4
¿Aquél era Daniel Bond? ¿Daniel Bond?
Dios, iban a despedirme antes de contratarme. Era imposible que aquel hombre me aceptara después de haberme visto babear en el ascensor. Y me estaba bien merecido, por haber perdido la compostura de esa manera y haberme quedado mirándolo como si fuera a comérmelo.
Quizá no fuera él, quizá el tal Daniel Bond tenía un hermano gemelo en el mismo edificio, pensé, presa del pánico. Y entonces lo miré y él me sonrió, pero a diferencia de cuando lo vi en el ascensor, la sonrisa no le llegó a los ojos. Echó a andar en dirección a mí y se me puso la piel de gallina. No, no tenía ningún hermano gemelo; era imposible que existiesen dos hombres tan devastadores en el mundo y que ambos me provocasen el mismo efecto.
—Encantado de conocerla, señorita Clark —me saludó, tendiéndome la mano.
¿Tenía que tocarlo? Si antes me había parecido una pantera, en ese momento estaba convencida de que su tacto sería como acariciar a un animal salvaje. Y lo peor de todo era que me moría de ganas de hacerlo.
—Lo mismo digo, señor Bond —respondí, estrechándole la mano.
Él me dio un fuerte apretón y, cuando me soltó los dedos, alargó el índice y me acarició la parte interior de la muñeca. Yo me estremecí, y recé para que Patricia, que estaba a menos de medio metro de mí, no se hubiese dado cuenta.
Y entonces, de repente, Daniel Bond se puso furioso. ¿Se puso furioso? ¿Por qué?
—Patricia me ha dicho que quiere contratarla —dijo sin más, cambiando completamente de actitud.
Caminó de nuevo hasta la mesa y retiró una silla para mí y otra para su socia; luego se sentó al lado de ella.
—Sí, Amy se licenció la primera de su promoción —me defendió Patricia, al notar la más que evidente reticencia de Daniel. «Del señor Bond», tuve que corregirme mentalmente—. Y hace unas semanas decidimos que ampliaríamos el departamento de Matrimonial.
—Ese es uno de mis departamentos, Patricia —le recordó él.
—Lo sé, Daniel —convino la mujer, mirándolo a los ojos—. Llevo meses diciéndote que busques a alguien. Amy es perfecta.
—Lo dudo.
Tanto Patricia como yo nos quedamos estupefactas, aunque ella lo disimuló mucho mejor.
—¿Cuándo se licenció, señorita Clark? —me preguntó él, cruzándose de brazos.
Lo miré un segundo y me di cuenta de que tenía el pelo mojado y de que estaba recién afeitado. Llevaba el mismo traje de antes, pero ¿se había duchado? Él notó que me había quedado mirando una gota que le caía de uno de los mechones de la nuca y me fulminó con la mirada. Cada segundo que pasaba estaba más furioso conmigo.
Dejé de mirarlo e intenté concentrarme. No podía perder aquel trabajo. Sencillamente no podía.
—Hace dos años, señor Bond —le contesté.
—¿Y qué ha hecho durante estos dos años, señorita Clark?
—He trabajado en el despacho del señor Jensens, en Bloxham. Llevábamos la mayoría de los asuntos locales, señor.
—Comprendo. No se ofenda, señorita Clark, pero mi departamento de Matrimonial está a años luz de los asuntos que pudiese llevar el señor Jensens. No tengo tiempo para enseñar a nadie y tampoco lo tienen mis adjuntos.
—No me ofendo, señor —repuse yo, mirándolo a los ojos. ¿Quién se había creído que era?—. Me siento muy orgullosa del trabajo que desempeñé con el señor Jensens.
Daniel me sostuvo la mirada y me pareció que sus ojos brillaban. Descruzó los brazos y, con los dedos de una mano, tamborileó en la mesa ligeramente.
—¿Podemos hablar un momento, Patricia? —le preguntó de repente a su socia.
