NĀ PALI O NĀ KO‘OLAU
Precipicios de los Montes Ko‘olaus
El miedo de la visión. La vista podía ser muy peligrosa. Había sido un sueño muy largo, en el que había buscado salidas a tientas, pero todo estaba oscuro, esférico y sin puertas. Registró de arriba abajo sus sueños, buscando llaves y pistas. Quizás al despertar me encuentre en Woosung. Era mejor permanecer inconsciente.
Su barco rodeó Punta Ka‘ena justo después del amanecer, con O‘ahu aún en sombras pero con las embarcaciones que estaban frente a la costa iluminadas por el sol y destellando como joyas. Keo se revolvió en su hamaca. Para entonces la cubierta ya estaba llena de pasajeros, algunos tan frágiles que necesitaban la ayuda de otros para mantenerse en pie.
Alguien gritó:
—¡El puerto de Honolulú!
Medio consciente, se arrastró laboriosamente hasta la borda y miró hacia su isla.
La borrosa imagen que tenía en su mente, el sueño que había mantenido consigo durante tanto tiempo, se hizo realidad de repente. Su mar, su territorio azul verdoso, estaba allí, ante él, rodeándole. El amanecer, que se abría paso por los precipicios de los Ko‘olaus, le iluminó las mejillas. Algo se movió en sus entrañas, la geometría de su infancia, la física de su juventud.
… La banda del Royal Hawai‘ian tocando, grupos de bailarinas en el muelle. Buques transoceánicos atracando junto a la Torre Aloha. ¿Dónde está Krash? ¿Dónde están los chicos? Es momento de zambullirse a por las monedas de los turistas…
La gente dijo que gritó primero, o tal vez lo que hizo fue cantar. Luego se encaramó a la borda y saltó.
… Desnudo y cubierto de grasa, salvando el arrecife en mi canoa. Buceando en la profundidad de los cañones de coral… lagunas de recuerdos. Mira, mira, un diente de tiburón… Nuestro ‘aumākua, cuyos dientes no se hunden en el agua. Déjame hundirme. Deja que tenga membranas entre mis dedos, y escamas en mi espalda. Déjame asentarme allí donde mis células sean como las algas… O deja que el mar me corroa y desmenuce mi cuerpo sobre el coral. Deja que me susurre en su propio idioma… Deja que me disperse entre chasquidos, martilleos y tamborileos de ritmos ancestrales, de esas viejas bandas de jazz del océano. Deja que nunca vuelva a sentir sed…
Los botes salvavidas golpearon las olas y varios marineros se zambulleron tras él. Mientras los buques estadounidenses de tropas saludaban a los barcos de prisioneros liberados, Keo entraba en un hospital naval atado y sedado. El problema era que él no quería despertarse y encontrarse en Woosung. Si aquello era un sueño, quería seguir soñando. Cada vez que sentía que su mente se deslizaba hacia la conciencia, se agitaba y gritaba, luchando por evitarlo.
Un día una enfermera lo sacudió con impaciencia.
—Despierta. Ni que hubieras estado en combate.
Se despertó de sopetón. A su alrededor en la sala vio rostros demacrados, carentes de expresión alguna. Algunos nunca se recuperarían. La plena conciencia llegó en una serie de pequeños fogonazos cuyos intervalos se iban reduciendo gradualmente hasta que se formaron cuadros completos de luz. Al volver a la vida por segunda vez todo le parecía nuevo, una incógnita sobrecogedora. Y al mirar hacia atrás, Keo pensaría qué pequeño era el cosmos, qué ínfimo y escaso comparado con las emociones humanas, con la alegría que experimentó al ver a su hermana, Malia.
Estaba dormitando cuando ella se acercó a su cama. Un caparazón destruido, su calavera macilenta, sus dientes sobresaliendo como los de un animal carnívoro. Medias lunas azules dibujadas al carboncillo bajo sus ojos. Se despertó al notar un sutil cambio en lo que lo rodeaba, una nueva figura pintada con pincel. Sintió que algo le tiraba del dedo gordo del pie. Malia estaba estirándoselo suavemente, en un viejo ritual hawaiano para atraer a los muertos.
