KA HULIAU
Punto de inflexión
Keo se sentó ante la tumba de su madre, hundido aún en un abismo de pena. No había nada más que decir y, sin embargo, sus labios se movían apresuradamente, repitiendo y repitiendo. Llevaba visitando la tumba todos los días desde hacía semanas, hasta que estar allí se convirtió en algo tan natural que su mente divagaba y lo mismo podría haber estado jugando a las cartas o practicando con su trompeta. Arrancaba con la mano la hierba, distraído, sin propósito alguno, sin idea de qué hacer a continuación.
Entre lápidas coronadas de guirnaldas de colores chillones, una mujer mayor se mantenía a distancia, vestida de gris. Resguardada bajo las sombras de un árbol, observó cómo Keo se cubría la cara del sol, manteniéndose obstinadamente al corriente de todo cuanto él hacía. Pasó una hora, quizá dos. Keo se incorporó con dificultad y buscó a tientas en su oscuridad interior.
—Mamá, yo tenía sueños. Nunca me dijiste que los sueños envejecen. Me pregunto… ¿qué ocurrirá a partir de ahora? —Movió la cabeza en un gesto de negación—. Sigo tocando, pero hay un silencio que no puedo llenar. Todos los sonidos mueren dentro de mí.
Ella se acercó lentamente con su bastón y miró fijamente su cuello inclinado con humildad, su pelo ahora tocado de plata, lo que con el tiempo le otorgaría cierta distinción. No había estado tan cerca de él en casi veinte años. La piel oscura, aún sin arrugas, con el físico delgado y bastante musculoso. Continuaba vistiendo de manera elegante, con camisas de seda y pantalones de lino. Todavía se negaba a ponerse zapatillas de goma, prefería los zapatos de cuero. Seguía habiendo en él algo eléctrico, una especie de tensión.
Keo no se percató de que ella se aproximaba y se sentaba en la hierba cerca de él. Se tumbó boca abajo sobre la tumba de su madre y se quedó medio dormido, sin oír su voz, que habló durante un largo rato.
—Keo, cariño, acuérdate de la taza de té. Aunque se vacíe, su concavidad sigue implicando el té. La esencia persiste. Mientras tú la recuerdes, ella sigue viva.
»Vendrán días en los que, sin que seas consciente de ello, reunirás todos tus recuerdos deslavazados y ellos harán renacer a tu madre. El día en el que tu padre y tú hicisteis esto y aquello con ella. La primera vez que ella y tú fuisteis solos a la iglesia. Las noches que ella te observaba mientras reconstruías los percutores de madera de tu Steinway, esforzándose por entenderte. La primera vez que te oyó tocar la trompeta. El orgullo salvaje que sintió entonces. Esos recuerdos volverán como hijos pródigos.
»Un día te recordarás subiendo por la calle hacia ese garaje, un sendero de árboles llamativos y flores embriagadoras. Recordarás el mantel de hule y los rostros de vecinos queridos compartiendo momentos de diversión bajo los claroscuros de las hojas de los árboles. Siempre te llegará el recuerdo desde la entrada de la calle. Porque tú siempre estarás volviendo a casa desde algún lugar lejano…
»El tiempo será el prisma a través del que distinguirás los rasgos de tus familiares y amigos, y verás los labios de todos ellos moviéndose para hablar en una jerga olvidada. Recordarás las noches en el garaje, la mesa de madera en la que celebraste cumpleaños y santos y confirmaciones. La mesa dispuesta para comidas modestas. Olerás la comida de tu madre, el tabaco de tu padre, el olor a pescado de las redes de DeSoto, los perfumes franceses de Malia.
