MAKA KILO, MAKA KIHI

Observar de cerca, con el rabillo del ojo

Un fin de semana, Dew cogió prestado un coche y la banda fue a Gulfport, Misisipí, para tocar en el Great Southern Hotel. Obtuvieron grandes ovaciones de un público compuesto totalmente por blancos, pero fueron obligados a comer sentados en la acera, y a dormir apretados en el coche. Los hoteles y los restaurantes no admitían a gente de color.

Ocurrió lo mismo en Biloxi. Así que prácticamente vivieron en el coche, aseándose en los arroyos y buscando a negros que pudieran plancharles la ropa. En Mobile, Alabama, donde tocaron en el Tick Tock Dance Hall, alquilaron una habitación en el barrio negro. Era invierno y durmieron en el suelo, cinco hombres temblando de frío el uno al lado del otro, con abrigos y zapatos y sombreros. Keo permaneció dos noches helado.

Los mismos blancos que les aplaudían por las noches les insultaban de día y les obligaban a cederles el paso en las aceras. En su última mañana en Mobile, Keo entró en un bar en el que servían almuerzos, el Karl’s Kozy Korner. Agotado, se sentó en un taburete y le dirigió una sonrisa a la rubia que había detrás del mostrador.

—Café solo y un donut con mermelada, por favor.

La chica se inclinó sobre el mostrador y le dijo con voz coqueta:

—Eres muy valiente, chico. Si mi padre te ve aquí, te arranca la piel a tiras.

Cuatro clientes blancos se quedaron petrificados en sus taburetes. Y entonces algo se movió por detrás de la chica. Keo se dio cuenta de que era un reflejo en el espejo que había en la pared, el reflejo de un tipo enorme yendo hacia él, levantando en el aire algo grande y pesado. Un dolor sobrecogedor se extendió por toda su espalda. Luego sobrevino una negrura total, y el ruido de gritos. Despertó en la calle, con la boca llena de gravilla, y aquel hombre blanco pateándole como un maníaco.

—Negro asqueroso… ¡Te atreves a entrar, a plena luz del día! Hablando con mi hija.

A su alrededor se formó un corro de gente, y el tipo volvió a levantar por encima de su cabeza el bate de béisbol con el que le había pegado. Pero alguien lo agarró antes de que golpease.

—Aquí no, Jake. Es uno de los negros que tocan en el Tick Tock. Espera hasta que terminen de tocar esta noche.

Una bota le impactó en el pecho, haciéndole inhalar polvo y pequeños trozos de cristal. Dew se acercó con el coche y se disculpó ante la multitud furiosa:

—Sí, señor. Sí, señor.

Levantó a Keo y lo metió en el vehículo, y se alejó de allí conduciendo con extrema cautela y lentitud.

—¡Qué tienes en la maldita cabeza! Desde que salimos de Nueva Orleáns no he parado de decir que tengáis cuidado. Cuidado, cuidado y cuidado. ¿Estás sordo? ¿Estás loco?

—Pensaba que lo de «segregado» solo era para los autobuses y los hoteles —dijo Keo, que se estremecía de dolor.

—Se refiere a todo. Karl’s Kozy Korner. ¡KKK! ¿No lo pillas?

Giró a izquierda y a derecha, conduciendo ahora como un loco. En diez minutos, la banda había cargado todo su equipaje en el coche y, sin hacer ruido, abandonaron la ciudad, y Alabama. Pararon a repostar en Misisipí, orinaron en los bosques, y no volvieron a detenerse hasta llegar a Nueva Orleáns. Keo tenía algunas costillas rotas y un hombro fracturado. Dew le dijo que tenía suerte, le contó lo que le habrían hecho si llegan a cogerlo de noche.

Keo se volvió precavido. Algunas noches, nostálgico y desencantado, paseaba por Jane Alley, donde Satchmo había nacido. Se sentó en la acera, delante de su casa. El gran Louis Armstrong, cuya madre le había cocinado la comida de desperdicios rescatados de los cubos de la basura y le había hecho zapatos con trozos de goma de neumáticos usados. Un hombre que tenía más alma y talento que cualquier otro músico de jazz vivo, y sin embargo seguían llamándolo «negro» en el sur. Su imagen animó a Keo, le convenció para seguir progresando.

