Capítulo 4
LA LUNA MENGUANTE arrojaba una luz tenue mientras se ponía sobre el castillo de Basilea. A lo lejos, muy por encima de los muros de la ciudad, esa misma luz plateada refulgía sobre la nieve que cubría los Alpes.
Los altos setos del hortus conclusas brillaban a causa de la escarcha. ¡Escarcha en verano!, pensó Ash, todavía horrorizada, y tropezó en aquella oscuridad casi absoluta. El sonido de una fuente tintineaba en medio de la penumbra y oyó los cambios de postura y el estrépito de muchos hombres con armadura.
Me han dejado la armadura, por tanto tienen la intención de tratarme con cierto respeto; solo se han llevado la espada; así pues no necesariamente tienen la intención de matarme…
—¿Qué cojones es todo esto? —exigió saber Ash. Sus guardias no le respondieron.
El jardín cercado era diminuto, una pequeña parcela de césped rodeada de un octágono de setos. Las flores trepaban por los marcos. Un terraplén de hierba recortada bajaba hasta una fuente, el chorro caía en un estanque de mármol blanco. El aroma de las hierbas llenaba el aire. Ash identificó romero y Alivio de la Herida; por debajo de esos olores estaba el hedor a rosas marchitas. Muertas de frío, pudriéndose en el tallo, supuso, y siguió caminando por el jardín entre los guardias de su 'arif.
Una figura con un camisote de malla aguardaba sentada a una mesa baja cubierta de papeles, encima del terraplén de hierba. Detrás, tres figuras de piedra sostenían antorchas erguidas en las manos. Un rastro de brea hirviente bajaba por la vara de la tea mientras Ash miraba y llegaba a la mano apretada de latón de una de las figuras, pero el gólem ni se inmutó.
La llama de la tea arrojaba una luz amarilla sobre el pelo suelto y plateado de la joven visigoda.
Ash no pudo evitarlo, las suelas resbalaron por la hierba muy corta y helada y tropezó. Al recuperarse, se detuvo y miró a la Faris. Ese es mi rostro, ese es el aspecto que tengo…
¿Así es como me ve de verdad otra gente?
Creí que era más alta.
—Eres mi patrona, por el amor de Dios —protestó Ash en voz alta, furiosa—. Esto era del todo innecesario. Habría venido a ti. ¡Todo lo que tenías que hacer era pedirlo! ¿Para qué hacer esto?
La mujer levantó la vista.
—Porque puedo.
Ash asintió, pensativa. Se acercó más. Los pies se le hundían en el césped frío y elástico, hasta que la mano del 'arif en el brazal detuvo su progreso a unos dos metros de la mesa de la Faris. La mano izquierda cayó de forma automática para sujetar la vaina de la espada y se cerró sobre el vacío. Ash plantó las botas con firmeza y recuperó el equilibrio; lista en un instante para moverse y para hacerlo tan rápido como permite la armadura.
—Mira, general, estás al cargo de toda una fuerza de invasión. ¡Lo cierto es que no creo que necesite que me demuestres todo tu poder e influencia!
La boca de la mujer se elevó un poco en una comisura. Le dedicó a Ash lo que sin lugar a dudas era una amplia sonrisa:
—Creo que sí necesitas que te dejen las cosas claras, si te pareces a mí en algo…
Se detuvo, de repente, y se irguió en el taburete de tres patas mientras dejaba que los papeles volvieran a caer en la pequeña mesa de caballete. Los pisó con una Cabeza Parlante para protegerlos de la brisa nocturna. Sus ojos oscuros examinaron el rostro de Ash.
—Me parezco mucho a ti —dijo Ash en voz baja y sin necesidad—. De acuerdo, así que querías demostrar algo. Muy bien. Demostrado queda. ¿Dónde están Thomas Rochester y el resto de mis hombres? ¿Hay alguno herido o muerto?
—No esperarías que te lo dijera. No hasta que ya estés lo bastante preocupada como para hablar conmigo abiertamente.
Alzó una ceja, el mismo gesto que ella, pero en el lado contrario, se dio cuenta Ash con un sobresalto. Era ella misma, pero al revés. Se planteó la idea de que la general pudiera ser un demonio o un diablo.
—Están bien, pero son prisioneros —añadió la Faris—. Tengo muy buenos informes de tu compañía.
