7

Un viernes por la tarde, al terminar un día templado y soleado de diciembre, Ana fue a Lowvale; prepararían pavo para la cena. Wilfred Bryce vivía allí con sus tíos, y la había invitado tímidamente a ir con él después de la escuela a cenar en la iglesia y pasar el sábado en su casa. Ana aceptó, esperando poder ejercer su influencia sobre el tío para que permitiera a Wilfred seguir asistiendo a la escuela secundaria. Wilfred temía no poder volver después de Año Nuevo. Era un chico inteligente y ambicioso, y Ana se interesaba por él.

No podía decirse que disfrutara enormemente de la visita, salvo por el placer que causaba a Wilfred. Sus tíos eran una pareja extraña y rústica. La mañana del sábado amaneció ventosa y oscura, con lluvias y nevisca; Ana se preguntó cómo pasaría el día. Se sentía cansada y con sueño, pues la cena había terminado a altas horas; Wilfred tenía que ayudar con el trabajo y no había ni siquiera un libro a la vista. Entonces pensó en el desvencijado baúl marinero que había visto al fondo del corredor del piso de arriba y recordó la petición de la señora Stanton. La señora Stanton estaba escribiendo la historia del distrito y le había preguntado a Ana si tenía conocimiento de la existencia de viejos diarios o documentos que pudieran servirle, o si sabía quién pudiera tenerlos.

—Los Pringle, desde luego, tienen mucho material que me resultaría útil —le había comentado—. Pero no puedo pedírselo. Los Pringle y los Stanton nunca se llevaron bien.

—Yo tampoco puedo pedírselo —le había dicho Ana.

—Oh, no pretendo que lo haga. Sólo le pido que mantenga ojos y oídos abiertos cuando está de visita en otras casas, y si encuentra mapas o diarios viejos u oye hablar de ellos, trate de conseguírmelos prestados. No sabe las cosas interesantes que he encontrado en diarios viejos… trocitos de vida real que resucita a los pioneros. Quiero cosas así para mi libro, además de estadísticas y árboles genealógicos.

Ana le preguntó a la señora Bryce si tenía algo de eso. La señora Bryce negó con la cabeza.

—Que yo sepa, no. —Su rostro se iluminó—. Ah, pero está el baúl del viejo tío Andy, arriba. Quizás haya algo allí. Navegaba con el capitán Abraham Pringle. Iré a preguntarle a Duncan si puede revisar el baúl.

Duncan mandó decir que podía revisar el baúl y que si encontraba documentos, podía quedárselos. Tenía pensado quemar todo el contenido y usar el baúl como caja de herramientas. Ana lo revisó meticulosamente, pero lo único que encontró fue un viejo y amarillento diario o cuaderno de bitácora, escrito, al parecer, por Andy Bryce durante sus años en el mar. Ana amenizó la tarde tormentosa leyéndolo, interesada y divertida. Andy era un marino avezado y había hecho varios viajes con el capitán Abraham Pringle a quien, resultaba evidente, admiraba muchísimo. Con muchos errores gramaticales y de ortografía, en las páginas del diario rendía tributo a la valentía e inteligencia del capitán, sobre todo en una loca hazaña por el Cabo de Hornos. Pero su admiración, al parecer, no se extendía a Myrom, el hermano de Abraham, que también era capitán, pero de otro navío.

«Hoy fuimos a casa de Myrom Pringle. Su esposa lo hizo enfurecer y él le arrojó un vaso de agua en la cara».

«Myrom está de vuelta. Su navío se quemó y tuvieron, que bajar los botes. Casi se mueren de hambre. Terminaron comiéndose a Jonas Selkirk, que se había pegado un tiro. Vivieron de Jonas hasta que el Mary G. los recogió. El propio Myrom me lo contó. Le parecía una buena broma».

Ana se estremeció ante esa última anotación, que parecía más horrorosa todavía por el descuido con que Andy narraba los hechos. Luego se puso a pensar. No había nada en el diario que sirviese a la señora Stanton pero ¿no les resultaría de interés a las señoritas Sarah y Ellen, puesto que hablaba tanto de su adorado padre? ¿Y si se lo enviaba? Duncan Bryce había dicho que podía hacer lo que deseara con él.

