Capítulo 4
LLEGARON LAS PRIMERAS luces. Ash se apoyó en el brocal de piedra de la torre del campanario. Estaba demasiado oscuro para ver el suelo y hacia abajo se extendían quince metros de aire vacío. Relinchó un caballo. Otros cien le respondieron, a lo largo de todas las líneas de batalla. Una alondra cantó en el arco del cielo. El valle plano del río empezó a surgir de la oscuridad.
El aire se calentaba con rapidez. Ash vestía una camisa robada y nada más. Era una camisa de hilo de hombre y todavía olía a él, le llegaba por debajo de las rodillas. Se la había sujetado con el cinturón de la espada. El lino le protegía la nuca, los brazos y la mayor parte de las piernas. Se frotó la piel de gallina. Muy pronto haría un calor insoportable.
El cielo empezó a clarear por el este. Las sombras se arrastraron hacia el oeste. Ash percibió un alfilerazo de luz a unos tres kilómetros de distancia.
Uno. Cincuenta. ¿Mil? El sol centelleó en los cascos y las corazas, en las hachuelas de mano, en los martillos de guerra y en las puntas agudas de las flechas de yarda.
—¡Están en orden de batalla y en marcha! ¡Tienen el sol a la espalda! —Saltó de un pie al otro—. ¿Por qué no nos deja luchar el capitán?
—¡Yo no quiero! —El niño de pelo moreno, Richard, que era su amigo en esos momentos, gimoteó a su lado.
Ash lo miró con una expresión de total asombro.
—¿Tienes miedo? —Se lanzó como un rayo hacia el otro lado de la torre, se apoyó y contempló el fuerte de carretas de la compañía. Las lavanderas, las putas y las cocineras estaban encajando las cadenas que unían las carretas. La mayor parte llevaban picas de casi cuatro metros de altura y lanzas afiladas como cuchillas. Se asomó un poco más. No veía a Guillaume.
El día se fue despejando deprisa. Ash estiró el cuello para mirar la pendiente que bajaba hasta la orilla del río. Galopaban unos cuantos caballos con los jinetes ataviados en colores vivos. Una bandera: la enseña de la compañía. Luego caminaban los hombres de la compañía, con las armas en la mano.
—Ash, ¿por qué vamos tan lento? —Richard temblaba—. ¡Nos alcanzarán antes de que estemos preparados!
Ash había empezado a hacerse más fuerte durante el último medio año o así, de la misma forma que los terriers y los ponis de montaña se hacen fuertes, pero seguía sin aparentar más de ocho años. La desnutrición tenía mucho que ver en ello.
Rodeó al niño con un brazo.
—Hay problemas. No podemos pasar. Mira.
Toda la ribera del río estaba teñida de rojo bajo el sol naciente. Enormes campos de maíz, tan repletos de amapolas que no se veía el grano. Maíz y amapolas juntos, los cultivos estaban tan pegados y enmarañados que ralentizaban a los mercenarios que avanzaban con sus lanzas, espadas y alabardas. Los hombres que con armaduras iban a caballo se habían adelantado un poco más y se anunciaban en el horizonte escarlata, bajo el estandarte.
Richard envolvió a Ash en sus brazos. Estaba tan pálido que la marca de nacimiento se destacaba como un estandarte en su rostro.
—¿Morirán todos?
—No. No todos. No si algunos de los otros se pasan a nosotros cuando empiece la lucha. El capitán los compra si puede. Oh. —A Ash se le contrajeron las entrañas. Se llevó la mano a la entrepierna y sacó los dedos ensangrentados.
—¡Dulce Cristo Verde! —Se limpió la mano en la camisa de lino al tiempo que echaba una mirada por la torre del campanario para ver si alguien la había oído maldecir. Estaban solos.
—¿Estás herida? —Richard dio un paso atrás.
—Oh. No. —Mucho más perpleja de lo que aparentaba, Ash dijo—: ya soy una mujer. Me lo dijeron, en las carretas, que podría ocurrir.
Richard se olvidó del movimiento de los hombres armados. Tenía una dulce sonrisa en los labios.
—Es la primera vez, ¿verdad? ¡Me alegro tanto por ti, Ashy! ¿Tendrás un bebé?