»Notarás el pellizco de pequeñas lagartijas verdes que te cepillan el pelo, una de ellas cayendo sobre la cabeza de tu hermana, que da un salto y los vecinos se retuercen de la risa. Y, apoyado en la mesa, estará el brazo de tu padre, musculoso, cubierto de venas azules, vuelto hacia la luz de la bombilla desnuda que ilumina el garaje. Llenará un plato con comida para mantenerse ocupado y que nadie vea sus ojos. Tú, su hijo favorito, estás en casa. Abrazarás a tu madre, a tus hermanos, a tu hermana, y luego, casi con pereza, cogerás el plato rebosante de comida de tu padre. Nadie percibirá la mirada que os intercambiéis, el modo en que vuestros ojos se humedezcan y vuestras mandíbulas tiemblen de emoción…
»Y siempre, en el centro, estará tu madre, moviéndose con parsimonia, preciosa. En el lugar reservado para los vecinos, se producirá una sucesión de cambios. Mary Chang se convertirá en Rosie Perez, que se transformará en la señora Palama. El señor Kimuro se convertirá en el señor Silva, y luego en Johnny Huli. Tacky Cruz, el gallo, se convertirá en la mangosta de algún otro vecino, que después será aquel perro llamado Dios que siempre corría hacia atrás. Uno de los hijos de DeSoto se transformará en tu hermano Jonah, y él pasará a ser su tocaya, Baby Jonah, que pasará de niña a jovencita. Todo ese despliegue de transformaciones se repetirá, solapándose y desordenándose, porque así es como recordamos las cosas.
»Pero siempre estará tu madre en el centro de todos tus recuerdos. Y solo cuando los colores y las siluetas y los rostros formen una figura que tú puedas comprender, solo entonces se pulsará un botón y un torrente de sonidos se abrirá paso en voces que canten en jerga. El repiqueteo del hielo en el refrigerador de DeSoto, alguien rasgando una guitarra. Los sonidos fluirán, y luego volverán como sonidos diferentes. La gente será entonces más vieja, y recordará a otra gente entre risas y lloros. Una docena de voces ahogando la tuya, una docena de corazones latiendo por encima del tuyo. Un centenar de puertas abriéndose de par en par, con los susurros y los suspiros de los vivos.
»Y más allá de tu calle, Keo, habrá otras calles. Calles y avenidas. Y por encima de ellas, y por detrás, rodeándolas, estará el mar, la madre de todo, chocando y desafiando, destruyendo y renaciendo. Celebrando todo lo que nosotros entendemos como vida…
Keo seguía dormido, escuchando solo a medias aquella voz suave y solemne. Más tarde, mucho más tarde, pensaría que las palabras de ella las había pronunciado en realidad él, que los pensamientos de ella eran los de él, y eso le otorgaría una cierta paz. Sunny se quedó un rato allí sentada, con una leve sonrisa. Mantuvo su mano flotando en el aire sobre la cabeza de Keo durante un instante, lo suficientemente cerca para recordar. Luego se marchó cojeando.
En Waikiki, las bandas imitaban a Elvis Presley. Chubby Checker había llegado y la gente bailaba al ritmo frenético de algo llamado twist. En el Swing Club, los aficionados al jazz aparecían y desaparecían como la marea: una noche el local estaba lleno y a la siguiente apenas había cuatro mesas ocupadas. De vez en cuando, Keo y Endo ahogaban sus frustraciones en ron.
—Podrías alternar —dijo Endo—. Una actuación de jazz, y una de rock and roll.
Keo negó con la cabeza.
—No tengo oído para eso. Ni estómago. —Rellenó los vasos—. Tal vez sea eso lo que nos pasa. Melancolía. Estamos hechos estrictamente para el jazz.
Mientras hablaban, Keo estudiaba a Endo, su cara azul y triste, aquellos ojos de forma extraña que le daban el aspecto de estar llorando educadamente. En aquel último año había comenzado a temblar y se quejaba de terribles dolores de cabeza. Había días en los que parecía estar borracho cuando no lo estaba. Le fallaba la coordinación. Keo se preguntaba si tendría problemas de oído. Algunas noches, cuando Endo se unía a la banda, nadie sabía qué estaba tocando. No sonaba a jazz. No sonaba a nada. Su piel era ahora de un azul más oscuro, y las uñas de sus dedos se habían vuelto casi negras.
En las últimas semanas Keo no había pasado nada de tiempo con él, a causa primero de la muerte de su sobrino y luego de su madre. Había ocupado el tiempo con su padre y con DeSoto.