Entre el alivio de oír que su gente estaba (o podría estar) todavía viva y la conmoción de escuchar esa voz que no terminaba de ser la suya, Ash tuvo que resistirse al mareo que amenazaba con cegarla. Por un momento tembló la luz amarilla de las antorchas.
—Pensé que te divertiría ver esto. —La Faris sostuvo un papel festoneado de sellos rojos de cera—. Es del parlement de París, me piden que me vaya a casa porque soy un escándalo.
Ash bufó a pesar de sí misma.
—¿Porque qué?
—Te encantará. Léelo.
Ash se adelantó y estiró la mano. Los hombres del 'arif se pusieron tensos. Todavía llevaba los guanteletes puestos, y los dedos enguantados solo tocaron el papel; sin embargo, al acercarse tanto a su doble que podía oler su aroma, (un olor a especias y sudor, como todos los militares visigodos que la rodeaban), le tembló la mano. Le falló la vista y se apresuró a bajar los ojos hasta el papel.
—«Puesto que estáis sin bautizar y en estado de pecado y dado que no habéis recibido ninguno de los sacramentos y no podéis reclamar como propio ningún nombre de santo; es por eso que os solicitamos con toda firmeza que regreséis al lugar del que procedéis» —Ash leyó en voz alta—, «dado que no querríamos que nuestras reinas y nobles viudas tuvieran una relación impía con una simple concubina, ni que a nuestras limpias doncellas, sinceras esposas y tenaces viudas las corrompiera la presencia de alguien que no puede ser más que una moza rebelde o una esposa libertina; y por todo ello, no entréis en nuestras tierras con vuestros ejércitos…». ¡Oh, señor mío! ¡«Moza rebelde»!
La otra mujer dio salida a una carcajada sorprendentemente profunda y grave. ¿Mi risa suena igual?, se preguntó Ash.
—Es la Araña[61] —murmuró Ash mientras lo leía otra vez, encantada—. ¿Genuino?
—Desde luego.
Ash levantó la vista.
—¿Entonces, de quién soy yo bastarda? —preguntó.
La general visigoda chasqueó los dedos y dijo algo en rápido cartaginés. Uno de sus hombres puso otro taburete al lado de la mesa de caballete y todos los hombres armados, cuyas botas habían estado pateando terrones del césped en el jardín cercado, salieron en fila por la verja que había en el seto.
Y sí ahora estamos solas de verdad, yo soy la reina de Cartago.
Una armadura es un arma y se planteó utilizarla, y con la misma rapidez abandonó la idea. Ash dejó que su mirada se perdiera en la oscuridad, intentando captar los puntos de luz que se reflejarían en las puntas de flecha de acero o en los virotes de ballesta. El aire fresco nocturno le acarició el rostro.
—Este lugar me recuerda a los jardines de la Ciudadela donde crecí —dijo la Faris—. Nuestros jardines están más iluminados que este, claro está. Traemos la luz con espejos.
Ash se lamió los labios para intentar humedecerse la boca seca. Como requerían las damas del castillo, pocas cosas del mundo exterior podían entrar en este jardín. Los setos ahogaban el sonido. Ahora que había llegado la noche de verdad y que la oscuridad era genuina, y que la presencia armada se había retirado por un momento, la mercenaria se encontró (a pesar de los gólems) más cómoda, por insensato que fuese; sintió que se convertía en la persona que está al mando de una compañía, no una joven asustada.
—¿Te bautizaron?
—Oh, sí. Por lo que vosotros llamáis la herejía arriana. —La general levantó una mano invitadora—. Siéntate, Ash.
Uno no suele llamarse a sí mismo, reflexionó Ash; y oír su propio nombre en lo que casi era su propia voz pero con un acento visigodo le puso el vello de la nuca de punta.
Levantó la mano para desabrocharse la correa y la hebilla de la celada y luego sacarse el yelmo. Sintió el frío aire nocturno contra la cabeza sudorosa y el pelo trenzado. Colocó cuidadosamente la celada con cimera en la mesa y para sentarse en el taburete se levantó las musleras y la faldriquera con la agilidad que da la larga práctica. La coraza y el espaldar mantenían su postura completamente erguida.
—Estas no son formas de conseguir la cooperación de tu empleado —añadió con aire ausente mientras se acomodaba—. ¡No lo son en absoluto, general!
