HULI PAU

Buscar por todas partes

Otro bombardeo accidental. Los cuerpos colgaban de los edificios como harapos. Rebuscó el rostro de Sunny entre las ruinas. Buscó en los muelles, entre las multitudes que se iban, con la esperanza de que ella y Lili hubieran conseguido pasajes para ir a Hong Kong, a Manila o a cualquier parte.

A veces se dejaba arrastrar por la vida de la ciudad. Las embajadas mantenían lo que parecía una competición semanal: los británicos mostraban programas de noticias sobre las victorias de los Aliados en Europa, y los clubes del Eje mostraban el devastador avance de Hitler. El público aplaudía y luego se abalanzaba a la calle y se enfrentaba a sus enemigos. Keo arrastró a un alemán beligerante a un callejón y le golpeó en la cara. Pensó en Etienne Brême y siguió golpeándole.

A veces, cansado de buscar, se sentaba con un viejo sabio chino cerca del Hotel Jo-Jo mientras el hombre ventilaba sus textos budistas a la luz del sol. Agitaba con una mano las páginas húmedas y con la otra se metía peces plateados en la boca, lo que provocaba que sus dientes estuvieran grises y cubiertos de trocitos. Era un hombre frágil y elegante, vestido con una túnica tosca y pantuflas puntiagudas, sus movimientos eran doctos y relajados. Un día se volvió hacia Keo y le habló en un inglés casi perfecto:

—Tú espera. Los chinos tienen la fuerza de cuatrocientos millones. Nuestra fuerza es la fuerza de las hormigas. Nosotros no ganamos batallas. Pero siempre absorbemos a quienes nos conquistan.

Keo pensó que no solo eran los japoneses, sino todas las naciones del mundo las que habían convergido en Shanghái y se habían enriquecido con sus sedas, su opio y su té, convirtiendo a sus niños en esclavos. Ahora el río Yangtsé estaba cerrado y el comercio con China estaba agonizando. Reflexionó sobre el destino de los cuatro millones de habitantes de Shanghái cuando el resto del mundo hubiera abandonado la ciudad.

—Sí. Japón nos invadirá —dijo el sabio—. Pero nosotros los convertiremos en chinos. Danos quinientos años. Tú espera.

Keo sospechó que el anciano tenía razón. Los occidentales pensaban en días y en meses, los chinos lo hacían en generaciones.

Ahora, con la inminencia de la guerra, los clubes y los cabarets prosperaban tal y como había ocurrido en París. Llegaron nazis, fascistas italianos y oficiales del gobierno de Vichy y se alinearon con Japón, su socio del Eje. Entre ellos, como siempre, había fanáticos del jazz. Una vez más, Keo tocó su trompeta con una energía nacida del odio puro. Se quedó allí porque alguien a quien amaba estaba allí, y tocó porque esa era su vida y, si no tocaba, su vida no tenía sentido. Daba la impresión de que cada uno de los músicos que había en Shanghái tenía sus propias razones para permanecer allí.

—¿A qué otro lugar puedo ir? —dijo el saxo japonés—. En Japón han cerrado todas las salas de baile. En cualquier otra parte de Asia me matarían, después de lo que ha hecho el ejército de mi país.

Un día el percusionista se marchó a Manila y fue sustituido por un judío polaco de Varsovia. El bajo, también polaco, fue sustituido por un austríaco, del que se decía que era un espía del Eje. Cuando alguien le rebanó el cuello en la callejuela detrás de Ciro’s, su puesto lo ocupó un negro sudafricano que había huido de Pekín por comunista. La renovación de los miembros de la banda mantenía a la audiencia intrigada.

De repente los instrumentos musicales se convirtieron en bo gum, «valioso oro». Los saxos y las trompetas desaparecían, confiscadas por los japoneses, que los enviaban a Japón como metal para construir bombas. La trompeta solo se salvaba si su propietario era excelente. Los músicos que no tenían trabajo enterraban sus instrumentos entre las tumbas. Keo nunca se separaba de su trompeta. Dormía con ella y la llevaba por la calle como si se tratase de una mascota.

Algunas noches, antes de actuar, se dirigía a la Casa de Té en el corazón del lago, por el Puente de los Nueve Giros. Iba allí semana tras semana, buscando aquella cara en la ventana, a pesar de que el anciano camarero le decía que ella no había vuelto a ir nunca más. Keo recorría las calles y las tiendas, y rezaba.

Un día, un Mercedes decorado con esvásticas giró una esquina demasiado rápido y atropelló a un niño. El chófer bajó de un salto, azotó al niño, que había quedado inconsciente, con una fusta, y luego prosiguió su camino hasta la entrada de Ciro’s. El hombre que salió del coche le resultó a Keo extrañamente familiar. Durante la segunda actuación de la noche, reconoció su colonia. Era el oficial alemán que le había limpiado la cara con un pañuelo de lino en París. Al darse cuenta, bajó la trompeta y abandonó el escenario. Los demás le siguieron hasta el callejón.

—Gestapo —dijo el percusionista—. Mientras aplauda, estaremos a salvo.