—Lo siento, tío. Todo este asunto familiar… La pena hace enloquecer a las personas.
—Lo entiendo. —Incluso la voz de Endo había cambiado, ahora áspera y chirriante—. Cuando descubrí que mi familia… Tokio reducido a cenizas… Creo que perdí el juicio por completo.
Ya habían tocado aquel tema anteriormente, pues Keo esperaba que hablar sobre ello pudiera ayudar a su amigo.
—¿Recuerdas el momento de la rendición, del día de la victoria sobre Japón?
Endo negó con la cabeza.
—Recuerdo la jungla…
—Quizá no debamos recordar. Yo olvidé durante meses, y luego, una noche, me desperté gritando y haciendo con mis manos el gesto de ahogar a alguien. Otro tipo al que asfixié, cubriéndole la cara con una almohada y sentándome encima… lo siento luchando bajo mi trasero. —Se estremeció y dio un nuevo trago de ron.
—Al menos tú tienes recuerdos —dijo Endo.
—Si pudiera averiguar qué le ocurrió a Sunny. Aunque esté muerta. ¿No te acuerdas de ella en París?
—Lo siento —negó Endo—. Apenas puedo recordar nada.
—Hace unos años me enteré de que podría haber sido secuestrada en Shanghái. Por los soldados japoneses.
Endo asintió lentamente.
—En todas las guerras hay mujeres utilizadas para eso. Todos los ejércitos lo hacen, los Aliados, los japoneses, los mongoles hace mil años.
—¿Vosotros teníais a mujeres secuestradas en la jungla?
—Eh… sí. Teníamos a miles y miles de hombres, imagínate. Había mujeres encerradas en barracones, en cabañas, incluso en hoteles.
—¿Recuerdas algunos nombres? ¿Sus nacionalidades?
La mirada de Endo atravesó a Keo.
—Se les daban nombres japoneses. ¿Sus nacionalidades? Había demasiadas. Puede que estuviera con una o dos de ellas. Para aliviarme, ¿entiendes? Ya sabía entonces que estábamos perdiendo la guerra. Después de lo de Midway, estábamos acabados. Saberlo me estaba matando. —Hundió el rostro entre las manos—. Cumplí las órdenes, envié a miles de hombres jóvenes a la muerte. ¡Eran sacrificios, todos ellos! Los chacales que organizaban nuestra guerra no permitían que nos rindiésemos. Le mentían a Hirohito, nuestro emperador. Él creía que estábamos ganando. Sacrificaron a millones de muchachos por toda Asia y por todo el Pacífico. ¡Mataron a mis padres, los mataron a todos!
Se balanceó de lado a lado, intentando abrirse a sí mismo en canal para dejar escapar un lamento.
Un poco borracho, Keo le pasó el brazo por los hombros.
—Eh, vamos a relajarnos. Tomémonos unos días libres. Podemos salir de pesca con la canoa de DeSoto…
—¡El mar no! —exclamó Endo—. Me horroriza. Veo barcos bombardeados. Cadáveres hirviendo en sangre.
Keo se quedó un momento pensando y luego sugirió:
—¿Qué tal si vamos de caza a los Ko‘olaus? Un buen jabalí, ahora es temporada de caza. No hay lluvias, ni aludes de barro. Por eso pueden verse tantos camiones con cabezas de cerdo sobre la capota.
Endo recobró la compostura.
—Mi tío Yasunari y yo solíamos ir a cazar patos y faisanes. Marchábamos al amanecer, oliendo a cuero y armados con rifles. Eso me gustaría, Keo, si tienes tiempo para hacerlo.
Un día, antes del amanecer, con la furgoneta de un primo y dos perros de caza, se encaminaron hacia las junglas de los Montes Ko‘olaus, que separaban Honolulú de la costa de barlovento de O‘ahu. La carretera de Pali era traicionera, consistía en dos carriles estrechos que recorrían una serie de curvas con forma de horquilla y hacían equilibrios sobre el borde de precipicios de casi mil metros de altura. Se había comenzado ya a proyectar el túnel de Pali, que cortaba a través del corazón de los Ko‘olaus y convertiría en obsoleta la carretera de los precipicios. Pero incluso ahora había veces en las que las rocas de algún desprendimiento caían sobre el capó de los coches que pasaban por allí.