Imitó el estilo de Dew (trajes de cintura estrecha, zapatos de dos colores, alfileres en sus corbatas) y adoptó una actitud gallarda, incluso atractiva, cuando tocaban en el prostíbulo de Lulu White y en el Mahogany Hall, en Basin Street. Cada noche, se vistió con sumo cuidado, como un cura que fuese a dar misa, planchó sus pantalones y los puños de sus camisas. Luego salía al escenario y se quebraba en pedazos, terminaba hecho una ruina, descalzo, con la camisa arrancada, el traje empapado, su cabello antes bien peinado y ahora de punta, como electrificado. Se gastó sus primeras pagas en aumentar su vestuario.

Un agente de una compañía discográfica del norte organizó una sesión de grabación en la que Keo estaba colocado a cinco metros por detrás del micrófono. Aun así, su trompeta arrolló a los demás instrumentos. Al tocar «Body and Soul» entró en un trance y realizó un solo de veinte estrofas antes de que Dew lo lograse sacar de su ensimismamiento.

—Ese tipo es demasiado salvaje —protestó el de la discográfica—. No se le puede bajar el tono y no combina bien con los otros.

Así pues, las compañías los ignoraron.

Sintiéndose fracasado, Keo volvió a recorrer las calles y se encontró a sí mismo en el Barrio Chino, rodeado de tiendas diminutas en las que colgaban patos despellejados y había grupos de viejos con peonías tatuadas en los pies que jugaban al fan-tan y al mahjong. Se sentó en una tetería y una chica le sirvió una taza de oolong. Envuelto en un aroma a pescado salado y gachas de arroz, cerró los ojos y se desplazó mentalmente hasta Kalihi Lane. Su madre bromeaba con el hombre que vendía crema de ñame, con unas bolas de pasta púrpura. Unos chicos cantaban en falsetto. Los ronquidos del señor Kimuro, a la izquierda de la calle, respondían a los del señor Silva, que venían de la derecha.

Y más allá de la calle, el distrito de Kalihi. La panadería de Lee Su, en la que vendían pastel de arroz de color rosa y verde, el local de comidas para llevar Kalana, que ofrecía cerdo envuelto en ñame y arroz limu. Anguilas moviéndose en el interior de tanques de agua en la pescadería de Yokio. Y más allá de Kalihi, el Barrio Chino de Honolulú: el martilleo de máquinas de coser brotando del interior de algunas puertas, el chasqueo interminable de tijeras de barbero en plena calle. En los puestos de carnicería, anillos de menudillo y cuencos de molleja de cerdo, callos sonrosados.

Y en algún lugar de los Heights estaba Sunny. Keo inclinó la cabeza, perdido en las oscuras lagunas de los ojos de Sunny. Sus labios sabían a guayaba, su cuerpo era una soga que había escalado. Sunny, que lo había empujado a salir al mundo. Que lo había cargado con su zumbido feroz y frenético. No obstante, era un desastre en lo que se refería a escribir. Keo le escribía cada semana para explicarle que las cosas avanzaban con lentitud en lo que concernía al dinero, y recibía quizás una carta al mes, lo que provocaba que entre una y otra se torturase a sí mismo preguntándose si ella habría cambiado de idea, si habría conocido a alguien rico y de piel más clara que la suya.

Cuando llegaban sus cartas, le proporcionaban un nuevo impulso, sentía que cambiaban de posición los engranajes de la suave maquinaria de su cuello y sus hombros, y se movía con urgencia. Sunny estaba estudiando francés. Estaba vendiendo sus joyas y ahorrando hasta el último céntimo. Sus cartas hacían que Keo sintiera el deseo de tocar a alguien, convertían la soledad en algo casi insoportable. Dew le llevaba chicas de todos los colores, pero siempre las rechazaba.

Sin embargo, a las mujeres les encantaba el modo en que Keo tocaba su trompeta. Acudían a los locales donde actuaba, con las medias llenas de dólares, y le escuchaban toda la noche. Su apodo, Hawaiano, su misterioso origen en el Pacífico, el hecho de que parecía no desear a nadie, de que nunca se iba ni con mujeres ni con hombres, las intrigaba. Las mujeres se volvían a su paso y miraban fijamente la trompeta después de que sus manos y sus labios la hubieran tocado. Durante una pausa, una mujer se acercó al escenario y se inclinó para oler el instrumento. Otra le robó la boquilla.