—Iba a sugerirte lo mismo. Quédate aquí, Amy. En seguida volveré —me dijo y en ese momento habría podido abrazarla.
Los dos se pusieron en pie y abandonaron la sala de reuniones, que era tan elegante como el resto del bufete. Yo no quería reconocerlo, pero a pesar de lo que le había dicho, el señor Bond tenía parte de razón. Había pasado los dos últimos años en un pequeño despacho, pero la ley es la ley y a mí siempre me había encantado descifrarla, buscarle todos los sentidos y dar con la mejor solución para cada caso. Estaba convencida de que podía hacer ese trabajo, pero probablemente había cientos, o miles de candidatos mejor preparados que yo para el puesto.
Pasaron varios minutos, aunque a mí me parecieron horas. Iban a decirme que no tenía el puesto. «Bueno —pensé—, me quedaré en el piso de Marina y seguro que encontraré algo. No será tan fantástico como esto, pero me conformaré y no volveré a Bloxham hasta que…» Oí la puerta y me volví, convencida de que vería entrar a Patricia.
Me equivoqué.
Daniel Bond ocupaba el vano casi por completo. Cerró y se encaminó hacia mí sin dejar de mirarme. Seguro que así era como se sentían las gacelas cuando un león iba a devorarlas.
No se detuvo hasta estar frente a mí. Me recorrió con la mirada y yo noté cómo se me erizaba la piel a medida que sus ojos descendían por mi cuerpo. Luego apretó furioso la mandíbula y se apartó, acercándose a una ventana a través de la cual se tenía una vista espectacular de Londres y se cogió las manos tras la espalda.
—Patricia va a obligarme a contratarla, señorita Clark. Según nuestro acuerdo de socios, ella y yo debemos aprobar juntos todas las contrataciones, pero ambos tenemos ciertos derechos de veto, o de imposición, como quiera llamarlos. Patricia va a ejercer el suyo porque dice que usted es hija de su mejor amiga y porque cree que está más que capacitada para ocupar la vacante de mi departamento.
No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Por qué era tan reacio a contratarme? Acababa de conocerme y, no es que yo sea muy vanidosa, pero no estuve entre las mejores de mi promoción; fui la mejor. Y sólo hacía dos años que me había graduado.
—Supongo que se pregunta por qué le estoy contando todo esto.
Él se quedó en silencio y deduje que esperaba mi respuesta.
—Sí, así es —contesté e hice ademán de levantarme.
No quería seguir sentada con él de pie. Me sentía en desventaja. En más desventaja de la que debería.
—No se levante —me ordenó. Y hubo algo en su voz que me impulsó a obedecer. Cuando vio que me sentaba, tensó los hombros y añadió—: ¿Sabe por qué tengo el pelo mojado, señorita Clark?
La pregunta me cogió tan desprevenida que tardé varios segundos en asimilarla.
—No.
No iba a fingir que no me había dado cuenta. Los dos sabíamos que me había fijado.
—En el último piso hay un gimnasio privado con piscina. He tenido que nadar un rato —explicó, mirándome a los ojos. Y añadió—: Por su culpa.
—¿Por mi culpa?
No entendía nada de lo que estaba pasando. O no quería entenderlo.
El señor Bond se apartó de la ventana y volvió a acercarse a mí. Se soltó las manos y las colocó encima de la mesa, una a cada lado de mis brazos.
—No puede trabajar aquí, señorita Clark. Le he pedido a Patricia que me deje entrevistarla a solas y ella ha accedido. —Sonrió como si creyese que su socia había cometido un error—. Cuando Patricia venga, usted le dirá que lo ha pensado mejor y que cree que Mercer & Bond no es lugar para usted.
—¿Y por qué voy a hacer tal cosa?
El leve olor a cloro que desprendía su piel no conseguía ocultar su seductora esencia. Y las gotas que continuaban resbalándole del pelo me resultaron fascinantes. Una le cayó en el cuello de la camisa y luego se deslizó hacia su interior; me pregunté cómo sería seguirla.