Girando y zigzagueando montaña arriba, Keo encontró el desvío que los llevó hacia el interior de la jungla. Aparcó la furgoneta y se adentraron a pie en el territorio de los jabalíes. Un kilómetro y medio más adelante penetraban en densos bosques tropicales, bajo doseles de gigantescos jabíes y bojes. Keo iba señalando árboles que tenían vital importancia para los antiguos hawaianos: koa, con los que se fabricaban los cascos de las grandes embarcaciones con las que cruzaban el océano; hau, de los que se obtenía la madera utilizada tradicionalmente para el estabilizador de las canoas; el árbol del pan, cuya savia servía, junto con la fibra de coco, para el calafateo final de las canoas.
A medida que la jungla se espesaba, Endo empezó a girar en círculos, sintiendo que algo le tocaba en la espalda.
Keo le sonrió.
—Son akua juguetones. Espíritus.
Tres kilómetros más adelante, descubrieron una panorámica de la vertiente opuesta de los Ko‘olaus. La cara del Pali, el enorme precipicio de color de jade que se extendía a lo largo de más de treinta kilómetros en la costa de barlovento de O‘ahu, estaba rasgada por los surcos de pequeñas cataratas de agua de la lluvia. Hacía una eternidad, el oleaje había creado aquella muralla casi vertical. Después, cuando el mar se fue retirando, la roca volcánica del fondo del valle se desgastó hasta quedar reducida a tierra. Con el paso de los siglos, el valle se había extendido como una exuberante alfombra verde que cubría kilómetros y kilómetros, un vasto anfiteatro para las vértebras dentadas de los Ko‘olaus. Más allá quedaba el mar agitado.
—Qué belleza más violenta —jadeó Endo.
De algún lugar brotó el chillido de un jabalí. Avanzaron lentamente. La niebla lo cubría todo con una mortaja de gasa, dibujando oscuras siluetas de árboles, emborronando los bordes de las rocas en los arroyos. En una penumbra inquietante, los búhos alzaban el vuelo desde las ramas, planeando sin emitir el menor ruido. La luz cambió de una tonalidad índigo a otra violeta, y luego incendió los árboles en feroces tapices de amanecer.
Los perros habían desaparecido, siguiendo el rastro en silencio. Solo cuando arrinconaran a algún jabalí comenzarían a ladrar.
—Entonces corre —dijo Keo—. Y sigue corriendo hasta que llegues hasta ellos. Si es una marrana, no hay demasiado peligro. Pero un jabalí puede rajar a un perro en canal con un mordisco de sus colmillos. Los otros no pararán de venir, enloquecidos. Mira, ¿ves lo que pueden hacer los colmillos?
Había arañazos y señales de rasguños en las bases de los árboles y en pedazos del suelo del bosque, donde los cerdos habían encontrado suculentas raíces. Nada más pasar uno de ellos, Keo echó de pronto a correr. Endo le siguió, oyendo sonidos de la jungla que lo confundían y le hacían pensar que se encontraba de nuevo en 1942.
Se puso a girar en círculos. Mi espada. ¿Dónde está mi espada? Tiene que estar cerca.
Los perros habían arrinconado una marrana salvaje en el lecho serpenteante de un riachuelo. Endo llegó al lugar varios minutos después de Keo, con los pulmones a punto de estallar y las piernas empezando a fallarle. El viento cambió de dirección, haciendo que una hoja gigantesca se descolgase y, al mirar hacia delante, Endo tuvo la impresión de que Keo no tenía cabeza. Gritó. La hoja se meció con el viento y Endo volvió a ver la cabeza conectada al cuerpo.
Pero en ese preciso instante las imágenes surgieron en su mente. El sol emitiendo destellos en un cubo de metal del que sacaba cucharadas de agua y la vertía en ambos lados del filo de mi espada. La espada se alza en un arco elegante. Noto el olor a sangre. Alguien limpia el filo… Al recordarlo, se tambalea.
