5
Después de que el señor Bond me dejase plantada en la sala de reuniones, me fui en busca de Patricia. Por suerte, la encontré en el pasillo y me felicitó por haber pasado la entrevista con Daniel. Yo no le dije que si eso había sido una entrevista, había sido la más rara de mi vida; a mí me había parecido más bien una prueba de supervivencia. Una advertencia.
Seguían temblándome las piernas y no podía dejar de sentir un leve cosquilleo en las rodillas, justo donde se habían rozado con las de él.
Todas aquellas nuevas sensaciones me sobrecogían, no las comprendía, y la verdad era que después de lo que me había sucedido con Tom no quería analizarlas. No me fiaba de mis propios instintos. Al menos, no en lo que se refería a los hombres. Quizá lo que yo había interpretado como una sorprendente —temporal— e inexplicable atracción, para el señor Bond tan sólo había sido un incordio, una cuestión de mala química, A veces hay gente a la que no se soporta ni mirarla y tal vez era eso lo que le había pasado a él conmigo. Pero me ha sonreído en el ascensor.
—Martha te explicará cómo funcionan las cosas en el departamento —me dijo David Lee después de presentarme a esa otra abogada.
David Lee era el responsable de los casos civiles del bufete, que básicamente se dividían en dos grandes grupos: divorcios y herencias. Patricia me había llevado con él y me había dejado en sus manos. David apenas le había prestado atención. Al parecer, el señor Bond no había exagerado al decir que el departamento estaba desbordado. Con un «gracias», y un «luego iré a verte a tu despacho», David se despidió de Patricia.
A diferencia del señor Bond, David Lee sí respondía al prototipo de abogado londinense que yo tenía en la cabeza. Era un hombre de unos sesenta años, con traje gris, calcetines de colores, camisa de rayas y pañuelo a cuadros en el bolsillo. Pura flema y mal humor, con unos modales excelentes y cortantes.
Llevaba allí varias horas y comprendí que David, él insistió en que lo llamase por su nombre, dirigía su departamento con mano férrea pero a la vez suave. Era estricto y directo, y me dijo claramente qué esperaba de mí:
—Durante los primeros días seguirás a Martha y la ayudarás en todo lo que sea necesario. Tanto si es buscar jurisprudencia como archivar papeles.
—Por supuesto.
—Ahora mismo, la mitad del departamento está centrada en el divorcio de los Howell. Nosotros representamos a la señora Howell. Evidentemente no han llegado a ningún acuerdo, así que iremos a juicio. La primera vista es dentro de dos semanas, por lo que no tenemos tiempo que perder. Céntrate en este caso y después ya veremos. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, David.
Me pasé el resto del día intentando seguirle el ritmo a Martha y comprobé que tenía mucho que aprender. Por fortuna, ella estaba dispuesta a ayudarme porque había pasado por lo mismo un año atrás y no era de esas mujeres que disfrutan machacando y hundiendo a las demás.
Al mediodía comimos juntas en una cafetería que había cerca del bufete y Martha y yo intercambiamos la información básica. Nombre, dónde habíamos estudiado y cosas por el estilo. Ella no me habló de nadie del trabajo, muestra sin duda de su inteligencia, y yo tampoco le pregunté. Fue un almuerzo agradable y pensé que probablemente terminaríamos haciéndonos amigas.
Cuando volvimos al bufete, nos pasamos el resto de la tarde repasando las cuentas y las declaraciones de bienes del señor Howell, quien, a pesar de haber sido capitán de la selección inglesa de fútbol e imagen de importantes firmas de cosmética masculina, decía no poseer nada a su nombre y se negaba a pagar lo que la señora Howell le pedía.
Era lógico que el divorcio de los Howell me hiciese pensar en Tom y en mi casi boda. ¿Por qué había hombres que sentían la necesidad compulsiva de mentir y utilizar a la mujer a la que se suponía que habían jurado amar por encima de todo? Tanto Tom como el señor Howell ofrecían al mundo una imagen de maridos y novios perfectos. Irónico.
