5
Ana, sentada ante la ventana de la torre un atardecer de fines de noviembre, con la pluma en la boca y sueños en los ojos, contemplaba el mundo en penumbra. De pronto, sintió deseos de dar un paseo hasta el viejo cementerio. Todavía no lo había visitado, pues prefería el bosquecillo de abedules y arces o el camino hacia el puerto para sus paseos de la tarde. Pero en noviembre hay un tiempo, después de que se han caído las hojas, en el que sentía que era casi indecente meterse en el bosque… pues éste había perdido su gloria terrenal, y la gloria celestial de espíritu, pureza y blancura todavía no había caído sobre él. De manera que Ana se encaminó al cementerio. Su estado de ánimo era tan pesimista y carente de esperanzas, que pensó que un cementerio le resultaría agradable, en comparación. Además, estaba lleno de Pringle, según había dicho Rebecca Dew. Se habían hecho enterrar allí durante generaciones, prefiriéndolo al nuevo cementerio hasta «que ya no podían apretujarse más». A Ana le pareció que sería decididamente alentador ver cuántos Pringle había allí, donde ya no podían fastidiar a nadie.
Con respecto a los Pringle, Ana sentía que ya habían llegado al límite de lo tolerable. La situación se parecía cada vez a una pesadilla. La sutil campaña de insubordinación e irrespetuosidad organizada por Jen Pringle había acabado por explotar. Un día de la semana anterior, Ana había pedido a sus alumnos que escribieran una composición sobre «El acontecimiento más importante de la semana». Jen Pringle había escrito un texto brillante, la chiquilla era inteligente, sin ninguna duda, y había insertado en él una mordaz ofensa a su maestra, tan evidente, que era imposible pasarla por alto. Ana la envió a su casa y le dijo que tendría que disculparse antes de poder regresar. Ahora sí que quedaba declarada la guerra entre ella y los Pringle. Y la pobre Ana no dudaba sobre qué estandarte se posaría la victoria. La junta escolar apoyaría a los Pringle, y a ella le harían elegir entre dejar volver a Jen o presentar su renuncia. Sentía mucha amargura. Había dado lo mejor de sí y sabía que podría haber logrado un buen resultado, si hubiera tenido, por lo menos, la posibilidad de luchar.
«No es mi culpa», pensó con tristeza. «¿Quién podría tener éxito contra semejante falange y semejantes tácticas?».
¡Pero volver a Tejas Verdes derrotada! ¡Soportar la indignación de la señora Lynde y el júbilo de los Pye! Aun la compasión de los amigos resultaría angustiosa. Y con el fracaso de Summerside en su haber, nunca podría conseguir otro cargo en una escuela.
Pero al menos no se habían salido con la suya en el asunto de la obra de teatro. Ana rió con algo de malicia y los ojos se le llenaron de gozo travieso al recordarlo.
Había organizado un Club de Arte Dramático en la escuela secundaria y lo había dirigido en una obra montada rápidamente para conseguir fondos para uno de sus planes: comprar buenos grabados para las aulas. Se había obligado a pedirle ayuda a Katherine Brooke, puesto que ésta siempre parecía dejada de lado. Lo lamentó muchas veces, ya que Katherine se mostró más áspera y sarcástica que nunca. Casi no dejaba pasar un ensayo sin hacer algún comentario corrosivo y arqueaba las cejas sin cesar. Lo peor fue que Katherine insistió en darle el papel de María, Reina de Escocia, a Jen Pringle.
—No hay nadie más en la escuela que pueda representarlo —decretó Katherine con impaciencia—. Nadie tiene la personalidad necesaria.
Ana no estaba tan segura. Le parecía que Sophy Sinclair, que era alta, de ojos color avellana y hermoso pelo castaño rojizo, sería una mejor María que Jen. Pero Sophy ni siquiera era miembro del club y jamás había tomado parte en una obra.
—No queremos novatas en esto. No voy a mezclarme con nada que no sea un éxito —había dicho Katherine malhumorada y Ana había cedido.