Keo siempre la recordaría allí, con un porte tembloroso, reverberante y sereno. Llevaba un vestido ancho de hombros, con una redecilla a juego, su rostro dorado estremeciéndose, intentando no llorar. Se acercó más, cogió la mano de Keo y se la llevó al corazón, luego puso su mejilla sobre la de él. Había perdido hasta su olor. Ahora olía a algo desconocido, como una pieza de maquinaria. Pero estaba allí; en algún lugar bajo todas aquellas capas, estaba él, regenerándose. Malia se tumbó en la cama, a su lado, sollozando.
—¡Hermano! Aloha au iā’oe! ¡Te quiero!
Cuando Keo volvió a abrir los ojos, su madre estaba frotándole las manos con aceite de kukui, y su padre balbuceaba a su lado.
—… así que nunca te lo contamos, hijo, a tu madre la trajo al mundo Victoria Na’ai, que fue Dama de Honor de la Reina Lili’uokalani. Así que los dedos que habían tocado los hombros y el cabello de la reina también sirvieron para traer a tu madre a este mundo. Esos dedos le dieron un don, un mana. Ella es la que te ha traído de vuelta…
Parecía haberse adentrado en mitad del relato de su padre. Timoteo no podía parar de hablar:
—… y hemos preparado un montón de vino de arroz para ti… un poco de pasta de ñame y laulau para cuando vengas a casa. Y bonito del de verdad, fresco… ¿Te acuerdas de cuando te enseñé a nadar? ¡Oh, chico! Aquellas noches casi nos ahogábamos…
Le llevaron su anuario del instituto Farrington. Keo fue señalando las fotografías y preguntando cuáles de aquellos chicos estaban luchando en el extranjero. Preguntando cuándo podría unirse a ellos. Su madre se desmoronó y su padre la sacó llorando del pabellón.
Malia lo miró como si estuviera a punto de arrancarle los ojos.
—Tú ya has hecho tu guerra. Y todavía no ha terminado.
Uno de los médicos se sentó con él e intentó explicarle:
—La desnutrición convierte nuestro cuerpo en un caníbal. Se niega a morir y se alimenta de sí mismo, primero la grasa, luego los músculos. En los últimos estadios, los órganos. Tú has tenido suerte, Keo. Tus órganos están intactos. Tus músculos volverán a crecer, y con descanso, buena comida, e inyecciones de tiamina, te recuperarás casi al cien por cien. Siempre habrá períodos de fiebres recurrentes por la malaria. Eso nunca desaparece. Las vitaminas curarán lo que queda en tu cuerpo de beriberi. Sí, llevará tiempo. —Paseó la mirada por la sala, llena de repatriados sacados de los campos de prisioneros—. Disentería, tifus, cólera… Tienes que darte cuenta de que los que estáis aquí estuvisteis más cerca de la muerte que los soldados que podrían morir al instante de un balazo. Sus cuerpos son jóvenes y sanos hasta el momento del impacto, mientras que vosotros habéis sido durante meses y años microbios andantes, habéis alojado en vuestro cuerpo enjambres enteros de bacterias. Necesitáis comenzar de cero, como bebés.
A Keo le costaba seguirle.
—¿Quiere decir que no puedo alistarme? ¿No puedo unirme a la lucha?
—Ni en esta guerra ni en ninguna.
Keo giró el cuello para apartar la mirada.
—Me dicen que eres músico. Eso es lo que estos chicos necesitan, un poco de entretenimiento. En los clubes de oficiales, las salas de baile, donde los hombres están de permiso. Vienen de Midway, de Guadalcanal, ya no saben que son humanos. Dales algo para hacerles sentirse seguros.
Un día, Keo avanzó arrastrando los pies por un pasillo y entró en un pabellón de quemados. Notó que se le estiraba la piel alrededor de sus testículos y se le cerraba el ano. Allí había marineros de barcos que habían ardido, carbonizados. Pilotos jóvenes sin brazos ni cara. Keo se sentó en una silla, tocando sus propios brazos, sus piernas, sus dedos, como si fueran un regalo.
Comenzó a comer todo lo que le llevaban, como un perro que solo conociera el placer del hartazgo. Después lamía los platos. Le dolían las encías y los músculos. Pero recibía con gusto el dolor, significaba que estaba vivo, que volvía a la vida. Acosaba a las enfermeras preguntándoles por un hombrecillo llamado Ugh. Preguntó sobre barcos de repatriados llegando desde Japón. Las cosas habían cambiado: Japón estaba perdiendo la guerra y su ejército estaba aniquilando campos enteros de prisioneros Aliados y volando barcos de la Cruz Roja en alta mar.