Eran unos farsantes. Deberían ser sinceros; si no se veían capaces de mantener sus promesas, al menos deberían tener el valor de decirlo y no comportarse como unos cobardes, ni abrir una cuenta en una isla lejana, ni…
—Amy, ¿estás bien?
La pregunta de Martha me salvó de revivir, al menos en mi mente, el momento más humillante de toda mi vida.
—Sí, ¿por qué?
—Estás arrugando ese pobre folio con tanta fuerza que lo pulverizarás —me dijo, señalándome las manos.
Bajé la vista y vi que tenía razón.
—Lo siento.
—No te preocupes. —Sonrió—. Tenemos otro juego de fotocopias, pero en serio, ¿estás bien? Si estás cansada puedes prepararte un té o un café. Hay una pequeña cocina en la parte de atrás de la oficina.
—Estoy bien —le aseguré y aflojé los dedos para soltar el pobre papel—. Es que —empecé, sintiendo la necesidad de explicarme, aunque fuese sólo un poco—, me molesta que una persona no asuma las consecuencias de sus actos.
—Sí. —Martha desvió la vista hacia los documentos que estaba revisando—. Yo me llevé una gran decepción cuando empezamos con el caso. Para mí, Howell era prácticamente perfecto. Un ídolo. Y al final resulta que es humano, como todos nosotros.
—Podría no ser un mentiroso —dije, ofendida, y vi que Martha volvía a mirarme y enarcaba una ceja.
—Es bonito tener ideales, pero ten presente que no siempre defendemos los intereses de la parte inocente. A veces nos toca defender a los Howell de este mundo.
Se me revolvió el estómago sólo con pensarlo.
—¿Y cómo lo haces?
—Es mi trabajo —contestó, como si fuese la respuesta más obvia del mundo— e intento hacerlo lo mejor que puedo, pero cuando termino, me voy de aquí y me olvido de todo por completo. Éste no es tu primer trabajo, ¿no? No me dirás que en Bloxham todo el mundo es bueno.
—No, por supuesto que no. No me hagas caso, supongo que, igual que te pasó a ti, me he llevado una gran decepción con Howell —improvisé.
—No tan grande como su esposa —concluyó Martha y tras otra sonrisa, las dos volvimos a concentrarnos en el trabajo.
Dieron las seis y Martha se despidió diciendo que su prometido había ido a buscarla. Yo me quedé un rato más y aproveché para leer el boceto de la demanda que había preparado David Lee. Marina no llegaría a casa hasta más tarde y así podía ponerme un poco al día.
Era muy consciente de que Patricia me había dado esa oportunidad por mi madre y no quería hacerla quedar mal delante de su pretencioso socio.
A pesar de mis buenas intenciones, un par de horas más tarde noté que las líneas de la demanda bailaban ante mis ojos y decidí que había llegado el momento de dejarlo y volver a casa.
Guardé la documentación y recogí mis cosas. Me habían dado una tarjeta para entrar y salir del edificio y me aseguré de llevarla conmigo. Fui hasta el ascensor y bajé sola, sin recordar para nada el trayecto de subida con el atractivo desconocido que ahora ya no lo era tanto; de desconocido, porque atractivo, por desgracia para mí, seguía pareciéndomelo. Y eso que había prometido echarme.
Llegué al vestíbulo y vi que estaba lloviendo a cántaros. Me había olvidado el paraguas. Busqué al portero, pero no lo encontré por ninguna parte. Bueno, el piso de Marina estaba sólo a diez minutos de allí, cinco si iba corriendo. Al fin y al cabo, sólo era agua. El agua nunca ha matado a nadie.
—Señorita, señorita —me llamó el portero, que reapareció en la entrada—. Permítame que le busque un taxi.
—No es necesario —afirmé, pero después desvié la vista hacia mis zapatos de tacón.
No saldrían demasiado bien parados de la lluvia. Y yo probablemente terminaría en el suelo.
—Vamos, señorita, no querrá coger un resfriado su primer día de trabajo —insistió el hombre.
—¿Cómo sabe que trabajo aquí?