La banda continuó adelante, esforzándose siempre al máximo, siempre hambrientos de éxito. Si las discográficas no los querían, dijo Dew, ¡al demonio! ellos mismos harían sus propias grabaciones. Alquilaron un micrófono, una grabadora y cintas de acetato, y se metieron en una habitación vacía. Cuando escucharon la grabación, todo sonaba crudo y estridente. Organizaron una segunda sesión y utilizaron dos micrófonos.

Al no haber ningún agente gritando, ni nadie con los cascos puestos haciéndoles señas como si fueran monos bien entrenados, Keo se relajó. Seguía sin ser demasiado bueno a la hora de leer una partitura, así que no todas sus notas eran correctas. Pero su participación fue perfecta, con sus ágiles variaciones de «Am I Blue», donde realizó un ataque directo y urgente. Con un simple parpadeo de Dew, Keo supo cuándo bajar el tono, cuándo deslizarse fuera de una estrofa para permitir el solo del siguiente compañero. Todas las canciones brotaron sin esfuerzo, y tocaron nueve distintas. Cuando terminaron, eran conscientes de que tenían un disco. El primero de la banda.

Semanas más tarde, después de pedir limosnas y pasar el sombrero, Dew organizó una nueva sesión de grabación en una sala con paneles de madera que resultaba ideal para el sonido. La primera noche hicieron un ensayo, y en la segunda realizaron la verdadera grabación. Pero tocaban con tal control («Tiger Rag», «I Should Care», «St. James Infirmary», «That’s My Home», «Mahogany Hall Stomp», «Nobody’s Sweetheart») que en realidad no necesitaban una segunda noche. Dew visitó las emisoras de radio, pero los disc-jockeis eran blancos, y cuando ponían «jazz negro» solo querían a Louis Armstrong. Envió copias del disco a emisoras de Nueva York, Chicago y Kansas City. Pero después de unos cuantos meses, dejó de llamar.

A veces, Dew veía a otros saxofonistas entre el público, robándole sus composiciones, tomando notas en los puños de sus camisas. Empezó a tocar con un pañuelo cubriendo las válvulas de su instrumento para que nadie pudiera seguir el movimiento de sus dedos. Una noche, Honey Boy lo imitó y su cubrió con una sábana blanca que tapaba también el teclado. Otros músicos comenzaron a retar a Keo y a Dew, saltaban al escenario y los desafiaban a una competición, trompeta contra trompeta, saxo contra saxo. Dew los derrotó a todos; no había en toda Nueva Orleáns un saxo tenor que pudiera igualar su belleza e inventiva.

Y en cuanto a Keo, había mejores músicos, con mayor control, pero la crudeza de sus sonidos, sus incomparables altissimos, sus fantásticas notas altas, vencían a cualquiera. Escuchaba el control de los demás, su lirismo, y se enfurecía. Y aquella rabia brotaba de su trompeta. A veces conseguía un Fa sobreagudo y lo mantenía durante tanto tiempo que corrió el rumor de que tenía los pulmones como los de Satchmo, pero que carecía del control o la paciencia para leer música.

—Bueno, sí, es pésimo leyendo, pero su oído es perfecto —lo defendía Dew—. El tío puede identificar el tono de un pedo.

De hecho, había hombres a los que Keo les tenía miedo. Al escuchar la música de los gigantes del norte (Red Allen, Buck Clayton, Roy Eldridge), era consciente de que nunca alcanzaría algo tan genial. No obstante, poseía la capacidad de incorporar a su estilo todos los sonidos que había oído alguna vez: Beethoven, Wagner, los gruñidos y asperezas de Bessie Smith, las cancioncillas populares, los anuncios de cerveza, los rezos y blasfemias de los negros durante sus juegos de apuestas. Comenzó a ver dónde estaba más limitado, dónde cogía prestado de la genialidad de otros, y ese conocimiento se convirtió en su oscuro secreto, la nota que nunca tocaba.

Un grupo de blancos de rudo aspecto y atuendo festivo estaba sentado cerca del escenario. Después de ejecutar diez estrofas en solitario, Keo se retiró para ceder el turno a Slamming Dunlow. Uno de los blancos atrajo la atención de Keo y se frotó la nariz repetidamente. Keo apartó la mirada. Más tarde, el guardaespaldas del tipo le dio con el codo en la barra.

—Cuando Bateau Creole hace esto —y se frotó la nariz—, significa que quiere más. Quiere más trompeta.

