10
Cuando Ana llegó a la casa de Cyrus Taylor la noche siguiente, sintió el frío de la atmósfera en cuanto traspuso la puerta. Una limpia criada la guió hasta la habitación de huéspedes, pero mientras Ana subía la escalera, atisbó a la señora de Cyrus Taylor corriendo del comedor a la cocina; la dueña de casa se estaba secando las lágrimas del rostro pálido y preocupado, pero todavía bonito. Resultaba evidente que Cyrus todavía no se había repuesto del asunto del camisón.
Se lo confirmó una atribulada Trix, que entró en la habitación y susurró, nerviosa:
—Oh, Ana, está de pésimo humor. Esta mañana parecía muy tranquilo y nos hicimos ilusiones. Pero Hugh Pringle le ganó una partida de damas esta tarde y papá no soporta perder a las damas. Y tenía que suceder hoy, por supuesto. Encontró a Esme «admirándose en el espejo», como dijo él, y la echó del cuarto y cerró la puerta. La pobre criatura sólo estaba preguntándose si estaría lo suficientemente guapa para agradar a Lennox Carter, doctor en Filosofía. Ni siquiera se pudo poner su collar de perlas. Y mírame a mí: no me atreví a rizarme el pelo, pues a papá no le gustan los rizos que no son naturales, y estoy espantosa. No es que tenga importancia, pero ya ves. Papá tiró las flores que mamá había puesto en el florero del comedor, y a ella le dolió muchísimo… se había tomado tanto trabajo con las flores. Y papá no la dejó ponerse sus aros de granate. No ha tenido un arrebato así desde que llegó de un viaje al Oeste la primavera pasada, y descubrió que mamá había puesto cortinas rojas en la sala, cuando él las prefería moradas. Oh, Ana, por favor, habla todo lo que puedas durante la cena, si él no lo hace. De lo contrario… será horrible.
—Haré todo lo que pueda —prometió Ana, que por cierto nunca había tenido problemas para encontrar algo que decir. Pero claro, jamás se había enfrentado a una situación como la que le salió al encuentro poco después. Estaban todos reunidos alrededor de la mesa; una mesa muy bien puesta a pesar de las flores desaparecidas. La tímida señora Taylor, con un vestido de seda gris, estaba del mismo color que la prenda. Esme, la belleza de la familia, una belleza muy pálida, con pelo dorado pálido, labios rosados pálidos y pálidos ojos celestes, estaba más pálida que de costumbre, tanto, que parecía a punto de desmayarse. Pringle, habitualmente un regordete y alegre muchachito de catorce años, con ojos redondos, lentes y pelo de un rubio casi blanco, tenía aspecto de perro atado, y Trix estaba aterrada como una colegiala.
El doctor Carter, apuesto y distinguido, con su cabello oscuro, brillantes ojos castaños y lentes de borde plateado (Ana lo recordaba de sus días de profesor asistente en Redmond como un tanto pomposo y aburrido), parecía muy incómodo. Resultaba evidente que se daba cuenta de que había algún problema… una conclusión muy lógica cuando el anfitrión avanza hasta la cabecera de la mesa y se deja caer en la silla sin cruzar una palabra ni con los invitados ni con la familia. Cyrus no abría la boca ni siquiera para rezar. La señora Taylor, sonrojándose hasta las orejas, murmuró en voz apenas audible:
—Por lo que vamos a recibir, Señor, te damos gracias.
La cena tuvo un mal comienzo, pues la nerviosa Esme dejó caer el tenedor al suelo. Todos, salvo Cyrus, se sobresaltaron, pues estaban nerviosísimos. Cyrus fulminó a Esme con una mirada de sus saltones ojos azules. Luego fulminó a todos los demás y los dejó paralizados y mudos. Miró sombríamente a su esposa cuando sé sirvió salsa, y ella ya no pudo comer… a pesar de lo mucho que le gustaba. Tampoco Esme pudo probar bocado; ella y su madre jugueteaban con la comida en el plato. La cena prosiguió en un espantoso silencio, sólo interrumpido por espasmódicos comentarios de Trix y Ana sobre el tiempo. Con su mirada, Trix suplicaba a Ana que hablara, pero Ana, por una vez en la vida, no podía encontrar nada que decir. Sabía que debía hablar, pero lo único que le venía a la cabeza eran ideas de lo más tontas, cosas que sería imposible comentar en voz alta. ¿Acaso estaban todos hechizados? Era curioso el efecto que ese hombre malhumorado y obstinado tenía sobre los demás. Ana no lo hubiera creído posible. Y no cabía duda de que realmente disfrutaba al saber que ponía terriblemente incómodos a todos los comensales. ¿Qué le pasaba por la mente? ¿Saltaría si alguien lo pinchara con un alfiler? Ana sentía deseos de abofetearlo, pegarle en la mano, ponerlo en el rincón, tratarlo como la criatura malcriada que realmente era, a pesar de su hirsuta cabellera gris y sus bigotes truculentos.