No, no lo haría. ¿Por qué iba a tratar de complacerlas o de alimentar su absurdo orgullo, que ya era bastante sin añadirle combustible? Se les había metido en la cabeza echarla de la escuela y lo estaban logrando. El clan la había derrotado.

Wilfred la llevó de regreso a Álamos Ventosos esa tarde; ambos estaban contentos. Ana había convencido a Duncan Bryce de que permitiera a Wilfred terminar el año en la escuela secundaria.

—Después me las arreglaré para ir a Queen’s un año y así podré aprender y educarme —dijo Wilfred—. ¿Cómo podré agradecérselo, señorita Shirley? Mi tío no hubiera escuchado a ninguna otra persona, pero usted le cae bien. Cuando estábamos en el granero, me dijo: «Las pelirrojas siempre hicieron lo que quisieron conmigo». Pero no creo que haya sido su pelo, señorita Shirley, aunque es realmente hermoso. Fue… fue usted.

A las dos de la mañana, Ana despertó y decidió que enviaría el diario de Andy Bryce a Maplehurst. A pesar de todo, las ancianas le gustaban. Y tenían tan poco de que disfrutar en la vida… sólo el orgullo por su padre. A las tres despertó de nuevo y decidió que no lo haría. ¡La señorita Sarah se había hecho la sorda! A las cuatro estaba otra vez en la encrucijada. Al final decidió enviarlo. No sería tan mezquina. Le horrorizaba ser mezquina… como los Pye.

Habiendo decidido enviárselo, Ana se durmió en paz, pensando en lo hermoso que era despertar por la noche y oír la primera tormenta de nieve del invierno alrededor de la torre, y luego acurrucarse bajo las frazadas y volver a dormirse.

El lunes por la mañana, envolvió el viejo diario con cuidado y se lo envió a la señorita Sarah con una notita:

Estimada señorita Pringle:

¿Le podría interesar este viejo diario? El señor Bryce me lo dio para la señora Stanton, que está escribiendo la historia del distrito, pero no me pareció que vaya a servirle. Pensé que a usted podría gustarle tenerlo. Atentamente,

ANA SHIRLEY

«Es una nota demasiado seca», pensó Ana, «pero no logro escribirles con naturalidad. Y no me sorprendería que me la enviasen de vuelta».

En el diáfano azul de una tarde de comienzos del invierno, Rebecca Dew se llevó el susto de su vida. El carruaje de Maplehurst avanzaba por la Calle del Fantasma, sobre la nieve en polvo, y se detenía junto al portón principal. Bajó la señorita Ellen y luego… ante el asombro de todos… la señorita Sarah, que no había salido de Maplehurst en diez años.

—Vienen hacia la puerta principal —jadeó Rebecca Dew, presa del pánico.

—¿Y por qué otro lugar entraría un Pringle? —replicó la tía Kate.

—Sí, claro… claro… pero se atasca —recordó Rebecca con aire trágico—. Esa puerta se atasca, lo sabe muy bien. Y no la hemos abierto desde que hicimos la limpieza general la primavera pasada. Ésta sí que es la gota que colma el vaso.

La puerta se atascó, pero Rebecca Dew logró abrirla con un tirón de desesperada violencia e hizo pasar a las damas de Maplehurst a la salita. «Gracias a Dios entendimos que habíamos encendido el fuego», pensó. «Lo único que espero es que “ese gato” no haya llenado de pelos el sofá. Si Sarah Pringle se ensuciara el vestido con pelos en nuestra salita…».

Rebecca Dew no se atrevía a imaginar las consecuencias. Llamó a Ana (que se hallaba en su habitación en la torre), pues la señorita Sarah había preguntado si estaba, y luego se fue a la cocina, enloquecida de curiosidad. ¿Qué podría traer a las ancianas a ver a la señorita Shirley?

—Si hay más persecución en el aire… —dijo Rebecca Dew con tono sombrío. Ana había bajado bastante nerviosa. ¿Habrían venido a devolver el diario con helado desdén?

Fue la diminuta, arrugada e inflexible señorita Sarah la que se levantó y habló sin preámbulos cuando Ana entró en la sala.

