HĀNAU HOU
Renacimiento
Un cálido día de marzo, Malia oyó sirenas procedentes de Merchant Street. Acto seguido vio a varias mujeres alzando las manos hacia el cielo. El locutor de la radio parecía estar riendo y llorando. Las dos Casas del Congreso habían votado a favor: el proyecto de Ley para convertir a Hawái en Estado había sido aprobado.
Unos momentos después, las campanas sonaron por toda la ciudad, un tañido que duraría veinticuatro horas. El tráfico quedó detenido porque la gente saltaba de los coches y se fundía en abrazos y vítores. Había hombres corriendo por las calles y arrancándose a jirones la camisa. Malia miró fijamente la Singer, imaginando bloques de pisos y chabolas del Homestead abarrotadas de hawaianos en silencio.
Le dio una palmaditas a la máquina de coser, deseando que aquel simple objeto pudiera decirle lo que iba a ocurrir de ahora en adelante. Suspiró y paseó la mirada por su tienda. A veces la vencía el cansancio, como si no hubiera nada más en su vida aparte de trabajo. Sin embargo, el trabajo la salvaba de una libertad que no sabría cómo utilizar. Le servía para no tener que admitir que no había nada más a lo que entregarse.
Pensó en Sunny Sung y se preguntó dónde estaría, deseando poder llegar hasta ella. Pensó en Leilani, que había dicho que si Hawái se convertía en Estado, Estados Unidos se tragaría todas sus islas. Mamá. La que nunca aprendió a leer ni a escribir. La que vertió orgullo en mi ser, y arrogancia para que nadie pudiera romperme. Mamá. ¿Qué pasará ahora? ¿Qué pasará ahora…?
Cerró la tienda y emprendió el camino a casa. Las calles se habían transformado en ríos de gente, con coches y autobuses abandonados. Le llevó cuatro horas conseguir llegar hasta Kalihi, que solo estaba a un kilómetro y medio del centro de Honolulú. En su calle se había montado una gran celebración en la que la gente se abrazaba y bailaba. Los Silva y los Chang. Los Manlapit. Rosie Perez y su prole. El señor Kimuro, que había vendido su cama. Catorce años después de acabada la Segunda Guerra Mundial, seguía durmiendo de rodillas, rezando para que su chico regresase del combate. Solo los Palama, que estaban en contra de ser un Estado, echaron las cortinas y se quedaron en casa.
—Ven, ven a celebrarlo —la llamaron los vecinos—. Hay comida y bebida de sobra.
Había incluso una pequeña banda tocando. Malia se descalzó y se tomó una cerveza junto a su padre. Dividido interiormente por sus propias ideas ante lo que sucedería con Hawái siendo un Estado, parecía eufórico y perdido al mismo tiempo.
—Ojalá tu madre estuviese aquí. Me preguntó qué diría. Tantos años huyendo de los haole, y ahora nos tienen cogidos por la garganta.
—Papá —dijo Malia, dándole una palmada en la espalda—, ser un Estado también nos traerá buenas cosas. Lo que no me gusta es la manera en que los blancos lo celebran como si fuera una victoria.
Mientras hablaba, buscaba constantemente con la mirada a Baby Jo. Podía tardar horas en volver. Se deslizó al interior de su casa y se dio una ducha. Se lavó el pelo y se limó las uñas. Se sentía cubierta de arena. Luego se puso un vestido de tubo largo color verde lima, y caminó de un lado a otro descalza.
Pasaron las horas. Se cepilló el pelo, puso la radio y localizó una emisora en la que sonaban bandas de Waikiki. Bailó sola. Ya era media tarde y su padre y los vecinos se habían instalado en el garaje para cantar a coro alrededor del piano de Keo. En la calle flotaban ricos aromas de barbacoa, chow fun, el olor acre del bagoong.