Se sentó en una terraza, observando los aviones que surcaban el cielo.
—La perdí. Se escurrió entre mis dedos.
Malia apartó la mirada, impaciente.
—Ella nunca fue tuya, así que no la has perdido. Ella pretendía salvar el mundo y tú nunca lo entendiste.
—Encontró a su hermana en Shanghái —dijo Keo, hundiendo la cabeza—. No pude sacarlas de allí. Probablemente estén muertas ahora.
—Las mujeres como Sunny no mueren. Está en algún otro sitio, eso es todo.
—Me amaba. Tuvo una hija mía. ¡Sí! Una hija que seguramente también habrá muerto. —Miró a su hermana y dijo—: Tu problema, Malia, es que nunca has amado. Solo has amado la ambición.
Transcurrió un momento de silencio. Malia agachó la cabeza, afectada por lo que acaba de oír.
—¿Cómo está la madre de Sunny, Butterfly? —preguntó Keo—. ¿Va a visitar a mamá?
—Todo eso acabó ya. Había demasiados malos sentimientos. Tú y Sunny os fuisteis. Cada madre acusaba a la otra. Su padre es una cáscara vacía. El hermano de Sunny dejó Stanford para alistarse. Ahora realiza trabajos de inteligencia en Okinawa. —Hizo un gesto de negación con la cabeza—. Dios mío. Qué vida nos ha tocado vivir.
Keo casi tenía miedo de formular la pregunta:
—¿Y Jonah?
—En su última carta decía que iba a Francia. No puedo soportar pensar en ello. Lo único que hago es rezar.
—Mamá dice que DeSoto está a salvo.
—En Australia. Trabajos de defensa en barcos Aliados que llegaban a Perth a duras penas.
Había demasiados silencios. A veces Keo lloraba sin tener conciencia de ello; todo su rostro lloraba, no solo sus ojos, también su boca, su nariz. Malia lo veía despertarse sobresaltado con una mirada de terror. Cada vez que se iba del hospital, se llevaba algo, un calcetín, su peine, pequeños símbolos de su existencia que probaban que había vuelto a casa.
—¿Te ha contado mama lo del bebé? Es de Rosie Perez, pero la adopté.
Keo sonrió, feliz de que hubiera algo que se había añadido a sus vidas entre tantas sustracciones.
—¿Y Krash? ¿Has oído algo de él?
Malia se encogió de hombros, fingiendo indiferencia.
—En Francia o Italia. No les permiten decir mucho.
La llegada a su calle fue tranquila, sin saludos.
—Despacio. Despacio. —Timoteo le ayudó a bajar del taxi.
Keo se movía con una elegancia peculiar, apoyándose en Malia, que recordaba que su hermano siempre se había movido de aquel modo. Ahora poseía una elegancia diferente, la de un hombre al mismo tiempo bendecido y maldito, azotado por la vida y ligeramente frágil. Su madre reía y lloraba, sosteniendo un bebé en sus brazos. Keo entró cojeando en la casa y se sentó, agotado. Le pusieron al bebé en el regazo y la niña estalló en un borboteo de saliva.
Keo hundió el rostro en el pelo de la criatura.
—¡Qué olor más limpio, qué delicioso!
La abrazó con fuerza, sin querer soltarla.
Los patios de las otras casas estaban vacíos y las cortinas de las ventanas echadas. Detrás de ellas, los vecinos aferraban sus rosarios, como pequeños Budas. Una corriente eléctrica recorría la calle. Uno de sus chicos había regresado a casa.
Keo se movía como alguien que hubiese dormido durante siglos en una ciudad enterrada en la arena. Paseaba por la casa a horas intempestivas, mirando fijamente el agua limpia que brotaba de un grifo, llorando al ver cómo se desperdiciaba. Miraba ensimismado el retrete, sin saber cómo tirar de la cadena. Contemplaba el ojo que aparece en el dorso de los billetes de dólar. El ojo también le miraba a él. Había olvidado el significado de ciertas palabras. Desodorante. Mayonesa.
Alguien dijo «¡Champú!» y Keo dio un respingo. Sonaba como una orden.