No se podía negar que Jen era muy buena para el papel. Tenía talento natural para la actuación y aparentemente se esmeraba mucho. Ensayaban cuatro tardes por semana, y aparentemente, todo iba bien. Jen parecía tan interesada en su papel, que su conducta era adecuada en todo lo referente a la obra. Ana no se metía con ella, si no que la dejaba en manos de Katherine. De tanto en tanto, le parecía ver una expresión furtiva de triunfo en el rostro de Jen, y eso la desconcertaba. No podía adivinar qué significaba.
Una tarde, poco después del comienzo del ensayo, Ana encontró a Sophy Sinclair llorando en un rincón del guardarropa de las niñas. Al principio, Sophy parpadeó con fuerza y negó que estuviera llorando, pero luego el llanto la venció.
—Yo… tenía tantos deseos de actuar… de ser la reina María —sollozó—. No he tenido ninguna oportunidad. Papá no me dejó unirme al club porque había que pagar y en casa cuenta cada centavo… Y no tengo experiencia. Es que… siempre me encantó la reina María… solamente su nombre me estremece hasta los huesos. No creo… jamás creeré que haya tenido algo que ver con el asesinato de Darnley. ¡Hubiera sido hermoso imaginarme que era ella por un rato!
Más tarde, Ana llegó a la conclusión de que fue su ángel guardián el que le sopló la respuesta.
—Te escribiré una copia del papel, Sophy, y te enseñaré a representarlo. Será un buen entrenamiento para ti. Y puesto que planeamos representar la obra en otros lugares, si todo va bien aquí, no nos vendrá mal tener una suplente, por si Jen no puede ir siempre. Pero no le contaremos nada a nadie.
Sophy memorizó el papel para el día siguiente. Todas las tardes, volvía a Álamos Ventosos con Ana después de clase y ensayaba en la torre. Se divertían mucho juntas, pues Sophy poseía una serena vivacidad. La obra se representaría el último viernes de noviembre; se hizo mucha propaganda y las localidades numeradas se vendieron en su totalidad. Ana y Katherine pasaron dos noches decorando el salón, se contrató a una banda y una conocida soprano vendría de Charlottetown para cantar en los entreactos. El ensayo general fue un éxito. Jen estuvo soberbia y el resto del elenco también se lució. El viernes por la mañana, Jen no fue a la escuela; por la tarde, su madre envió una nota para informar que Jen estaba enferma de la garganta; temían que fuera amigdalitis. Todos lo lamentaban mucho, pero de ninguna manera podría tomar parte en la obra esa noche.
Katherine y Ana se miraron; por una vez, el horror compartido las unía.
—Tendremos que aplazarlo —dijo Katherine—. Y eso es sinónimo de fracaso. En diciembre hay tantas cosas… Bien, desde el principio me pareció una tontería querer representar una obra en esta época del año.
—No vamos a aplazarlo —afirmó Ana, con los ojos de un verde más intenso que los de la propia Jen.
No se lo iba a comentar a Katherine Brooke, pero tenía la certeza absoluta de que Jen Pringle corría tan poco peligro de tener amigdalitis como ella. Estuvieran los Pringle al tanto o no, se trataba de una treta para arruinar la obra porque ella, Ana Shirley, la había patrocinado.
—¡Bueno, si lo dice de ese modo…! —se quejó Katherine, encogiéndose de hombros—. ¿Pero qué piensa hacer? ¿Buscar a alguien para que estudie el papel? Sería un desastre… María es toda la obra.
—Sophy Sinclair sabe el papel tan bien como Jen. El traje le irá bien y, por fortuna, lo tiene usted y no Jen.