—Ahora mismo no…
El niño se echó a reír, el miedo había desaparecido. Hecho eso, la niña se volvió hacia los campos del río rojo que se alejaban de la torre. El rocío se evaporaba convertido en una bruma brillante. Ya no amanecía, había llegado la mañana.
—Oh, mira…
A un kilómetro de distancia, el enemigo.
Los hombres de la Novia del Mar subían una pendiente, pequeños y relucientes. Estandartes rojos, azules, dorados y amarillos resplandecían sobre la masa apretada de los yelmos. Demasiado lejos para verles las caras, incluso la V invertida que revelaba la boca y la barbilla cuando, por el calor, se quitaban las baberas y barbotes[4].
—¡Ashy, son tantos…! —gimió Richard.
La hueste de la Serena Novia del Mar se dividió en tres grupos. La vanguardia o unidad de avance ya era bastante grande sin necesidad de nadie más. Tras ella, en perpendicular hacia un lado, se acercaba el cuerpo central, con los estandartes de la Novia del Mar y la enseña de su comandante. De nuevo en perpendicular, de la retaguardia solo se veía una espesura móvil de picas y lanzas.
Las primeras filas se acercaban con lentitud. Arqueros con cotas de malla cortas forradas de hilo, con gorros de guerra de acero relucientes y las archas brillantes con hoja en forma de gancho sobre los hombros. Ash sabía que aquellos ganchos tenían algún uso en los campos de labranza, pero no se le ocurría cuál podría ser. Con aquel arma se podía enganchar a un caballero vestido con su armadura, derribarlo del caballo y luego abrirle las placas protectoras de metal. Hombres de armas con armadura de a pie, con hachas al hombro como campesinos que van a cortar leña… Y arqueros. Demasiados arqueros.
—Tres líneas de batalla. —Le indicó a Richard a gritos mientras lo sujetaba por los estrechos hombros. El niño temblaba—. Mira, cobarde. En la línea frontal. Hay lanceros, luego arqueros, luego hombres de armas, luego arqueros, luego lanceros, luego más arqueros… por toda la línea.
Una voz ronca, audible a pesar de la distancia, gritó.
—¡Apuntad! ¡Disparad!
Ash se rascó la camisa manchada. Todo se dispuso ante ella, de repente muy claro en su cabeza. Por primera vez, lo que había sido el sentido implícito de una pauta encontraba palabras para expresarse.
Empezó a tartamudear, con una forma de hablar demasiado rápida y excitada para entenderse.
—¡Sus arqueros están a salvo gracias a los hombres que llevan armas cortas! ¡Nos pueden disparar, soltar una flecha cada seis latidos y no podemos hacer nada! Porque si intentamos acercarnos más, sus lanceros o los caballeros de a pie nos matarán. Entonces sus arqueros sacarán las falcatas y también se meterán, o bien saldrán a los flancos y seguirán disparándonos. Por eso los han colocado así. ¿Qué podemos hacer?
—Si te superan en número, no puedes ir a su encuentro en unidades separadas. Forma una cuña. Una alineación con forma de cuña con la punta dirigida hacia el enemigo, entonces los arqueros de los flancos pueden disparar sin darles a los hombres que vayan delante. Cuando ataque su infantería, deben enfrentarse a vuestras armas en cada uno de los flancos. Manda a los hombres con las armas más pesadas a romper su flanco.
Ash se dio cuenta de que aquellas duras palabras no eran más difíciles de descifrar que los debates que había escuchado, echada sobre la hierba, en la tienda de mando del capitán. Mientras intentaba solucionarlo, dijo.
—¿Cómo vamos a hacerlo? ¡No tenemos hombres suficientes!
—Ashy —gimió Richard.
La niña protestó.
—¿Qué tenemos? ¡Los hombres del Gran Duque, más o menos la mitad! Y la milicia de la ciudad. Apenas saben lo suficiente para no sujetar la espada por la hoja. Dos compañías más. Y nosotros.
—¡Ash! —protestó el niño en voz alta—. ¡Ashy!
—Entonces no dispongas a tus hombres muy juntos. Son una masa a la que puede dispararles el enemigo. El enemigo está fuera de alcance. Debes moverte rápido y lanzar un ataque desde cerca.
La niña excavó con el dedo del pie la tierra que se amontonaba entre las losas de la torre sin mirar los estandartes que se aproximaban.