La visigoda sonrió. Era pálida de piel. Tenía una máscara de tez más oscura alrededor de los ojos, del color de la miel por la larga exposición al sol, donde ni el yelmo de acero ni el velo de malla le protegían el rostro. Los mitones de la armadura que le colgaban de las muñecas descubrían las manos: pálidas, con uñas bien cortadas. Si bien es verdad que la cota de malla absorbe el cuerpo humano, se aferra a la ropa forrada que hay debajo y la deja con un aspecto regordete, Ash pensó que aquella mujer tenía una constitución muy parecida a la suya: y por un momento quedó consumida por la pura realidad de una carne viva, cálida, que respiraba y estaba sentada delante de ella, al alcance de su mano, y tan parecida…
—Quiero ver a Thomas Rochester —dijo.
La general visigoda apenas levantó la voz. Se abrió el portillo de la verja. Un hombre levantó un farol el tiempo suficiente para que Ash viera a Thomas Rochester, con las manos atadas a la espalda, la cara ensangrentada pero al parecer lo bastante bien para permanecer en pie sin ayuda; se cerró la verja.
—¿Contenta?
—Yo no lo llamaría contenta, exactamente… ¡Joder! —exclamó Ash—. ¡No esperaba que me cayeras bien!
—No. —La mujer, que no podía ser mucho mayor que ella, apretó los labios. Una sonrisa irresistible le levantaba las comisuras. Sus ojos oscuros relucían—. ¡No! ¡Ni yo tampoco! Ni el otro jund, tu amigo. Ni tu marido.
Ash se limitó a gruñir.
—El Cordero no es amigo mío —y dejó el tema de Fernando del Guiz en paz. Un júbilo conocido empezó a burbujear en su sangre: el equilibrio requerido cuando se vuelve a negociar un acuerdo digno con personas siempre más poderosas que una misma (o no contratarían mercenarios); la necesidad de saber lo que se debe decir, y lo que hay que callar.
—¿Cómo es que tienes cicatrices? —preguntó la general visigoda—. ¿Una herida de batalla?
No era una negociación, sino pura curiosidad personal, comprendió Ash. Y como tal, quizá una debilidad que se podía explotar.
—Nos visitó un santo cuando yo era niña. Vino el león. —Ash se tocó la mejilla, algo que no hacía con frecuencia, y sintió la carne dentada bajo las yemas enguantadas—. Me marcó con sus garras, para mostrar así que yo habría de ser una Leona, en el campo de batalla.
—¿Tan joven? Sí, a mí también me entrenaron muy pronto.
Ash repitió, utilizando el término de forma bastante deliberada, su anterior pregunta:
—¿De quién soy yo bastarda?
—De nadie.
—¿Na…?
La general visigoda parecía evaluar lo perpleja que se sentía Ash. Deberíamos poder leernos muy bien, pensó Ash. ¿Pero es así? ¿Cómo iba a saberlo? Podría equivocarme.
Dejó que su lengua continuara hablando.
—¿Qué quieres decir con eso? No querrás decir que soy legítima. ¿De qué familia? ¿De qué familia procedes tú?
—De la de nadie.
Los ojos oscuros bailaban, sin ninguna malicia que Ash pudiera detectar y luego la otra mujer dio un profundo suspiro, dejó descansar los brazos blindados en la mesa y se inclinó hacia delante. La luz de las teas de los gólems se deslizaba por su cabello rubio platino y por su rostro sin marcas.
—Tú no eres más legítima que yo —dijo la Faris—. Soy hija de esclavos.
Ash se la quedó mirando fijamente, consciente de una conmoción demasiado intensa para reconocerla; tan intensa que se desvaneció en un encogimiento de hombros mental y un «¿y qué?», la conciencia de que algo, en alguna parte, se había soltado en su mente.
La Faris continuó:
—Fueran quienes fueran mis padres, eran esclavos en Cartago. Los turcos tienen sus jenízaros, niños cristianos que roban y crían y los convierten en guerreros fanáticos por su país. Mi… padre… hacía algo muy parecido. Yo nací de una esclava —repitió en voz baja—, una cautiva: y supongo que tú también. Lo siento si esperabas algo mejor que eso.
La tristeza de su tono parecía sincera.
Ash abandonó cualquier idea de negociación o subterfugio.
—No lo entiendo.
—No, ¿por qué habrías de entenderlo? No creo que al amir Leofrico le hiciera mucha gracia saber que te lo estoy contando. Su familia lleva generaciones criando niños para conseguir un Faris. Yo soy su éxito. Tú debes de ser…
—Uno de los descartes —la interrumpió Ash—. ¿No es así?
