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Me desperté media hora antes de que sonase el despertador. Tenía tanto miedo de dormirme que me pasé la noche entera dando vueltas en la cama.
La cena fue un éxito. Los amigos de Marina eran todos muy simpáticos y me recibieron con los brazos abiertos, y ella cumplió su palabra y volvimos pronto a casa para que yo pudiese instalarme un poco antes de acostarme.
Mi dormitorio era precioso, igual que el resto del apartamento; tenía una cama de matrimonio con sábanas blancas y las paredes estaban empapeladas con un ligero estampado a base de plumas. Era como estar en la nube más elegante del cielo. Conociendo a Marina como la conozco, no me sorprendió: mi amiga tiene un gusto exquisito.
Me levanté de la cama y fui a ducharme. Había elegido el atuendo para el primer día de trabajo con mucho esmero, aunque a última hora tuve la sensación de que debía cambiar algo y opté por ponerme la blusa de seda violeta en lugar de la blanca. Me resaltaba más la piel y siempre que me la ponía recibía muchos elogios. Quizá no tendría que preocuparme por eso y debería pensar en cambio en si iba a hacer el ridículo en ese bufete. Dios, va estaba, desde ese momento no iba a poder dejar de pensar en que metería la pata y empezaría a tartamudear y a decir tonterías.
Me maquillé un poco y me dejé el pelo suelto. Salí del cuarto de baño, pero volví unos segundos más tarde para hacerme un recogido. No podía presentarme el primer día como si fuese una loca de las montañas —sí, ése era el aspecto de mi melena—. Me recogí el pelo y me hice un moño al estilo Grace Kelly. Muy profesional y femenino al mismo tiempo.
Entré en la cocina, pero no comí nada; a esas alturas, era una tontería seguir fingiendo que no estaba nerviosa, y si bebía o comía algo todavía sería peor. Cogí mi maletín y mi bolso y le dejé un post-it a Marina pegado en la nevera. Ella seguía durmiendo. Antes de acostarnos me dijo que no tenía que ir a trabajar hasta las once y que no nos veríamos hasta la noche, pero me obligó a prometerle que la llamaría si necesitaba algo.
Fui caminando hasta el bufete, estaba tan cerca que era absurdo tomar ningún medio de transporte, y al recorrer la calle, mientras veía los rostros de la gente que pasaba por mi lado, comprendí que aquello estaba sucediendo de verdad. Sujeté el maletín con fuerza para que no se me cayese y me detuve frente al edificio al que me dirigía. Respiré hondo y abrí la puerta.
—Buenos días, señorita —me saludó un portero uniformado.
—Buenos días.
Caminé hasta el ascensor y le di al botón. Levanté la cabeza y observé cómo se iluminaban los números de los pisos a medida que iba descendiendo. El bufete de Patricia Mercer estaba en la planta 24 de las veintiséis que tenía el edificio. Miré mi reloj y vi que llegaba media hora antes de lo previsto. Quizá debería irme. Podría esperar en un café y volver después. El aire a mi alrededor cambió de un modo casi imperceptible que me puso la piel de gallina.
—Buenos días —me saludó un desconocido, deteniéndose a mi lado.
Volví la cabeza para devolverle la cortesía y casi me quedé sin respiración al verlo. El corazón se me aceleró y me golpeó con tanta fuerza las costillas que creía que me iba a dar un infarto. ¿Qué diablos me estaba pasando? Tampoco había para tanto. «Son los nervios del primer día de trabajo», me dije y me obligué a recordar que era una mujer hecha y derecha de veinticinco años que sabía hablar perfectamente.
—Buenos días —contesté.
Él se limitó a levantar una comisura de los labios. Oh, Dios mío, creía que esas sonrisas sólo sabían esbozarlas los actores de cine. Clavé los talones en el suelo —había decidido ponerme los zapatos Miu Miu que me compré en un ataque de locura— y me convencí de que no me temblaban las piernas. Por suerte, el ascensor se abrió en aquel preciso instante y esperé a que él entrase. Pero se negó y colocó una mano frente a las puertas para asegurarse de que no se cerraban, mientras me decía:
—Las damas primero.