—¡Son demasiados!
—Ashy, basta. ¡Ya está bien! ¿Con quién estás hablando?
—Entonces debes rendirte y solicitar la paz.
—¡No me lo digas a mí! ¡Yo no puedo hacer nada! ¡No puedo!
Richard chilló.
—¿Decirte qué? ¿Quién lo dice?
Durante largos segundos no pasó nada. Luego, la masa de la compañía empezó a adelantarse, corriendo, las tropas del Gran Duque con ellos, estrellándose contra la primera línea del enemigo. Las banderas se hundieron y el color rojo de las amapolas se convirtió en una bruma roja; truenos, el hierro que golpea al hierro, chillidos, voces roncas que gritan órdenes, el chillido de una gaita se eleva entre el polvo que se levanta a unos cientos de metros de distancia.
—Lo has dicho tú… ¡te he oído! —Ash se quedó mirando el rostro blanco y de color vino de Richard—. Has sido tú… Oí que alguien decía… ¿Quién ha sido?
La línea de hombres del Gran Duque se dividió en varios nudos. Ya no era una cuña voladora, solo grupúsculos de hombres de armas reunidos alrededor de sus estandartes y enseñas. Bajo el polvo y el sol rojo, el cuerpo principal del ejército de la Serenísima Novia del Mar empezó a caminar. Haces de flechas espesaron el aire.
—Pero alguien ha dicho…
El brocal de piedra la golpeó en la cara.
La sangre emergió de su labio superior. Se llevó una mano a la nariz. El dolor la hizo gritar. Separó los dedos y se echó a temblar.
El ruido le llenó la boca, le llenó el pecho, hizo temblar el cielo, que se derrumbó sobre ella. Ash se tocó las sienes. Un gemido fino, penetrante, le llenó los oídos. El rostro de Richard estaba bañado en lágrimas y la boca era un cuadrado abierto. Apenas lo oía balbucear.
La esquina del parapeto desapareció sin ruido. El aire libre se abría ante ella. El polvo pendía como una bruma. La niña se puso a cuatro patas. Un zumbido violento pasó al lado de su cabeza como un estallido, lo bastante estrepitoso para que ella, medio sorda como estaba, lo oyera.
El niño se había quedado quieto con las manos a los costados. Tenía la mirada clavada encima de la cabeza de Ash, más allá de la torre rota del campanario. La niña vio que a su amigo le temblaban las piernas abigarradas. La bragueta del muchacho se mojó de orina. Con un sonido intenso y húmedo, el niño se cagó en las calzas. Ash levantó los ojos para mirar a Richard sin condenarlo. Hay momentos en los que perder el control de los intestinos es la única respuesta realista a una situación.
—¡Son morteros! ¡Agáchate! —esperaba estar gritando. Cogió a Richard por la muñeca y tiró de él hacia los escalones.
El borde afilado de los escalones le mordió las rodillas. Sus ojos, deslumbrados por el sol, no veían otra cosa que oscuridad. Cayó dentro de la torre del campanario y se golpeó la cabeza contra la pared de las escaleras. El pie de Richard le dio una patada en la boca. Sangró, aulló, bajó rodando hasta el nivel del suelo y echó a correr.
No oyó más disparos pero cuando miró atrás desde el fuerte de las carretas, con el pecho ardiendo y en carne viva, la torre del monasterio había desaparecido y solo quedaban escombros y el polvo que oscurecía el cielo.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, la reata de equipajes caía prisionera.
Ash salió huyendo, donde no pudieran verla, hasta el río.
Buscaba algo.
Había tantos cuerpos apilados en el suelo que el hedor nadaba en el aire. Se apretó la manga de lino contra la nariz y la boca. Intentaba no pisar los rostros de los hombres y los muchachos muertos.
Aparecieron los carroñeros para despojar los cuerpos. La niña se escondió en el maíz rojo y húmedo. Las voces de los campesinos eran una música rápida, llena de inflexiones.
Ash sintió que la piel de las mejillas y la nariz se le tostaba bajo el calor ardiente del verano. El sol le quemaba las pantorrillas bajo la camisa de lino, haciendo que la piel blanca adquiriera un tono rosado. Le ardían los dedos de los pies. El mundo entero olía a mierda y carne podrida. No dejaba de escupir pero ni así conseguía quitarse de la boca el sabor a vómito. El aire rielaba a causa del calor.