El corazón le golpeaba en el pecho. Aguantó el aliento a la espera de que la contradijera. La visigoda se inclinó en silencio y con sus propias manos sirvió vino de una botella en dos copas de madera de fresno. Le ofreció una y Ash la cogió. El negro espejo de líquido se agitaba con el temblor de sus manos. Nadie la contradijo.
—¿Un proyecto de cría de Faris? —repitió Ash. Y luego, con brusquedad—: ¡Dijiste que tenías padre!
—El amir Leofrico. No. Me he acostumbrado a… no es mi verdadero padre, claro está. No se rebajaría a inseminar esclavas.
—Me da igual si se dedica a tirarse burros —dijo Ash con brutalidad—. Por eso querías verme, ¿verdad? ¿Por eso viniste hasta Guizburg mientras estás dirigiendo una maldita guerra? ¿Porque soy tu… hermana?
—Hermana, medio-hermana, prima. Algo. ¡Míranos! —La general visigoda se volvió a encoger de hombros. Cuando levantó su copa de madera también a ella le temblaban las manos—. No creo que mi padre… que el Lord-Amir Leofrico sepa por qué tenía que verte.
—Leofrico. —Ash se quedó mirando a su gemela sin verla. Parte de su mente revolvía entre los recuerdos heráldicos—. ¿Es uno de los amirs de la corte del Rey Califa? ¿Un hombre poderoso?
La Faris sonrió:
—La Casa Leofrico ha sido, desde tiempos inmemoriales, íntima compañera de los reyes Califas. Les dimos los mensajeros gólems. Y ahora, un faris.
—Que le pasa a los… dijiste que había otros. Un proyecto. ¿Qué les pasa a las otras personas que son como nosotras? ¿Cuántas…?
—Cientos, a lo largo de los años. Supongo. Nunca lo he preguntado.
—Nunca lo has preguntado. —Incrédula, Ash se terminó la copa, ni siquiera notó si el vino era bueno o malo—. Esto no es nuevo para ti, ¿verdad?
—No. Supongo que suena bastante raro, si no has crecido con ello.
—¿Qué les pasa a los otros? A los que no son tú, ¿qué les pasa a esos?
—Si no pueden hablar con la máquina[62], se les suele matar. Incluso si pueden hablar con la máquina, normalmente se vuelven locos. No tienes ni idea de lo afortunada que me siento por no haberme vuelto loca en mi infancia.
Lo primero que se le ocurrió a Ash fue un sardónico «¿estás segura de eso?», y luego comprendió algo más de lo que había dicho la mujer. Totalmente horrorizada, repitió:
—¿Matarlos?
Antes de que la visigoda pudiera responder, sintió el impacto de una única frase.
Y soltó de golpe, sin ninguna intención de hacerlo.
—¿Qué quieres decir con eso de hablar con la máquina? ¿Qué «máquina»? ¿A qué te refieres?
La Faris dobló los dedos alrededor de la copa de madera.
—¿No me digas que no has oído hablar del Gólem de Piedra? —preguntó con un tono irónico que Ash no solo reconoció sino que sospechó que era una parodia deliberada—. ¿Cuándo me he tomado tantas molestias para extender el rumor? Quiero que mis enemigos estén demasiado aterrorizados para enfrentarse a mí. Quiero que todo el mundo sepa que tenemos una gran máquina de guerra[63] en casa y que hablo con ella siempre que me place. Incluso en plena batalla. Sobre todo en plena batalla.
Eso es, comprendió Ash. Por eso estoy aquí.
No porque me parezca a ella.
No porque es probable que seamos familia.
Porque oye voces y quiere saber si yo también las oigo.
¿Y qué coño hará si se entera de la verdad?
A pesar de saber que era precipitarse demasiado en sus conclusiones, a pesar de saber que quizá no estuviera justificado, el pánico y la incertidumbre hicieron que el corazón empezara a saltarle en el pecho, hasta el punto de alegrarse de llevar puesto un gorjal: el latido se habría visto con toda claridad en su garganta.
Y por puro reflejo, hizo lo que llevaba haciendo desde que tenía ocho años: cortó la cadena que la unía a sus miedos. Habló con tono casual y desdeñoso:
—Oh, he oído los rumores. Pero no son más que rumores. Tienes una especie de Cabeza Parlante en Cartago, ¿es una cabeza? —se interrumpió para preguntar.