Más allá de King Street, más allá de Kalihi, el cielo se tiñó de llamativos tonos rojos y púrpuras. Pronto anochecería y comenzarían las verdaderas celebraciones, con fuegos artificiales y cañones. Malia pensó en Baby Jonah, que estaría en algún lugar, entre toda aquella multitud. Empezó a sudar. Su hija moviéndose a un ritmo desmadrada, un desconocido siguiéndola. Malia sudaba tanto que un soplo de brisa le secó el sudor formando tatuajes de sal. Miró a su alrededor en busca de algún arma.
… Agujas. Tijeras. Lo que necesita una mujer…
No le había enseñado a su hija cosas vitales como aquellas. Baby Jo estaba ahí fuera, sin estar preparada. Malia pensó en todo lo que podría ocurrirle. Estaba empapada, como si se le hubiera abierto una vía de agua. Se tomó otra cerveza e intentó calmarse. Se miró en el espejo. La piel resplandeciente, el cabello grueso y oscuro recogido en un lado con un penacho de plumas. Su cuerpo ya no tan esbelto llenaba el vestido verde.
Nunca he tenido tan buen aspecto. Y, mientras, mi hija está por ahí, siendo mutilada…
Corrió hacia la ventana y llamó a gritos a su padre:
—¡Papá! No está a salvo. ¡No está a salvo!
Su padre la saludó con la mano, sin poder oírla bien con el alboroto. Malia fue hasta los escalones de la puerta principal y buscó a su hija entre la multitud que abarrotaba la calle, luego regresó al interior, a sus pesadillas.
… La mano del hombre acariciando su pene. Acosándola. Del modo que las serpientes cazan guiándose por el olor. Su olor a virgen. Imaginó las bragas blancas de su hija anudadas alrededor de su cuello… Estrangulada con sus propias bragas.
Malia gritó. Y la gente que había en la calle gritó también, pensando que se trataba de alguna canción.
Quizá fuera la muchedumbre, el caos, lo que había hecho que algo se encabritase en su interior. El miedo conjuró la historia de Sunny Sung.
—¿Dónde está su padre? Por favor, que la encuentre a tiempo.
Entonces pensó en él, sin permitirse a sí misma pensar su nombre. En aquel preciso momento él estaría allí fuera, en mitad de todo, convertido en una sensación. Completamente inútil. Malia cogió unas tijeras grandes, letales. Rescataría a su hija por sí misma. Se abriría paso entre la multitud, recorrería el mundo para encontrarla, para vengarla. Se convertiría en una cuchilla andante.
—¡Papá! —gritó otra vez por la ventana—. ¡Me voy! Voy a buscarla.
Así sería como recordaría aquel momento. Recordaría a su padre en el garaje, mirando de repente calle abajo. Su padre levantándose y moviéndose hacia delante. Recordaría girarse, avanzar hacia la puerta mosquitera, los recordaría a ellos caminando hacia la muchedumbre. Baby Jonah y su padre. Sus pasos eran muy lentos, como si pisasen cristales. La vieron en la puerta de la casa. Malia oyó cómo la sangre se movía por sus venas. Dio un paso hacia el exterior, y sintió que su padre se colocaba a su lado. Oyó el corazón de Krash, ¿o era su propio corazón?
La gente continuó cantando, pero todos centraron su atención en lo que estaba pasando. Miraron a Malia, esperando ver si se ponía a gritar. Baby Jo parecía aterrorizada, sus ojos tenían el tamaño de platillos de cacao. Parecía ir tirando de Krash, pero entonces él vio a Malia bajo la luz del umbral. Su exuberante cabello negro y su piel resplandeciente, la exuberancia de sus brazos desnudos. Krash y su hija se detuvieron en mitad de la calle y esperaron allí.
—No seas orgullosa —susurró Timoteo en su pelo—. Ve, encuéntrate con ellos a mitad de camino.
Daba la impresión de que todo el vecindario estaba esperando.
Timoteo le pellizcó en el brazo.
—Hazlo por tu madre. ¡Ve!
