23

El lunes llegó casi sin darme cuenta y me sorprendí a mí misma siendo capaz de funcionar como si nada. Había ido a la boda de Martha sin Daniel y lo había pasado bien. Sí, me habría gustado que él estuviese allí, pero lo había pasado bien. Y había sobrevivido a mi primer encuentro con Tom desde que anulamos la boda. No sólo eso, no sólo había sobrevivido, sino que ahora podía afirmar rotundamente que Tom ya no me importaba y que, aunque eso hablase también mal de mí, probablemente nunca me había importado demasiado.

Evidentemente, Martha no estaba porque se había ido de luna de miel, pero después de la boda me sentía mucho más cómoda con el resto de mis compañeros e incluso había algunos con los que intuía que podríamos establecer una relación de amistad.

A primera hora de la mañana, Patricia me pidió que fuese a su despacho y me entregó un par de casos menores de Martha para que los siguiera durante la ausencia de ésta. Con aquellas carpetas entre las manos me sentí como si me hubiesen nombrado juez del Tribunal Supremo y me dirigí de vuelta a mi mesa como flotando en una nube.

Llevaba un par de horas trabajando cuando sonó el teléfono.

—¿Sí?

—Amy, hay un hombre que pregunta por ti —me dijo Suzzie, la recepcionista.

—¿Un hombre? —Yo nunca recibía visitas en el bufete y todavía no tenía clientes propios.

—El señor Tom Delany.

¿Tom? ¿El mundo se había vuelto completamente loco?

Miré el reloj y vi que faltaba poco para las doce.

—Dile que en seguida salgo. Gracias, Suzzie.

¿Qué hacía Tom allí? Volví a sentir la misma confusión que el sábado, pero pensé que el mejor, el único modo de averiguar qué diablos estaba pasando era hablando con él. Pero no en el bufete, no quería convertir mi lugar de trabajo en un circo, no con lo que me había costado descubrir lo mucho que me gustaba ejercer de abogada en Mercer & Bond.

Apagué el ordenador y guardé mis cosas antes de ponerme en pie. Fui al baño un segundo para retocarme y cuando salí de nuevo al pasillo me encontré, evidentemente, con Daniel.

—Ah, Amelia, te estaba buscando.

—¿Ah, sí? —Enarqué una ceja.

—Sí, Patricia me ha dicho que te ha pasado los casos de Martha. ¿Crees que podrías llevar otro?

—Claro —contesté.

Eran muy pocas las ocasiones en que Daniel me hablaba sólo como mi jefe y me pareció raro.

—Perfecto. Entonces podríamos ir a almorzar y aprovecho para ponerte al día.

¿A almorzar? ¿Con él? ¿Con quien había jurado que nunca saldría conmigo? A no ser que estuviese relacionado con el trabajo, recordé. Y entonces lo miré a los ojos y también recordé que no me había acompañado a la boda y que ahora se estaba comportando como si nada.

—No puedo, ya tengo el almuerzo comprometido.

—¿Con quién? Martha está de viaje de novios.

Podría haberle dicho que no era asunto suyo, pero confieso que una parte de mí se moría de ganas de decirle con quién me iba.

Y se lo dije:

—Con Tom. Me está esperando en el vestíbulo.

Un destello brilló en sus ojos y yo lo vi justo antes de que él pudiese evitarlo, pero después se quedaron fijos en mi rostro. ¿Estaba celoso? No tenía derecho a estarlo. Era él quien había puesto todas esas condiciones.

—Dejaré la carpeta del expediente en tu mesa. Si tienes cualquier duda, házsela llegar a Stephanie o a mí directamente. No es un caso difícil, pero no tenemos tiempo que perder.

—De acuerdo, me pondré a ello en cuanto vuelva.

¡Qué ilusa había sido! Daniel no estaba celoso, sencillamente molesto por lo de ese caso.

—Perfecto.

Se alejó de mí sin ni siquiera despedirse.

Tom me estaba esperando en recepción y en cuanto me vio me sonrió. Y la verdad es que yo le devolví la sonrisa. Iba vestido tal como lo recordaba, con unos vaqueros de lo más corrientes y un jersey azul marino.

Entre otras cosas, el sábado me había descolocado un poco verlo tan elegante con su esmoquin.

—Hola, Amy. Lamento haberme presentado así, sin avisar —se disculpó, tras darme un beso en la mejilla.

—No te preocupes, es mi hora del almuerzo e iba a salir de todos modos —contesté yo algo confusa por su comportamiento.

—¿Te importa que te acompañe?

—No, por supuesto que no.

Bajamos en el ascensor y, como había más gente, los dos pudimos fingir durante un rato más que no sucedía nada raro entre nosotros.

—En esa esquina hay una cafetería —propuse.