Keo lo miró fijamente.

—¿Tú, que eres judío, vas a tocar para ese bastardo?

—La mitad del público es nazi —se rio el tipo—. Tocas para ellos todas las noches.

El bajo asintió.

—Y la otra mitad son simpatizantes, además de unos cuantos espías británicos. Si no les gustase el jazz, estaríamos tocando en la prisión de Pootung, para leprosos y sifilíticos.

Keo dio una calada con saña de su cigarrillo.

—Tenía amigos que fueron asesinados en París. Y estuve a punto de perder las pelotas por el bastón de mando de uno de las SS.

El líder de la banda le cogió del brazo.

—Olvídate de los nazis, del Eje y de los Aliados. Nuestro objetivo solo es permanecer con vida. Por favor. Están esperando.

Los públicos comenzaron a parecerse y a sonar de forma parecida, los alemanes, los americanos, los británicos, e incluso los oficiales japoneses. Todos tenían un código formal de conducta, un modo notorio de inclinarse hacia delante y escuchar. Sus miradas eran como cuchillos que se arrojasen unos a otros. Pero ofrecían una tregua cuya única condición era el jazz. Keo empezó a moverse por un mundo repetido en el que todo era ya conocido y predecible. Ciertas noches sabía cómo vestiría el público, cómo olería y qué canciones pediría. Después de un tiempo consiguió dejar a la audiencia atrás, y también a la ciudad entera, y tocar su trompeta para sí mismo, imaginando que una noche Sunny la escucharía y el sonido la llevaría hasta él.

Tan ensimismado de nuevo en su música, a veces Keo perdía toda conciencia del lugar en el que se encontraba. Mientras caminaba de vuelta a casa justo antes del amanecer, sin más luz que la de los oscilantes focos de los rickshaws, sentía bajo sus pies los pavimentos de Montmartre. Otras noches se imaginaba el Sena fluyendo a su lado como anguilas retozando. Veía a parejas de aspecto impecable en bals musettes, sumergidos en los ritmos titubeantes y deslizantes del tango. Olía la sal de las redes de pesca del estudio de Brême, y oía el sobrecogedor temblor del saxo de Dew.

Otras veces oía guitarras, violines, y a gitanos romaníes celebrando la vida y bailando en los prados verdes. ¡Alegría! Hombres de valor feroz, mujeres de fuego, gente que vivía con una dirección divina, amando cosas profundas que carecían de una forma definitiva. Veía sus caravanas ardiendo y la pintura de sus carromatos formando burbujas al quemarse. Oyó las ametralladoras y vio a niños saltando por los aires como faisanes.

Una noche, regresando de madrugada de Ciro’s, encontró al propietario del Hotel Jo-Jo esperándole, con aspecto aprensivo.

—Lleva toda la noche esperándote en tu habitación…

Estaba dormida en su cama, con la sábana cubriéndole los muslos a media altura. Las sombras dibujaban garabatos sobre sus hombros. Keo se abalanzó sobre ella y hundió su cabeza entre sus pechos. Ella se despertó y lo rodeó con sus brazos.

—¡Perdóname! —susurró—. No sabía…

Keo se arrastró sobre la cama y la abrazó. Sus cuerpos temblaban y ambos lloraban como niños pequeños. Cuando por fin se calmaron, encendió una lámpara para poder verla.

—Cuando te fuiste, mi vida se acabó. Lo juro, ¡se acabó! Llevo meses buscándote por las calles de esta ciudad.

Tenía los ojos subrayados de oscuras ojeras, la angustia resultaba visible en su hermoso rostro. Miedo y desesperanza, y algo más.

—Sunny. Estás tan delgada…

—La suciedad —susurró ella—. Mata el apetito.

—Deberías haber esperado. Deberías haberme dejado venir contigo.

Entonces recordó que había esperado. En París le había suplicado durante semanas.

Sunny se incorporó con aire cansado.

—Keo, he encontrado a Lili. La he encontrado, pero no puedo sacarla de aquí. Estados Unidos no me deja llevarla a casa conmigo. —Lo abrazó con fuerza, adhiriéndose a él—. Ayúdanos. Ayúdanos, por favor. No puedo irme sin ella.

—He estado en la embajada —dijo Keo—. La consideran japonesa. Y los japoneses tienen prohibido entrar en Estados Unidos o en cualquiera de sus territorios. Es inútil. Un día de estos, pronto, evacuarán a los americanos. Tienes que venirte conmigo. Después intentaremos sacarla a ella.

—No puedo. No puedo abandonarla. —Sunny comenzó a llorar otra vez—. No soy mi padre.

Al abrazarla, Keo notó sus huesos, la blandura de su cuerpo había desaparecido. Todo en ella parecía ángulos. Incluso sus pechos, bajo su sostén, parecían hundidos, como si aquella ciudad, tan encubiertamente cruel, la hubiera aplastado hasta reducirla a una sola dimensión.

—¿Qué te ha ocurrido? ¿Cómo estás viviendo?