—La señora Mercer me ha dado su ficha para que la incluya en la base de datos. Y, además, este mediodía la he visto entrar y salir con la señorita Reynolds.
—Es usted muy observador, señor… Disculpe pero no sé su nombre.
—Leary, aunque todo el mundo me llama Peter. Y es mi trabajo ser observador. Si me disculpa un momento… —me dijo, alejándose de mí un segundo para abrir la puerta y dejar entrar a una rubia despampanante.
—Llame al señor Bond y dígale que le estoy esperando —ordenó la mujer sin ninguna educación.
¿Aquella rubia había ido a recoger a Daniel Bond? Acababa de conocerlo, pero algo dentro de mí se negó a aceptar la idea. Hacían muy mala pareja. Sí, los dos eran tan guapos que daban ganas de insultarlos, pero aquella mujer desprendía una frialdad y una estupidez que no encajaba con Daniel.
«Mírame, hablando de él como si lo conociera. Tengo que parar».
Observé de nuevo a Peter y, a juzgar por el modo en que enarcó las cejas, yo no era la única que creía que la rubia era idiota.
—Vamos, ¿a qué está esperando? —lo increpó ésta, demostrando que además carecía de modales—. Llámelo.
En ese preciso instante sonaron de nuevo las campanillas del ascensor y, sin darme la vuelta, supe que Daniel había llegado al vestíbulo. Noté sus ojos clavados en mi nuca y tuve que contenerme para no darme la vuelta.
—¿Qué estás haciendo aquí, Victoria? —le preguntó a la rubia con una voz tan fría que incluso sentí un poco de lástima por ella.
—He venido a buscarte. Quería darte una sorpresa —se justificó y le puso morritos.
Peter y yo contemplábamos el intercambio anonadados y algo confusos; era más que evidente que a Daniel no le había hecho ninguna gracia que la tal Victoria hubiese ido a verlo.
—No es ninguna sorpresa. —Su tono sonó a reprimenda—. Creía que ya te había explicado cómo estaban las cosas.
La joven se pasó la lengua por los labios en una clara provocación, pero Daniel sólo se puso más furioso.
—Si quieres, puedes castigarme —dijo ella con un mohín.
—No, Victoria. Es obvio que no me expliqué bien y te pido disculpas.
Aparte de lo molesto que estaba Daniel porque la tal Victoria hubiese aparecido, también era evidente que estaba enfadado consigo mismo.
¿Por qué?
—No quiero volver a verte más. Lamento que hayas venido hasta aquí para nada, pero si me hubieses llamado, te habría recordado que lo mejor para ti es casarte con el señor Colton.
—Pero Colton no es tan… divertido como tú.
¿Daniel Bond era divertido? ¿Cuándo?
—El señor Colton es joven, apuesto y posee una fortuna más que considerable. Y, lo más importante —añadió, mirándola a los ojos—, te seguirá el juego. Yo no. —Tras esa afirmación, buscó al portero con la mirada—. Peter, pare un taxi para la señorita Elfman, por favor.
—En seguida, señor Bond.
—No se moleste —replicó ella, fulminando al pobre portero con la mirada—. Mi chófer está esperando fuera. Te arrepentirás de esto, Daniel.
—No, Victoria —dijo él y, pasando por mi lado, se dirigió a la salida.
El vestíbulo era muy amplio y, sin embargo, tuve la sensación de que casi me había rozado. Ahora ya no tenía el pelo húmedo, pero la barba incipiente que le había visto esa mañana en el ascensor había reaparecido en sus mejillas. Salió fuera y, a través del cristal, vi que abría la puerta trasera del Mercedes negro que sin duda pertenecía a Victoria, invitándola a entrar.
Esta dirigió su mirada asesina hacia mí. ¿Qué le había hecho yo? Seguro que estaba enfadada porque había presenciado la escena. Salió también y entró en el automóvil hecha una fiera. Debió de gritarle al pobre conductor que se pusiera en marcha, porque el coche se incorporó a la circulación al instante.