Pero más que nada, quería hacerlo hablar. Intuía que nada en el mundo lo castigaría más que verse forzado a hablar cuando había decidido no hacerlo. ¿Y si ella se pusiera de pie y destrozara deliberadamente el enorme y espantoso florero que había sobre la mesa del rincón? Era un florero muy elaborado, cubierto de coronas, rosas y hojas, de las cuales era muy difícil quitar el polvo, pero que debían de estar inmaculadamente limpias. Ana sabía que toda la familia lo odiaba, pero que Cyrus Taylor no quería saber nada de mandarlo al desván porque había pertenecido a su madre. Ana pensó que lo haría sin miedo, si tuviera la certeza de que con eso provocaría un estallido verbal de furia.
¿Por qué no hablaba Lennox Carter? Si lo hiciera, ella, Ana, también hablaría, y quizá Trix y Pringle escaparían del hechizó que los tenía mudos y sería posible entablar una conversación. Pero se quedaba sentado allí, comiendo. Quizá pensaba que era lo mejor que se podía hacer… tal vez tenía miedo de decir algo que pudiera exacerbar todavía más al encolerizado padre de su amada.
—¿Quiere, por favor, comenzar con los entremeses, señorita Shirley? —murmuró la señora Taylor.
Algo perverso despertó dentro de Ana. Comenzó con los entremeses… y con algo más. Sin permitirse pensar, se inclinó hacia adelante, con un brillo claro en sus grandes ojos grisáceos, y dijo, con voz suave:
—¿Tal vez se sorprendería, doctor Carter, al enterarse de que el señor Taylor quedó sordo de forma repentina la semana pasada?
Ana se echó hacia atrás en la silla una vez que hubo dejado caer la bomba. No podía decir con exactitud qué esperaba que sucediera. Si el doctor Carter creía que su anfitrión estaba sordo en lugar de ser presa de un arrebato de silencioso malhumor, quizá se le soltara la lengua. No había mentido… no había dicho que Cyrus Taylor era sordo. En cuanto a Cyrus Taylor, si Ana había esperado hacerlo hablar, no lo había logrado. Se limitó a fulminarla con la mirada, en silencio.
Pero el comentario de Ana tuvo un efecto inesperado sobre Trix y Pringle. Trix también hervía de furia silenciosa. Justo antes de que Ana hablara, había visto a Esme secándose una lágrima que había escapado de uno de sus atribulados ojos celestes. Ya no había esperanzas… Lennox Carter jamás le propondría matrimonio ahora, ya no importaba lo que se dijera o hiciera. Trix sintió de pronto un ardiente deseo de vengarse de su brutal padre. El comentario de Ana le proporcionó una extraña inspiración, y Pringle, un volcán de picardía reprimida, parpadeó un par de veces con sus blancas pestañas y de inmediato siguió su ejemplo. Nunca, en toda la vida, ni Ana, ni Esme, ni la señora Cyrus, olvidarían el terrible cuarto de hora que siguió.
—Es una aflicción terrible para el pobre papá —dijo Trix, dirigiéndose al doctor Carter desde el otro lado de la mesa—. Y eso que sólo tiene sesenta y ocho años.
Dos hendiduras blancas aparecieron alrededor de las fosas nasales de Cyrus Taylor cuando oyó que habían agregado seis años a su edad. Pero permaneció en silencio.