—Lo que a ti te apetezca me parecerá bien —dijo él, sin ocultar ya lo incómodo que se sentía.

Llegamos a la cafetería y nos sentamos a la primera mesa que encontramos libre.

—Supongo que te preguntarás por qué he venido —soltó Tom, tras beber un poco de agua.

—Sí, la verdad es que sí.

—Me sorprendió mucho verte el sábado. Estabas muy guapa, parecías otra persona. —Abrí la boca para defenderme de lo que me había parecido un insulto pero él me detuvo—: No, no, lo siento. Me he expresado mal. Tú siempre estás guapa, lo que quería decir es que sencillamente parecías, pareces, otra persona.

Me quedé pensándolo unos segundos, porque, para ser sincera, la frase de Tom tenía todo el sentido del mundo. Era otra persona.

—¿Por qué te llevaste a aquella mujer a casa? —le pregunté de sopetón.

Él sabía perfectamente a quién me refería.

Se pasó una mano por el pelo e inspiró hondo. Pensé que no me contestaría, o que buscaría alguna excusa, pero cuando me miró a los ojos supe que quizá por primera vez desde que lo conocía iba a ser completamente sincero conmigo.

—No quería casarme contigo, pero tampoco tenía ningún motivo para romper y pensé que si me encontrabas con otra, no tendrías más remedio que dejarme.

—Deberías habérmelo dicho.

—Lo sé y aunque a estas alturas no sirva de nada, en cuanto te vi la cara supe que me había equivocado.

—Tienes razón, ya no sirve de nada. ¿Y Barbara?

—A ella la conocí hace poco y la verdad es que me gusta. Y tú y Raff, ¿hace mucho tiempo que salís juntos?

—Me gusta —copié su respuesta, aunque, probablemente, mi «gustar» era distinto del suyo.

—Tú también me gustas —dijo él entonces.

—¿Disculpa? —Seguro que no lo había oído bien.

—He dicho que me gustas. Me gustaría volver a intentarlo.

—Te has vuelto loco —afirmé, atragantándome con el agua.

—No, escúchame un segundo, por favor —me pidió, pasándome una servilleta.

No sé por qué, pero decidí quedarme y escucharlo. Bueno, sí sé por qué, porque quería mandarlo a paseo.

—Está bien.

—Tú y yo hemos pasado por muchas cosas juntos. Nos precipitamos con lo de la boda…

—Tú te me declaraste —le recordé yo, interrumpiéndolo.

—Y tú aceptaste —replicó—. Habría sido un error, pero ahora tú estás aquí y yo también he decidido mudarme a Londres. ¿Y?

—Podríamos salir, ver cómo se nos da esta vez. ¿No crees que vale la pena?

—No —respondí rotunda, antes de ponerme en pie—. Me fuiste infiel, Tom. Quizá en tu mente lo hayas justificado, pero a mí sigue pareciéndome una traición y un acto de pura cobardía. Y no quiero tener nada que ver con un hombre que no es capaz de tomar una decisión y de llevarla a cabo por sí mismo.

—Comprendo que estés enfadada. Si necesitas tiempo…

—No necesito tiempo. Mira, si nos encontramos por la calle, te saludaré y si volvemos a coincidir en un sitio te preguntaré por tus padres y tú por los míos, pero nada más. Me voy, tengo que volver al trabajo.

—Te llamaré dentro de unos días —insistió él.

—No, Tom. No me llames y ni se te ocurra venir a verme. Adiós.

Salí de la cafetería con una sonrisa de oreja a oreja. Por fin podía clausurar esa parte de mi vida y no volver la vista atrás.

Saludé a Peter al entrar en el edificio y él se dio cuenta de mi buen humor, porque se quitó la gorra del uniforme para devolverme el saludo. Recorrí el pasillo de Mercer & Bond rumbo a mi mesa y vi que Daniel efectivamente me había dejado la carpeta del caso allí encima. Me senté y la abrí.

Había una nota.

Mi apartamento. A las nueve.

D.

La leí tres veces para asegurarme de que mi mente no me estaba jugando una mala pasada y había empezado a imaginarse cosas. No, podía sentir el papel arrugándose en mi mano, la nota era de verdad.

¿Qué iba a hacer? El sábado había decidido no volver a acostarme con Daniel, pero él, a su vez, al parecer había decidido fingir que nuestra última discusión no había tenido lugar y que todo seguía igual.

Daniel quería continuar como si nada. Tom quería volver a salir conmigo. Y yo… ¿yo qué quería?

Yo quería sentir lo que sentía cuando estaba con Daniel. Esa increíble sensación de poder que me embargaba cuando notaba que él temblaba al tocarme. Ese deseo que corría a toda velocidad por mis venas cuando me vendaba los ojos. Esa felicidad que sentía cuando me besaba y me abrazaba casi sin darse cuenta.