Peter salió fuera para ofrecerle un paraguas a Daniel, pero éste lo rechazó y se quedó allí de pie bajo la lluvia durante unos segundos. Y yo me quedé mirándolo desde dentro. Inclinó la cabeza y se frotó el puente de la nariz. A Victoria le había hablado con suma educación, pero tenía los músculos de la espalda tensos por el esfuerzo que había hecho para contenerse. Levantó la cabeza y, tras sacudirla levemente, volvió a entrar en el vestíbulo.
—Lamento el espectáculo, Peter, señorita Clark —nos dijo.
—No se preocupe, señor Bond —respondió el portero y yo me limité a asentir.
Era incapaz de decir nada, sus ojos negros me tenían hipnotizada; por fin volvían a parecerse a los del ascensor, volvían a parecer llenos de fuego. Un fuego que hasta entonces yo no había visto en nadie.
—¿Le importaría llamar a un taxi para la señorita Clark, Peter? Fuera está diluviando —comentó con una leve sonrisa.
—Por supuesto, señor. Y, si me permite un consejo, usted debería ir a cambiarse.
—Es un buen consejo, Peter, gracias.
El portero descolgó un teléfono que tenía en la recepción y llamó a la compañía de taxis. Le dijeron que tardarían más de veinte minutos. Llovía a cántaros y, al parecer, una de las líneas de metro de Londres se había averiado.
No supe decir si estaba teniendo buena o mala suerte. Por un lado, no podía irme a casa y estaba atrapada en aquel vestíbulo con Daniel Bond y, por otro lado, no podía irme a casa y estaba atrapada en aquel vestíbulo con Daniel Bond.
—No se preocupe, Peter —le dije, decidiendo que lo mejor sería irme de allí y caminar bajo la lluvia. Con el frío seguro que recuperaría la capacidad de razonar como si tuviese más de quince años—. Me iré a pie, sólo vivo a diez minutos.
—No diga tonterías, señorita Clark —intervino Daniel, al que yo creía en el ascensor—. Se quedará empapada y se resfriará. O se caerá en medio de la calle con esos tacones.
Señaló mis zapatos con el mentón y me dio rabia que adivinase mis pensamientos de antes.
Se abrieron las puertas del ascensor y Daniel entró. No dije nada, lo mejor sería esperar a que él se fuese y luego me podría marchar sin ningún problema. Las puertas del ascensor se cerrarían en cuestión de segundos. Seis, cinco, cuatro… Daniel las detuvo con una mano.
—Si cuando vuelvo descubro que no se ha ido en taxi, señorita Clark, mañana la pondré a archivar toda la guía telefónica.
Las puertas se cerraron.
«No me importa archivar», pensé mientras sopesaba seriamente la posibilidad de irme andando bajo la lluvia, pero no lo hice. No lo hice porque no podía quitarme de encima la sensación de que a Daniel, al señor Bond, me corregí, le gustaría que lo desobedeciese. Sonreí. Sí, seguro que él estaba convencido de que me iría a pie sólo para desafiarlo. Qué equivocado estaba. Acababa de conocerlo, pero no podía evitar la tentación de provocarlo. De hacerlo reaccionar.
—El taxi está en la puerta —me dijo el portero.
—Gracias, Peter. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—Por supuesto, señorita.
—¿El señor Bond ha venido en coche?
Él me sonrió antes de contestar.
—No, señorita. Esta mañana ha venido andando.
—Gracias, Peter. Le será muy difícil encontrar otro taxi.
—Muy difícil —convino el hombre con una mirada cómplice.
—Creo que, después de todo lo que ha sucedido, lo mínimo que puedo hacer es esperar a que el señor Bond baje y compartir el taxi con él.
—Por supuesto, señorita. Es lo mínimo. Iré a decirle al conductor que espere y no se preocupe, le daré una propina por las molestias.
—Gracias, Peter.
Me senté en una de las butacas Mies Van der Rohe y esperé.
Un minuto y medio más tarde, volvió a sonar la campanilla del ascensor.
—Peter, lamento volver a molestarlo, pero le importaría… ¿Qué está haciendo aquí, señorita Clark?
