16

El muy cobarde se había dado a la fuga. El muy cretino despreciable. Después de esa noche, desapareció del mapa. Oh, sí, su secretaria, Stephanie, vino a verme a primera hora de la mañana para decirme que el señor Bond había tenido que ausentarse de la ciudad durante unos días por asuntos familiares.

Cretino.

Imbécil.

Cobarde.

Y a pesar de todo lo echaba de menos. No podía dejar de pensar que quizá fuera verdad, quizá le había surgido algo y necesitaba mi ayuda. ¿Mi ayuda? Estaba claro que Daniel no necesitaba nada de mí ni de nadie, a juzgar por la facilidad que tenía para desconectar de una persona.

Al mediodía volví a ir al vegetariano con Martha y disfruté pensando en lo mucho que le molestaría a Daniel si supiese que sólo me había tomado una sopa y un té. La verdad era que tenía tal nudo en el estómago que no podía comer nada, pero eso era lo de menos.

Después de comer, Martha se fue a una reunión a la que yo, por mi inferior categoría profesional, no tenía que asistir y aproveché para repasar todo lo que había hecho durante la mañana, porque no me fiaba de no haber metido la pata.

—¿Es usted la señorita Clark, Amelia Clark? —me preguntó un chico que llevaba el uniforme de los almacenes Liberty, unos de los más exclusivos de la ciudad y en los que yo sólo soñaba con ir a comprar.

—Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarte?

—Si es tan amable de firmar aquí… —Me pasó un comprobante de entrega.

—Me temo que hay un error, yo no he comprado nada en sus almacenes. —Ojalá.

El chico comprobó los datos y me miró intrigado.

—¿Usted es Amelia Clark y esto es el bufete Mercer & Bond?

—Sí, así es.

—Entonces no hay ningún error. El señor Bond nos encargó personalmente que le trajésemos este paquete. Si es tan amable de firmar, por favor…

Firmé porque no quería causarle ningún problema a aquel muchacho y porque mis compañeros ya empezaban a mirarme.

—Gracias. —Vio que buscaba el bolso y me dijo en voz más baja—. No hace falta, el señor Bond también dejó una generosa propina. Que tenga un buen día.

—Lo mismo digo —creo que conseguí decirle, antes de que desapareciese por el pasillo.

Me quedé mirando la enorme caja de negra decorada con un precioso lazo malva. Me daba pena deshacerlo, pero si quería saber qué había dentro, no tenía más remedio.

Deshice el lazo con cuidado y lo dejé encima de la mesa, junto a la pantalla del ordenador. Luego levanté el papel y fui descubriendo la caja.

El logo de Prada apareció ante mí. Quité la tapa y me encontré con el abrigo perfecto. Era de lana, ligero pero a la vez muy caliente, y de un elegante color café que combinaba tanto con el tono de mi piel como con el de mi pelo. Encima del abrigo había un sobre y en esta ocasión reconocí la letra de Daniel.

Señorita Clark:

Ponte el abrigo y piensa en mí. Volveré el jueves. Yo no podré dejar de pensar en ti (y aquí no hay piscina).

Tuyo,

D.

¿Por qué no podía ser como la gente normal y mandarme un SMS o un correo electrónico, o llamarme por teléfono? No, Daniel había tenido que comprarme el abrigo que sin duda habría elegido yo si hubiese podido permitírmelo y me había dejado una nota que evidentemente había tenido que escribir de madrugada. Y no sólo eso, seguro que había despertado al pobre encargado de los almacenes para asegurarse de que todo salía según él tenía planeado.

Nadie le decía que no al señor Daniel Bond. Y al parecer yo tampoco, porque, aunque seguía enfadada con él por no haberse despedido en persona, o por no haberme besado, me puse el abrigo y sonreí.

El jueves llegó y terminó sin rastro de Daniel Bond y esa noche, después de decirme que no importaba y que ya tendría que haberlo visto venir, me quedé dormida llorando y preguntándome por qué me dolía tanto que no me hubiese llamado para decirme que no volvía según lo planeado.

Marina tuvo el detalle de no decirme «Ya te lo dije» y se limitó a hacerme compañía mientras yo insultaba a Daniel y juraba a los cuatro vientos que cuando lo viese le diría exactamente lo que pensaba del cuento chino que me había contado sobre que quería cuidarme y que necesitaba darme placer. Él y su placer podían irse a paseo y eso sería lo primero que le soltaría en cuanto lo viese.