Uno de los moribundos sollozó:
—¡Bartolomeo! ¡Bartolomeo! —Y luego lanzó sus súplicas a la carreta del cirujano, de mango largo, arrastrada sobre dos ruedas por un hombre que gruñía y sacudía la cabeza.
Ni rastro de Richard. De nadie. Los cultivos estaban ennegrecidos a lo largo de más de un kilómetro. Los cuervos arrastraban trozos de los cadáveres de dos caballos, aún con la armadura puesta. Si acaso quedaba algo, rastros del asedio, cuerpos, alguna armadura que se pudiera recuperar, ya la habían limpiado o se lo habían llevado.
Ash echó a correr, sin aliento, y volvió a las hogueras del campamento. Vio a Richard sentado con las lavanderas. El niño levantó la vista, la vio y huyó.
La niña aminoró el paso.
De pronto, se volvió y le tiró a un artillero de la manga del jubón. Sin darse cuenta de lo sorda que estaba, gritó.
—¿Dónde está Guillaume? ¿Guillaume Arnisout?
—Enterrado en el hoyo de cieno.
—¿Qué?
El hombre desarmado se encogió de hombros y se volvió hacia ella. La niña siguió el movimiento de sus labios tanto como el susurro del sonido.
—Muerto y enterrado en los pozos de cieno.
—Umm. —El aire abandonó sus pulmones.
—No —exclamó otro hombre al lado del fuego—, lo hicieron prisionero. Lo tienen los malditos Novias del Mar.
—No. —Un tercer hombre había separado las manos—. Tenía un agujero en el estómago así de grande. Pero no fueron sus Serenísimas, fueron los nuestros, los hombres del Gran Duque, alguien al que le debía dinero.
Ash los dejó allí.
Poco importaba en qué suelo lo plantaran, el campamento siempre era igual. Se dirigió al centro del campamento, donde no solía ir con frecuencia. Ahora estaba lleno de forasteros armados. Al fin encontró un hombre rubio con las uñas arregladas y una expresión de pesar que asomaba sobre la armadura y una sobrevesta verde con los bordes dorados. Era uno de los ayudantes del señor capitán y la niña lo conocía de vista, no por el nombre; los artilleros se burlaban de él llamándolo levanta-tabardos. Ya sabía por qué.
—¿Guillaume Arnisout? —El hombre se pasó la mano por el pelo espeso y cortado a lo garçon—. ¿Es tu padre?
—Sí —mintió Ash sin dudarlo. Hizo lo que había aprendido a hacer y el nudo que tenía en la garganta desapareció, de tal modo que pudo hablar—. ¡Quiero verlo! ¡Dime dónde está!
El ayudante punzó una lista de pergamino.
—«Arnisout». Aquí está. Lo han hecho prisionero. Los capitanes están hablando. Supongo que se intercambiarán prisioneros dentro de unas horas.
Ash le dio las gracias con el tono más tranquilo posible y volvió al borde del campamento para esperar.
La tarde cayó por el valle. El hedor de los cuerpos endulzaba el aire de una forma insoportable. Guillaume no volvió al campamento. Empezó a correr el rumor de que había muerto a causa de sus heridas, que había muerto de una plaga contraída en el campamento de la Novia del Mar, que había firmado con la Serenísima como maestro armero por el doble de salario, que había huido con una dama de la ciudad del duque, que había vuelto a casa, a su granja de Navarra. (Ash mantuvo la esperanza durante unas cuantas semanas. A los seis meses, dejó de esperar.)
Hacia la caída del sol, los prisioneros se movían sin rumbo entre las tiendas del campamento, no estaban acostumbrados a andar por ahí sin espada, hacha, arco, alabarda. El sol vespertino doraba la sangre y las amapolas. El aire sabía a calor. La nariz de Ash se acostumbró a lo peor de la descomposición. Richard se acercó con paso airado al lugar donde Ash, sobre un montón de paja manchada de estiércol, le daba la espalda a una rueda de carreta, mientras una de las lavanderas del tren de equipajes humedecía con hamamelina las magulladuras amarillas que le cubrían las pantorrillas.
