HO‘ONALU

Formar olas, meditar

Una de las noches que pasó en la sala de baile Casino, escuchando a distintas bandas, un rostro femenino se destacó entre la multitud, pálido y arrogante, y al mismo tiempo algo melancólico. La chica lo miró fijamente durante mucho rato, y él sintió como si se le dislocasen los miembros y las membranas que los unían ardiesen. Creyó que si no miraba a otro lado, todas las reglas cambiarían para siempre; se le exigiría más de lo que tenía.

Unas cuantas noches después, tocando la trompeta en Rizal’s, la volvió a ver. Mirándolo como si buscara algo en él. De repente, mientras Keo estaba en el callejón de atrás fumando un cigarrillo, la chica apareció ante él.

—Quería decirte lo mucho que me ha gustado tu forma de tocar —dijo en voz baja, casi con timidez.

—¿Conoces algo de jazz? —le preguntó él.

—No mucho. Pero sé reconocer algo excelente.

De cerca su cara le impactó, era preciosa. Sus pómulos estaban perfilados con ángulos suaves, los labios ligeramente gruesos, y su nariz revelaba su sangre hawaiana. Pero en sus ojos ligeramente rasgados y en su pelo negro y liso cortado en líneas rectas Keo también distinguió otro origen.

—¿Cómo te llamas?

—Sunny… Sun-ja Uanoe Sung.

Entonces Keo soltó un comentario algo loco:

—Tienes una actitud muy buena.

A veces ella iba acompañada de amigos de la universidad, y otras iba sola y se quedaba apartada de la multitud. Keo empezó a buscarla entre la gente. Una noche, sudoroso y agotado, bajó del escenario y ella estaba allí. Desde ese momento se dedicaron a pasear por la playa, aunque con cierta cautela y recelo. Keo hablaba de manera desordenada, pasando arbitrariamente de un tema a otro. Ella le contó su vida de forma episódica y en un orden cronológico inverso, como si su vida no se hubiera visto afectada por ningún hecho anterior.

Keo supo que su padre era coreano. Y cuando intimaron más, vio cómo su piel parecía volverse más oscura a la luz del sol y su pelo negro se rizaba ligeramente al mojarse por la lluvia. Ella consiguió confundirle aún más cuando se relajaba, pues parecía casi traviesa. Sus labios se hinchaban y sus gestos adquirían cierta pereza. Era compleja como todos los mestizos, en ocasiones parecía de una manera, otras de otra, y en otras los dos tipos de sangre que corrían por sus venas, la sangre hawaiana y la coreana, luchaban por el predominio y el resultado era que no parecía ni una cosa ni otra.

Una noche, sentados en un banco, Sunny habló de su padre, de que nunca la había querido, de cómo maltrataba a su madre. De cómo la falta de cariño la había hecho sentirse invisible. Hablaba con suavidad, con tristeza, hasta que se quedó dormida. Con cuidado, Keo la rodeó con su brazo. Le parecía completamente indefensa. Pero, sin embargo, recordaba su aspecto la primera vez que la había visto, temeraria, clavándole fijamente la mirada, como si todo lo que él pudiera ofrecerle no fuese a resultar suficientemente tentador para ella. Ahora tiró de ella para atraerla hacia sí, y le habló de algo que le carcomía el corazón, temiendo resultar mediocre. Habló de mujeres ricas que bailaban el foxtrot, de lo que sentía sirviéndoles la comida, de su miedo a que su vida se redujese a eso.

—Soy más que eso. No acabaré siendo alguien que se queja por lo que debería haber sido. Seré el mejor, solo necesito un plan.

La luz de la luna en la cara de Sunny la hacía parecer extremadamente joven. Keo la movió para despertarla.

—Sunny. Tú no deberías estar conmigo. Eres una universitaria… —Ella se incorporó lentamente—. Tu padre es médico, vives en los Heights.

—Es un técnico de laboratorio. Y la casa no es nuestra.

—Aun así. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Pasearte por los barrios bajos?

Sunny lo miró fijamente.

—Sé a lo que te refieres. No es eso lo que estoy haciendo.

—Entonces, ¿qué es?

—… Es todo lo que me has dicho. Todo lo que hemos dicho. No me da miedo.

