables y ya perdidas de la Sala de Baile Rizal’s. Al ver lo débil que estaba, el tipo miró a otro lado y se quedó observando cómo Timoteo rastrillaba mangos podridos.

—Tú eras mi héroe —dijo al fin—. Cuando estés preparado, ven a tocar a Lau Yee Chai.

Aquel era uno de los mejores restaurantes de Honolulú durante la guerra. Tenía el mejor menú y la mejor clientela. Los miembros de la banda llevaban trajes de esmoquin blancos.

—Todas las noches actuamos en los preciosos jardines del restaurante —dijo, y luego hizo una pausa—. No es verdadero jazz lo que tocamos. Es más música para turistas. Pero todo con muy buen gusto. Podría venirte bien para ponerte en forma.

Keo sonrió.

—No sé cuándo tendré fuerzas para soplar otra vez.

El tipo le tocó en el brazo.

—Entonces… ¡ven y sé el número uno con el ukelele!

Keo acarició la trompeta a oscuras, como si la sostuviera en sus manos, y pudo sentir los sonidos que aguardaban en su interior. Estaban ahí, pero no sabía si podría sacarlos, si todavía tenía lo que hacía falta para producir música. Los pulmones. Las agallas. Tarareó unas cuantas notas mientras sus dedos pulsaban las válvulas y se imaginaba el sonido, clandestino, furtivo, acelerando el mar muerto del corazón roto. Devolvió la trompeta al armario. Le recordaba demasiadas cosas, su mundo estaba demasiado poblado de ausencias.

Una noche se subió a un autobús que le llevó frente a la casa de Sunny. A través de la ventana vio a sus padres, sentados, inmóviles. Permanecieron así durante horas. Dos muñecos con las caras carentes de expresión alguna. Keo pronunció su nombre. Vio formarse las letras en la bruma y alejarse flotando. No podía aceptar el hecho de que ella se hubiera ido, no podía imaginarse el mundo sin contenerla a ella en su interior. Volvió a quedarse ensimismado en una ensoñación.

… Recorriendo carreteras francesas en un coche descapotable, con Sunny cantando a mi lado… La luz del sol y las sombras corriendo por encima de nosotros en oleadas, y su cuello y sus hombros nadando bajo la combinación de figuras geométricas que formaban. Atravesábamos un mar de aire…

Ahora que Sunny no estaba, Keo supo de pronto que durante el tiempo que le quedaba por vivir, en el tiempo precioso que le habían prestado y que se le había asignado para reflexionar, para adquirir sabiduría y ser una persona decente, en ese tiempo tenía que encontrarla. Tenía que conseguirla de nuevo.

Gradualmente fue aventurándose más allá de su calle, por los rincones de Kalihi, por King Street, la principal avenida del barrio. Más allá del parque ‘A‘ala, donde en cierta ocasión habían presenciado un espectáculo de marionetas y algún partido de kinipōpō, béisbol. Más allá de garitos de los que brotaban éxitos musicales del momento. Al moverse entre multitudes de soldados, su juventud y su tensión contenida le hicieron sentirse anciano, como si se aproximase a la senilidad mientras ellos eran juguetes de cuerda.

Pasó junto a puestos de comida del Barrio Chino en los que Sunny y él habían acariciado pirámides plateadas de coles y las extremidades de bailarines hechos de pan de jengibre. Y junto a tiendas en las que habían comprado cerezas a mujeres diminutas que hacían nudos en los tallos con su lengua. Pero entonces vio palomas colgadas y cadáveres de patos y pensó en perros despellejados en Shanghái, un hombre muerto en un callejón y un enjambre de moscas revoloteando sobre él. El sudor le cayó a chorros por el rostro y regresó tambaleándose a casa.

Otra noche, bajo una lluvia incesante, Keo llamó a la puerta de la casa de Sunny. Su madre, Butterfly, abrió y le apuntó con una linterna a la cara. Keo estaba empapado y su piel brillaba como caoba. Intentó sonreír, pero el resultado fue una expresión cruel. La mujer chilló y soltó la linterna, y Keo vio las medias enrolladas alrededor de sus tobillos como algas varadas en la playa. Recogió la linterna y el haz fue alumbrando sus caderas temblorosas y su vestido andrajoso. La mujer parecía una indigente. Toda su belleza había desaparecido. ¿Esto lo he provocado yo? se preguntó.