La obra se representó esa noche ante un público numeroso. Una Sophy gozosa representó a María… fue María, como Jen Pringle no lo hubiera sido nunca… Se parecía a la reina, con los trajes de terciopelo, los cuellos altos y las joyas. Los alumnos de la Secundaria de Summerside, que nunca habían visto a Sophy enfundada en algo que no fueran sus sencillos y oscuros vestidos sin forma, sus abrigos desaliñados y sus sombreros raídos, se quedaron boquiabiertos, mirándola. Se decidió en el momento que Sophy se convirtiera en miembro permanente del Club de Arte Dramático (la propia Ana pagó la cuota de ingreso), y a partir de entonces, fue una de las alumnas que «contaban» en la escuela. Pero nadie sabía ni soñaba, y menos aún la propia Sophy, que esa noche había dado el primer paso en un camino que la llevaría al estrellato. Veinte años más tarde, Sophy Sinclair sería una de las principales actrices de América. Pero es probable que ningún aplauso haya sido nunca tan dulce para sus oídos como el que resonó esa noche en el Palacio Municipal de Summerside cuando cayó el telón.
La señora de James Pringle volvió a su casa con un relato que hubiera puesto verdes los ojos de Jen, si no hubieran sido ya de ese color. Por una vez, como dijo Rebecca Dew con sentimiento, Jen se había cocido en su propia salsa. Y el resultado final había sido el insulto en la composición sobre «El acontecimiento más importante de la semana».
Ana se encaminó al cementerio por un camino profundamente tallado entre altos y mohosos canales de desagüe de piedra, tachonados de helechos escarchados. De tanto en tanto, crecían delgados álamos que todavía conservaban algunas hojas a pesar de los vientos de noviembre y se destacaban contra el color amatista de las colinas lejanas; pero el viejo cementerio, con la mitad de las lápidas inclinadas en ángulos extraños, estaba rodeado por una hilera de sombríos y altos pinos. Ana no había pensado encontrar a nadie allí, y se sobresaltó al ver, justo en el portón, a la señorita Valentine Courtaloe, con su nariz larga y delicada, su boca delgada y delicada, sus hombros caídos y delicados y su aire de invencible femineidad. Conocía a la señorita Valentine, por supuesto, como todos en Summerside. Era «la» modista local y lo que no sabía ella sobre personas vivas o muertas no valía la pena de ser tomado en consideración. Ana habría querido deambular sola por el cementerio, leer los viejos epitafios y descifrar los nombres de olvidados amantes bajo los líquenes que crecían sobre ellos. Pero no pudo escapar cuando la señorita Valentine entrelazó su brazo con el suyo y procedió a hacer los honores del cementerio, donde era evidente que yacían tantos Courtaloe como Pringle. La señorita Valentine no tenía una gota de sangre Pringle en las venas y uno de los alumnos preferidos de Ana era sobrino suyo. De modo que no fue un esfuerzo mostrarse amable con ella; lo único que había que cuidar era no insinuar jamás que «se ganaba la vida cosiendo». Se decía que la señorita Valentine era muy susceptible al respecto.
—Me alegro de haber estado aquí esta tarde —le dijo a Ana—. Le puedo contar todo sobre los que están sepultados aquí. Siempre digo que hay que saber los detalles de los difuntos para poder disfrutar de un cementerio. Me gusta más caminar por éste que por el nuevo. Aquí están las familias verdaderamente antiguas. En el nuevo, en cambio, entierran a cualquier hijo de vecino. Los Courtaloe están en esta esquina. Hemos tenido gran cantidad de funerales en la familia.
—Supongo que les sucede lo mismo a todas las familias antiguas —comentó Ana, puesto que era evidente que la señorita Valentine esperaba que dijera algo.
—No, ninguna familia ha tenido tantos como nosotros —aseguró la señorita Valentine, celosa—. Somos de salud muy delicada. Muchos de los nuestros han muerto a causa de la tos. Ésta es la tumba de mi tía Bessie. Era una santa. Pero no hay duda de que su hermana, la tía Cecilia, era una interlocutora más interesante. La última vez que la vi me dijo: «Siéntate, querida, siéntate. Esta noche moriré, a las once y diez, pero ése no es motivo para que no tengamos un último intercambio de chismes». Lo curioso es, señorita Shirley, que murió esa noche a las once y diez. ¿Puede decirme usted cómo lo supo?
