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Noventa días antes
Por fin tomé la decisión adecuada. Quedarme en Bloxham, no serviría de nada. En Londres tenía un trabajo de ensueño esperándome. Marina estaba encantada de compartir piso conmigo y decía que me iba a presentar a todos sus amigos. Pero si estaba tan convencida, ¿por qué tenía un nudo en el estómago o por qué no dejaban de temblarme las piernas? Y las manos.
—No tienes por qué irte, hermanita.
Mi hermano Robert estaba tumbado en su antigua cama. Había venido a casa a ayudarme con las maletas y llevarme a la estación. Podía ir sola, pero a Robert le encanta jugar al hermano mayor. Y, además, sigue sintiéndose culpable por lo de Tom.
—Ya sé que no tengo que irme —contesté, lanzando un jersey rosa a la bolsa—. Pero me apetece vivir en la ciudad una temporada. Quién sabe, a lo mejor te libras de mí para siempre…
—No digas estupideces, Amy. —Se sentó en la cama con las piernas cruzadas—. Si te vas, ¿quién cuidará de la energúmena cuando Katie me obligue a salir a cenar?
La energúmena es mi preciosa sobrina Rachel, de cinco años.
—Cualquiera diría que me voy a Iraq. —Cerré la bolsa—. Estaré bien, Robert. Además, hace un año me decías que era una idiota por querer quedarme aquí —le recordé.
—¿Y desde cuándo me haces caso? —Mi hermano se puso en pie y se me acercó—. Mira, ya sé que no quieres hablar del tema.
—Si lo sabes, ¿por qué tengo la sensación de que vas a sacarlo?
Robert frunció el cejo y me miró como cuando éramos pequeños y quería estrangularme con mis trenzas.
—¡Tienes que hablar del tema, Amy! —exclamó—. No puedes hacer como si no hubiese pasado nada, no es normal.
—Sí que puedo. Mírame, es exactamente lo que estoy haciendo. —Me colgué la bolsa del hombro y me acerqué a la maleta—. ¿Me acompañas a la estación o no?
—Mamá y papá te siguen el juego porque tienen miedo de que te eches a llorar como una histérica o de que caigas en una depresión.
—Pues deberías seguir su ejemplo.
—Joder, Amy, ya no eres una niña. Si de verdad quieres seguir adelante, tienes que afrontar la verdad.
—Tienes toda la razón, Robert, ya no soy una niña, así que no me trates como si lo fuera. Mira, si Katie se hubiese portado como Tom, quizá tú te habrías emborrachado y te habrías metido en una pelea, o te habrías hecho un tatuaje y habrías decidido irte a pasar un año sabático a Australia. —Lo vi apretar la mandíbula y esperé unos segundos antes de continuar—: Pero hicieras lo que hicieses, aunque decidieras convertirte en Priscilla la Reina del Desierto, yo te apoyaría. Estaría a tu lado. ¿No puedes hacer lo mismo por mí, Rob, por favor?
Robert buscó mi mirada con la suya y yo se la aguanté. ¿Por qué diablos ha decidido tener un restaurante cuando podría haber sido policía o agente de la CIA, o gángster?
—¿De verdad te quieres ir a vivir a Londres con la loca de Marina y trabajar en ese bufete tan refinado de la amiga de mamá?
—De verdad, Rob.
—Entonces, de acuerdo —dijo, antes de abrazarme. Y me retuvo unos segundos más de lo que es habitual en él—. Si quieres, puedo llevarte en coche, a Katie y a Rachel no les importará. Y mamá y papá se quedarían más tranquilos.
—A eso se lo llama chantaje, Robert. No, gracias, prefiero ir en tren —le aseguré—. Marina vendrá a buscarme a la estación. No hace falta, de verdad.
—Está bien. —Cogió el asa de la maleta—. ¿Ya te has despedido de mamá y papá?
—Unas mil veces, no sé por qué estáis todos tan preocupados. Vendré dentro de tres semanas, para la fiesta de la tía Gloria.
—Ya sabes por qué estamos preocupados. Lo que te hizo Tom…
—Es agua pasada. Y no quiero hablar de ello —le recordé.
—Vale. Te llevaré a la estación, pero tendrás que tomarte un café conmigo antes de irte. Y, para que conste, yo jamás me habría hecho un tatuaje.