Inclinó la cabeza como un animal que fuese a beber de un abrevadero y le cogió los dedos para acercarlos hasta sus labios. Su melena quedó colgando hacia delante, dejando a la vista su nuca, que Keo cubrió con su frente.

Sunny trajo consigo alborozos y augurios de que algo iba a pasar, le hizo mirar más allá de su propia vida. Keo aprendió que su actitud procedía del miedo, de la constante búsqueda de un subidón de adrenalina.

—Conozco el sabor del miedo desde que nací. Estaba en la leche de mi madre.

Había crecido poniendo a prueba su valor, tumbándose de noche en la carretera mientras los coches subían a toda velocidad por la colina, aguantando la respiración cuando los faros la enfocaban.

—Esperaba hasta que pisaban el freno y entonces me apartaba. Mi madre pensaba que tenía tendencias suicidas por culpa de la brutalidad de mi padre. ¡No entendía que lo que yo quería era vivir! Lo que hacía era endurecerme a mí misma.

Le contó que solía ponerse erguida en el borde de un acantilado durante una tormenta, luchando contra el viento, con los dedos de los pies curvados hacia abajo para agarrarse a sus sandalias.

—Estaba aprendiendo a no tener miedo de nada. Volvía a casa empapada, aturdida, cubierta de barro, y mi padre me pegaba porque pensaba que había estado retozando con los chicos en mitad del campo.

Durante los veranos trabajaba en las fábricas de conservas y de dependienta en alguna tienda. Su dominio del inglés «auténtico» y su piel clara como la miel deberían haberle facilitado el acceso a algún ascenso, pero Sunny siempre salía en defensa de chicas de piel más oscura que la suya.

—Veía cómo a las hawaianas y a las filipinas las apartaban siempre a un lado. Me sacaba de quicio. Organicé pequeñas huelgas, escribí reclamaciones en las que acusaba a los jefes de favoritismos. —Se rio—. Me despidieron de tres empleos distintos.

Mencionó a un hermano que estudiaba ingeniería en la Universidad de Stanford. Su padre quería que ella estudiase medicina.

—¿Es eso lo que tú quieres? —preguntó Keo.

—A él no le importa lo que yo quiera. Así no funcionan las cosas en Corea. ¡Allí todo es kongbu haera, kongbu haera! ¡Estudia, estudia! —Entonces frunció el ceño e intentó ser justa—. Mi padre dice que aprender es un deber para con nuestros antepasados. No es una mala persona, solo es un cascarrabias y un catastrofista.

—¿Y qué hay de tu madre?

Sunny titubeó un instante antes de responder:

—Mi madre se ha olvidado de cómo correr e incluso de cómo caminar descalza. Se me desangra el corazón viendo cómo la trata mi padre, quiere que sea una dama. Cuando es demasiado nativa, demasiado riff-raff, o cuando habla en la jerga local, mi padre le pega. Entonces quiero lanzarme contra él. Tengo que irme de la habitación en la que él está. A veces hago cosas para distraerle, para que me pegue a mí en lugar de a ella. Y otras veces parece tan triste que quiero consolarlo. Me acerco a él todo lo que creo que es seguro.

Keo movió la cabeza a un lado y a otro.

—Si mi padre hiciera eso, le devolvería los golpes, pese a lo mucho que lo respeto.

—He intentado llevarla de vuelta con su familia, en Waimanalo. Pero ella lo quiere, ¿sabes? Su primera esposa murió poco después de que se mudasen aquí desde Corea. Y con mi madre, que es hawaiana y no fue a la escuela, mi padre cree que se casó con alguien por debajo de su nivel. Ella era joven y hermosa, y él estaba solo. —Sunny se envolvió en sus propios brazos y dejó escapar un suspiro—. Es difícil de explicar. No podría vivir sin ella, y sin embargo la trata como la mayoría de los coreanos tratan a sus esposas, nunca la llama por su nombre. Siempre grita yobo! «¡eh, tú!»

Al escucharla, Keo tenía la sensación de haber entrado en una habitación y haberse encontrado con aquella chica desesperada que quería salvar la vida de su madre. Intentó interpretar esa desesperación, desarrollarla hacia atrás para llegar a la chica que se encontraba tras ella. Quería hacer que todas las piezas encajasen. Quizá fuera la vida de aquella chica la que necesitaba ser salvada.