Si el motor de un coche soltaba un petardeo, él se lanzaba bajo una mesa. Estar en el aseo en penumbras durante los cortes de luz le hacía ponerse a chillar, pero cuando estaba solo y a oscuras, lloraba. Las comidas eran lo más duro. Todo el mundo hablaba para no mirarle. Keo estudiaba con detenimiento los tenedores y los cuchillos, confuso, y comía con los dedos. Vertía copiosas cantidades de sal y azúcar en su plato. Comía de todo excepto carne (la simple visión de la carne le transportaba de vuelta a un paisaje horrible, a cosas innombrables girando en un asador). En ocasiones, al entrar en la cocina, le sobrecogía el exceso de comida y se desmayaba. Malia le oía, ya tarde por las noches, escarbando en la basura, y encontró cosas a medio comer almacenadas bajo su cama.
A veces cerraba con llave la puerta de su habitación, pues la privacidad le parecía algo novedoso. Luego la abría de golpe, aterrorizado. Los vecinos acudieron lentamente, uno cada vez, trayendo consigo fuentes de comida y aguantando las lágrimas al ver su aspecto, al ver a lo que lo habían reducido.
—Me alegro mucho de que estés en casa. Tómate tu tiempo, Keo, chico, tómate todo el tiempo que quieras.
El olor del café recién hecho le ocupaba mañanas enteras. La sensación de la pasta de dientes en su lengua. El aroma de la lluvia. Las risas de la gente. La piel sedosa del bebé que acunaba en su regazo. El simple hecho de existir le ocupaba el día entero. Se sentaba en el patio, entre aquella rica profusión de tonos de verde. La esquizofrenia de las flores. Podía comerse un mango, podía dormir. Podía hacer cualquier cosa, lo cual le producía una sensación de parálisis. A veces aferraba a la niña dormida y cargaba con ella como si fuera un talismán, sosteniéndola para combatir sus pesadillas como otras personas sostenían crucifijos contra los vampiros.
Entraba en el dormitorio de Jonah y tocaba sus espinilleras de fútbol, su equipo de surf. Examinaba sus fotos, su cuerpo grande y atlético, su rostro atractivo, hecho para romper corazones. El hijo inteligente, destinado a hacer que la familia se sintiese orgullosa. Recordó la última noche que estuvieron juntos, Jonah abrazándolo y diciendo que Keo era su héroe.
Luego se sentaba en su cama, echando de menos a su hermano mayor, DeSoto, al que había ignorado durante su infancia y más tarde había admirado. El hombre envuelto en una infinidad de capas, niveles y niveles de verdades que resultaban difíciles de alcanzar. Cada hermano había sido siempre casi sobrehumanamente valiente, indiferente al peligro, incapaz (por ignorancia) de retroceder. Durante aquellas noches, el vacío dejado por su ausencia era tan vasto que Keo se sentía dominado por el terror. Pensaba en las probabilidades que existían y se preguntaba cuál de sus hermanos no volvería a casa. Como si, al haber sobrevivido él, hubiera sacrificado a uno de ellos.
Llegaron noticias del hijo de Butchie Santiago, que había muerto en Francia. El día se quedó sumido en una absoluta quietud, mientras el sol convertía las sombras en piedras. Por la noche se oyó un lamento, como si alguien buscase sus ojos destrozados. Una noche, Butchie escaló la colina más allá de Kalihi Heights y se adentró en los bosques tropicales de los Ko‘olaus. Ahorcó a su gallo de pelea y luego se ahorcó a sí mismo. Dos cadáveres, uno pequeño y otro grande, colgando como peculiares piezas de fruta.
Ya era otoño. Un día la trasera de un camión se rompió y dejó caer un reguero de piñas en King Street, a dos manzanas de Kalihi Lane. Con el racionamiento, las piñas se habían convertido en algo tan preciado que los isleños no podían permitirse comprarlas. Ahora, mientras los coches derrapaban, la gente se lanzó a la calle con barriles, carretillas y bolsas.
—Ono loa! ¡Lo mejor! —gritaban—. En su punto.
Se montó un gran atasco mientras los conductores se abrían paso a través de los casi diez mil kilos de piñas que se habían echado a perder. Leilani y Timoteo se agacharon en mitad de la calle para recoger y chupar trozos de fruta, ansiosos por aquel zumo, y luego empujaron su carretilla llena hasta casa. Al girar la esquina, Leilani divisó el vehículo y se sentó en la gravilla. Siempre recordaría quedarse allí sentada, con la mano posada sobre un pedazo de chicle. Recordaría sostener el chicle en la palma de su mano como si fuera una extraña perla del color de la cera endurecida (el cadáver de una vela en una choza cuando era pequeña). Recordaría a los vecinos de la calle avanzando hacia ella, mientras Timoteo suplicaba. Aire, necesitaba aire.