Daniel se había quitado el traje oscuro y se había puesto unos vaqueros, un jersey de cuello vuelto negro y unas botas. En la mano derecha llevaba una bolsa de deporte también negra y una cazadora de piel. Pensé que me quedaba sin respiración.
—Ah, señor Bond. —La oportuna reaparición del portero me salvó de hacer el ridículo—. La señorita Clark ha decidido esperarlo y compartir taxi con usted. Es todo un milagro que haya podido conseguir uno estando como está la ciudad.
Noté que Daniel desviaba la vista hacia mí y que contemplaba la posibilidad de rechazar mi ofrecimiento delante de Peter; él quedaría como un maleducado y yo como una idiota que le estaba haciendo la pelota a su nuevo jefe. No sé por qué, quizá por el modo en que apretó la mandíbula o por cómo le brillaron los ojos, pero supe que no iba a hacer tal cosa.
—Sí, un milagro —dijo, en voz más baja que antes, y entonces se volvió hacia mí—: Gracias por esperarme, señorita Clark. No era necesario que se molestase.
—No ha sido ninguna molestia —repuse, poniéndome en pie.
Peter nos acompañó fuera con un paraguas, bajo el cual sólo me coloqué yo, y luego volvió al interior del edificio. Daniel entró en el taxi por la puerta que quedaba más lejos de la acera y, tras sentarse, se pasó las manos por el pelo para quitarse las gotas de lluvia. Dejó la bolsa de deporte entre ambos y le dijo mi dirección al taxista tras darle las buenas noches.
—¿Cómo sabe dónde vivo? —le pregunté yo en cuanto el taxi se puso en marcha.
—Lo he visto en su contrato, señorita Clark —me contestó, cruzándose de brazos—. ¿Qué hacía trabajando hasta tan tarde?
—Ponerle difícil mi despido.
¿Había dicho eso en voz alta? Apenas lo conocía, pero sabía que no debería provocarlo y esa frase era como mostrarle un capote rojo a un toro.
Sorprendentemente, él me sonrió y, tras unos segundos, pareció incluso que se le aflojaron un poco los hombros.
—¿David la ha puesto a trabajar con Martha?
—Sí —le contesté cuando conseguí recuperarme de su sonrisa.
El semáforo se puso en rojo y el taxi se detuvo. A pesar de que Peter había intentado cubrirme con el paraguas, me había mojado un poco y noté una gota de lluvia deslizándoseme por el cuello de la blusa. Daniel la siguió con la mirada y yo fui incapaz de entender por qué me daba cuenta de todas sus reacciones.
Él no intentó disimular, sino que mantuvo los ojos fijos en la gota, con el cejo fruncido. Volvía a estar furioso. Sería porque llegaba tarde a alguna parte, o por lo de aquella rubia. Victoria.
—¿Por qué volvió a Bloxham después de licenciarse, señorita Clark?
De todas las preguntas que habría podido hacerme, aquélla era probablemente la más incómoda. Preferiría contarle que sufría una leve adicción a las novelas románticas, que había vuelto a casa porque soñaba con enamorarme y formar una familia. Seguro que a Daniel Bond le daría un ataque de risa si le decía que mi sueño era levantarme cada día con el hombre de mi vida a mi lado, ir a trabajar y volver a casa pronto para estar con mis hijos. Un niño y una niña, a poder ser.
Sí, seguro que le parecería una idea ridícula. Y a mí también debería parecérmelo, después de lo que me había sucedido, pero supongo que soy un caso perdido, aunque antes quisiera ver si de verdad es tan emocionante vivir al límite…
—¿Se encuentra bien, señorita Clark?
«Mierda. Me he quedado embobada sin contestarle».
—Llámeme Amy —le dije de repente. No me gustaba que me llamase «señorita Clark» o, mejor dicho, no me gustaba que se me pusiese la piel de gallina cada vez que se lo oía decir.
—Mejor que no, señorita Clark —se negó él, aunque los ojos le brillaron al final de la frase y me recordó a un niño pequeño cuando dice que va a portarse bien sin tener ninguna intención de hacerlo.
Aquel hombre era muy peligroso.