Durante la segunda actuación, el tipo volvió a frotarse la nariz. La banda le ignoró, y cuando Keo miró hacia abajo, vio que Bateau Creole había puesto un revólver sobre la mesa. Dew se lanzó a un solo, balanceando su saxo por encima de su cabeza. Cuando el tipo se frotó de nuevo la nariz, Keo siguió con ocho estrofas de «Just a Gigolo», tocando con tanta fuerza que la sordina de su trompeta salió disparada por los aires. Al pistolero le encantó. A las tres de la madrugada, cuando Dew y Keo salían del local, sus matones les hicieron subirse al asiento trasero de su Cadillac.

—Para mostraros mi reconocimiento. —Bateau Creole les estrechó la mano y les metió billetes de cien dólares en los bolsillos.

Era pequeño y pálido, y su rostro se parecía al de una rata. Un rubí brillaba en uno de sus dientes.

Su lenguaje era levemente culto.

—Sois muy buenos, chicos. Me encanta el buen jazz. Una vez estudié violín.

Dijo que le gustaría ser su representante.

—¿Qué significa eso? —preguntó Dew.

—Bueno, nunca significará que os diga dónde ni qué tocar. Podría significar que os traiga multitudes enteras de gente para oíros. Puedo haceros famosos.

—¿Qué tenemos que hacer?

—Solo tocar. Yo vendré y escucharé. De vez en cuando —se frotó la nariz mientras hablaba— podríais tocar solos especiales para mí.

—¿Conoce a algún disc-jockey?

—Claro que sí. —El otro sonrió—. ¿Habéis grabado algún disco?

—Dos. Pero no los ponen. Al único negro al que quieren oír es a Satchmo.

El tipo sonrió y su rubí destelló.

—Enviadme vuestros discos y dejádmelo a mí.

Después de eso, donde fuera que les conseguía actuaciones, aparecía con hombres de esmoquin y preciosas mulatas, y enviaba botellas de champán al escenario, para «sus chicos». Algunas veces se diaponían a terminar y Bateau se frotaba la nariz. Entonces cogían aire y empezaban otra vez, tocando hasta desmayarse. En una ocasión los mantuvo tocando durante treinta horas, de una noche a otra. Cada vez que se derrumbaban, les hacía llegar comida y licor. Cuando terminaban por fin, corría al escenario y les llenaba los bolsillos de billetes. Les metía dinero en las mangas de las camisas e incluso en los calcetines.

Dew comenzó a preocuparse.

—A este tipo no le importa la música. Lo que le importa es el control.

Pero nadie le escuchaba, estaban demasiado ocupados contando billetes de cien dólares. Keo se sentó en la cama, con el pelo engominado sujeto con un pañuelo, dividiendo su dinero en montoncitos con cintas de goma. Un montoncito para sus padres. Otro para Malia y sus hermanos. Otro para el pasaje de Sunny a Nueva Orleáns. Llamaron a la puerta y se levantó para abrir. Dew se fijó en los paquetes de dinero y se inclinó sobre la cama para ponerlos todos juntos.

—Ni lo pienses, sea lo que sea lo que estás planeando. Todo esto se va al banco, igual que lo mío.

Se lo metió en el bolsillo y se dio la vuelta para salir, pero Keo lo empujó contra la pared con tanta violencia que se rompió un espejo.

—Te quiero, tío, pero no soy tu «negro». Ese dinero es mío. He sudado para conseguirlo desde el día que llegué aquí.

—Te lo gastarás. Siempre lo haces. —Dew se incorporó con parsimonia y sacó el dinero de su bolsillo—. ¿Qué pasa? ¿Te estás volviendo un filántropo?

—Tengo familia. Responsabilidades. Tengo planes para irme algún día a París, ya te lo dije. No está ocurriendo nada, Dew. Nuestra banda no va a ninguna parte.

—Lleva tiempo. Bateau tiene contactos.

—Bateau es un gánster.

Dew se apoyó contra la pared.

—Sí, ya lo he pensado. Un error y acabamos en el río.

Había pasado un año y Keo seguía viviendo en la miseria. Y las cartas de Malia le preocupaban.