La marrana chillona había retrocedido a una zanja, manteniendo a distancia a los perros enfervorizados. Keo trepó a un árbol y le disparó directamente detrás de la oreja. El animal se estremeció, rociando excrementos, y acto seguido se desplomó. Endo sintió un escalofrío, y al mismo tiempo una punzada de excitación. Se arrodilló y quedó mirando fijamente el grueso cuello de la marrana. ¡Con qué limpieza y con qué facilidad, de un solo golpe, podría cortarse la cabeza del cuerpo! Sus ojos fueron con rapidez hacia los perros. Tenían el cuello corto, y horrible; resultaría difícil hacer que se mantuviesen quietos. Pero, con mi espada, la ejecución sería inmaculada… No quería mirar el cuello de Keo.
Se irguió con un aire casi formal.
—Bien hecho. Una bala. Como debe ser.
Los perros se dispersaron en busca de otro cerdo. Los dos hombres se sentaron a descansar, y Keo describió las agresivas pezuñas de los jabalíes, pero Endo no le escuchaba.
… Era un verdadero maestro. Dicen que lo convertí en un auténtico arte. Podía echar un rápido vistazo a una multitud y en cuestión de cinco segundos ya sabía quién tenía el mejor cuello. Quién tenía una constitución carnosa que podría echar a perder la ejecución…
Más tarde, sostuvo el cuerpo sin vida del animal mientras Keo lo limpiaba y preparaba. La sangre no le provocó ninguna excitación. El momento de la muerte ya había pasado. Arrodillado junto a la marrana, su mente comenzó a divagar, a recordar cosas. O las cosas le recordaban a él.
Después, me quedaba siempre ensimismado durante horas. Podía quemarme los brazos con cerillas. Una vez, tras haber decapitado a alguien, hubo un bombardeo; me hirió la metralla, pero ni siquiera lo noté. La vez que decapité a seis nativas una detrás de otra, fue como un ballet. Luego me metí descalzo en aquel nido de escorpiones. Se volvieron locos, me picaron sin parar, y no sentí nada. ¡Nada! Estaba tan excitado que era inmune a su veneno. Los escorpiones se encogían y morían a causa de la adrenalina que habían absorbido de mi cuerpo. ¿Once años? ¿Doce? ¿Por qué lo estoy recordando?
Oyeron otra vez los aullidos de los perros. Dejaron el cuerpo de la marrana colgado de un árbol y corrieron a través de arbustos llenos de espinas que les cubrieron de arañazos los brazos y la cara. Esta vez los perros habían acorralado a un enorme jabalí joven, de más de ciento veinte kilos de peso, con los colmillos brillantes y unas pezuñas gigantescas. Solo la velocidad de Keo los salvó. Disparó repetidamente al aire hasta que los perros se echaron hacia atrás.
—El olor de la sangre los vuelve locos. Están tan colocados que no se enterarían si el jabalí los atravesase con sus colmillos.
El tiempo pareció congelarse, y también el jabalí. Durante un instante, giró la cabeza como enloquecido, y Endo vio que el pelaje afilado como cuchillas se abría para dejar al descubierto la carne rosada que había debajo. Un buen cuello. Sería fácil. Un corte rápido…
El disparo levantó al animal por los aires. Aterrizó con un gruñido, herido en el hombro. Keo soltó una maldición y volvió a dispararle entre los ojos. Fue un mal disparo, que le destrozó la cabeza. Los dos se dejaron caer al suelo, agotados, mientras los perros lamían la sangre. Keo se percató de que ambos tenían una erección. ¿Por qué los seres vivos hacían ese tipo de cosas en las mismas narices de la muerte? Con los sentidos tan emocionados, la sangre hinchaba el miembro viril. Su mente empezó a divagar, pensando cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se había sentido así, desde la última vez que había sentido una pasión y un deseo tan profundos.