Malia titubeó un momento y luego se puso en movimiento como una mujer totalmente ebria, flotando sobre el césped con su vestido de tubo verde, sin ver nada más que los ojos de su hija. El hombre que estaba al lado de su hija estaba ligeramente despeinado, pero alerta, como alguien que desease algo pero el orgullo le impidiera decirlo abiertamente. Malia avanzó calle abajo, aferrando las tijeras.
La gente se apartó, formando un pasillo, y se quedó observando la escena. Malia se dirigió hacia el padre de su hija. Él contemplaba lo que ella sostenía en su mano. Malia miró a su hija, le tocó la cara, el hombro, todo seguía intacto. Lanzó las tijeras al suelo y se volvió hacia Krash. Más tarde no podría recordar si habían hablado. Debían haberlo hecho. Solo recordaría que Baby Jonah caminaba entre los dos, dándoles la mano a ambos mientras avanzaban por la calle.
Kilómetros de seres humanos en movimiento. Flotaron entre ellos y sobre ellos, como si los tres tuvieran alas. Los barcos del puerto dispararon sus cañones, haciendo que el suelo temblase bajo sus pies. Malia recordaría después haber mirado hacia abajo y reírse al ver sus pies descalzos, y detenerse en algún sitio y beber algo frío.
Años más tarde, entre viajes para ver mundo y regresos apresurados a casa, y nuevos viajes (una mujer dirigiéndose siempre hacia el mar, makai y makai y makai), Baby Jo contaría la historia. Empezaría diciendo que había ciertos momentos en la vida que eran puros. Momentos esculpidos con tanta precisión que encajan en la mano de la persona que los vive para que esa persona pueda llevárselos consigo para siempre. Diría que esos momentos eran como el primer destello de algo extraordinario que vemos al apartar a un lado el velo que lo cubre.
El momento en que por primera vez se dio cuenta de que su hermana era su madre. La primera vez que miró el rostro de su padre, comprendiendo quién era. Los callos y arrugas de la mano de su padre. La «realidad» de su padre, que nunca sería capaz de describir. Ella cargaría con esos momentos como si fueran auténticas joyas.
Y cargaría también con aquella noche de celebraciones, cuando caminó entre sus padres, cogiéndoles las manos a los dos. La respiración dificultosa de su padre, los dedos cubiertos de pinchazos de agujas de su madre. Recordaría aquel momento como si hubiera estado sujetando firmemente a sus dos hijos para que no se evaporasen.
Cuando se dirigían hacia Waikiki, una pareja de policías reconoció a Krash y los llevó en un coche patrulla haciendo sonar las sirenas mientras la gente les lanzaba flores al pensar que eran famosos. Aunque el proyecto de Ley había sido aprobado en el Congreso, la gente de Hawái aún tenía que votar a favor o en contra.
Uno de los policías se volvió:
—Eh, Krash, los hawaianos van a perder la votación. La mayoría de la gente votará SÍ. ¿Qué hacemos ahora?
—Seguimos desfilando —respondió Krash, con voz grave y clara—. Seguimos gritando. Ha’ina mai ka puana! «Hagamos que la historia sea contada.»
Después de cruzar el Puente McCully, se adentraron en la avenida Kalakaua, que estaba cerrada al tráfico. A medianoche más de cien mil personas se reunirían allí y convertirían la avenida en una sala de baile giratoria en la que las parejas no dejarían de bailar hasta el amanecer.
Baby Jo volvió a cogerles la mano y a colocarse entre ambos, y levantó la mirada hacia el rostro dorado y de labios gruesos de su madre, cuyo cabello se estaba poniendo tieso a causa del aire húmedo, y hacia el de su padre, bronceado y de piel áspera, que sudaba tan profusamente que parecía estar recubierto de espejos. El anochecer los hacía a los dos un poco más oscuros. Sus dientes y sus ojos resplandecían bajo las luces de las antorchas, de los faroles chinos que salpicaban todo Waikiki, bajo la luz de la luna y bajo los focos de una docena de escenarios, a través de las serpentinas y el confeti. Los dos eran tan altos y parecían tan regios que la gente se volvía a mirarlos.