«¡Dios mío, Amy, para!»
—Porque yo se lo pido —dijo él—. Y porque me encargaré personalmente de que encuentre trabajo en el bufete que más le guste de la ciudad.
—¿En el que más me guste?
—En el que más le guste —repitió y tuve la sensación de que respiraba más aliviado.
No, no iba a volver a ceder tan fácilmente ante nadie.
—El que más me gusta es Mercer & Bond —repliqué, retándolo con la mirada.
—¿Acaso no se da cuenta de lo que está pasando, señorita Clark?
Se acercó tanto a mí que tuve que pegar la espalda al respaldo de la silla para separarme un poco. El señor Bond tenía la cabeza agachada y yo tenía la mía echada hacia atrás para poder mirarlo. Vi que volvía a apretar la mandíbula y seguro que él se percató de que yo me mordía el labio inferior de lo nerviosa que estaba.
—Puedo hacer el trabajo, señor Bond —le dije.
—¿Usted cree?
Yo tenía las manos en los apoyabrazos de la silla, que había quedado de espaldas a la mesa cuando me había vuelto para ver quién entraba. El señor Bond estaba inmóvil frente a mis rodillas y a través de las medias podía notar la fuerza que desprendían sus piernas. Estaba furioso.
—Sé que puedo hacerlo —afirmé con todo el convencimiento de que fui capaz.
Él me miró y noté que estaba debatiendo consigo mismo, pero fui incapaz de entender por qué.
—Deme una oportunidad.
—¿Por qué?
Presentí que la pregunta se la estaba haciendo más a él que a mí, pero le contesté de todos modos:
—Porque soy buena abogada y usted necesita contratar a alguien para el departamento de Matrimonial. Y porque si al final tiene razón y tienen que despedirme, la señora Mercer estará en deuda con usted.
—No me basta, porque si al final Patricia y usted tienen razón y resulta ser una buena abogada, seré yo el que deberá reconocer su error ante mi socia. No, dígame por qué cree que debería contratarla.
—Porque no quiero volver a Bloxham. Porque quiero quedarme aquí y descubrir de qué soy capaz —reconocí, sin referirme únicamente al mundo profesional.
Bond me miró a los ojos largo rato y sentí un escalofrío al pensar que estaba intentando meterse en mi cabeza. Fue de lo más desconcertante e inusual. Mantuve la compostura e intenté adoptar una expresión impasible, pero a medida que iba alargándose el silencio iba perdiendo las esperanzas. Iba a negarse. Iba a…
—De acuerdo —dijo de repente.
Y tras esa breve e inesperada respuesta se apartó de la mesa, y de mí, al instante. Estuve tentada de ponerme en pie y seguirlo, pero mi instinto de supervivencia me obligó a quedarme quieta y a darle espacio. Fuera lo que fuese lo que estuviese pensando Daniel Bond, no le resultaba agradable.
—Gracias, señor Bond —le dije, sincera, a pesar de que era obvio que él no había cambiado de opinión respecto a mí.
A decir verdad, tuve la sensación de que Daniel Bond se obligaba a contratarme.
—No me las dé, señorita Clark. Haré todo lo posible para que se lo replantee y presente su dimisión lo antes posible. Se incorporará ahora mismo al departamento de Matrimonial. David Lee será su superior inmediato y si necesita cualquier cosa, puede pedírsela a Stephanie, mi secretaria. A no ser que sea una cuestión de vida o muerte, no venga a verme. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, señor Bond.
—No sabe lo que está haciendo —me advirtió entonces a media voz, con la mano ya en el picaporte.
—Sí lo sé, señor Bond —no pude evitar contestar.
«Ahora viene cuando me despide».
—Entonces, quizá sea yo el que no lo sabe, señorita Clark —me sorprendió contestando—. Dígale a Patricia que le presente a Stephanie. Yo volveré dentro de media hora.
Cuando lo volví a ver, tenía el pelo de nuevo mojado.