—¿Has visto nuestros caminantes de arcilla? Es su abuelo y progenitor: el Gólem de Piedra. Pero —añadió la mujer—, la derrota que le infligimos a los italianos y a los suizos no es un simple «rumor».
—¡Los italianos! Sé por qué arrasasteis Milán, fue solo para interrumpir el comercio de armaduras. Lo sé todo sobre eso: en otro tiempo fui aprendiz de un armero milanés. —Dado que ese hecho no había conseguido distraer a la mujer ni a ella misma, Ash siguió a toda prisa—: Admito lo de los suizos pero ¿por qué no ibas a ser buena? Después de todo, ¡yo soy buena!
Se detuvo y podría haberse mordido la lengua con la fuerza suficiente para hacerse sangre.
—Sí. Eres buena —dijo la Faris con naturalidad—. Tengo entendido que tú también oyes «voces».
—Pues eso no es un rumor. Es una mentira descarada. —Ash se las arregló para lanzar una tosca carcajada— ¿Quién crees que soy, la Pucelle[64]? ¡Y ahora me dirás que soy virgen!
—¿Nada de voces? ¿Solo una mentira útil? —sugirió con suavidad la general visigoda.
—Bueno, no es que vaya a negarlo, ¿verdad? Cuanto más Celestial parezca, mejor para mí. —Ash consiguió, de forma bastante más convincente, parecer a la vez pagada de sí misma y avergonzada de que la hubieran sorprendido contando mentiras en público.
La mujer se tocó la sien.
—Aun así, yo sí estoy en contacto con nuestro computador táctico. Lo oigo. Aquí.
Ash se la quedó mirando. Debía de parecer, se dio cuenta por un momento, que no se creía ni una palabra de lo que le decía la mujer y que pensaba que debía de estar loca. Lo cierto es que apenas era consciente de la presencia de la mujer.
El aire frío que entró en el jardín protegido le refrescó el rostro sudoroso. Fuera bufó un caballo y expulsó su aliento al cielo nocturno. El sonido de la charla de los soldados visigodos era apenas audible. Ash se aferró a lo que podía ver y oír como si fuera su propia cordura. El pensamiento se formó en su mente, inevitable. Si me concibieron como a ella y ella oye la voz de una máquina táctica, entonces es de ahí de donde viene mi voz.
¡No!
Se limpió el labio superior húmedo, el aliento empañó las placas metálicas del guantelete. Aturdida, al principio tuvo la sensación de que iba a vomitar y luego fue como si se separara de sí misma de una forma extraña. Vio que la copa de vino se le caía de los dedos y rebotaba, derramando líquido por toda la mesa de caballete y empapando los papeles tan pulcramente colocados.
La Faris soltó un taco, se levantó de un salto, llamó a alguien y derribó la mesa. Cuatro o cinco muchachos, pajes o siervos visigodos, entraron corriendo en el jardín, rescataron los documentos, limpiaron la mesa, y empaparon el vino que manchaba el camisote de la general. Ash se quedó sentada y miró todo aquello con expresión ausente.
Siervos criados para ser soldados. ¿Es eso lo que dice? ¿Y yo no soy más que una mocosa a la que por alguna razón no mataron? Oh, mi dulce Jesús, y yo que siempre pensé que los esclavos y los cautivos eran despreciables…
Y mi voz no es…
¿No es qué?
¿No es el león? ¿No es un santo?
¿No es un demonio?
¡Cristo, dulce salvador, oh mi dulce, dulce salvador, esto es peor que los demonios!
Ash apretó la mano izquierda y ocultó el puño debajo de la mesa mientras se clavaba las placas de acero en la carne. Luego pudo al fin levantar la vista, centrarse gracias al dolor y murmurar:
—Lo siento. Beber con el estómago vacío. El vino se me ha subido a la cabeza.
No lo sabes. No sabes si lo que ella oye es lo que oyes tú. No sabes si es lo mismo.
Ash se miró la mano izquierda. El guante del guantelete que le cubría la palma de la mano mostraba manchas rojas que empapaban el cuero.
Lo último que me apetece hacer es seguir hablando con esta mujer. Oh, joder.
Me pregunto qué pasaría si se lo dijera. Que sí oigo una voz. Una voz que me dice qué tácticas puedo usar en una batalla.
Y si se lo digo, ¿qué pasa luego?
Si yo no sé la respuesta a esa pregunta, ¡desde luego no debería hacérsela a ella!