Robert es cinco años mayor que yo y siempre me ha parecido invencible. Cuando era pequeña, nos peleábamos y siempre me gastaba bromas pesadas; pero si era algún otro niño el que intentaba gastármelas en su lugar, entonces me defendía como si le fuese la vida en ello. Quería ser médico, bombero o astronauta, pero cuando papá tuvo su primer infarto, se quedó con el restaurante y no ha parado hasta convertirlo en uno de los más famosos de Inglaterra. Salimos en las más prestigiosas revistas internacionales y hay que reservar con meses de antelación.
Mi cuñada Katie es una santa; no, ahora que lo pienso, Katie es un general que sabe mandar sin que lo parezca. El día que la conocí, supe que mi hermano estaba perdido. Ella fue a cenar al restaurante con unas amigas y devolvió un plato a la cocina diciendo que estaba soso. Eso fue hace años, yo tenía vacaciones de la universidad y estaba ayudando como camarera. Vi salir a mi hermano de la cocina caminando despacio, como si no sucediese nada, pero yo me percaté de que estaba furioso… y entonces vio a Katie y se le iluminó el semblante. Literalmente. No sabría describirlo, pero su reacción, y la de ella, fue evidente. Un año más tarde se casaron y Rachel no tardó demasiado en llegar.
Mamá y papá están jubilados y, cuando no van de viaje a algún lugar soleado donde no llueva seis de los siete días de la semana, es decir, fuera de Inglaterra, se quedan en casa, malcriando a su nieta o atormentándonos a Robert y a mí.
Mamá es la que peor lleva que Tom y yo hayamos roto. «Roto», que expresión tan estúpida, ¿no? A mí siempre me lo ha parecido, ¿acaso éramos un jarrón? Él no está roto, eso seguro, a no ser que esa chica con la que lo pillé le haya dado un mordisco con demasiado ímpetu. Y yo… yo tampoco.
Quizá lo que le pasa a mamá es culpa mía, por no haberle contado toda la verdad. Papá y ella sólo saben a medias lo que pasó. Robert es el único que conoce los detalles más grotescos, pero ni siquiera él lo sabe todo.
Y no voy a contárselo.
—¿Estás segura de que lo tienes todo? —me preguntó Robert ya en la estación—. ¿Sólo llevas una maleta y una bolsa?
—Le mandé unas cajas a Marina hace una semana. Y, no sé si te has enterado, pero Londres es una de las ciudades más grandes del mundo. Seguro que si me he olvidado algo, sabré apañármelas.
—Sabelotodo.
—Plasta.
—Te echaré de menos —me confesó de repente mi rudo hermano mayor—. Cuando pienso que si no fuese porque Tom cometió esa estupidez, tú y yo probablemente habríamos acabado siendo vecinos y viéndonos a diario…
—Eh, quizá algún día tengas que darle las gracias —bromeé—. Dentro de un tiempo tal vez vuelva y me convierta en la loca del barrio. Tendré gatos, por lo menos cuarenta, y saldré a la calle en bata.
Dije todo eso en broma, pero Robert me miró a los ojos y tuvo la insensatez de decirme:
—Tú no, hermanita. Triunfarás en Londres. Te convertirás en la mejor abogada de la ciudad y los hombres harán cola para salir contigo.
—Oh, Rob —balbuceé como una idiota—. ¿Y si…?
Él no me dejó terminar y me abrazó otra vez.
—Vamos —dijo tras soltarme—, métete en ese tren y demuéstrale a todo el mundo quién es mi campeona.
—Gracias, Robert —le contesté, antes de darle un beso en la mejilla.
—De nada.
Después de ese momento tan emotivo, me acompañó hasta la puerta del vagón y me ayudó a subir las maletas.
—Una cosa más, Amy. —Robert ya estaba en el andén, esperando a que se cerrase la puerta.
—¿Qué?
—No voy a sacar el tema, pero sí me encuentro a Tom, quizá no tenga más remedio que partirle la cara.
Sonreí y pensé que tengo el mejor hermano del mundo, pero como no quería que acabase en la cárcel ni que saliese en los periódicos, le dije:
—No vale la pena. Además, probablemente todavía tenga el ojo morado.
Robert me miró escandalizado, pero con una sonrisa en los labios. El pitido del jefe de estación evitó que me preguntase lo que seguro que estaba pensando.
Podría haberme pasado el trayecto hasta la estación Victoria reflexionando sobre todo lo que había sucedido, replanteándome de nuevo todas las dudas que me habían embargado hasta entonces, pero no lo hice. Aquel tren iba a llevarme a mi destino. Todo iba a salir bien. El trabajo sería genial y Marina y yo nos lo pasaríamos en grande en la ciudad. Me convertiría en una mujer de mundo.