Ana no pudo.
—Mi tatarabuelo Courtaloe está sepultado aquí. Llegó en 1760 y se ganaba la vida fabricando ruecas. He oído que en el curso de su vida hizo mil cuatrocientas ruecas. Cuando murió, el ministro dio un sermón a partir del texto «Sus obras los siguen», y el viejo Myrom Pringle dijo que, en ese caso, el camino al cielo, detrás de mi tatarabuelo, estaría abarrotado de ruecas. ¿Le parece que fue un comentario de buen gusto, señorita Shirley?
De haber sido hecho por alguien que no hubiese sido un Pringle, Ana no hubiera respondido con tanta vehemencia:
—En absoluto.
En ese momento contemplaba una lápida adornada con un cráneo y huesos cruzados y también se preguntaba acerca de su buen gusto.
—Mi prima Dora está enterrada aquí. Tuvo tres maridos, pero todos murieron muy pronto. La pobre Dora no parecía tener suerte para elegir un hombre saludable. El último de sus maridos fue Benjamin Banning, que no está sepultado aquí; yace en Lowvale, junto a su primera mujer. No estaba reconciliado con la muerte. Dora le decía que iría a un mundo mejor. «Puede ser, puede ser», se quejaba el pobre Ben, «pero estoy medio acostumbrado a las imperfecciones de éste». Tomó sesenta y un medicamentos diferentes, pero a pesar de eso, duró bastante. Toda la familia del tío David Courtaloe está aquí. Hay un rosal al pie de cada tumba, ¡y cómo florecen! Vengo aquí todos los veranos y junto un ramo de rosas para mi florero. Sería una pena dejarlas marchitar, ¿no cree?
—Sí…, creo que sí.
—Mi pobre hermana menor, Harriet, está aquí —suspiró la señorita Valentine—. Tenía una magnífica cabellera… de color parecido a la suya… no tan roja, quizá. Le llegaba a las rodillas. Estaba comprometida cuando murió. Me han dicho que usted está comprometida. Nunca tuve demasiados deseos de casarme, pero me hubiera gustado estar comprometida. Sí, claro, he tenido oportunidades… tal vez fui demasiado quisquillosa… pero una Courtaloe no podía casarse con cualquiera, ¿no?
Al parecer, no.
—Frank Digby… allí en ese rincón bajo los zumaques… quería casarse conmigo. Me arrepentí un poco por haberlo rechazado… ¡pero un Digby, querida! Se casó con Georgina Troop. Ella siempre llegaba un poco tarde a la iglesia, para lucir su ropa. Cómo le gustaba la ropa. La sepultaron con un precioso vestido azul. Yo se lo hice para una boda, pero al final lo usó para su propio funeral. Tenía tres hijitos encantadores. Acostumbraban sentarse delante de mí en la iglesia y yo siempre les daba caramelos. ¿Le parece mal darles caramelos a los niños en la iglesia, señorita Shirley? Los de menta no… ésos resultarían adecuados… hay algo religioso en los caramelos de menta, ¿no le parece? Pero a los niños no les gustan, pobrecillos.
Una vez agotadas las tumbas de los Courtaloe, los recuerdos de la señorita Valentine se tornaron más jugosos. No importaba tanto si no se era un Courtaloe.
—Aquí está la anciana señora de Russel Pringle. Con frecuencia me pregunto si estará en el cielo o no.
—¿Pero por qué? —exclamó una escandalizada Ana.
—Bueno, siempre detestó a su hermana, Mary Ann, que murió unos meses antes que ella. «Si Mary Ann está en el cielo, no me quedaré allí», decía. Y era una mujer que siempre cumplía su palabra… en el estilo Pringle. Era Pringle de soltera y se casó con su primo Russel. Ésta es la señora de Dan Pringle… Janetta Bird. Murió a los setenta años. La gente dice que le hubiera parecido mal morir con más de setenta años, pues ése es el límite que da la Biblia. La gente dice cosas tan graciosas, ¿no cree? He oído comentar que morir fue lo único que se atrevió a hacer sin consultar al marido. ¿Sabe, querida, qué hizo el marido una vez que ella se compró un sombrero que a él no le gustaba?