Le sorprendió, como le había ocurrido con frecuencia en el pasado, lo mucho que aminora el tiempo su marcha cuando la vida queda volcada en la cuneta. Una copa de vino, en un jardín, una noche de julio; es ese tipo de ocasiones que en ese momento pasan rápida y automáticamente y que luego desaparecen del recuerdo de inmediato. Ahora lo registró todo con minuciosidad, desde la pata del taburete de roble que, bajo su peso, se iba hundiendo poco a poco en la hierba repleta de margaritas hasta el deslizamiento de las placas de su armadura cuando estiró un brazo para coger la botella de vino, pasando por la larga intensidad del momento antes de que sus siervos dejaran de limpiar a la general visigoda y esta volviera la cabeza brillante para mirar a Ash otra vez.
—Es cierto —dijo la Faris en tono familiar—. Hablo con la máquina de guerra. Mis hombres la llaman el Gólem de Piedra. No es de piedra y no se mueve como estos… —Un pequeño encogimiento de hombros cuando señaló las figuras de piedra y latón que sujetaban las teas—… Pero le gusta el nombre.
La precaución volvía a asentarse, Ash posó la botella y pensó, si no sé cual será el resultado de decírselo, entonces no debería decírselo hasta que lo sepa.
Y desde luego no hasta que haya tenido tiempo de pensarlo, hablarlo con Godfrey, Florian y Roberto…
¡Mierda, no! Ellos solo piensan que podría ser bastarda; ¿cómo voy a decirles que nací esclava?
Dijo, con los labios rígidos por el engaño:
—¿Y para qué serviría una máquina de guerra como esa? Podría llevarme mi ejemplar de Vegetius[65] al campo de batalla y leerlo allí, pero eso no me ayudaría a ganar.
—Pero si lo tuvieras allí contigo, vivo y pudieras pedirle consejo al propio Vegetius, ¿entonces quizá sí?
La visigoda se rascó la parte frontal de la delicada cota de malla con un dedo mientras bajaba la vista.
—Eso va a oxidarse. ¡La humedad de este maldito país!
Las teas de brea siseaban y chisporroteaban al quemarse. Los gólems permanecían quietos, estatuas frías. Las estelas del humo negro con olor a pino subían hacia el cielo nocturno. El arco curvado de la media luna menguante se hundía detrás de los setos del jardín. A Ash le dolían los músculos. Le escocía cada golpe recibido durante el arresto. El vino se le había subido a la cabeza y la hacía tambalearse un poco en el taburete; y pensó, si no tengo cuidado, la bebida va a hacer efecto, le diré la verdad y entonces, ¿dónde estaré?
—Hermanas —dijo con voz borrosa. El taburete de madera se precipitó hacia delante. Se levantó en lugar de caer de bruces y se paró con una mano blindada extendida, agarrándose al hombro de la visigoda para apoyarse—. ¡Cristo, mujer, podríamos ser gemelas! ¿Cuántos años tienes?
—Diecinueve.
Ash lanzó una carcajada temblorosa.
—Bueno, ahí lo tienes. Si supiera el año que nací, podría decírtelo. Ahora debo de tener dieciocho años, diecinueve o unos veinte. Quizá somos gemelas. ¿Tú que crees?
—Mi padre hace que críen entre sí todos sus esclavos. Creo que lo más probable es que todos nos parezcamos. —Las cejas oscuras de la Faris se fruncieron. Levantó la mano con los dedos desnudos y acarició a Ash en la mejilla—. Vi a algunos de los otros, de niña, pero se volvieron locos.
—¡Se volvieron locos! —Un rubor se extendió por el rostro de Ash, que sintió su calor. No lo planeó, fue algo totalmente genuino: su rostro se ruborizó—. ¿Qué se supone que he de contarle a la gente? Faris, ¿qué les digo? ¿Qué un lord-amir loco de ahí abajo, de Cartago, está criando esclavos como si fueran ganado, como animales? ¿Y que yo era uno de ellos?
La visigoda dijo con suavidad.
—Aún podría ser una coincidencia. No deberíamos dejar que un parecido…
—¡Oh, no me jodas, mujer! ¡Somos gemelas!
Ash se miró en unos ojos que estaban a la misma altura del suelo que los suyos, el mismo color oscuro, buscaba en sus rasgos la familiaridad: la curva del labio, la forma de la nariz, la forma de la barbilla, una mujer extranjera de cabello claro con el bronceado y las extrañas cicatrices de las campañas militares y una voz que, si bien no llegaba a ser la suya, podría (suponía ahora) ser su propia voz tal y como la oían los demás.