«… Los militares estadounidenses están construyendo más cuarteles y pistas de aterrizaje…

»El padre de Sunny está muy nervioso, teme que perderá su trabajo por culpa de los miles de empleados públicos que están llegando. La toma con su madre y Sunny intenta intervenir…»

Keo se sentía tan culpable que enviaba aún más dinero a casa. Luego empezó a despertarse a las tres y a las cuatro de la madrugada, con el corazón acelerado y el cuerpo cubierto de sudor. Pensaba en Sunny, a la que había dejado indefensa ante su padre. Se lo imaginaba pegándole y saltaba de la cama gritando, cegado por el dolor de su hombro. Permanecía en la oscuridad de su minúscula habitación hasta que el cuerpo dejaba de temblarle y su respiración se calmaba. Pensaba en la piel pálida como la miel de Sunny, en sus encantadores ojos rasgados. Allí la llamarían mulata. Allí, también, estaría en peligro. Le escribió para explicarle que las cosas no estaban funcionando del todo en Nueva Orleáns, y mencionó el racismo, que era mucho peor que en Honolulú. Pero apenas mencionó a los gánsteres.

Cambió el tono de sus cartas, con la esperanza de que sonasen como las de un hombre que sabía con certeza qué hacer a continuación. Ya los veía a los dos en París. Se irían, le escribió, tan pronto como tuvieran dinero para el pasaje. Trabajaría de camarero o de ayudante de cocina, de cualquier cosa para encontrar un lugar seguro para ella. Y tocaría la trompeta en sus ratos libres.

Una noche se bajó del escenario pensando que estaba soñando.

—¡Ugh! —exclamó al ver a su compañero de camarote en el carguero, el pequeño chino hawaiano.

Ugh le sonrió y le estrechó la mano.

Mon ami, ¿estás bien? Vas a tocar en París, ¿no? Entonces tienes que estar preparado.

Keo se agachó para abrazarlo.

—¡Maldito granuja, desapareciste! No llegamos a decirnos adiós…

—¿Y por qué? No nos hemos separado. Siempre vengo a escucharte cuando estoy aquí.

—Nunca te he visto.

—Pero yo escucho. Eso es más importante.

Se sentaron a una mesa y Ugh comenzó a hablar como si aún estuvieran a bordo del barco, cruzando el Pacífico, como si su conversación nunca se hubiera interrumpido.

—Hawaiano, tu oído sigue siendo milagroso. Puedes tocar cualquier cosa. Pero ahora tienes que empezar a saber qué estás tocando, para así saber qué reglas vas a romper. Europa será diferente. Prepárate. Escucha a Bach, a Stravinsky. Tu amigo Dew los conoce. Ellos también fueron revolucionarios, hombres de jazz de su época.

Habló durante horas, consciente de los miedos de Keo: que no era original, que no era un genio.

—¿Y qué es el genio? Dicen que es la idea de un gran principio tomando la forma de la promesa de su lógica. ¿Quién posee esa lógica? ¿Mozart? ¿Beethoven? ¿Las tribus subsaharianas con sus tambores y sus maracas?

—¿Sabes? —dijo Keo, con un suspiro—, todavía estoy asustado. Sigo siendo un isleño. París es donde se reúnen los músicos de jazz más brillantes de todo el mundo. Se reirán de mí y me echarán a patadas.

Ugh negó con la cabeza.

—Escúchame bien. Los europeos no hacen jazz, ellos tocan su «idea» de lo que es el jazz. ¿Qué es el jazz, de todos modos, sino nostalgia y furia? ¿Y qué es la música sino la distribución de ocho notas en una escala? Lo único que tiene importancia es que la siguiente nota sea «diferente», pero al mismo tiempo inevitable. Tú tienes ese don, amigo mío.

A la noche siguiente, Ugh trajo consigo una grabación, un solo de trompeta del aria «Nessun dorma» de Puccini, de la obra Turandot. Keo apenas había oído hablar de Puccini, pero al escuchar las notas trágicas y sobrecogedoras de la trompeta se quedó estupefacto y lloró.

Ugh le dio unas palmadas en el brazo.

—Sí, llora. «Esto» es genio. Capta la nostalgia solitaria, el triunfo del corazón humano.

Puso el disco una y otra vez y se puso a saltar en una silla, golpeándose con gestos teatrales el pecho y traduciéndole el aria:

Vincirà! «Ganaré.» Tú nunca compondrás algo como esto. Muy pocos lo hacen. Pero algún día aprenderás a tocar esta aria así. De verdad lo creo.

—Ugh —dijo Keo, acercándose a él—, ¿cómo debería prepararme?

Su amigo se sentó y unió las manos.