El viernes me desperté un poco más tarde por culpa de la resaca de las lágrimas, pero completamente decidida a seguir adelante y a olvidarme de Daniel Bond y de lo que había sentido en sus brazos. Londres era una ciudad repleta de hombres muy atractivos, algunos incluso más que él, seguro que alguno se fijaría en mí.

Salí del piso sin el abrigo que me había regalado. Hacía frío y como Robert todavía no me había llevado el mío de Bloxham y yo no había ido a comprarme otro, le pedí a Marina que me prestase uno.

Llegué a Mercer & Bond y saludé a Patricia antes de ponerme a trabajar. Supongo que habría podido preguntarle si sabía algo de Daniel, pero me negué a hacerlo. Si hubiese querido que yo estuviese al corriente de su paradero, me lo habría dicho personalmente.

Llevaba un par de horas trabajando cuando me sonó el móvil. Al principio, el timbre me sorprendió y tardé varios segundos en reaccionar, pero cuando lo hice y vi el nombre que aparecía reflejado en la pantalla contesté de inmediato.

—Buenos días, Amelia.

—Buenos días, Raff.

Ese hombre seguía teniendo una voz increíblemente sexy, no tanto como Daniel pero…

«Para, Amy. Para».

—Lamento no haberte llamado antes, pero he tenido una semana muy complicada —se disculpó él con amabilidad.

—No te preocupes, yo también he estado muy liada.

Por decirlo de algún modo.

—Sé que es precipitado y que lo más probable es que estés ocupada, pero este mediodía tengo que ir al centro y he pensado que podríamos quedar para comer. Si te apetece, por supuesto.

Me quedé petrificada con el teléfono en la mano. Qué petición tan normal, tan directa, sin ninguna condición y sin ninguna frase que me encogiese el estómago.

—Te dejan salir a comer, ¿no? Tengo entendido que Patricia y Daniel no son tan esclavistas como el resto.

Sonreí. Sí, definitivamente, Rafferty Jones era mucho menos complicado que Daniel Bond.

—Sí, sí, nos dejan salir a comer. Pero tenemos el tiempo limitado.

—Oh, un toque de queda. Suena interesante. ¿Qué? ¿Te apetece comer conmigo?

—Claro.

—Perfecto, pasaré a recogerte a las doce. Si no me falla la memoria, hay un restaurante italiano cerca de Mercer & Bond que está muy bien. Llamaré y reservaré y así no tendremos que perder tiempo esperando. ¿Te parece bien?

—Me parece perfecto.

—Pues hasta luego, señorita Pirata. Y hoy no traigas la espada, ¿de acuerdo? Yo también iré desarmado.

—De acuerdo.

Colgué y no pude dejar de sonreír.

Dieron las doce y cuando le dije a Martha que no comería con ella porque Rafferty Jones me había invitado, casi me metió en el ascensor para que no llegase tarde. Y me obligó a prometerle que cuando volviese se lo contaría todo sin omitir ningún detalle.

Raff estaba abajo esperándome, de pie junto a una farola. Iba con vaqueros y una cazadora de cuero marrón estilo motorista que lo hacía parecer todavía más rubio que la noche del baile. Igual que Daniel, exudaba clase por los poros, y seguro que las gafas de sol que llevaba valían más que mi bolso y mis zapatos.

Eliminé la imagen de Daniel de mi cabeza, donde se empecinaba en aparecer cada dos segundos.

—Hola —me saludó Raff en cuanto me vio.

—Hola.

—Estás preciosa, con esta americana pareces incluso más peligrosa que vestida de pirata.

—Tú también. Tu look de rebelde sin causa es de lo más auténtico, seguro que todas las adolescentes que nos encontremos caerán rendidas a tus pies.

Él soltó una carcajada.

—Ya sabía yo que me habías gustado por algo. Vamos, el restaurante está aquí cerca.

Me ofreció el brazo y yo se lo cogí a la espera de sentir algo similar a lo que sentía cada vez que Daniel se me acercaba. Fue en vano. Qué digo, fue peor, porque lo que sentí fue que entre Raff y yo jamás existiría ni el más mínimo atisbo de deseo, al menos por mi parte, aunque sin duda llegaríamos a hacernos muy amigos.