Sunny tenía un pequeño estudio alquilado cerca de la universidad de Manoa Valley, un campus muy pequeño y rural en el que de vez en cuando las vacas interrumpían una ceremonia de graduación. La primera vez que hicieron el amor, Keo sintió que haría cualquier cosa que ella le pidiera. Le daría su trompeta, sus pulmones, su vida, todo por un poco más de ella, por todo lo que de ella pudiera conseguir. Las semanas transcurrieron en una especie de demencia. Avanzaban el uno sobre el otro con una sensación de inevitabilidad, como quien no puede dejar de rascarse una picadura. Los besos de Keo eran como mordiscos de animales cuando se hundía en su vagina, que parecía una lengua resbaladiza y enrollada que le lamía hasta prenderle fuego.

Respirar. Se le antojaba todo un logro salir de ella. Salir vivo. O medio vivo, reducido a sudor, al mismo tuétano. ¡De qué forma más hermosa se arqueaba, en llamas y llena de semen, cómo se encendía su piel al llegar al orgasmo! Incluso cuando dormían, agotados, sus extremidades buscaban las hendiduras del otro. A veces al despertarse recuperaban la timidez y se comportaban casi como extraños, hasta que el deseo de cada uno se unía para volver a la acción. Y, entonces, ¡cómo buscaban los labios de Keo los pezones de Sunny, con qué delicadeza los mordía! Y ella lo sobresaltaba, lanzándose contra él, montándose a horcajadas sobre él, dando la impresión de que iba a alzar el vuelo.

—Carnales —susurró Sunny—. Eso es lo que somos.

Keo esperaba que aquella fuese una palabra positiva. Lo que hacían juntos parecía previsto desde mucho antes de que se conocieran. Todo encajaba. Los órganos, las extremidades, las articulaciones y los puntos de ensamblaje. La boca perfecta de Sunny se adaptaba a él, su mandíbula se articulaba para acogerle. Incluso cuando ella sentía como si se pusiera de parto pero al revés (un ser humano entrando en ella en lugar de saliendo de ella, e intentando entrar cada vez más dentro), incluso entonces todo encajaba.

Sunny no dijo que le amaba. No entendía esa palabra. Si lo que sus padres compartían era amor, entonces aquella palabra significaba deseo de castigar. De ser castigado. Significaba un déficit terrible. No obstante, se convirtió en una parte de él. Él la respiraba, la llevaba consigo como una sombra a mediodía.

Hasta su madre, Leilani, quedó encantada con ella, con su belleza, con la confusión de su mezcla de sangres, con la dureza con la que recubría sus temores. Solo su hermana, Malia, se mostró distante. Se sentó en la cocina preparando un pastel de guayaba, con un sombrero que más parecía la vejiga de alguien.

—Esa Sunny no es buena para él. Una universitaria presumida. Le romperá el corazón.

Leilani clavó los ojos en su hija.

—¿Qué sabes tú de esa chica? Keo dice que su padre es mala persona, que le pega a su mujer. Me parece que Sunny tiene un montón de cicatrices en su corazón.

—Las cicatrices son contagiosas, mamá. A veces la gente que se siente herida necesita herir a otros.

—Igual lo que te pasa es que estás celosa, que te gustaría ir a la universidad como Sunny. —Le cogió la mano y añadió—: No necesitas hacerlo. Siempre he dicho que Malia llegará a ser alguien. Tú eres la elegida.

Malia notó el olor a detergente en los brazos de su madre. Y a cilantro en su pelo. La abrazó.

—Tengo que admitir que a veces me siento sola. Todos se divierten menos yo.

Leilani le acarició la mejilla, tocando su cabello ondulado a la última moda.

—Eso es lo que me preocupa. Eres tan ambiciosa que no tienes tiempo para los hombres. ¿Cómo vas a encontrar así un marido? Tratas a los chicos de aquí como si fueran basura.

Malia encendió un cigarrillo y lo sostuvo entre sus dedos, sin dar una primera calada.

—Mamá, todo lleva su tiempo.