—Preferiría no haberlo sabido —dijo Ash con la voz espesa—. Si es cierto, no soy una persona, soy un animal. Un caballo de raza. Un caballo de raza fracasado. Me pueden comprar y vender (cualquiera) y yo no puedo decir ni una palabra. Por ley. Y tú también eres un animal de granja. ¿Es que no te importa?
—No es nuevo para mí.
Eso la cortó en seco. Ash cerró la mano sobre el hombro blindado de la mujer, lo apretó una vez y lo soltó. Se quedó de pie, balanceándose pero erguida. Los altos setos del hortus conclusus dejaban fuera a Basilea, la compañía, el ejército, el mundo sumido en la oscuridad; y Ash se estremeció, a pesar de la armadura y de que estaba forrada por dentro.
—No me importa por quién lucho —dijo—. Firmé un contrato contigo y supongo que esto no es suficiente para romperlo, suponiendo que toda la gente que tengo aquí esté ilesa, y no solo Thomas. Sabes que soy buena, aunque no tenga tu «Gólem de Piedra».
La mentira le salió con tanta facilidad que podría haber sido una actuación, podría haber sido insensibilidad, pero en cualquier caso, Ash tenía la sensación de que no podía engañar a nadie. Siguió adelante con tenacidad.
—Sé que has asolado media docena de ciudades italianas, esenciales por su comercio; sé que los cantones suizos están borrados del mapa como fuerza militar y que has asustado tanto a Federico y las Alemanias que se han rendido. También sé que el sultán de Constantinopla no espera en estos momentos ningún problema, ya que tu ejército va dirigido contra la Cristiandad, contra los reinos que hay al norte de aquí.
Dejó que su mirada reposara en el rostro de la general, e intentó detectar cualquier emoción. Un rostro impasible le devolvía la mirada, el claroscuro de las sombras cambiaba con la luz de las teas de los gólems.
—Dirigido contra Borgoña, según Daniel de Quesada, pero supongo que eso también quiere decir Francia. ¿Y luego los rosbifs? Vas a cubrir demasiado terreno, incluso con la cantidad de gente que tienes. Yo sé lo que hago, llevo haciéndolo mucho tiempo; déjame seguir con ello, ¿de acuerdo? Y luego, en el futuro, cuando ya no esté bajo contrato, le diré a tu Lord-Amir Leofrico exactamente lo que pienso de su cría de bastardos.
… y es probable que esto funcionara con cualquier otra persona, concluyó Ash en la privacidad de su propia mente. ¿Se me parece mucho? ¿Va a saber cuándo estoy mintiendo? Por lo que sé, esto le sonaría a farol a cualquiera, por no hablar ya de a una hermana que no sabía que tenía.
No te jode. Una hermana.
La general visigoda se inclinó y recogió la Cabeza Parlante del trozo de césped que mellaba, la sacudió, se encogió de hombros y la volvió a colocar en la mesa de caballete al lado de la celada de Ash.
—Me gustaría mantenerla como subcomandante aquí.
Ash abrió la boca para responder y registró entonces el «mantenerla». «La», no «te». Eso, la dicción precisa y los ojos ausentes de la mujer, le reveló de algo que le produjo una repentina punzada en las entrañas: No está hablando conmigo.
La inundó el miedo.
Dio dos pasos hacia atrás, resbaló sobre la hierba helada y trastabilló por el terraplén cubierto de césped. Apenas capaz de mantener el equilibrio, se cayó y chocó de espaldas con fuerza contra el borde de mármol de la fuente. Oyó el crujido del espaldar. Un sabor cobrizo le bañó la boca. Se ruborizó, se puso roja como el fuego, tan avergonzada como si la hubieran descubierto manteniendo relaciones sexuales en público; sintió durante un segundo que no era real hasta ese momento y al siguiente pensó, ¡jamás esperé ver a nadie más haciendo esto!
Los gólems la miraban desde la parte superior del terraplén. El más cercano a Ash tenía una telaraña que le unía el brazo al seto, una hebra blanca escarchada que salvaba el espacio existente entre las hojas de la alheña podada y el mecanismo de latón brillante del codo de la figura. Se quedó mirando la cara ovalada y sin rasgos, la forma de huevo de la cabeza delineada por las teas goteantes.