El capellán del ejército. Las cosas que tenía que decir. Leilani aferró el pedazo de chicle, notando cómo se ablandaba en su mano.
… Una choza de madera. Mamá y papá trabajando en los campos de caña de azúcar. Sudando azúcar. Las cañas abriéndose paso a través de los ventanucos podridos, creciendo entre las grietas y los rincones de su mente… En su adolescencia, la pobreza, la choza de azúcar. Se hizo adulta cubierta por el humo de los fuegos de caña, preguntándose si alguna vez saldría de aquel tipo de vida. Incluso ahora, en sueños, camina eternamente en un ambiente de aire impregnado de azúcar quemado…
Keo estaba sentado en los escalones, con la mano del capellán en su hombro y el bebé babeando sobre el zapato del capellán. Levantó la mirada hacia sus padres. Se le antojaron muy pequeños, como si fueran niños. Sintió que le rechinaban los dientes y se le cerraban los puños mientras se preguntaba cómo iba a poder recorrer la distancia que le separaba de ellos. Se incorporó lentamente y dio unos pasos cortos, con cuidado. Tenía que llegar hasta ellos y salvarlos.
Leilani vio que los labios de Keo se movían. Entonces, casi a cámara lenta, se tumbó en la calle. Su chico estaba muerto. Jonah.
Esa noche, al entrar en la calle, con todo apagado, Malia oyó sollozos ahogados.
Su padre gemía en el cuarto de aseo y Keo lo sostenía como a una mujer.
—Jonah… nunca lo veremos más. ¡No es posible!
Malia se deslizó contra la pared hasta el suelo, recordando todas las noches que se había pasado de rodillas rezando. La Diosa Madre la había escuchado, pero no había estado conforme. Keo la miró, gris y fantasmal.
—Ve con mamá. Está ahí tumbada.
Malia se encaminó a la habitación de su madre, se tumbó a su lado y la rodeó con sus brazos.
—Mamá. ¿Por qué Jonah? ¿Por qué?
Leilani suspiró.
—Oia nō. Así es la vida. Siempre los inocentes.
—Llora, mamá. Llora. Déjalo salir.
—No puedo llorar más —dijo ella—. No me quedan más lágrimas…
—Hubiera muerto por él —susurró Malia—. Llegué a rezar: llévame a mí, llévame a mí. No a Jonah.
En la oscuridad, su madre la sujetó por los brazos.
—¡Nunca vuelvas a decir eso! Tú eres mi vida, mi chica, mi única… tú eres mi mamá, mi tita, mi amiga.
Malia se quedó inmóvil, en estado de shock. Nunca había sabido aquello. Con cuidado, encendió una vela y la colocó cerca de la cama.
—¿Mamá? ¿Es verdad?
—Lo es. Recé un montón por ti, pidiendo una niña que sobreviviera. Tú eres mi alegría. ¿Es que nunca lo has sabido?
Malia negó en silencio, asombrada.
—Y luego tú me diste otro bebé, una niña de mi niña, y me hiciste doblemente feliz. Aunque tengamos que llamarla hānai.
Leilani había entregado dieciséis bebés a la tierra. Y ahora la tierra había reclamado a su hijo menor, Jonah.
—Cuando la vida te despoja de tantas cosas, al final dejas de lamentarte. Algo dentro de ti deja de recordar cómo sentir pena. Amas lo que te queda un poco más. Oh, mi precioso y valiente Jonah…
Finalmente se rindió y rompió a llorar ferozmente, pero sin lágrimas. Malia la abrazó con fuerza, acunándola como a un bebé en un movimiento calmante, femenino y eterno. Al acunar a su madre, pensó en lo que le negaba al bebé, la niña a la que apenas tocaba.
Con el tiempo, el llanto se fue apagando y Leilani, más tranquila, susurró:
—Trae a la pequeña… de la habitación de Jonah… —Lo dijo en voz tan baja que lo que Malia entendió fue: «… Trae al pequeño… Jonah…».
Fue al otro cuarto, cogió al bebé de la cuna y se la llevó a Leilani.
—Aquí está, mamá. La pequeña Baby Jonah.
—¡Sí!
Y, durante muchos años, así fue como la llamaron.