Sentada en un autobús abarrotado de gente, Malia se imaginó cómo sería la vida con un nativo. Una casa alquilada, sucia y desastrada, niños con pañales sucios, latas de cerveza tiradas por el suelo. Antes que eso, se bebería un bote de veneno para ratas. Así que ¿qué tenía de malo si de vez en cuando se liaba con un turista? Era algo inocente, una bebida, una conversación. De ese modo lograba estudiar a los privilegiados blancos, cómo utilizaban el silencio, cómo podían hacer que los camareros se acercasen a su mesa con solo una mirada.

Así que ¿qué importancia tenía si alguna vez hurtaba pequeños objetos sin valor a los clientes del hotel? Solía cogerles perfumes y etiquetas que recortaba de sus vestidos, de Schiaparelli, de Fortuny, de Chanel. Luego las volvía a coser en sus propios vestidos. Eso la hacía sentirse valiosa. Hacía que la vida fuese un poco más fácil de sobrellevar. Pensó en Sunny Sung, la universitaria que solo trabajaba durante las vacaciones de verano, que nunca se había visto obligada a bailar hapa-haole hula vestida con una falda de celofán, que nunca había tenido que soportar que unos extraños la sobaran.

—Llévate el paguas pa’ la lluvia.

Sunny oyó la bofetada de su padre y a continuación su orden:

—¡Paraguas! ¡Habla bien!

Su madre empezó a llorar. A veces, cuando su padre le pegaba, también él se ponía a llorar, odiándose a sí mismo, odiando su inferioridad a los ojos del mundo, sabiendo que esa inferioridad le sobreviviría. Incapaz de conseguir trabajo como médico titulado, se veía forzado a realizar pruebas de sangre y orina, a buscar bacterias en excrementos humanos. Las noches en las que se encontraba terriblemente cansado su perfecto inglés de manual se veía emborronado y se tambaleaba por la casa hablando una confusa mezcla de inglés y coreano. Y cuando su mujer le respondía en la jerga local, enloquecía.

Sunny frotó los moratones de su madre con aceite de kukui.

—¿Por qué, mamá? ¿Por qué es tan violento?

—Está sobreeducado —dijo su madre, con un suspiro.

Keo la encontró en su estudio. Tenía los ojos hinchados y estaba agotada por un escape de tristeza, y hablaba con la voz cargada de quien ha llorado copiosamente y durante mucho rato.

—Si vuelve a pegarle, lo mataré.

Keo trató de consolarla.

—¿Es que no lo ves? Tu padre está devolviéndoles los golpes a todos esos haole y a todos esos doctores chinos que no le dejan ejercer, que siguen pensando que los coreanos son herbolarios medievales.

—¡No lo defiendas! —gritó Sunny—. He visto a coreanos trabajando como barrenderos. Y les cantan serenatas a sus esposas, y llevan a sus hijas a clases de baile.

Los oía por las noches (los crujidos de la cama, los gemidos de su padre, ¡perdón, perdón!) intentando borrar las heridas, destruir las pruebas. Sunny se prometió a sí misma que jamás se sometería a una relación semejante.

—Es horrible que la felicidad y toda la vida de mi madre dependan de lo que él haga o deje de hacer.

—Creo que es al revés —dijo Keo—. Es tu padre quien depende de ella, para poder esconder sus propias humillaciones. Una esposa hermosa, una casa bonita. Los hijos en la universidad. Vosotros sois todo lo que ha logrado en la vida.

Sunny se echó a reír.

—Yo soy su pesadilla. Mi madre dice que he heredado su carácter. Pero es mío. Todo mío.

Keo se echó hacia atrás y examinó los cuadros que había en las paredes, imágenes que parecían saltar hacia él, que le hacían querer encogerse de miedo. Extremidades humanas metamorfoseándose en víboras. Un hombre a cuatro patas con la cabeza babeante y ensangrentada de un ciervo.

—Dan miedo. ¿De qué tratan?

Sunny miró los cuadros.

—De rabia, supongo. Rabia por la obsesión de mi padre con sus tés. Se los bebe como si fueran una religión. Té de serpiente albina para la longevidad. Té de pitón amarilla para la neuralgia. Té de cornamenta de ciervo para la potencia… Por desgracia no hay ningún té para la compasión.