La voz de la Faris protestó:
—Pero yo preferiría utilizarla a ella y su compañía ahora, no más tarde.
No está hablando conmigo. Está hablando con sus voces.
Ash soltó de golpe.
—¡Tenemos un contrato! Estamos luchando por ti. ¡Ese fue el acuerdo!
La general se cruzó de brazos, con la cabeza ahora levantada mientras contemplaba las constelaciones del sur que cubrían el cielo de Basilea.
—Si me lo ordenas, entonces lo haré.
—¡No me creo que oigas voces! Eres una puta pagana. ¡Solo estas fingiendo! —Ash intentó volver a trepar por el escarpado terraplén; las suelas de las botas de montar le patinaban sobre la hierba fría y resbaló, se precipitó entre el estrépito del metal y se frenó con las manos; luego, a cuatro patas, levantó la vista y miró a la visigoda.
—¡Pretendes engañarme! ¡Esto no es real!
Sus protestas eran una catarata verbal. Tartamudeó entre un torrente de palabras ininteligibles y en lo más privado de su mente, pensó ¡no debo escuchar! Haga lo que haga, no debo hablar con mi voz, no debo escuchar, por si acaso es la misma…
… por sí acaso ella se entera si escucho.
Entre mantener la continua protesta y la determinación de cerrar por completo su mente, ni oyó ni sintió nada mientras la visigoda seguía hablándole al aire vacío.
—Sí. La enviaré al sur en la próxima galera.
—¡De eso nada! —Ash se puso en pie rápida y cuidadosamente.
La general visigoda dejó de contemplar el cielo nocturno y la miró.
—Mi padre, Leofrico, quiere verte —dijo—. Llegarás a Cartago en menos de una semana. Si no te entretiene demasiado, te tendré aquí de vuelta antes de que el sol se traslade a Leo[66]. Estaremos un poco más al norte pero aún puedo utilizar tu compañía. Mandaré a tus hombres de vuelta al campamento.
—¡Baise mon cul![67] —le soltó Ash.
Fue por puro reflejo. De la misma forma que había interpretado el papel de la mascotita del campamento a los nueve años, también sabía interpretar el papel del capitán mercenario farolero a los diecinueve. La cabeza le daba vueltas.
—¡Eso no estaba en el contrato! Si tengo que sacar a mi gente del campo de batalla ahora, te va a costar un pico… Todavía tengo que darles de comer. Y si quieres que baje hasta el puto norte de África en medio de tu guerra… —Ash intentó encogerse de hombros—. Eso tampoco estaba en el contrato.
Y en cuanto me quites los ojos de encima, yo me largo de aquí.
La visigoda recogió la celada de Ash de la mesa y le pasó la palma desnuda por la curva del metal, desde la cimera hasta la cola pasando por la cresta. Ash se estremeció con un gesto automático al anticipar el óxido en el acero espejado. La mujer golpeó el metal con los nudillos y aire pensativo, luego bajó la cimera hasta que se cerró con un chasquido.
—Les voy a dar unos cuantos de estos a mis hombres. —Una breve chispa de alegría, y sus ojos se encontraron con los de Ash—. No ordené que se asolara Milán hasta haberlo vaciado primero.
—No hay nada mejor que las armaduras milanesas. Salvo las de Augsberg y supongo que tampoco has dejado mucho intacto en las fundiciones del sur de Alemania. —Ash levantó la mano y cogió el yelmo de las manos de la mujer—. Mándame un mensaje al campamento cuando quieras que suba a bordo del barco.
Durante todo un segundo estuvo convencida de que lo había logrado. Que le permitirían salir de allí caminando, salir a caballo de la ciudad, colocarse justo en el medio de ochocientos hombres armados que vestían su librea y decirle a los visigodos que se fueran directamente a la versión arriana de la condenación eterna.
La general visigoda preguntó en voz alta:
—¿Qué hago con alguien que mi padre quiere investigar y en la que no confío que no se escape si la dejo salir de aquí?
Ash no dijo nada en voz alta. En esa parte de sí misma donde la voz era un potencial, actuó. No fue una decisión, fue un reflejo instintivo, algo que hizo a pesar del riesgo de que la descubrieran. Sin moverse, Ash escuchó.
Un susurro, el más suave susurro de los susurros, resonó en su cabeza. La voz más callada y conocida imaginable…
—Despójala de la armadura y las armas. Mantenla bajo continua vigilancia. Escóltala de inmediato al barco más cercano.