Se dice que la caballerosidad ha muerto, pero al parecer aquel hombre no se había enterado.
—Gracias —balbuceé como una idiota y entré.
Me detuve a pocos centímetros de una de las esquinas. No quería que pensase que lo rehuía, pero tampoco quería darle conversación. Quién sabía qué tontería podía llegar a decirle y, además, tenía que concentrarme en el trabajo que iba a empezar en cuestión de minutos.
—¿A qué piso va, señorita? —me preguntó y recordé una frase que había leído una vez sobre un hombre con una voz cálida como el chocolate y provocadora como el whisky, y que entonces me pareció absurda.
La del hombre que tenía al lado podría derretirme y embriagarme en cuestión de segundos.
«Céntrate, Amy».
—Al veinticuatro, gracias —le dije y volví a mirar el reloj para evitar mirarlo a los ojos, porque tuve el fuerte presentimiento de que estaba sonriendo.
Él apretó el botón del piso 24 y después del 26. Menos mal que no iba al bufete de Patricia. No sería capaz de trabajar con él merodeando por allí. Pero podría haber sido un cliente, me susurró una voz en la mente. No, mejor no. Aquel hombre estaba muy lejos de mi alcance. Los hombres que parecen sacados de una revista GQ y llevan un traje que vale más que todo mi vestuario no se fijan en chicas como yo.
El ascensor inició la subida y se detuvo un par de pisos más arriba. Entraron tres mujeres que, evidentemente, devoraron a mi acompañante con la vista. Tuve la tentación de arrancarles los ojos, pero él se limitó a sonreírles y colocarse al final del ascensor, donde se apoyó en la pared con las manos en los bolsillos del pantalón.
Llevaba un traje gris oscuro con chaleco. Sólo alguien como él, de casi metro noventa y con los hombros más bien definidos que yo había visto nunca, podía llevar una prenda como ésa y desprender masculinidad por todos los poros de su piel. La camisa era blanca y la corbata, con un perfecto nudo windsor, de un gris más oscuro. El impecable traje inglés contrastaba con su mandíbula de boxeador y la incipiente barba que le oscurecía las mejillas. Yo hubiese jurado que se había afeitado, porque olía muy bien y lo tenía lo bastante cerca como para saberlo, pero era muy moreno y seguro que si quería ir bien rasurado tendría que hacerlo un par de veces al día.
Apoyó la cabeza en la pared, con la mirada fija hacia adelante, pero sin fijarse en ninguna de las mujeres que estábamos en el ascensor. Tendría unos treinta años, treinta y cinco como mucho. Nariz recta, pómulos perfectos, los ojos tan negros como el pelo y una cicatriz muy profunda en una ceja.
Sonó una campanilla, pero mi cerebro no la procesó y entonces él giró la cabeza y me pilló mirándolo.
«Tierra, trágame».
—El piso veinticuatro, señorita —me anunció. Se apartó de la pared, se acercó al panel de botones y presionó el de mi piso, añadiendo—: Que tenga un buen día.
Tragué saliva. Verlo moverse era como ver una pantera. Gracias a Dios que no volveríamos a encontrarnos, porque tuve el presentimiento de que no me importaría que me cazase.
Por fin reaccioné y salí sin despedirme. No conseguía recordar cómo se hacía con exactitud.
El ascensor se abría directamente en el vestíbulo del bufete, así que me encontré de golpe ante una recepcionista uniformada, con un enorme jarrón al lado y un ordenador de última generación delante. Parecía la comandante de una nave espacial.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?
—Buenos días, soy Amelia Clark. Tengo una cita con la señora Mercer, creo que he llegado un poco pronto —dije, recordándome que era una profesional.
—La señora Mercer ya está en su despacho —me informó la chica, que tecleó algo en el ordenador y luego habló por el pinganillo—. Sí, señora Mercer. En seguida. La señora Mercer dice que pase. Permítame que la acompañe.
Se levantó y me llevó hasta el despacho de la amiga de mi madre.