Al principio no pudo contestar. Se envolvió con sus propios brazos, temblando de emoción. Finalmente, sus ojos encontraron los de él.

—Perdóname. No lo sabía. Nunca te habría abandonado si hubiera sabido…

Keo sintió frío, notó que la tensión que lo embargaba aumentaba.

—¿Sabido qué? ¿Qué es?

En el silencio se oyó el zumbido de los mosquitos en su búsqueda de sangre. El ventilador del techo se estremecía como herido.

—Me llevó siete semanas llegar a Shanghái. Estuve enferma, día y noche. El doctor de a bordo me examinó. —Hundió el rostro entre las manos—. Estaba… llevaba a nuestra hija…

Keo se quedó completamente inmóvil.

—… estaba embarazada de casi tres meses cuando te abandoné. ¡No lo sabía! Nació aquí, en agosto. Es pequeñísima y frágil, pero está viva.

—¿Dónde está? —Keo la sacudió por los hombros—. Dios mío, morirá en este estercolero. ¿Dónde…? —Aquello era demasiado. Empezó otra vez a llorar.

—Está con Lili y su tía, cerca del Puente de los Nueve Giros. No podía traerla conmigo, el aire está impregnado de bacterias. Quería decírtelo primero. Keo, tienes que llevarte a nuestra hija a casa, ponerla a salvo en Honolulú. Yo iré después, con Lili.

Keo la sacudió de nuevo, violentamente.

—¿Después? ¡Después de qué!

No la escuchaba. No podía escuchar. No podía creer que estuvieran viviendo vidas que ya estaban tan agotadas. Cuando se tranquilizó, Sunny volvió a rodearlo con sus brazos.

—Di a luz a nuestra hija un amanecer, con Lili y una comadrona. Lili la sacó de entre mis piernas. Le traje vida a mi pobre hermana, cuya única vida han sido las fábricas. —Sonrió, dándole esperanza y claridad a Keo—. Se parece a ti. Sus ojos, su boquita perfecta. La he llamado… Anahola. El Tiempo en un recipiente de cristal. Me acordaba de tus manos haciendo girar las horas mientras practicabas con tu trompeta.

—Oh, Sunny —dijo Keo, hundiendo la cabeza en el pecho de ella—. Llévame a verla. Ahora somos una familia. Debemos irnos a casa.

De nuevo recibió como respuesta su vieja intransigencia. La parte de ella que no cedería.

—Quiero ir a casa. Estar contigo. Vivir mucho, días y años de tranquilidad. Ya he tenido demasiado del mundo. Pero no puedo abandonar a mi hermana. Por favor. Ayúdame a sacarla.

Keo la abrazó con fuerza, maquinando planes imposibles.

—Un tipo que trabaja en Ciro’s conoce a alguien que hace pasaportes. Harán uno para Lili. Conozco a un británico que se acuesta con una mujer que trabaja en nuestra embajada. Quizás ella nos ayude…

Cuando amaneció, seguían susurrando, haciendo planes, preguntándose cómo podían salvar la vida, cómo podrían recuperar el control sobre sus propias vidas. Hicieron el amor con frenesí y desesperación; parecía que incluso sus cuerpos estaban más allá de su control. Mientras Sunny dormitaba, Keo trató de absorber todo lo que ella le había contado, aceptar el hecho de que ella estaba allí a su lado, de que no era un sueño… un sueño…

Cuando despertó a mediodía ella se había ido. Corrió por los pasillos, solo para encontrar su propio rostro devolviéndole los gritos desde los espejos. Sus nervios se desintegraban en sal.

El dueño del hotel trató de consolarlo.

—Volverá. Dijo que iba a traerte a la niña. Amigo mío, sea lo que sea lo que estás planeando, hazlo rápido. Todos los que pueden permitirse salir de la ciudad se están marchando.

Durante tres días y tres noches, Keo permaneció sentado en su habitación, esperando. Notaba el paso de cada hora a través de la piel. Tal vez Sunny tuviese miedo de que si volvía al Hotel Jo-Jo, él la obligaría a subir a un barco con la niña. O quizá su hermana se hubiese negado a darle el bebé, temiendo que Sunny la abandonase. O puede que la niña hubiese muerto. ¿Había una niña? Al cuarto día había enloquecido y corría por las calles como un demente. La buscó y buscó por el Puente de los Nueve Giros, y después se sentó balbuceando en un callejón, contándoles a los mendigos cómo la había perdido. La había dejado ir otra vez.

Después de una semana, regresó a Ciro’s. Pero cada momento que tenía libre volvía a buscarla, y cada una de esas búsquedas en vano se convertía en un horror. Ahora había un bebé, y no dar con ella significaba su muerte. Vivía acompañado por el estruendo de los latidos de su corazón, observando a hombres y mujeres desnudos de cintura para abajo y en cuclillas en las orillas de los riachuelos, arrojando sus excrementos a las aguas. Aguas que bañaban a su hija. Rezó, regateó con Dios. Se lo daría todo, su trompeta, su vida, a cambio de que salvase a Sunny y a su bebé.