—¿Cuándo lo sabremos? —Richard se estremecía y la miraba furioso—. ¿Qué harán con nosotros?
—¿Nosotros? —A Ash aún le pitaban un poco los oídos.
La lavandera gruñó.
—Formamos parte de los despojos. Vendernos a los burdeles, quizá.
—¡Soy demasiado joven! —protestó Ash.
—No.
—¡Demonio! —chilló el niño— ¡Los demonios te dijeron que perderíamos! ¡Oyes demonios! ¡Te quemarás!
—¡Richard!
El niño salió corriendo. Bajó corriendo la pista de tierra que los pies de los soldados habían allanado en los cultivos de los campesinos y se alejó de las carretas del equipaje.
—¡Carnaza! Es demasiado guapo —dijo la lavandera, cruel de repente, al tiempo que tiraba el trapo húmedo—. No me gustaría ser él. Ni tú. ¡Con esa cara! Te quemarán. ¡Si oyes voces! —La mujer hizo la señal de los cuernos.
Ash echó la cabeza atrás y contempló el azul infinito. El aire nadaba envuelto en oro. Le punzaba cada músculo, le dolía la rodilla torcida, le habían arrancado la uña del dedo meñique del pie y lo tenía ensangrentado. Nada de la euforia habitual una vez terminado un duro esfuerzo. Tenía las tripas revueltas.
—No son voces. Era solo una voz. —Empujó con el pie desnudo el tarro de arcilla que contenía la pomada de hamamelina—. Quizá fuera el dulce Cristo. O un santo.
—¿Tú, oír un santo? —Gruñó la mujer con incredulidad—. ¡Putita!
Ash se limpió la nariz con el dorso de la mano.
—Quizá fuera una visión. Una vez Guillaume tuvo una visión. Vio a los Muertos Benditos luchando con nosotros en Dinant.
La lavandera se volvió para alejarse.
—¡Espero que su Serenísima te mire esa horrenda cara y te haga follar con todas sus deshonras!
Con un solo movimiento Ash recogió y levantó el tarro de hamamelina y se preparó para lanzarlo.
—¡Bruja sifilítica!
Apareció una mano de la nada y le dio un golpe seco. La aturdió. La niña lanzó un airado chillido de humillación y dejó caer el tarro de arcilla.
El hombre, ya visible y luciendo la librea de la Novia del Mar, gruñó:
—Tú, mujer, sube al centro del campamento. Nos estamos repartiendo los despojos. ¡Vete! ¡Tú también, monstruito marcado!
La lavandera se alejó corriendo con una risa demasiado aguda. El soldado la siguió.
Otra mujer, que de repente estaba al lado de la carreta, preguntó.
—¿Oyes voces, niña?
Tenía un rostro redondo de luna, pálido como la Luna, ni un cabello se escapaba del apretado tocado. Sobre su gran cuerpo colgaba suelta una túnica gris, con una Cruz de Espinos sujeta por una cadena al cinturón.
Ash gimoteó y volvió a limpiarse la nariz, que había empezado a moquear. Una línea de mocos delgados y transparentes le colgaba desde la nariz hasta la manga de la camisa de lino.
—¡No lo sé! ¿Qué es «oír voces»?
La pálida cara de luna la mira ávida desde su altura.
—Hay rumores entre los hombres de su Serenísima. Creo que te están buscando.
—¿A mí? —Algo empezó a apretar las costillas de Ash—. ¿Me buscan a mí?
Una mano blanca, cálida y húmeda se estiró hacia ella y cogió la mandíbula de Ash, para luego obligarla a volver la cara hacia la luz del atardecer. La niña luchó contra la huella de aquellos dedos afilados, sin demasiado éxito. La mujer la estudió con atención.
—Si fue en verdad regalo del Cristo Verde, tienen la esperanza de que les hagas una profecía. Si es un demonio, te lo sacarán. Eso podría llevar hasta la mañana. La mayor parte ya está entregada a la bebida.
Ash hizo caso omiso de la mano que le tenía agarrada la cara, del aquel miedo que la ponía enferma y de las entrañas revueltas.
—¿Eres monja?