Levantó la mirada algo cohibido, como si su compañero pudiera leerle la mente. Entonces recordó que se trataba del cara-azul de Endo, a quien probablemente nada podía escandalizar. Sospechó que Endo había visto demasiados cuerpos en diversos contextos (torturados, moribundos, inertes) y que su única respuesta ante el cuerpo humano era la del aburrimiento. Lo recordó con hermosas chicas de París y cómo ellas adoraban sus modales corteses. Ahora daba la impresión de que apenas registraba la presencia de mujeres.
¿Quién nos hizo esto? se preguntó Keo. ¿Quién nos dejó prácticamente muertos?
—Endo. ¿Tienes alguna mujer, aquí en Honolulú?
Endo bajó la mirada, avergonzado.
—A veces me voy con prostitutas. Solo para aliviarme. Lo intento, pero no siento nada. Solo puedo sentir cuando toco el saxofón. El jazz, nuestra manera de tocar, la manera antigua, pura, me devuelve a la inocencia. —Meneó la cabeza y añadió—: Sea lo que sea lo que tocaba en el pasado, me estoy quedando sin ello.
Mientras contemplaban a los perros dando lametazos a la sangre, hablaron hasta que les pareció que habían alcanzado el corazón de las cosas. Un corazón que resultó ser falso, pues ciertas cosas quedaron sin decirse. El hecho de que Endo estaba esperando a morirse. Aunque en el pasado había sido el enemigo, ahora Keo veía su dolor como algo ennoblecedor y austero.
Los dos somos cáscaras vacías. Sin amor, sin hijos. Excepto que a él le despojaron de la juventud para que sirviera a su emperador. Yo solo estaba buscando a una chica.
—Endo… ¿alguna vez piensas en el suicidio?
El aludido se rio por lo bajo.
—No es necesario. Lo único que tengo que hacer es esperar. —Señaló su cara azulada y sus uñas ennegrecidas—. Es realmente aburrida, la muerte. Hay que avanzar muy despacio hacia ella.
—Has estado viendo a especialistas, ¿no pueden ayudarte?
—Quieren ponerme en observación, como un conejillo de indias. No me quedan sentimientos para donar a la ciencia. Mi único miedo es que la locura me sobrevenga antes que la muerte.
Se incorporaron y se enfrascaron en la ardua tarea de limpiar y preparar el jabalí. Dejaron la marrana colgada del árbol para que la recogieran los primos de Keo y ellos arrastraron el macho por pendientes llenas de guayaba, deslizándose por quebradas resbaladizas. Llegaron a la furgoneta ya con la penumbra del atardecer, y envolvieron el cuerpo del animal con trapos y lona y cuerdas. Keo le dio un toque con su rifle a cada perro en el hocico, para recordarles que el jabalí era kapu. Les dio cuencos con agua de un arroyo y los acarició con vigor por el trabajo de primera clase que habían realizado.
Cuando ya oscurecía, los envolvió una densa niebla. Era como conducir cegado por la nieve. En dos ocasiones, Keo se vio obligado a frenar y tocar el claxon ante lo que parecían ser espectros surgiendo ante los focos del vehículo. Un arbusto blanquecino cayó sobre el capó y estuvo a punto de romper el parabrisas.
—¡Aaah! ¿Qué es eso? —gritó Endo.
—Espíritus rabiosos. Estamos conduciendo por Pali Road con un cerdo. ¡Es tabú!
En el exterior se oyó un chillido. Hasta los perros aullaban aterrorizados. Keo detuvo la furgoneta, se apeó y levantó las manos, mirando hacia el cielo y poniéndose a cantar:
—Noi e kala’ia! Ho’okāmakamaka! Kala mai! Kala mai!
Repitió aquel cántico una y otra vez hasta que los espíritus se retiraron y la carretera recuperó algo de visibilidad.
—Kala mai —dijo Endo—. ¿Qué significa?
—Es una súplica para obtener el perdón.
Figuras decapitadas que flotaban a la deriva acechaban a Endo en sus sueños. Nativos de Papúa con su atuendo tradicional, chicas-pi vestidas con harapos. Sus botas de camuflaje. Su espada estaba manchada de rojo. Comenzó a tener miedo a quedarse dormido, incluso a la escasez de luz.