—No puedo imaginarlo.
—Se lo comió —declaró la señorita Valentine, solemne—. Desde luego, era un sombrerito pequeño… encaje y flores… nada de plumas. De todos modos, seguro que debió haber sido difícil de digerir. Tengo entendido que tuvo dolores de estómago durante bastante tiempo. Por supuesto, yo no lo vi comérselo, pero siempre me han dicho que la historia es cierta. ¿Lo cree posible?
—Creería cualquier cosa de un Pringle —respondió Ana con amargura.
La señorita Valentine le apretó el brazo, compasiva.
—La compadezco… de veras. Es terrible la forma en que la están tratando. Pero Summerside no es todo Pringle, señorita Shirley.
—A veces me parece que sí —dijo Ana con una sonrisa lastimosa.
—No, nada de eso. Y hay muchas personas a las que les gustaría verla derrotarlos. No ceda, hagan lo que hagan ellos. Es nada más que Satanás, que se ha apoderado de ellos. Pero están muy unidos… y la señorita Sarah quería que su prima obtuviera el cargo en la escuela.
»Aquí están los familiares de Nathan Pringle. Nathan siempre creía que su mujer trataba de envenenarlo, pero nunca pareció importarle. Decía que volvía más emocionante la vida. Una vez sospechó que ella le había puesto arsénico en el potaje. Salió y se lo dio a un cerdo. El cerdo murió tres semanas después. Pero él dijo que quizá no había sido más que una coincidencia y que, de todos modos, no estaba seguro de que fuera el mismo cerdo. Al final, ella murió antes que el marido, y él dijo que había sido una buena esposa, con excepción de ese detalle. Pienso que sería caritativo creer que estaba equivocado al respecto.
—«En recuerdo de la señorita Kinsey» —leyó Ana, asombrada—. ¡Qué inscripción tan extraña! ¿No tenía otro nombre?
—Si lo tenía, nadie lo sabía —respondió la señorita Valentine—. Vino de Nueva Escocia y trabajó para la familia de George Pringle durante cuarenta años. Ella se presentaba como la señorita Kinsey y todo el mundo la llamaba así. Murió de forma repentina y entonces se descubrió que nadie conocía su nombre de pila y que no tenía parientes. De manera que escribieron eso sobre la lápida… La familia de George Pringle la hizo sepultar muy bien y pagó la lápida. Era una mujer leal y trabajadora, pero si usted la hubiera visto alguna vez, habría pensado que había nacido llamándose señorita Kinsey. Aquí están James Morley y su esposa. Estuve en sus bodas de plata. Qué alboroto… regalos, discursos y flores… todos los hijos en la casa… y ellos sonriendo y saludando, cuando en verdad se odiaban a muerte.
—¿Se odiaban?
—Venenosamente, querida. Todo el mundo lo sabía. Hacía años que se odiaban… casi desde que se casaron. Se pelearon al salir de la iglesia, después de la boda. A veces me pregunto cómo logran yacer aquí, uno al lado del otro, tan pacíficamente.
Ana se estremeció. ¡Qué terrible! Sentarse uno frente al otro a la mesa… acostarse uno al lado del otro por las noches… ir a la iglesia a bautizar a los bebés… odiándose. Debieron de amarse en un principio. ¿Acaso era posible que ella y Gilbert pudieran alguna vez…? ¡Qué tontería! Los Pringle le estaban alterando los nervios.
