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El sábado y el lunes fueron días de alegre actividad en Tejas Verdes. La tarta de ciruelas quedó lista y trajeron el árbol de Navidad. Katherine, Ana, Davy y Dora fueron a buscarlo al bosque… un pino precioso que Ana accedió a cortar nada más que porque estaba en un claro del señor Harrison, que iba a ser arado en la primavera.

Pasearon, recogieron ramas y hojas para coronas y hasta algunos helechos que se mantenían verdes durante todo el invierno, que crecían en una hondonada del bosque. El día se convirtió en la tarde sobre las colinas blancas, y volvieron triunfalmente a Tejas Verdes… para encontrarse con un joven alto, de ojos castaños y una sombra de bigotes que lo hacían parecer tan adulto, que por un momento Ana dudó de que fuera Gilbert.

Katherine, con una sonrisa que intentó ser sarcástica sin lograrlo, los dejó en la sala y jugó con los mellizos en la cocina. Asombrada, descubrió que se divertía. Y qué agradable fue bajar al sótano con Davy y descubrir que todavía quedaban en el mundo cosas como manzanas almibaradas. Katherine nunca había estado antes en un sótano de casa de campo y no sabía qué podía ser un lugar encantador y fantasmagórico. La vida ya le parecía más cálida. Por primera vez, tomó conciencia de que podía ser hermosa, aun para ella.

Davy hizo suficiente ruido como para despertar a los Siete Durmientes, la mañana de Navidad, haciendo sonar un viejo cencerro por las escaleras. Marilla se horrorizó de que hubiera hecho una cosa así cuando había un huésped en la casa, pero Katherine bajó riendo. Una curiosa camaradería había nacido entre ella y Davy. Como le dijo a Ana con franqueza, no simpatizaba demasiado con la impecable Dora, pero Davy era más afín con ella.

Abrieron la sala y distribuyeron los regalos antes del desayuno, puesto que de otro modo, los mellizos no hubieran podido probar bocado. Katherine, que no había esperado recibir nada, salvo, quizá, un regalo de compromiso de parte de Ana, se encontró recibiendo presentes de todos. Una bufanda tejida, de la señora Lynde; una bolsita de raíz de lirio perfumada, de parte de Dora; un abrecartas, de Davy; una cesta llena de frascos de dulce y jalea, de Marilla… y hasta un pisapapeles de bronce, en forma de gato, de parte de Gilbert.

Y, atado debajo del árbol, acurrucado sobre una mantita de lana, un precioso cachorrito de ojos castaños, con orejas sedosas y alertas y cola simpática. En una tarjetita que le colgaba del collar, leyó: «Para Katherine, de Ana, que, después de todo, se atreve a desearle feliz Navidad».

Katherine cogió el cuerpecito movedizo en brazos y habló con voz temblorosa.

—Ana… ¡es hermoso! Pero la señora Dennis no me permitirá tenerlo. Le pregunté si podía tener un perro, y me dijo que no.

—Ya arreglé todo con la señora Dennis. Ya verás como no pondrá objeciones. Y en cualquier caso, Katherine, no estarás allí mucho tiempo. Tienes que buscarte un sitio decente donde vivir, ahora que has terminado de pagar lo que considerabas tus obligaciones. Mira la preciosa caja de papel para escribir cartas que me envió Diana. ¿No es fascinante mirar las hojas en blanco y preguntarse qué se escribirá sobre ellas?

La señora Lynde se sentía agradecida de que fuera una Navidad blanca, pero para Katherine la Navidad fue violeta, roja y dorada. Y la semana que le siguió fue igualmente hermosa. Con frecuencia, Katherine se había preguntado amargamente lo que significaría ser feliz, y ahora lo había descubierto. Floreció de un modo asombroso. Ana se encontró disfrutando de su compañía. «¡Y pensar que temía que me arruinara las vacaciones!», pensó, maravillada.

«Y pensar», se dijo Katherine, «que estuve a punto de no venir cuando Ana me invitó».

Dieron largos paseos… por el sendero de los Enamorados y por el Bosque Embrujado, donde hasta el mismo silencio resultaba amistoso… por las colinas, donde la nieve ligera revoloteaba en mágicos bailes invernales… por los viejos huertos bañados en sombras violáceas… por la gloria de los bosques al atardecer. No había trinos de aves ni susurro de arroyos ni chismes de ardillas. Pero el viento tocaba una música ocasional que suplía en calidad lo que le faltaba en cantidad.

—Siempre se encuentra algo bonito para mirar o escuchar —dijo Ana.