Llegamos al restaurante, un precioso local de comida italiana, y el maître nos sentó al instante. Raff había reservado, pero aunque no lo hubiese hecho, no habríamos tenido que esperar. Rafferty Jones rezumaba poder y la gente se daba codazos para satisfacerlo.

Yo pedí lasaña y una ensalada, y Raff otra pasta y un osobuco. Él se encargó de elegir un vino delicioso, pero yo sólo lo probé y opté por beber agua. No quería arriesgarme a volver al bufete con la mente nublada. Acabábamos de comer el primer plato cuando me sonó el móvil, lo miré y al ver el número del despacho, lo cogí sin pensar.

—¿Qué estás haciendo con Rafferty Jones?

¿Daniel? ¿Había vuelto? ¿Cuándo? ¿Y me estaba llamando hecho una furia?

—Contéstame. —Su voz resonó en el aparato.

—¿Cuándo has vuelto?

—Ahora —dijo entre dientes—. ¿Qué estás haciendo con Rafferty Jones?

—No es de tu incumbencia.

—Amelia, tú sabes tan bien como yo que esa frase es mentira. Así que contéstame, ¿qué estás haciendo con Raff?

—Si no me necesita, señor Bond, ahora mismo estoy comiendo con un amigo. Volveré al bufete en cuanto termine mi hora del almuerzo.

Le colgué y cogí la copa de vino para beberme el que me quedaba.

—¿Era Daniel? —me preguntó Raff, enarcando una ceja.

—Sí —me limité a contestar.

No tenía sentido que se lo negase, pues me había oído llamarlo señor Bond.

—No tendrías que provocarlo.

Lo miré a los ojos e intenté fingir que no sabía a qué se refería, aunque me pareció que no conseguí engañarlo. Por fortuna, en aquel preciso instante llegó el camarero con el segundo plato y cuando volvimos a hablar, Raff tuvo el detalle de elegir otro tema.

Terminamos la comida y él me acompañó de regreso al despacho. Yo no le había dicho nada acerca de Daniel y Raff no había vuelto a preguntarme por él o por la llamada de teléfono, pero su actitud había cambiado desde entonces.

—No es asunto mío —me sorprendió diciéndome justo antes de llegar a la puerta del edificio del bufete—, pero Daniel Bond es un hombre muy complicado. Quizá deberías tener cuidado.

—¿Por qué lo dices?

—Pareces una buena chica y me gustas —me contestó sincero— y aunque sólo lleguemos a ser amigos —añadió, mirándome los ojos—, no quiero que te hagan daño.

—Sé cuidarme.

—De eso estoy seguro —afirmó con una sonrisa—, pero si algún día quieres hablar, llámame. ¿De acuerdo? Daniel y yo éramos amigos.

—¿Ya no lo sois?

—Creo que él ya no me considera como tal, pero yo nunca he dejado de hacerlo.

—Tengo que entrar —le dije, tras esa frase tan complicada—. Gracias por invitarme a almorzar.

—Gracias a ti por aceptar. —Se acercó y me dio un beso en la mejilla—. Te llamaré dentro de unos días, podríamos ir al cine o al teatro; como amigos. ¿No te parece que los amigos son más difíciles de encontrar que los ligues? Mientras tengas a Daniel metido aquí —me tocó la frente con un dedo—, no te fijarás ni en mí ni en nadie. Créeme, lo digo por experiencia. Y me gusta estar contigo: eres divertida y no te dejas impresionar fácilmente. Así ¿qué?, ¿amigos?

—Amigos —acepté.

—Cuídate, Amy. —Me sonrió y volvió a ponerse las gafas de sol, que hasta entonces había guardado en la cazadora—. Y llámame si me necesitas.

—Y tú a mí, Raff.

Lo vi subirse en una moto y esperé a que se fuera. Luego entré en el edificio y saludé a Peter antes de entrar en el ascensor.

Y durante todo el trayecto pensé que era una lástima que no me sintiese atraída por Rafferty. Quizá debería presentárselo a Marina. Sonreí. Era una idea genial, la mejor que había tenido en mucho tiempo.