—Sunny… Intenté encontrarla en Shanghái. ¿Saben algo de ella?

Con un estremecimiento, Butterfly cerró la puerta, abandonándolo bajo la lluvia.

No estaba listo para tocar la trompeta, no tenía fuerzas. Comenzó como sustituto para darle descanso al que tocaba el ukelele. Esa primera noche, cuando se subió al pequeño escenario en los jardines traseros de Lau Yee Chai, la gente se puso en pie para aplaudirle. Unos cuantos le recordaban como el Hawaiano, el trompetista salvaje de los años anteriores a la guerra en Honolulú. Otros habían oído que lo habían liberado de un campo de prisioneros.

Entre actuaciones, se sentaba para hablar de jazz con el trompeta, y, a veces, después del toque de queda, permanecía en la penumbra compartiendo anécdotas con los cantantes del grupo. Una noche, el viejo que tocaba las maracas levantó la mirada hacia las estrellas y habló con elocuencia sobre la música antigua de los hawaianos.

—Has estado fuera mucho tiempo, Keo. Quizás hayas olvidado de dónde surge el impulso de los kānaka por gritar, por hacer canciones. Recuerda, los antiguos hawaianos eran poetas y cantores. Había cantos formales que hablaban de la vida religiosa, de genealogías y batallas. Y había cantos festivos, apasionados poemas de amor. Estaban acompañados de bailes y del sonido de los tambores, de sonajas y de piedras que se entrechocaban. Esa forma de cantar era mele hula. También había cantos improvisados, para entretenerse y reírse…

»Luego llegaron los misioneros, que prohibieron nuestra música ancestral. ¡Los kahuna de los antiguos cantos tuvieron que transmitir su conocimiento en secreto! Cuando las canciones desaparecieron, los hawaianos se volvieron silenciosos. En 1898, cuando nos robaron nuestro reino, nos volvimos hacia las antiguas canciones para evitar que se nos rompiera el corazón…

»Después llegó el ragtime, canciones horribles del continente entremezcladas con hula que hacían que nuestra música resultase tonta. Luego vinieron el jazz y el blues, las grandes bandas…

El viejo se echó hacia atrás, con su suspiro. Luego prosiguió:

—A veces temo que nuestra música murió, pero entonces oigo la sobrecogedora belleza de un falsetto o de una guitarra hawaiana. Siento un escalofrío, se me pone la piel de gallina, porque son sonidos muy hawaianos, llenos de sentimiento.

»Va a producirse un renacimiento. La gente va a redescubrir los auténticos bailes y la forma de cantar de nuestros antepasados. ¿Sabes por qué va a volver? Porque la música hawaiana posee verdadera inocencia, es pura y mágica. Son sonidos que abren el corazón… —Se giró para mirar a Keo a través de la oscuridad—. Pronto cogerás tu trompeta, chico. Siento que tus labios están sedientos. Cuando toques, recuerda siempre los ritmos originales y húmedos en tu sangre. Lo que tú tocas procede de cantos que mamaste de tu madre y de la madre de su madre, y más y más. Cantos de poesía, de linaje, cantos de guerra…

Una noche empezó a llover mientras actuaban en los jardines. Los miembros de la banda, los bailarines y los clientes se refugiaron a la carrera en el interior del restaurante. Después de un rato, la lluvia amainó y Keo, que se sentía claustrofóbico, salió fuera. En una mesa había un soldado sentado, ajeno a lo que pasaba a su alrededor, recién llegado del combate en Saipán. Keo atravesó la extensión de césped hasta el escenario, recogió una trompeta que habían dejado allí y la secó con un trapo. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, acarició las válvulas, limpió la boquilla y se la llevó a los labios. Más tarde no recordaría haberlo hecho. Solo recordaría a un joven soldado bajo la lluvia, con la cabeza gacha y la mirada totalmente perdida.