A veces se despertaba y se descubría de pie, en la posición de ir a realizar el golpe de gracia sobre una víctima arrodillada. Se quedaba quieto, con las piernas separadas. Levantaba su espada y dibujaba el elegante arco con que casi le alcanzaba el éxtasis. Pero en ocasiones se producía algo que lo avergonzaba. Un error. Un hombro cortado como un cuarto de luna. Un pulmón flotando como una nube. Ahora las cabezas que había cortado en el pasado pasaban ante sus ojos. Una sonreía. Otra le guiñaba un ojo. Endo se incorporaba de un salto, gritando. Hasta la luna llena parecía sonreírle.
Los hoteles lo echaban de malas maneras. Cada vez que algún encargado se plantaba ante él en un pasillo sombrío y le gritaba que se marchase, Endo analizaba el cuello del tipo. Comenzó a fundirse con la muchedumbre para contemplar el espacio libre entre el nacimiento del pelo de cualquier desconocido y sus hombros.
… Ese cuello sería fácil de cortar. ¡Pa! ¡Pa! No haría falta casi esfuerzo. Ese cuello es demasiado delgado, verdadero shakuhachi, como un clarinete de bambú. Ese cuello es realmente terrible, tiene demasiada grasa. No sería un corte limpio, la espada quería enganchada en la doble papada…
Algunas noches se ponía en cuclillas junto a su ventana y oía los bombarderos aliados aproximándose a Rabaul. Se escondía en un armario. Y cuando salía se encontraba ante una corte militar que lo juzgaba por crímenes de guerra. Años perdidos, transiciones perdidas. Una noche se despertó y estaba de rodillas, restregándose las manos. Había soñado con los túneles, un tiempo que nunca hasta entonces había sido capaz de recordar.
… Cuerpos acribillados por la metralla. No había lugar donde ponerlos, ni donde enterrarlos. Se abrían agujeros en las paredes de arcilla. Nichos para los muertos vivientes. Los oficiales planeaban su suicidio. Sexo frenético con chicas que estaban encerradas como animales. Reclutas sodomizando a otros reclutas…
Y durante todo ese tiempo, a mi lado, atada a mí, un talismán, una chica harapienta. Debilidad, hedor, enfermedad. ¿Quién era esa chica que permanecía atada a mí? Como si fuéramos dos montones de polvo unidos. Quizás esa sea la manera de salir de una guerra. Con alguien a quien abrazar, a quien aferrarse, aunque no sea más que huesos. Los huesos pueden ser algo tan limpio, tan específico.
Y muy dentro de mí, siempre ese golpeteo de información. El filo brillante de mi espada contra su cuello. Pero los dos estábamos tan débiles a causa de la inhalación de gas que no podíamos hacer otra cosa que permanecer allí tumbados, intachables. Sin embargo, ¡con qué empeño intentó ella morir! Levantó mi espada con sus manos reducidas a huesos frágiles. ¿Quién? ¿Quién era? Nombre. Tenía un nombre…
Durante todos aquellos años había deseado que la muerte acabase con los malos recuerdos. Ahora despertaba cada día de sus pesadillas como un animal despellejado, con los músculos y los tendones temblando, con todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo en estado de alerta. Su piel se volvía cada vez de un tono jacaranda más oscuro.
Recorría las calles de Honolulú de lado, manteniendo la espalda contra la pared. Un día, frente a una barbería, sufrió un ataque. Se convulsionó, empezó a agitarse violentamente, emitiendo extraños sonidos, y luego se quedó rígido y perdió el conocimiento. Unos desconocidos lo tumbaron sobre la hierba, creyendo que era epiléptico. Cuando despertó se sentía agotado y profundamente confundido.
Después de un rato, caminó lentamente hacia su casa, con la sensación de que alguien le seguía. Le pareció oír el golpeteo de un bastón. Creyó reconocer un aroma. Se volvió, pero no había nadie. Solo el olor, un olor extremo, anormal, como a herrumbre. O a depósitos de arcilla.