Había otro cuadro en el que se veía a una chica sin rostro repetida una y otra vez.

—¿Quién es?

—La chica a la que mi padre… Oh, te lo contaré algún día.

Mientras ella dormía, Keo volvió a concentrarse en aquellos cuadros.

Durante meses y meses, Sunny se sentaba a verle tocar y contemplaba su profunda concentración cuando otros miembros de la banda realizaban un solo. Hasta su quietud resultaba elocuente. Sentía orgullo; sí, era eso lo que sentía. Un orgullo tan fuerte que a veces se estremecía al observar las caras del percusionista, del bajo, de cómo se percibía en esas caras su respeto hacia Keo. No solo respetaban su talento, sino también la distancia que él les concedía cuando tocaba, el espacio que cada miembro de la banda se merecía. Ese respeto mutuo producía energía, una conexión de electricidad entre todos ellos.

Sin embargo, ella sospechaba que el espacio que Keo les dejaba no siempre era una cuestión de cortesía, de buenos modales, sino el impulso ciego de quien busca a tientas sus propios límites, preguntándose hasta dónde podía llevarse a sí mismo sin ir demasiado lejos. Resultaba curioso saber cuánto era demasiado lejos. Sunny empezaba a entenderle, a comprender su capacidad para aislarse con tanta facilidad del mundo, a no necesitar a nadie aparte de a ella. Quizá ni siquiera la necesitaba a ella, quizá no necesitase a nadie aparte de a sí mismo. Y tal vez ni tan siquiera a sí mismo, sino a ese alguien en el que pretendía convertirse. Ella comenzaba a comprender la palabra «amor» y lo que significaba realmente la confianza. Era casi una fusión involuntaria. Y con el amor venía el miedo a perder aquello que se amaba. A perder el equilibrio propio. Pensó que en algún momento del futuro tendría que luchar por él, por mantener su atención, y eso la excitaba.

A veces él esperaba hasta que creía que ella se había quedado dormida. Entonces se incorporaba en la oscuridad y tocaba la trompeta en silencio, sin producir sonido alguno, tratando de alcanzar nuevas combinaciones y nuevos sonidos en su cabeza. Tocaba hasta que el sudor le caía por el pecho y la espalda, hasta que la humedad se extendía por la sábana y tocaba las caderas y los hombros de Sunny, enfriándola.

Ella yacía quieta, imaginando que Keo extendía sus brazos hacia ella, nunca saciado. A veces sospechaba que él se olvidaba de su presencia, quizá que se olvidaba de que estaba en el mundo. Cuando salía de su ensimismamiento y fijaba sus ojos en ella lo hacía casi sorprendido. Y ella estaba allí esperándole, preguntándose cómo sería estar tan obsesionado por algo. Cuando él se inclinaba hacia ella, Sunny se sentía frenética, ansiosa por aferrarse a él y saber que era real.

Un día, Sunny puso un disco que acababa de salir en Francia, del guitarrista belga de jazz Django Reinhardt. Mientras lo escuchaban, le iba traduciendo con cuidado los títulos de las canciones: «La tristesse de Saint Louis», («El blues de Saint Louis»); «Le Thé pour deux», («Té para dos»); «J’ai du rhythme», («Tengo ritmo»).

Keo meneó la cabeza.

—Ese hombre es un genio.

Había oído hablar de Reinhardt, un gitano que tenía dos dedos paralizados, y que era el guitarrista de jazz más brillante del momento. Keo cerró los ojos y se imaginó tocando con él.

Al darle la vuelta al disco, Sunny, como si tal cosa, le preguntó:

—¿Has pensado alguna vez en París? Allí está el Hot Club. Y el Club Saint Germain des Prés.

Keo sonrió.

—He oído decir que están rompiendo todas las reglas del jazz. Es algo totalmente salvaje. Claro que he pensado en París. Y en Nueva Orleáns. Y en la luna.

Sunny se sentó frente a él y le dijo:

—Es cuestión de pasar unas cuantas semanas en un barco, eso es todo. Yo iría, si tú quisieras. Cuando supiera que mi madre está a salvo.