No había tocado en dos años. Estaba débil. Y, sin embargo, en aquel preciso momento lo que Keo deseaba más que nada era tocar para aquel soldado. Ayudarle a explorar la pérdida, el horror inexplicable, ayudarle a descubrir si quedaba algo en él que pudiera salvarse. Quería ayudarle a recuperarse, a seguir adelante. Tocó unas cuantas estrofas balbuceantes de «Its Been a Long, Long Time», notando cómo sus pulmones se estremecían y luego, lentamente, se expandían. Con cautela, pasó a una estrofa de «I Got Right to Sing the Blues», la vieja canción de Armstrong de sus días en Nueva Orleáns. Tocó otra estrofa más, y luego media docena más.

La muchedumbre salió a la terraza y, a resguardo de la lluvia, permaneció como un rebaño a la hora de la comida, moviendo los ojos alternativamente de Keo al soldado. Daba la impresión de que un hilo invisible los mantenía conectados, la siniestra soledad de uno inspiraba al otro. A Keo le dolían los labios. Su música no era excelente, le faltaba aire en los pulmones, pero tampoco lo hacía demasiado mal. Casi podía sentir que los engranajes comenzaban a girar, que algo se ablandaba en su interior, que sus articulaciones se ponían en funcionamiento.

Hizo una pausa, respiró profundamente y tocó «Ain’t Misbehavin’» lentamente, muy lentamente, como si alguien estuviera bostezando, despertándose. Después con más fuerza, flexionando sus músculos y sus pulmones. Frente a él, el soldado asintió, balanceándose levemente, de manera casi imperceptible. Aún quedaba en él una parte viva que podía escuchar.

Con los pies firmes en el suelo y la lluvia impactando con suavidad en sus mejillas, Keo percibió el comienzo de un extraño proceso. Por primera vez en mucho tiempo sintió alegría, una alegría tranquila pero firme. Se sintió en un estado elevado de conciencia, como si por un momento pudiera asomarse desde las alturas sin ningún miedo. En realidad todavía estaba asustado, aterrorizado. Pero, al menos, había abierto por fin los ojos.

Cuando la lluvia cesó, la gente lo rodeó y el soldado desapareció. Pero se le acercaron otros para suplicarle que tocase en clubes de militares, donde se morían de ganas de buena música. La siguiente noche que tuvo libre en el Lau Yee Chai, tocó la trompeta en el Club Maluhia, perteneciente al ejército. La pista de baile era gigantesca, había miles de hombres y tan solo treinta o cuarenta mujeres. Comenzó a tocar con regularidad por las tardes, junto a la banda compuesta por soldados, dando descanso al trompeta, y en ocasiones uniéndose a bandas invitadas.

No se esforzó más de la cuenta. Aquellos muchachos no querían un jazz siniestro. Solo disponían de dos minutos con una chica antes de que sonase un silbato y les cortase, así que lo que querían eran bailes acrobáticos, canciones de amor, cualquier cosa que le frenase los pies a la muerte. Los que estaban a punto de ser embarcados parecían excesivamente jóvenes, excesivamente pálidos y con los ojos excesivamente grandes. Podía distinguirlos entre la multitud. Y aquellos que volvían del combate en Guam o en las Filipinas traían consigo violencia y rabia. De los cuerpos cansados y magullados brotaba un olor a cables quemados.

La primavera de 1944 llegaba a su fin. La gente decía que la guerra prácticamente había acabado. Pero seguía faltando Iwo Jima. Y Okinawa. Soldados y marineros de permiso se metían en peleas, en auténticas reyertas callejeras, lanzándose unos a otros desde terrazas y tejados. Algunos morían. Los policías militares se veían obligados a intervenir con manguerazos a presión. Keo se quedaba mirando cómo los cuerpos se deslizaban como si fuesen surfistas.

Algunas noches, durante el corte de luz, recorría la playa hasta llegar al Royal Hawai‘ian, ahora lleno de soldados de vuelta del combate, quemados por el sol y con aspecto atormentado. Permanecía allí, recordando a sus amigos. Los «hombres dorados». Recordaba su belleza oscura, robusta, su inocencia, su forma de moverse por la arena como dioses bronceados y sonrientes. Tiger Punu, Turkey Love, Surf Hanohano. Krash Kapakahi, que una vez le había salvado la vida, sacándole del agua cuando estaba a punto de ahogarse. Todos estaban luchando en Europa o en el Pacífico. Algunos ya habían muerto.