—Es un inmenso placer comer algo decente —dijo Pringle en voz clara y audible—. ¿Qué pensaría usted, doctor Carter, de un hombre que obliga a su familia a vivir de fruta y huevos, nada más que fruta y huevos, porque a él se le antoja?
—¿Su padre…? —comenzó a decir el doctor Carter, desconcertado.
—¿Qué pensaría de un marido que mordió a su mujer cuando ella puso cortinas que a él no le gustaban… que la mordió deliberadamente? —preguntó Trix.
—Hasta hacerle sangre —añadió Pringle, solemne.
—¿Me está diciendo que su padre…?
—¿Qué pensaría de un hombre que rasga un vestido de seda de su esposa nada más que porque no le gusta la hechura? —dijo Trix.
—¿Y qué pensaría de un hombre que no permite a su mujer tener un perro? —añadió Pringle.
—Cuando es lo que a ella más le gustaría —suspiró Trix.
Pringle comenzaba a divertirse como nunca.
—¿Y qué pensaría de un hombre que le regala a su esposa un par de chanclos para Navidad… nada más que un par de chanclos?
—Los chanclos no calientan el corazón, precisamente —admitió el doctor Carter.
Su mirada se encontró con la de Ana, y sonrió. Ana se dio cuenta de que nunca lo había visto sonreír. Su rostro mejoraba inmensamente. ¿Qué estaba diciendo Trix? ¿Quién hubiera pensado que podía ser tan diabólica?
—¿Alguna vez se ha preguntado, doctor Carter, lo terrible que debe de ser vivir con un hombre al que no le parece mal coger la carne, si no está perfectamente cocida, y arrojársela a la criada?
El doctor Carter echó una mirada temerosa en dirección a Cyrus Taylor, como si creyera que pudiera arrojarle a alguien los huesos del pollo. Luego pareció recordar, reconfortado, que el anfitrión era sordo.
—¿Qué pensaría de un hombre que cree que la Tierra es plana? —quiso saber Pringle.
Ana creyó que Cyrus hablaría. Un temblor le recorrió el rostro rubicundo, pero de su boca no brotaron palabras. No obstante, los bigotes le parecieron un poco menos desafiantes.
—¿Qué pensaría de un hombre que deja que su tía… su única tía… vaya a parar al asilo para indigentes? —preguntó Trix.
—¿Y que hace pastar a su vaca en el cementerio? —agregó Pringle—. Summerside todavía no se repuso de ese espectáculo.
—¿Qué pensaría de un hombre que escribe en su diario, todos los días, lo que come en la cena? —dijo Trix.
—El gran Pepys lo hacía —respondió el doctor Carter, con otra sonrisa.
El sonido de su voz indicaba que ardía en deseos de reír. Quizá, después de todo, no era pomposo, pensó Ana; sólo joven, tímido y demasiado serio. Pero ella estaba horrorizada del todo. Jamás había querido que las cosas llegaran a este punto. Se daba cuenta ahora de que es mucho más fácil empezar algo que terminarlo. Trix y Pringle eran muy hábiles: no habían dicho que su padre hiciera ni una sola de todas esas cosas. Ana imaginaba a Pringle diciendo, con aire de inocencia y los redondos ojos muy abiertos: «Yo sólo le hacía las preguntas al doctor Carter para saber».
—¿Qué pensaría de un hombre que abre y lee las cartas dirigidas a su esposa? —continuó Trix.
—¿Y que va a un funeral… al funeral de su padre… en bata? —preguntó Pringle.
¿Qué inventarían ahora? La señora Taylor lloraba abiertamente. Esme se mostraba serena en su desesperación. Ya nada importaba. Se volvió y miró de lleno al doctor Carter, a quien había perdido para siempre. Por una vez en su vida, un impulso la llevó a decir algo realmente inteligente.
—¿Y qué pensaría de un hombre que pasa todo un día buscando los gatitos de una pobre gata a la que habían matado de un disparo, porque no podía soportar la idea de que muriesen de hambre? —preguntó en voz baja.
Un extraño silencio descendió sobre la habitación. Trix y Pringle parecían avergonzados de sí mismos. De pronto, la señora Taylor añadió su cuota, sintiendo que era su deber de esposa respaldar la inesperada defensa de Esme.