Encontraron a Keo en un escenario situado frente al Hotel Royal. Estaba liderando a los Hana Hou! chasqueaba los dedos mientras el saxo y el clarinete enloquecían. Baby Jonah cerró los ojos, respiró hondo y cogió la mano de su madre para unirla con cuidado a la de su padre. Luego subió al escenario. La banda alternaba canciones isleñas y rock and roll, la Segunda Guerra Mundial y cualquier cosa que hiciera gritar a la muchedumbre. Justo en ese momento se lanzaron a «Moonlight Serenade».
Baby Jo se deslizó entre los brazos de su tío y le señaló a sus padres, juntos, entre el gentío. No estaban hablando, cada uno miraba hacia un lado. Pero se cogían el uno al otro, y bailaban. Keo los miró sorprendido y luego se giró para darles la espalda al público y a Baby Jo, frotándose los ojos. Poco después volvió a girarse hacia su sobrina, que seguía mirando a sus padres.
—Recuerda esto —le dijo—. Recuérdalo.
Durante toda la noche los dragones chinos estuvieron saltando y deslizándose por la avenida Kalakaua. Se explotaron diez mil petardos y, cada media hora, los destructores de la Armada quebraban la noche con cohetes y cañonazos que hacían temblar los edificios. Una división de artillería del ejército realizaba salvas de cincuenta disparos. En la isla Sand, frente al puerto de Honolulú, se encendió una descomunal hoguera de la victoria, un fuego que lanzaba llamaradas de más de treinta metros de altura que resultaban visibles a kilómetros de distancia. Cada hora, unos helicópteros del ejército añadían leña enviada desde todos los rincones del mundo.
Baby Jonah recordaría todas aquellas cosas. Recordaría a sus padres bailando, y a su tío mirándolos. Años más tarde, estando en los brazos de un amante, contaría que su madre y su padre nunca se casaron. Su madre se negó, consciente de que si lo hacían competirían por eclipsarse el uno al otro. Y quizá también se negó porque no podría nunca perdonarle haberse casado antes con una haole.
Sin embargo, eran más que marido y mujer. Eran la pasión y la devoción del otro. Eran la conciencia y el corazón del otro. Varias noches por semana, el padre de Baby Jo recorría la calle de puntillas y se deslizaba en la habitación de su madre. Ella lo oía apresurándose por el pasillo y cerrando la puerta sin hacer ruido, y se quedaba sonriendo en la oscuridad.
Continuaría con la saga de sus padres a través de los años, contando cómo una noche su madre le mostró su piko, su cordón umbilical, que parecía la cola reseca de un cerdo, y le explicó que, aunque Baby Jo tenía varios nombres, no estaría bendecida por los dioses ancestrales hasta que su madre llevara el cordón al arrecife.
Un día Malia nadó hasta el lugar donde reposaban los dioses, cantando en voz alta, preguntando si Anahola sería un nombre adecuado para Baby Jo. Su padre así lo deseaba, en un homenaje a los dieciséis años durante los que ella no le había conocido, años en los que habían vivido apartados. Y Malia lo deseaba, en honor a la hija de Keo y Sunny Sung. Baby Jo contaría cómo había observado nadar a su madre, sosteniendo el piko entre los dientes, y su padre remando en una canoa cerca de ella para vigilarla. Y cómo en ese instante en que el cordón estaba entre los dientes de su madre, ella sintió un doloroso tirón en el ombligo, punzadas de renacimiento.
Contaría cómo su madre llamó a los dioses ancestrales, entregando el cordón a las olas, que se lo tragaron para que su sangre y sus células se fundiesen con las de los dioses. Recordaría a sus padres esperando alguna señal, con el sol cayendo sobre la espalda de su padre y reblandeciendo la cicatriz que le había dejado el balazo. Luego el sonido del cántico de los dioses desde más allá del arrecife, su sagrado mana fluyendo hacia Baby Jo.