Llegué a Mercer & Bond y, en cuanto salí del ascensor, Suzzie, una de las dos recepcionistas, me detuvo.

—El señor Bond quiere verte en su despacho ahora mismo.

—Gracias, Suzzie —le dije, como si la frase no me hubiese hecho un nudo en el estómago.

El despacho de Daniel estaba al final del pasillo. Tenía una de las mejores vistas del edificio y las paredes de cristal, aunque a medida que fui acercándome comprobé que había echado las cortinas para que nadie pudiese ver el interior. Patricia no lo hacía nunca, creía firmemente que todos los empleados debían poder verla a todas horas, pero Daniel sí lo hacía en ocasiones. Y por lo que había oído decir, eso nunca auguraba nada bueno.

Llamé a la puerta y esperé.

—Adelante.

—¿Quería verme, señor Bond?

Se abalanzó sobre mí y me pegó a la puerta. Si no hubiese tenido tantas ganas de besarlo como tenía, quizá habría gritado y lo habría insultado, pero estaba tan furiosa con él y le había echado tanto de menos que dejé que me besase con toda la rabia que evidentemente sentía.

Levanté las manos para tocarle la cara, pero Daniel sólo me lo permitió un segundo y, cogiéndomelas por las muñecas, me las apartó. Me las sujetó sólo con una mano mientras con la otra me acariciaba el pelo y tiraba del recogido que llevaba.

—No me vengas con «señor Bond» —me dijo, al interrumpir el beso—. Has ido a comer con Rafferty Jones llevando esto en la muñeca. —Apretó la cinta de cuero que yo seguía llevando—. Has ido a comer con Raff a pesar de que sabías que a mí no me gustaría.

Estaba furiosa. Daniel me estaba mirando a los ojos como si de verdad le hubiese dolido que hubiese ido a comer con Raff, pero él ni siquiera se había disculpado por no haberme llamado en tres días.

—¿Y cómo se supone que iba a saberlo yo? ¿Por todas las veces que me has llamado preguntando por mí, diciéndome lo mucho que me echabas de menos? —le espeté.

—Te he echado de menos. Igual que tú a mí.

Aunque no sé cómo fui capaz, pero conseguí enarcar una ceja.

—Cierra los ojos —me dijo, sin ocultar lo excitado que estaba.

Podía notar su respiración entrecortada, su erección presionándome la parte delantera de la falda. El fuego que desprendía su mirada.

Quería hacerlo y al mismo tiempo quería resistirme y hacerle pagar por las lágrimas que había derramado por él.

—¿Dónde has estado? —opté por preguntarle, con los ojos bien abiertos.

Daniel respiró hondo y tardó varios segundos en contestar. De hecho, pensé que no iba a hacerlo y que iba a soltarme.

—¿Es ésa la pregunta que quieres hacerme? ¿Una pregunta a cambio de entregarte a mí la otra noche?

—Tú sabes que esto no tiene nada que ver con aquello. Nada. Y si no, suéltame y deja que me vaya —lo reté, temerosa de que fuese a hacerme caso. Sabía que tenía que andarme con cuidado con Daniel, ni él ni yo estábamos preparados para lo que sentíamos estando juntos—. Quiero saber dónde has estado porque lo que sucedió el otro día no me habría sucedido con ninguna otra persona. Y quiero que tú me lo cuentes porque quieres contármelo.

—No quiero contártelo. Dios, Amelia, hay una parte de mí que no quiero contarte jamás. —Me miró a los ojos y respiró hondo. Lo sentí temblar y a los dos nos costó contener las ganas de volver a besarnos—. He estado en Edimburgo, ocupándome de unos asuntos de mi tío. No te he llamado porque no quería mezclarte con eso. No podía. No puedo.

—Chist —lo tranquilicé igual que él había hecho conmigo el lunes por la noche—. No pasa nada. He ido a comer con Rafferty porque somos amigos. Nada más. Él estaba en el centro y me ha invitado y yo he aceptado.

—No volverás a salir con él —aseveró Daniel.

—Sí volveré a salir con él, pero te lo diré antes y te pediré que me acompañes. Me ha dicho que erais amigos.

—No quiero seguir hablando de Raff —me espetó Daniel tras tragar saliva—. Cierra los ojos. No digas nada.

Los cerré.