Hablaban de todo, se contaban sueños e ilusiones y volvían a casa con un apetito que ponían a prueba incluso la despensa de Tejas Verdes. Hubo un día de tormenta en el que no pudieron salir. El viento del este golpeaba alrededor de las vigas y el golfo gris rugía. Pero hasta una tormenta tenía encanto especial en Tejas Verdes. Resultaba acogedor sentarse junto a la estufa y contemplar con ensueño la luz del fuego bailar en el techo, disfrutando de deliciosas manzanas y dulces. ¡Qué alegre era la cena con la tormenta aullando afuera!

Una noche, Gilbert las llevó a visitar a Diana y a su bebé.

—Nunca había cogido a un bebé en mi vida —dijo Katherine cuando regresaban—. Por un lado, nunca tuve deseos de hacerlo, y además, temía que pudiera desintegrarse entre mis manos. No pueden imaginar cómo me sentí… tan grande y torpe con esa cosilla diminuta y deliciosa en los brazos. Sé que la señora Wright pensaba que se me caería en cualquier momento. Vi que se esforzaba heroicamente por ocultar su terror. Pero significó algo para mí… el bebé, digo. Todavía no he podido decidir qué.

—Los bebés son criaturas tan fascinantes —comentó Ana, soñadora—. Como oí decir a alguien en Redmond, son «magníficos manojos de posibilidades». Piénsalo, Katherine… Homero debió de haber sido bebé en algún momento… un bebé con hoyuelos y grandes ojos luminosos. No sería ciego en aquel entonces, desde luego.

—Qué pena que su madre no hubiera sabido que él sería Homero —reflexionó Katherine.

—Pero creo que me alegra que la madre de Judas no haya sabido que él sería Judas —murmuró Ana—. Espero que nunca se haya enterado.

Hubo un concierto en el salón, una noche, con una fiesta en casa de Abner Sloane después, y Ana convenció a Katherine de que asistiera a ambos.

—Me gustaría que nos leyeras algo, Katherine. He oído decir que lees estupendamente.

—Solía recitar… me gustaba hacerlo. Pero hace dos veranos recité en un concierto organizado por un grupo de veraneantes… y luego los oí riéndose de mí.

—¿Cómo sabes que se reían de ti?

—¿De quién, si no? No había ninguna otra cosa que causara risa.

Ana disimuló una sonrisa y siguió insistiendo con la lectura.

—Podrías recitar Ginebra. Me han dicho que te sale de maravilla. La señora de Stephen Pringle me contó que no pegó un ojo la noche después de haberte escuchado.

—No. Ginebra nunca me gustó. Está en el programa de la escuela, así que en ocasiones trato de mostrarle a la clase cómo leerlo. Realmente no tengo paciencia con Ginebra. ¿Por qué no gritó cuando descubrió que estaba encerrada? Si estaban todos buscándola, alguien la hubiera oído, sin duda.

Katherine por fin accedió a la lectura, pero se mostró indecisa en cuanto a la fiesta.

—Iré, desde luego. Pero nadie me invitará a bailar y me sentiré sarcástica, malhumorada y avergonzada. Siempre me siento mal en las fiestas… en las pocas a las que he ido, quiero decir. Nadie parece pensar que podría gustarme bailar… y has visto que bailo bastante bien, Ana. Aprendí en casa del tío Henry, porque una pobre criada que tenían había querido aprender, también, y las dos bailábamos juntas en la cocina por las noches, al son de la música de la sala. Creo que me gustaría bailar… con un compañero adecuado, por supuesto.

—No lo pasarás mal en esta fiesta, Katherine. No estarás del lado de fuera, mirando hacia dentro. Ahí está toda la diferencia, sabes: entre estar dentro mirando hacia fuera, y estar fuera mirando hacia dentro… Tienes un pelo precioso, Katherine. ¿Te molestaría que intentara hacerte un peinado nuevo?

Katherine se encogió de hombros.

—No, hazlo. Sé que mi peinado es horroroso, pero no tengo tiempo de estar rizándome el pelo todo el tiempo. No tengo vestido de fiesta. ¿Podré ir con el verde de tafetán?

—Tendrá que ser ése, aunque el verde es justamente el color que no deberías usar, querida Katherine. Pero te pondrás un cuello rojo de gasa que te he hecho. Sí, lo harás. Tendrías que tener un vestido rojo, Katherine.

—Siempre detesté el rojo. Cuando fui a vivir con el tío Henry, la tía Gertrude me hacía usar delantales color rojo intenso. Los otros niños de la escuela gritaban «¡Fuego!», cuando yo entraba con uno de esos delantales. Además, no tengo paciencia para la ropa.