—Debes digerir todo lo que has visto y oído aquí, incluso lo malo. Eso enriquecerá tu forma de tocar. Después, cuando tires lo que no necesitas, lo harás como resultado de tu fortaleza, no de tu ignorancia. E intenta aprender a llevar una conversación. A los europeos les gusta hablar y lo valoran. Debes incluso entender la palabra «jazz», mucha gente no conoce su génesis.

Continuó hablando suavemente, como en trance:

—… Algunos mantienen que «jazz» tiene sus raíces en el aroma a jazmín de Storyville, en sus prostitutas. Mira, los franceses trajeron la industria del perfume con ellos a Nueva Orleáns. El aceite de jazmín era un ingrediente local muy popular. Cuando lo añadían a un aroma, se decía que estaban «jazzeándolo». Y también está la palabra francesa jaser, que significa «cháchara»…

»A menudo, mujeres que se habían perfumado con jazmín les preguntaban a sus potenciales clientes si tenían “jazz” en mente, ¡y, por supuesto, se referían a algo más que a hablar! Oh, sí. En la jerga, “jazz” se refería a… bueno, l’amour. Se convirtió en una palabra de uso común, y también describía la música que tocaban pequeñas bandas en locales y prostíbulos…

»Puede que, en la lánguida pronunciación sureña, la palabra “jazz” se alargase y sonase más sugerente y erótica: jazzzzzz. Como los músicos de Nueva Orleáns trabajaban en los barcos del río y migraban hacia el norte, a las grandes ciudades, los sonidos del jazz fueron con ellos. Y con ellos también viajaron los recuerdos de su familia, de su genealogía, del golpeteo de tambores ancestrales en la plaza Congo…

»Y también fue el vudú, y sus oscuras ceremonias. Pesadillas de esclavitud, y de huidas. Y quizá también fue el amor por los Choctaw, indios que vivían en las marismas y escondían a los esclavos. Así que siempre hay una cierta melancolía en el jazz, nostalgia de lo que dejamos atrás. Esa es la verdadera definición, mon ami. El jazz es el sonido de la soledad, de la necesidad humana. El jazz es la lengua del exiliado…

Escucharon otra vez el solo de trompeta del «Nessun dorma». Y cuando Keo levantó la vista, Ugh se había ido.

De la noche a la mañana, o esa al menos fue la impresión que les dio, los dos discos de la banda sonaron en las emisoras locales. Empezaron a llegarles llamadas de clubes que querían contratar a la Bateau Creole’s Persuasion Band. Bateau les había cambiado el nombre para dejar claro que eran de su propiedad. Dew lo siguió y destrozó su Cadillac con un mazo de hierro, abollándolo por completo y rompiendo el parabrisas en mil pedazos.

Así, cuando los demás escaparon a Chicago, él y Keo cogieron todos sus ahorros y se subieron al primer tren en dirección a Nueva York. Mientras el paisaje cambiaba a toda velocidad al otro lado de las ventanillas, Dew se retorcía los dedos.

—Nadie será mi dueño. Sobre todo, ningún gánster blanco.

Lo único que Keo llegó a conocer de Nueva York fue una habitación en el Harlem, en la que se escondieron durante semanas, esperando sus pasaportes y unas plazas en un barco a Francia.

Un día Dew apareció corriendo, agitando en el aire unos documentos.

—¡Tenemos los billetes! ¡Tenemos las reservas!

En realidad, lo que tenían era un trabajo en un circo de París, tocando con una banda destartalada. Un dependiente de la oficina de pasaportes había advertido a Dew de que, con Europa al borde de la guerra, la mayoría de los americanos regresaban a casa.

Aun así, un amanecer del mes de julio de 1939, yendo en dirección contraria al resto del mundo, Keo y Dew viajaron con billetes de tercera clase, con una sensación de mareo que no remitió durante días y días. Días en los que se movieron como los cangrejos por el suelo del camarote. Llegaron a El Havre sucios y exhaustos. Allí, Dew hablaba suficiente francés para encontrar el tren a París. Un representante del circo los estaba esperando, y en cuestión de una semana ya estaban tocando en la banda del Circo Medrano.

Francia era miserablemente húmeda y gris. La banda era horrorosa, compuesta principalmente por aficionados y estudiantes. Por las noches, rodeado del olor a serrín y a estiércol, del infernal rugido de los leones, Keo se quedaba dormido recordando las palabras de Ugh.

«El jazz es el sonido de la soledad. Es la lengua del exiliado.»