Y contaría cómo su padre la había adoptado, porque ella era medio suya. Y cómo su nombre se convirtió oficialmente en Anahola Meahuna Kapakahi, que se traducía aproximadamente como «Tiempo en un reloj de arena-Escondido en secreto-Todo torcido». Lo cual podría explicar por qué su vida sería una vida errante e inquieta, una vida que a los ojos de mucha gente parecería sin sentido y torcida.
Y, a través de los años, Anahola contaría cómo oía a su padre escabulléndose de la casa justo antes del amanecer. Y cómo, si se daba prisa por el pasillo, podía verlo por la ventana, su padre, grande y atractivo, corriendo calle abajo intentando llegar antes que la mañana. Estaba metido en política, diría ella, y se preocupaba por su reputación.
Recordaría cómo algunas veces Krash se despertaba tarde, con la luz derramándose ya sobre los Ko‘olaus, y cómo salía a la carrera por la calle tratando de ponerse los pantalones mientras los obreros pasaban a su lado con fiambreras. Recordaría una mañana en particular, cuando ella aún estaba en la universidad, cómo se dirigió de puntillas al dormitorio de Malia, le pasó un brazo por los hombros a su madre y las dos se rieron a carcajadas mientras al otro lado de la ventana su padre corría por la calle con la bragueta abierta.
Contaría cómo, durante años, su padre se debatió en campañas electorales, y fue derrotado al ser considerado «el abogado del ñame», hasta que una nueva generación de hawaianos (formada por jóvenes abogados a los que él había inspirado y aceptado como aprendices) ayudó a que saliera elegido para la Oficina del Condado, y después para la Corte Suprema del Estado. Krash realizaría reformas radicales en el gobierno del Estado y en la distribución territorial. Pero sería, sobre todo, recordado como el orador que había prendido fuego a los tribunales defendiendo a su gente.
Con el tiempo, Anahola contaría cómo sus padres celebraron su décimo no-aniversario, y luego el vigésimo. Y después su no-aniversario de plata, con una fiesta en Kalihi Lane. Ambos aún tan enamorados y tan recelosos que su madre olía las ropas de Krash buscando el aroma de otras mujeres, y él recorría el cuerpo de Malia en busca de las huellas de manos desconocidas.
Y en algún lugar de Hong Kong, o de Sídney, o de Nueva Delhi, aún yendo makai, makai, makai, Anahola continuaría contando su historia mientras ellos se aproximaban a su cuadragésimo-quinto no-aniversario, y luego al quincuagésimo. Habría muchas discusiones, rupturas y enfados entre ellos, porque ambos estaban hechos del mismo material, los dos eran orgullosos kānaka.
Con el tiempo, Anahola convertiría a sus amantes en oyentes. Los encantaría por medio de sus palabras del mismo modo que su tío encantaba a la gente por medio de su trompeta. Los hombres se tumbarían a su lado como niños, seducidos. La recordarían como a una contadora de historias. Pero a veces sus relatos se volverían oscuros y sus ojos se entrecerrarían. Cuando eso ocurría, Anahola ya estaba dejando a su amante de turno. Y cuando se marchaba, la cama resonaba con sus historias.
Cuando sus amantes se quedaban dormidos, soñaban con las islas de Anahola. Soñaban con precipicios azules llamados Pali de los Ko‘olaus, y con gigantes hojas de ti que vertían gotas de rocío sobre jabalíes dormidos. Soñaban también con campos de ñame que morían de sed, y con arroyos cristalinos que se convertían en lodo. Con niños que dormían en casas que explotaban, con gente que se hacía vieja en cajas de embalaje. Gente que, con el tiempo, se alzaría, ultrajada y llena de orgullo, en ciudades llamadas Wai‘anae, Nanakuli, Lualualei, Makaha, Mākua, Papakolea.
Y cuando sus amantes se despertaban, tocaban el hueco que Anahola había dejado en su almohada y sentirían el rastro de su calor. Y sabrían que sus relatos no eran fábulas inventadas.