—¡Que Dios me dé paciencia a mí! La ropa es muy importante —dijo Ana en tono severo, mientras trenzaba y recogía el cabello de Katherine. Observó su trabajo y vio que era bueno. Pasó un brazo alrededor de los hombros de Katherine y la hizo volverse hacia el espejo—. ¿No te parece que somos un par de muchachas bonitas? —rió—. ¿No es lindo pensar que la gente encontrará algo de placer al mirarnos? Hay tanta gente desabrida que realmente cambiaría muchísimo si hiciera un esfuerzo…

»Hace tres domingos, en la iglesia… ¿Recuerdas el día en que el pobre señor Milvain dio el sermón y estaba tan resfriado, que no se le entendió nada? Bien, pasé el tiempo embelleciendo a las personas que me rodeaban. Le puse a la señora Brent una nariz nueva, ricé el pelo de Mary Addison, y al de Jane Marsden le di un enjuague con limón. Vestí a Emma Dill de azul en lugar de marrón, a Charlotte Blair la vestí con rayas en lugar de cuadros, quité unos cuantos lunares y afeité los bigotes caídos de Thomas Anderson. No los hubieras reconocido cuando terminé con ellos. Y salvo lo referente a la nariz de la señora Brent, ellos mismos podrían haber hecho lo que hice yo. Katherine, tus ojos son color té… té ambarino. Bien, esta noche tienes que estar tan resplandeciente, clara y alegre como un arroyo.

—Todo lo que yo no soy.

—Todo lo que has sido esta última semana. Así que puedes ser de ese modo.

—Eso es solamente la magia de Tejas Verdes. Cuando vuelva a Summerside, habrán tocado las doce para Cenicienta.

—Te llevarás la magia contigo. Mírate. Así tendrías que estar todo el tiempo.

Katherine contempló su imagen en el espejo, como si dudara de su identidad.

—Es verdad que parezco mucho más joven —admitió—. Tenías razón… la ropa ayuda mucho. Sé que parecía mayor de lo que era y no me importaba. ¿Por qué iba a importarme? A nadie le importaba. Y no soy como tú, Ana. Aparentemente naciste sabiendo cómo vivir. Yo de eso no sé nada… ni siquiera el abecedario. Me pregunto si será demasiado tarde para aprender. He sido sarcástica tanto tiempo que no sé si puedo dejar de serlo. El sarcasmo me parecía la única forma de impresionar a la gente. Y me parece, también, que siempre tuve miedo, cuando estaba en compañía de otras personas, de decir alguna tontería o de que se burlaran de mí.

—Katherine Brooke, mírate en ese espejo y llévate contigo esa imagen… una magnífica cabellera enmarcando tu cara, en lugar de estar peinada hacia atrás, ojos brillantes como estrellas oscuras, mejillas levemente sonrosadas de entusiasmo. No sentirás miedo. Vamos, llegaremos tarde, pero por suerte todos los que actúan tienen asientos «preservados», como oí decir a Dora.

Gilbert las llevó al salón. Cuán similar a los viejos tiempos… sólo que ahora Katherine estaba con ella, en lugar de Diana. Ana suspiró. Diana tenía tantos otros intereses, ahora. Las fiestas y conciertos habían terminado para ella.

¡Qué velada! ¡Cuán plateados y sedosos parecían los caminos con un cielo verde pálido en el oeste después de una ligera nevada! Orión se abría paso majestuoso por los cielos, y las colinas, los campos y los bosques yacían en perlado silencio.

La lectura de Katherine capturó al público desde el primer renglón, y en la fiesta no le alcanzaron las piezas para todos los que querían bailar con ella. De pronto se encontró riendo sin amargura ni sarcasmo. Luego, otra vez a Tejas Verdes, a calentarse los pies junto al fuego de la sala, a la luz de dos velas amistosas sobre la repisa. La señora Lynde entró en el dormitorio, a pesar de la hora tardía, para preguntarles si querían otra frazada y asegurar a Katherine que su perrito estaba abrigado dentro de una cesta, en la cocina.

«Miro la vida con nuevos ojos», pensó Katherine, soñolienta. «No sabía que había personas como éstas».

—Ven a visitarnos de nuevo —dijo Marilla cuando llegó el momento de partir.

Marilla jamás se lo decía a nadie, a menos que realmente lo deseara.

—Claro que volverá —dijo Ana—. Los fines de semana… y varias semanas durante el verano. Encenderemos fogatas y trabajaremos en el jardín… recogeremos manzanas e iremos a buscar las vacas. Remaremos en el estanque y nos perderemos en el bosque. Quiero enseñarte el jardín de Hester Gray, Katherine, y la Cabaña del Eco y el Prado de Violetas cuando esté lleno de violetas.