Keo pensó en las grandes diferencias que había entre ellos. Él solo era un chico de Kalihi. Y ella una universitaria de los barrios altos, dispuesta a todo, tirándole un farol al mundo.

—Aunque pudiéramos permitírnoslo, ¿qué haríamos allí? ¿Cómo hablaríamos con los francesitos?

Sunny se echó a reír.

—El jazz es internacional. No haría falta que hablases. Todos están allí, todos esos tíos a los que idolatras, Basie, Hawkins, Buddy Tate. —Se inclinó hacia delante y se mostró totalmente vehemente—. Keo, aquí ya has llegado a lo más alto. No hay nada más alto aquí que las salas de baile. Cuando las grandes bandas vienen a Honolulú, no alquilan locales. Hasta Ellington trae a sus propios músicos acompañantes para que le hagan un relevo y pueda tomarse un descanso. Tienes que ir a donde nadie te mire por encima del hombro. A donde puedas crecer.

—¿Y qué harías tú en París?

—Encontraría un trabajo. Y pintaría, que es lo que siempre he querido. ¡Imagínate los museos! ¡Las galerías de arte! Imagínate ver las obras de Tiziano y de Rembrandt en persona, en vez de en minúsculas reproducciones en un libro.

El hambre que Sunny sentía por la vida asustaba un poco a Keo.

—Tu escapada avergonzaría a tu padre, lo destrozaría, quizá. ¿Lo odias tanto?

—Sí, le odio. Y le quiero. Le oigo llorar por las noches, pero no puedo soportar lo que le hace a mi madre. Ni lo que les ha hecho a otras personas. —Le cogió la mano a Keo y la apretó con las suyas—. No todo es culpa suya, es una víctima de su propia historia.

Le explicó que, a finales del siglo XIX y principios del XX, Japón y Rusia habían luchado por el control de Corea. Y en 1905 Japón, que había ganado aquella guerra, anexionó y esclavizó al país entero.

—Quemaron los libros de historia coreana y prohibieron la lengua nativa. Destruyeron el arte y la arquitectura. Aniquilaron poblaciones enteras, incluidos los niños y los ancianos. Y se produjeron violaciones en masa, lo que supuso la más profunda de las vergüenzas para las mujeres coreanas. Hubo miles que bebieron litros de lejía.

Le contó que los coreanos se convirtieron en japoneses de segunda fila, y que se les tomaron las huellas digitales como si fueran criminales. A los niños se les obligó a ponerse nombres japoneses.

—Los padres de mi padre eran pescaderos. El hombre que les alquilaba la casa no tenía hijos, y cuando descubrió que mi padre era inteligente, lo envió a la universidad y a la escuela de médicos. Cuando alguien lo apadrinó para que viniera a Honolulú y encontrase una vida mejor, abandonó Corea, haciendo un transbordo en Shanghái. Pero muchas noches le oigo rezar por sus padres. A esas horas la casa se llena del olor a agua salada y pescado crudo. Por las mañanas, puedo oler a su madre y a su padre en su aliento…

Se dejó envolver por los brazos de Keo y lloró como una niña.

—Eso es él, todo lo que ha sufrido. Aunque es una persona violenta, y nunca me ha dicho que me quiere, no puedo odiarle de verdad.

Keo le limpió la cara, pensando en los paralelismos entre la historia del padre y la de la madre de Sunny. Los hawaianos también habían sido invadidos, su monarca había sido destronada, sus tierras robadas y su lengua prohibida.

—Sí —susurró Sunny—. Me han cincelado dos veces. —Se incorporó y Keo distinguió algo en sus ojos—. Te voy a decir una cosa más. La esposa que mi padre trajo consigo de Corea no murió a causa de una enfermedad. Lo hizo porque se le partió el corazón. Tenían una hija, Lili, que había nacido con un pie deforme. Como no quería empezar una nueva vida con una lisiada, mi padre la abandonó, la obligó a vivir con unos familiares en Shanghái. Su esposa enloqueció de tristeza y murió un año después de haber llegado aquí. Mi hermano encontró cartas, así fue como nos enteramos. —Hundió la cabeza y murmuró—: Oh, hermanita, hermanita… Un día te encontraré.