—Soy una de las Hermanas de Santa Herlaine, sí. Tenemos un convento cerca de aquí, en Milán[5]. —La mujer la soltó. La voz sonaba dura bajo el discurso líquido. Ash supuso que aquel no era su primer idioma. Al igual que todos los mercenarios, Ash sabía un poco de todos los idiomas que había oído. Así que entendió a aquella mujerona cuando dijo.
—Hace falta alimentarte, niña. ¿Cuántos años tienes?
—Nueve. Diez. Once. —Ash se pasó la manga por la barbilla—. No lo sé. Recuerdo la gran tormenta. Diez. Quizá nueve.
Los ojos de la mujer eran claros, todo luz.
—Eres una niña. Y además pequeña. Nadie te ha cuidado jamás, ¿verdad? Probablemente por eso entró el demonio en ti. Este campamento no es sitio para una niña.
Las lágrimas le apuñalaron los ojos.
—¡Es mi hogar! ¡Y no tengo ningún demonio!
La monja levantó las manos y llevó las palmas a las mejillas de Ash para estudiarla sin las cicatrices. Las tenía a la vez cálidas y frías sobre la piel húmeda de la niña.
—Soy la Hermana Ygraine. Dime la verdad. ¿Qué te habla?
La duda mordió con frialdad el vientre de Ash.
—¡Nada, nadie, hermana! ¡Allí no había nadie salvo Richard y yo!
Unos escalofríos le entumecieron el cuello y le rodearon los hombros. Las palabras rutinarias de una plegaria al Cristo Verde murieron en su boca seca. Empezó a escuchar. La respiración forzada de la monja. El crujido del fuego. El relincho de un caballo. Canciones y gritos de borrachos un poco más lejos.
No tuvo, en cambio, la sensación de una voz que le hablaba en voz baja, a ella, en medio de un silencio cómodo.
Una explosión de sonidos estalló en el centro del campamento. Ash se estremeció. Los soldados pasaban corriendo a su lado sin hacerles caso, rumbo a la multitud creciente que se apiñaba en el centro. En alguna carreta no muy lejana, un hombre herido llamaba a su maman. La luz dorada empezaba a desvanecerse con el anochecer. En las alturas, el cielo empezó a llenarse de las chispas procedentes de las hogueras, fuegos a los que se les permitía arder a gran altura, demasiado altos; podrían terminar quemando todas las tiendas de los mercenarios antes de que llegase la mañana, y no les importaría nada, solo sentirían por un momento el saqueo perdido.
La monja dijo:
—Están despojando tu campamento.
Sin dirigirse a la Hermana Ygraine, sin dirigirse a nadie y de forma deliberada, pronunció las palabras en voz alta.
—Somos prisioneros. ¿Qué me va a pasar ahora?
—Desenfreno, libertinaje, ebriedad…
Ash se tapó con fuerza los oídos con las manos. La voz continuó sin ruido.
—… la noche, cuando los comandantes ya no puedan controlar a sus hombres, que han venido viviendo del campo de batalla. La noche en la que se mata a la gente por deporte.
La Hermana Ygraine cambió su gran mano de posición, la depositó en el hombro de Ash y la apretó con fuerza a través de la mugrienta camisa de Ash. Esta bajó las manos. Un gruñido en el vientre le indicó que tenía hambre por primera vez en doce horas.
La monja continuaba mirándola, con los ojos bajos, como si no hubiera hablado ninguna voz.
—Yo… —dudó Ash.
En su mente ya no sentía el silencio, ni una voz, sino la posibilidad latente de que alguien hablara. Como un diente que aún no duele pero pronto lo hará.
Empezó a sentir algo a lo que antes no le había dedicado ni dos pensamientos seguidos: la soledad de su alma dentro de su cuerpo. El miedo la inundó entera, desde el cuero cabelludo hasta los pies, pasando por el cosquilleo de los dedos de las manos.
Y de repente tartamudeó.
—No oí ninguna voz, ¡no la oí, no la oí! Le mentí a Richard porque pensé que eso me haría famosa. ¡Solo quería que alguien se fijara en mí!
Y luego, cuando aquella mujer grande le dio la espalda sin demostrar más interés y empezó a alejarse a grandes pasos, a desaparecer entre el caos de hogueras y condottieri borrachos, Ash chilló con la fuerza suficiente para hacerse daño en la garganta.
—¡Llevadme a un sitio seguro, llevadme a un santuario, no permitáis que me hagan daño, por favor!