—Llevo tres noches sin dormir soñando con tu olor, con tu sabor… —dijo, como si estuviese enfadado.

Me subió la falda sin preocuparse lo más mínimo por si la arrugaba y apoyó una mejilla en uno de mis muslos. Yo temblaba, pero no tanto como él. Y como Daniel no me había dicho que no me moviese y que no lo tocase, levanté una mano y le pasé los dedos por el pelo. El gesto lo hizo estremecer y lo que sucedió a continuación jamás lo habría imaginado.

Se puso en pie de repente y mientras con una mano me bajaba las medias y las braguitas, con la otra se desabrochaba los pantalones. No dejó de besarme ni un instante, unos besos cargados de deseo y de pasión y con los que sentí en lo más profundo de mi ser que pretendía dominarme. Me entregué a él sin ninguna restricción. Desnudos de cintura para abajo, Daniel me besó contra la pared como si estuviésemos solos en el mundo, me hizo el amor con los labios y no se apartó hasta que los dos nos quedamos sin respiración. Me besó el mentón y la mandíbula, y luego me recorrió el cuello con la lengua.

—Rodéame el cuello con los brazos.

Lo hice y Daniel me levantó del suelo y me penetró en un único movimiento.

Gemí al sentirlo desnudo en mi interior, pero no dije nada. No habría podido aunque él me hubiese dado permiso para hablar. Jamás había sabido que algo estaba tan destinado a existir como nosotros.

—No abras los ojos. No te muevas. No me toques.

Me apoyó contra la puerta, la única superficie que era de madera maciza y no de cristal, y se quedó completamente inmóvil. Le habría recorrido la espalda con mis manos. Le habría susurrado palabras de amor al oído. Le habría besado la mejilla. Pero no hice nada de eso porque era lo que él me había pedido.

Empezó a moverse despacio. Me mordió en la clavícula por encima de la ropa y supe que lo hacía para contener un gemido.

—Eres mía. Mía.

Podía sentir cómo seguía excitándose dentro de mí y tuve que morderme la lengua para no gritar del placer que sentía. Poco a poco, Daniel fue moviendo las piernas con más y más fuerza y las manos que tenía apoyadas en la pared fueron deslizándose hacia abajo hasta que me acarició la cara. Yo no abrí los ojos, pero sé que en aquel preciso instante me miró, porque lo sentí eyacular dentro de mí con la misma intensidad que yo estaba sintiendo.

Me besó en los labios y no me soltó hasta que ambos terminamos con un orgasmo tan demoledor que sacudió los cimientos de mi mundo, porque en aquel instante supe que jamás me recuperaría de Daniel Bond. Y a él también debió de sucederle algo similar, porque me dejó en el suelo y me bajó la falda como si yo estuviese hecha de cristal y tuviese miedo de romperme.

El mismo hombre que minutos atrás me había levantado en brazos y me había poseído como si su vida dependiese de ello, se arrodilló delante de mí y me limpió el interior de los muslos con un pañuelo.

Yo seguía quieta. En silencio.

—Abre los ojos —me pidió con voz ronca—. Siento no haberte llamado.

Sonreí.

Al menos era un principio.

—Está bien —concedí, consciente de que para él eso equivalía a un paso de gigante—. ¿Nos vemos más tarde? —me atreví a sugerir y Daniel no tuvo tiempo de ocultar lo sorprendido y feliz que lo hizo mi pregunta.

—Claro. —Carraspeó—. Ven a mi apartamento a las nueve.

—Allí estaré.

—Trae la cinta de seda negra.

Mentiría si negase que no me dolió el comentario. Había creído que después de hacer el amor de aquel modo y sin condón en su despacho, a plena luz del día y con el resto de los abogados a menos de medio metro de distancia, las cosas habían cambiado algo entre nosotros. Pero me dije que tenía que darle tiempo y que el único modo de conseguir que Daniel confiase en mí era siguiendo, por el momento, sus normas.

—Claro —imité su respuesta.

Él me sonrió. Por una sonrisa como aquélla podía seguir con los ojos vendados todo el tiempo que hiciese falta, o eso me dije mientras volvía a mi mesa.

Y me negué a pensar que Daniel, aunque se había disculpado por no llamarme, no me había dejado mirarlo ni tocarlo mientras hacíamos el amor.