—Hemos venido a capitular —declaró con amargura—. No podemos hacer otra cosa. Usted lo supo, por supuesto, cuando encontró ese escandaloso relato sobre el pobre tío Myrom. No fue cierto… no podría ser cierto. Tío Myrom estaba haciendo una broma a Andy Bryce, Andy era tan crédulo… Pero todo el mundo, fuera de la familia, lo creerá con gusto. Usted sabía que nos convertiría en un hazmerreír… o algo peor. Oh, sí, es usted muy inteligente. Eso lo admitimos. Jen se disculpará y de ahora en adelante se comportará como corresponde… Se lo aseguro yo, Sarah Pringle. Si nos promete no contárselo a la señora Stanton… no contárselo a nadie… haremos cualquier cosa… cualquier cosa.

La señorita Sarah estrujaba el fino pañuelo de encaje entre sus pequeñas manos venosas. Estaba temblando.

Ana se quedó mirándola, desconcertada y horrorizada. ¡Pobres ancianas! ¡Creían que las había estado amenazando!

—Ay, pero es un terrible malentendido —exclamó, tomando las manos de la señorita Sarah—. Yo… nunca pensé que creerían que… Fue solamente porque me pareció que les gustaría conocer todos esos detalles interesantes sobre su magnífico padre. Jamás pensé en mostrar o contar ese otro asunto a nadie. No me pareció en absoluto importante. Y jamás hablaré de él.

Se produjo un silencio. Luego la señorita Sarah liberó sus manos con suavidad, se llevó el pañuelo a los ojos y se sentó; en su cara delicada y surcada de arrugas había un leve rubor.

—Sí… la hemos malentendido, querida. Y… nos hemos comportado en forma abominable con usted. ¿Puede perdonarnos?

Media hora más tarde (una media hora que casi causó la muerte de Rebecca Dew) las señoritas Pringle se fueron. Había sido una media hora de conversación amistosa sobre los puntos no explosivos del diario de Andy. En la puerta principal, la señorita Sarah (que no había tenido problemas de audición durante toda la visita) se volvió por un instante y sacó de su cartera un trozo de papel cubierto por prolija escritura.

—Casi lo había olvidado… Hace un tiempo le prometimos a la señora MacLean la receta de nuestra torta. ¿Le importaría entregársela? Y dígale que es muy importante el proceso de secado… indispensable, en realidad. Ellen, tu sombrero está caído sobre una oreja. Será mejor que te lo endereces antes de salir.

Ana les contó a las viudas y a Rebecca Dew que les había dado el diario de Andy Bryce a las ancianas y que ellas habían venido a darle las gracias. Tuvieron que conformarse con esa explicación, aunque Rebecca Dew intuía que había algo más detrás del asunto… mucho más. El agradecimiento por un viejo diario manchado de tabaco no alcanzaba para traer a Sarah Pringle a la puerta de Álamos Ventosos. ¡La señorita Shirley era astuta… muy astuta!

—Después de esto, voy a abrir esa puerta una vez al día —juró Rebecca—. Nada más que para mantenerla en uso. Casi me caigo de espaldas cuando se abrió. Bien, tenemos la receta de la torta, de todos modos. ¡Treinta y seis huevos! Si se deshicieran de «ese gato» y me permitieran criar gallinas, quizá podríamos permitírnosla una vez por año.

Dicho esto, Rebecca Dew se marchó a la cocina y se vengó del destino dándole leche a «ese gato», cuando sabía que lo que él quería era hígado. El conflicto Shirley-Pringle llegó a su fin. Nadie, fuera de la familia Pringle, supo por qué, pero la gente de Summerside comprendió que la señorita Shirley, sola, había derrotado de algún modo misterioso a todos los miembros del clan, que desde ese día fueron mansos como una oveja con ella. Jen volvió a la escuela al día siguiente y se disculpó sumisamente ante Ana, delante de toda la clase. A partir de entonces fue una alumna ejemplar y el resto de los Pringle siguió su ejemplo. En cuanto a los adultos de la familia Pringle, su antagonismo desapareció como niebla bajo el sol. Ya no hubo quejas sobre la disciplina ni las tareas. Ya no hubo afrentas sutiles. Se pisaban unos a otros tratando de ser amables con Ana. Ningún baile ni fiesta de patinaje quedaba completo sin Ana. Porque si bien el fatal diario había sido arrojado a las llamas por la mismísima señorita Sarah, la memoria era la memoria y la señorita Shirley tenía algo para contar, si se le antojaba hacerlo. ¡De ninguna manera se podía permitir que esa chismosa de la señora Stanton se enterara de que el capitán Myrom Pringle había sido caníbal!