—Aquí yace el buen mozo de John MacTabb. Siempre se sospechó que Anetta Kennedy se ahogó por él. Los MacTabb eran todos apuestos, pero no se podía creer una palabra de lo que decían. En un tiempo, aquí había una lápida de su tío Samuel, supuestamente ahogado en alta mar hace cincuenta años. Cuando apareció con vida, la familia quitó la lápida. El hombre a quien se la habían comprado no quiso aceptar la devolución, de modo que la esposa de Samuel la utilizaba como tabla para amasar. La lápida era ideal para eso, según ella. Los chicos MacTabb siempre llevaban a la escuela galletitas con letras y números… marcas del epitafio. Convidaban a todos, pero yo nunca pude comerlas. Soy quisquillosa en ese aspecto.
»Aquí está Harley Pringle. Una vez, tuvo que llevar a Peter MacTabb por la calle principal en una carretilla, a causa de una apuesta sobre las elecciones. Y Peter llevaba puesto un bonete. Todo el pueblo salió a la calle a mirar… menos los Pringle, por supuesto. Ellos casi murieron de vergüenza. Aquí está Millie Pringle. Era bonita y esbelta como un hada. A veces pienso, mi querida, que en noches como ésta debe de salir de su tumba y danzar como solía hacerlo. Pero una mujer cristiana no tendría que pensar esas cosas.
»Ésta es la tumba de Herb Pringle. Era uno de los Pringle jocosos. Siempre hacía reír. Una vez rió muy fuerte en la iglesia, cuando un ratoncito cayó de entre las flores del sombrero de Meta Pringle, cuando ella se inclinó para orar. A mí no me dieron tantas ganas de reír. No sabía adónde había ido el ratón. Me levanté las faldas hasta los tobillos y las sostuve así hasta que salimos, pero el sermón quedó arruinado para mí. Herb estaba detrás de mí y profirió una carcajada fortísima. La gente que no pudo ver el ratón creyó que se había vuelto loco. Para mí, su risa no podía morir. Si él viviera, se pondría de su parte, señorita Shirley, con Sarah o sin ella.
»Éste, por supuesto, es el monumento del capitán Abraham Pringle.
Dominaba todo el cementerio. Cuatro plataformas retraídas de piedra formaban un pedestal cuadrado sobre el cual se erigía un enorme pilar de mármol rematado por una absurda urna drapeada; debajo de ésta, un querubín regordete tocaba una trompeta.
—¡Es horrible! —comentó Ana con candidez.
—¿Le parece? —La señorita Valentine parecía escandalizada—. Fue considerado muy imponente cuando se erigió. Se supone que ése es el arcángel Gabriel tocando la trompeta. Creo que le da un toque de elegancia al cementerio. Costó novecientos dólares. El capitán Abraham era un caballero. Es una lástima que haya muerto. Si viviera, no la perseguirían de ese modo. No me sorprende que Sarah y Ellen estén tan orgullosas de él, aunque en mi opinión, exageran un poco.
Al llegar al portón, Ana se volvió y miró hacia atrás. Un silencio extraño, pacífico, cubría la tierra sin viento. Los largos dedos de luna comenzaban a perforar los pinos oscuros, tocando una lápida aquí, otra allá y formando sombras entre ellas. Pero el cementerio no era un lugar triste, después de todo. Los que estaban allí parecían haber cobrado vida con los relatos de la señorita Valentine.
—He oído decir que escribe —dijo la señorita Valentine, nerviosa, mientras bajaban por el camino—. No pondrá en sus relatos las cosas que le he contado, ¿verdad?
—Puede estar segura de que no lo haré —prometió Ana.
—¿Cree que está mal… o que es peligroso… hablar mal de los muertos? —susurró la anciana con voz ansiosa.
—Creo que no es exactamente ninguna de las dos cosas —respondió Ana—. Sólo me parece… un poco injusto, como golpear a alguien que no puede defenderse. Pero no dijo nada horrible de nadie, señorita Courtaloe.
—Le conté que Nathan Pringle creía que su mujer trataba de envenenarlo…
—Pero a ella le dio el beneficio de la duda…
Y la señorita Valentine siguió su camino, ya más tranquila.