—A Martha la llama por su nombre y también a David y a Stephanie. Y a Peter. Y a Victoria —enumeré, mirándolo a los ojos y negándome a ceder.
—Tiene razón. Pero ellos no son usted, ¿verdad? A Patricia y a mí —cuando pronunció el nombre de Patricia sonrió y me restregó sutilmente que me había olvidado de incluirla en la lista— nos gusta mantener un trato cordial en el bufete y solemos llamarnos por nuestros nombres.
—Yo formo parte del bufete.
—Por poco tiempo.
—¡Qué más quisiera usted!
«¡Tengo que aprender a morderme la lengua!»
Volvió a sonreír.
—No ha contestado a mi pregunta —me recordó y el taxi retomó la marcha.
—Y usted sigue sin llamarme por mi nombre.
La lluvia caía con fuerza y el ruido del limpiaparabrisas se repetía constante en el interior del vehículo. Él estaba sentado de lado, mirándome, y yo me alisé la falda y fingí estudiarme las uñas. Había ido a hacerme la manicura un par de días antes y aquel color rosa claro era muy elegante…
El taxi frenó de repente y me di cuenta de que no me había puesto el cinturón de seguridad. Una bicicleta pasó justo por el lado de mi ventanilla, con el joven ciclista insultando al conductor. El chico estaba empapado y llevaba una bolsa de mensajero colgando de un lado.
Yo no me había dado de bruces contra el cristal que separaba los asientos de los pasajeros del conductor porque Daniel me había puesto el brazo delante y me estaba sujetando con el otro.
—Disculpen —se apresuró a decir el taxista—. Con esta lluvia no he visto la bicicleta y esos mensajeros van como alma que lleva el diablo.
—No se preocupe —contestó Daniel sin soltarme—. Estamos bien.
¿¡Estamos bien!? El corazón me latía tan de prisa que había empezado a sentírmelo en la garganta y el estómago me había ido a parar a los pies. Y cada vez que tomaba aire, notaba su brazo pegado a mi torso. Bajé la vista hacia ese brazo y respiré.
Él lo apartó despacio, retiró la mano con que se había sujetado a la puerta y luego se echó hacia atrás. Su otra mano estaba alrededor de mi antebrazo y sentí cómo aflojaba los dedos uno a uno; luego hizo algo todavía más sorprendente: me alisó la manga de la americana y me apartó un mechón de pelo que se me había soltado del recogido. Me pareció que lo acariciaba durante un instante, pero seguro que me lo imaginé.
—Gracias —le dije, tras tragar saliva.
—De nada.
Pasó un minuto durante el cual no nos dijimos nada. Yo no podía pensar. La lluvia, el perfume de Daniel, que empezaba a dominar el interior del taxi, la piel de gallina de mi espalda. Me atreví a mirarlo y lo encontré con la vista fija al frente, aunque vi que le temblaba levemente el músculo de la mandíbula. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas levemente separadas. Parecía incómodo, igual que en el ascensor esa mañana: una pantera enjaulada.
—Hemos llegado —anunció el taxista.
Miré por la ventana y comprobé que nos habíamos detenido delante del portal del edificio de Marina. Cogí el bolso para pagar, pero una mano me lo impidió.
—No me ofenda —dijo Daniel muy serio.
Se movía tan rápido que yo ni siquiera había tenido tiempo de reaccionar. Había colocado una mano encima de la mía y mis ojos parecían negarse a dejar de mirar cómo sus dedos cubrían los míos. Eran mucho más cálidos de lo que me había imaginado.
—Llámeme Amy.
Durante un instante pensé que se negaría. Y de hecho, lo hizo.
Apartó la mano de encima de la mía sin dejar de mirarme a los ojos.
—Buenas noches, Amelia.
No me había dado cuenta de que había dejado de hacerlo, pero cuando le oí pronunciar mi nombre volví a respirar.
Abrí la puerta del taxi y me aseguré de tener el bolso y el maletín bien sujetos.
—Buenas noches, señor Bond.
Salí y cerré a toda prisa, para que la lluvia no entrase en el interior del vehículo y me dije que no lo había visto sonreír.