—Y teje tan bien… El año pasado hizo una hermosa alfombra para la mesa de la salita, cuando estaba inmovilizado por el lumbago.
Todos tienen un punto límite en su capacidad de tolerancia, y Cyrus Taylor había llegado al suyo. Dio a la silla un empujón hacia atrás tan violento que salió disparada sobre pulido suelo y golpeó la mesa sobre la que descansaba el florero. La mesa cayó y el florero se hizo añicos. Cyrus, con las hirsutas cejas blancas erizadas de furia, estalló, por fin:
—¡No sé tejer, mujer! ¿Acaso una mísera alfombrilla acabará con mi reputación para siempre? Me tenía tan mal ese lumbago, que ya no sabía lo que hacía. Y conque soy sordo, señorita Shirley, ¿eh? Soy sordo, ¿eh?
—No dijo que lo fueras, papá —exclamó Trix, que no temía a su padre cuando su furia era verbal.
—Oh, no, no lo dijo. ¡Nadie ha dicho nada! Tú no dijiste que yo tenía sesenta y ocho años, cuando apenas tengo sesenta y dos, ¿eh? Tú no dijiste que no le permitía a tu madre tener un perro. Por Dios, mujer, sabes perfectamente bien que puedes tener cuarenta mil perros, si quieres. ¿Cuándo te he negado algo que quisieras…? ¿Cuándo?
—Nunca, papá, nunca —sollozó, afligida, la señora Taylor—. Y nunca quise tener un perro. Ni siquiera pensé en querer tener un perro, papá.
—¿Cuándo te he abierto tus cartas? ¿Cuándo he tenido un diario? ¡Un diario, por favor! ¿Cuándo fui en bata al funeral de alguien? ¿Cuándo hice pastar a una vaca en el cementerio? ¿Cuál de mis tías está en el asilo para indigentes? ¿Alguna vez le arrojé la carne a alguien? ¿Alguna vez los hice vivir de fruta y huevos?
—Nunca, papá, nunca —lloró la señora Taylor—. Siempre fuiste generoso con nosotros, siempre.
—¿No me dijiste que querías chanclos la Navidad pasada?
—Sí, sí, claro que sí, papá. Y mis pies han estado tan calentitos todo el invierno…
—¡Entonces!
Cyrus lanzó una mirada triunfante alrededor de la habitación. Sus ojos se encontraron con los de Ana. De pronto, sucedió lo inesperado: Cyrus rió. En sus mejillas aparecieron hoyuelos que obraron milagros en su expresión. Acercó la silla a la mesa y se sentó.
—Tengo la mala costumbre de dejarme vencer por el malhumor, doctor Carter. Todos tenemos malos hábitos y ése es el mío. El único. Vamos, vamos, mamá, deja de llorar. Admito que merecía todo lo que recibí, salvo esa broma tuya acerca de la alfombra. Esme, hija, no olvidaré que fuiste la única que me defendió. Dile a Maggie que venga a limpiar ese desastre… Sé que todos se alegran de que se haya hecho pedazos ese maldito florero… Y traed el postre.
Ana nunca hubiera creído que una velada que comenzó tan mal pudiese terminar en forma tan agradable. Nadie podría haber sido más cordial ni entretenido que Cyrus, y fue evidente que no hubo represalias, pues cuando Trix fue a visitar a Ana, unos días después, fue para contarle que por fin se había atrevido a hablarle de Johnny a su padre.
—¿Se enfadó mucho, Trix?
—No… no se enfadó en absoluto —admitió ella, avergonzada—. Solamente bufó y dijo que ya era hora de que Johnny llegara a algo después de perseguirme durante dos años y no dejar acercarse a nadie más. Creo que se dio cuenta de que no podía caer en otro ataque de malhumor tan pronto después del otro. Y sabes, Ana, cuando está bien, papá es realmente un encanto.
—Y creo que es mucho mejor padre contigo de lo que mereces —afirmó Ana, muy a la manera de Rebecca Dew—. Lo que hiciste aquella noche fue realmente escandaloso, Trix.
—Bueno, fuiste tú la que empezó —se defendió Trix—. Y Pringle ayudó un poco. Bueno, todo ha terminado bien y eso es lo importante. Ah, y gracias a Dios, nunca más tendré que volver a limpiar ese florero.