Iría a su apartamento, lo sabía con la misma certeza que sabía que jamás volvería a ver a Tom. Iría a su apartamento y dejaría que me hiciese volver a sentir todas esas cosas, con la esperanza, o al menos eso fue lo que me dije, de que Daniel comprendiese que conmigo podía ser él mismo y de que terminase contándome la verdad.

Iría a casa de Daniel porque después de esa noche podría volver a hacerle una pregunta. Y sabía exactamente cuál era.

Salí del bufete muy puntual y fui a casa a cambiarme y a coger la cinta de seda negra. Me puse un vestido y me dejé el pelo suelto. Cuando Marina me preguntó adónde iba, le mentí.

—Con unos compañeros del trabajo.

—¿Ah, sí? —Me miró incrédula.

—Sí, coincidimos en la boda de Martha y nos conocimos un poco más.

—Ah, bueno. —Aceptó mi explicación, pero sé que no terminó de creérsela—. Me ha llamado Rafferty.

—Me dijo que lo haría —dije yo, al ver que Marina se sonrojaba.

Pensé burlarme de ella, al fin y al cabo, Marina siempre se las daba de mujer independiente, pero no lo hice porque sentí envidia. Raff y ella estaban empezando lo que podía llegar a convertirse en una relación y yo le estaba mintiendo a mi mejor amiga para ir a acostarme con un hombre que ni siquiera me dejaba verlo mientras lo hacíamos.

Quizá debería quedarme en casa. Me llevé la mano a la muñeca y supe que estaba engañándome a mí misma; a pesar de mi conciencia, iba a ir a ver a Daniel.

—Quiere que el miércoles lo acompañe a una galería de arte. Me ha dicho que tú también vendrías.

—¿Y tú quieres ir?

—No lo sé. Raff me pone nerviosa. Cuando estoy cerca de él, me cuesta pensar y me siento como una idiota.

—Sé lo que es. No con Raff —añadí en seguida, al ver cómo me miraba.

—¿Con Daniel?

—Sí.

—¿Has vuelto a verlo? ¿Te ha dicho algo sobre la boda?

—Le he visto hoy en el trabajo y no, no me ha dicho nada de la boda.

—Será mejor que te olvides de él, Amy —me aconsejó, mirándome a los ojos.

—Tiempo al tiempo —contesté yo, incapaz de volver a mentirle, y Marina sin duda supo que le estaba ocultando algo.

—Le diré a Raff que iremos con él a la galería de arte. ¿Vendrás con nosotros seguro? ¿No tendrás otra cena misteriosa?

Eso de vivir con una persona que te conoce desde hace tantos años tiene sus ventajas y sus desventajas, como por ejemplo que no consigues engañarla.

—No, no tendré otra cena misteriosa.

—Genial, pues que vaya muy bien con tus «amigos» —me deseó y salió de mi dormitorio, donde habíamos estado hablando.

—Gracias —respondí tras tragar saliva.

Cogí el bolso y el abrigo y bajé a la calle. Y confieso que se me encogió el estómago cuando no vi el coche de Daniel esperándome abajo. Bueno, eso era lo que yo quería, ¿no?

Paré un taxi y le di la dirección y, durante el trayecto, intenté analizar si de verdad me molestaba tanto que Daniel quisiese controlar ciertos aspectos de mi vida, como, por ejemplo, mis medios de transporte. En el fondo, para él sencillamente se trataba de una cuestión práctica; no le gustaba perder el tiempo cogiendo taxis y tenía dinero de sobra para permitirse tener chófer.

No, no, yo era perfectamente capaz de ir en taxi, en autobús, en metro o a pie. Sí, pero para Daniel mandarme uno de sus coches tenía la misma importancia que había tenido para Tom recoger una de mis camisas en la tintorería, es decir, ninguna. Era sencillamente un detalle destinado a hacerme la vida un poquito más fácil y agradable.

¿Y eso me molestaba tanto? Quizá debería dejar de pensar en los convencionalismos y ser sincera conmigo misma. Me gustaba lo que me hacía Daniel, me gustaba estar con él y quería seguir estándolo.

Y él quería estar conmigo.

Así que por el momento tendría que bastarme con eso.

El taxi se detuvo justo en el mismo instante en que yo llegaba a la conclusión de que no iba a romper con Daniel y le sonreí al conductor de oreja a oreja. El hombre me devolvió la sonrisa, aunque probablemente pensó que estaba loca, y me deseó buenas noches.

Bajé del coche y me toqué la cinta de cuero de la muñeca.

Al final, ni siquiera se me había pasado por la cabeza quitármela.