Por fin le sacaría provecho al título. No quería desmerecer al señor Jensens, el abogado de Bloxham al que había estado ayudando hasta hacía unas semanas, pero discutir los arrendamientos de un par de tiendas de comestibles no podía compararse con los casos que a partir de entonces tendría oportunidad de conocer. Iba a aprender muchísimo. Patricia, la amiga de mamá, iba a ser una gran mentora.
Yo siempre había criticado hasta quedarme afónica a todas esas personas que recurren a sus amistades para encontrar trabajo. A los «enchufes»; hay que llamar a las cosas por su nombre. Pero cuando decidí irme de Bloxham, un rincón de mi mente recordó a la misteriosa amiga de mamá que había triunfado como abogada de las altas esferas londinenses —será verdad eso que dicen de que la necesidad agudiza el ingenio— y le propuse a mamá que la llamase y le pidiese un favor.
En menos de una hora, me encontré con una oferta de trabajo del bufete más prestigioso de la ciudad, y probablemente del país.
Lo de Marina resultó todavía más fácil. Cualquiera diría que el destino parecía empeñado en que me fuese a vivir a Londres precisamente en ese momento…
Marina Coffi es, como su nombre indica, italiana y mi mejor amiga. Estudiamos Derecho juntas. Ella procede de una familia con mucho dinero (nunca le he preguntado exactamente a qué se dedica su padre, porque no puedo quitarme de la cabeza la película El Padrino) y, tras licenciarnos, empezó a trabajar en una ONG.
Tom nunca le gustó. Debería haberle hecho más caso. La próxima vez así lo haré. Durante el último año, nos habíamos distanciado un poco, pero cuando la llamé para decirle que él y yo habíamos roto y que quería mudarme a la ciudad, ni siquiera me dejó terminar la frase y me ofreció vivir con ella. Evidentemente, tiene un piso espectacular en una zona de Londres que yo no podría permitirme ni en sueños, a sólo diez minutos del bufete.
El tren aminoró la marcha y comprobé que estábamos entrando en el andén. El viaje se me había hecho mucho más corto de lo que esperaba. «Será por las ganas que tengo de empezar mi nueva vida», pensé.
Me puse en pie y me aseguré de no dejarme nada. Miré por la ventana y vi a Marina cerca de una de las escaleras que conducían a la estación.
Es increíblemente guapa, representa todos los estereotipos de la mujer italiana por excelencia, lo que hace que yo a su lado parezca una escoba con cabeza de loca. Ella tiene una preciosa melena negra, yo tengo el pelo rizado y de un color entre castaño y rubio, pero nada místico ni espectacular, sencillamente un castaño sin demasiada gracia. Marina tiene los ojos casi negros, yo los tengo marrones con algunos reflejos verdes, o eso me decía mi abuela. Ella es bajita y voluptuosa, con unas curvas de infarto. Yo soy de estatura media y a lo máximo que puedo aspirar es a provocar un ataque de hipo. Sé que tengo una cara bonita, y la típica piel inglesa que se quema con sólo mirarla, pero no puedo competir con una mujer cuyos antepasados paseaban bajo el sol de la Toscana, mientras los míos se resguardaban de la lluvia en los Cotswold.
El tren se detuvo y fui de las primeras en bajar. En cuanto Marina me vio en el andén, corrió hacia mí y me abrazó. Luego se apartó y dijo:
—Vamos, tenemos el tiempo justo de dejar las maletas en casa e ir a cenar.
—¿A cenar?
—Claro. Y no me vengas con excusas, Amy. Estás muy guapa y no pienso dejar que te quedes encerrada en casa. Te prometo que nos acostaremos pronto y que mañana podrás ir a trabajar y ser la primera de la clase.
Así eliminó de un plumazo cualquier excusa que yo hubiese podido darle.
—Está bien. ¿Dónde vamos a cenar y con quién?
Si mi vida iba a cambiar de verdad, tenía que empezar por mí misma.
—En un restaurante japonés del centro. Con unos amigos —contestó con una sonrisa.
—De acuerdo.
—Entonces, vamos, no tenemos tiempo que perder.
Salimos de la estación y, cuando estábamos subiendo a un taxi, Marina me dijo:
—Estoy muy contenta de que hayas vuelto.
—Y yo.
Ninguna de las dos nos referíamos sólo a que hubiese vuelto a la ciudad.