Le di las gracias al despedirme.
—De nada —respondió ella mientras me abría la puerta—. Pase, la señora Mercer la está esperando.
—Pasa, pasa, Amy —me indicó aquella mujer a la que yo sólo había visto una vez en mi vida, cuando tenía diez u once años.
Era alta y delgada, con el pelo de un rubio casi blanco y maquillaje impecable. Intenté imaginármela junto a mi madre, una mujer redonda, de mejillas sonrosadas, que disfrutaba tejiendo jerséis horribles para Navidad, y no pude. ¿Cómo diablos se habían hecho amigas?
—Gracias, señora Mercer —repuse de inmediato e intenté impregnar la frase de la gratitud que de verdad sentía.
—Llámame Patricia.
—De acuerdo, Patricia.
Salió de detrás de su escritorio y se acercó a mí para darme un abrazo. Luego se apartó y me miró con atención.
—Te pareces a tu madre —sentenció, concluido el examen.
—Sí, Robert se parece a papá. Así los dos están contentos.
—Me lo imagino. ¿Cuándo llegaste a Londres?
—Ayer.
—Ven, sentémonos en el sofá…, así estaremos más cómodas. ¿Te apetece tomar un té o un café?
—No, gracias.
—Tengo que confesarte, Amy, que la llamada de tu madre me pilló por sorpresa.
Me sonrojé.
—No te lo tomes a mal —añadió ella—, pero ¿por qué no nos mandaste un currículum cuando terminaste la carrera? Fuiste la primera de tu promoción, te habríamos contratado o, como mínimo, entrevistado, aunque no hubieses sido la hija de mi mejor amiga de la infancia.
—Quería ejercer en una ciudad más pequeña —le expliqué, a pesar de que no era toda la verdad, pero no iba a contarle lo de Tom a la mujer que iba a convertirse en mi jefa. No quería que pensase que soy tonta de remate.
—Y ahora, ¿qué ha cambiado? —me preguntó, mirándome a los ojos y en aquel preciso instante comprendí por qué Patricia Mercer era temida por todos los abogados de Londres y más de la mitad de los jueces.
—Yo.
No se me ocurrió mejor forma de explicárselo.
—Está bien. De acuerdo —afirmó enigmática, tras observarme durante unos segundos—. Me temo que no fui del todo sincera contigo y con tu madre.
«Oh, no. No va a darme el trabajo», pensé y ella debió de detectar la preocupación en mi rostro, porque se apresuró a aclararme:
—Si sólo quisieras trabajar aquí unos meses como becaria, bastaría con que yo diese la orden a Personal. Pero si lo que quieres es entrar en el bufete como abogada de pleno derecho, mi socio también tiene que autorizarlo. El señor Bond y yo nos entendemos muy bien como socios porque tenemos unas normas muy claras de funcionamiento, y una de ellas es que ambos debemos aprobar todas las contrataciones.
—Entiendo —dije yo más tranquila.
Patricia me preguntó por mis padres y estuvimos charlando diez minutos sobre mi familia. También me preguntó por Robert y por la universidad, y descubrimos que, a pesar de la diferencia de edad, habíamos tenido algunos profesores en común. Tras la educada conversación, ella miró su reloj y se puso en pie. Se acercó de nuevo al escritorio y descolgó el teléfono.
—¿Ha llegado ya el señor Bond? Perfecto, gracias, Cynthia.
Yo también me levanté y me alisé la falda.
—Puedes dejar aquí el maletín, si quieres. Nos está esperando en una de las salas de reuniones.
La seguí por un pasillo. Nos cruzamos con un par de abogados que le dijeron que querían hablar con ella y Patricia los citó para más tarde. El lugar desprendía actividad y respeto. Allí por fin me convertiría en abogada. Bueno, si superaba la entrevista con el socio de Patricia.
Ella abrió la puerta y yo me quedé petrificada.
Frente a una mesa ovalada de madera de caoba estaba el hombre del ascensor.
—Amelia Clark, te presento a Daniel Bond, mi socio.