Capítulo 3

LA FARIS LEVANTÓ un brazo y dijo algo demasiado brusco y rápido como para que Ash lo entendiera.

—¡Os enviaré a mi qa'id con un contrato! —añadió la general visigoda. Un movimiento brusco del cuerpo hizo girar al berebere castaño en el sitio, con las ancas juntas y luego se alejó al galope. Y el resto con ella, al instante. Tambores, águila, enanos, poetas y matones armados, todos bajando con estrépito la colina oscura rumbo al campamento visigodo.

—¡Volvemos al pueblo! —Ash oyó su propia voz, brusca y ronca, en medio del silencio. Y pensó, cuántos lo han visto, quizá unos cuantos hombres cerca de mí, treinta latidos para ver una cara en la oscuridad, pero pronto se correrá la voz, se convertirá en un rumor—. ¡Volvemos al pueblo!

Durante los cinco días siguientes en ningún momento estuvo hablando con menos de dos personas a la vez, en ocasiones tres.

Godfrey le trajo el contrato de los visigodos para la compañía, con el meticuloso latín comprobado para que ella lo firmara. Y ella firmó, mientras discutía con Gustav y sus caballeros de infantería la posibilidad de intentar una última incursión contra el castillo de Guizburg, y eso mientras se dividía entre contar remontas y sacos de harina de avena con Henri Brant, escuchaba las quejas de los artilleros sobre la escasez de pólvora y escuchaba de labios de Florian (¡Floria!) cómo se curaban o no se curaban las heridas. Antes de que llegara la primera medianoche, ya había visitado a cada lanza de hombres en sus propios alojamientos y se había aceptado el contrato.

—Nos vamos por la noche —anunció Ash. En parte porque por la noche había algo de luz, la luna menguante que entraba en su último cuarto seguía dando más luz que el día. En parte porque a sus hombres no les gustaba cabalgar bajo el antinatural cielo negro diurno y estaban más seguros, en opinión de ella, durmiendo de día, por muy difícil que eso fuera. Cambiar a diario un campamento de ochenta lanzas y un tren de equipaje ya es bastante difícil a la luz del día.

Nunca, ni por un instante, estaba sola.

Se envolvió en una autoridad impenetrable. No se podía hacer ninguna pregunta. No había ninguna. A ella le parecía estar dormida, o sonámbula como mucho.

Despertó, por paradójico que parezca, cinco días más tarde, por puro cansancio.

Ash despertó sobresaltada, se había quedado adormilada y se encontró con la frente apoyada en el cuello de su yegua. Consciente de que su mano, que se aferraba a un cepillo para caballos, se movía en pequeños círculos que cada vez eran más pequeños. Consciente de que acababa de hablar, pero ¿qué había dicho?

Levantó la cabeza y miró a Rickard. El muchacho parecía rendido de cansancio.

Dama le dio un cabezazo con el morro y resopló. Ash se irguió. Le pasó la mano libre por el flanco cálido y lustroso. El potro que llevaba en el interior presionaba las paredes. La yegua pateó con suavidad y empujó a Ash con los hombros dorados. Las esterillas que tenía bajo los pies olían bien, a estiércol de caballo.

Ash bajó la mirada. Llevaba las botas de montar muy altas, con la parte superior abotonada al faldón del jubón para mantenerlas subidas. Estaban cubiertas de barro y estiércol de caballo hasta la altura de la rodilla.

—La gloriosa vida de un mercenario. Si hubiera querido pasarme la vida enterrada en mierda hasta la rodilla, podría haber sido campesina en alguna granja. Al menos no tienes que trasladar una granja a veintidós kilómetros cada vez que canta el gallo. ¿Por qué estoy hasta el culo de mierda?

—No lo sé, jefe. —Era esa clase de pregunta retórica que alguien se habría tomado como una invitación para hacer gala de su ingenio; Rickard parecía incapaz de expresarse. Pero también parecía contento. Era obvio que no era de eso de lo que estaba hablando antes.

Más animado, Rickard dijo:

—Parirá en unos quince días.

La mercenaria tenía el cuerpo magullado, caliente y cansado. Los faroles de hierro horadado arrojaban una luz amarilla brillante sobre las paredes móviles del establo de lona y el heno que sobresalía del pesebre de Dama. Agradable y tranquilo a tan temprana hora.

Pero si salgo, no veré la salida del sol. Solo oscuridad.

Ash oyó las voces de los hombres de armas que hablaban fuera y el quejido de los perros; entonces no había atravesado el campamento sin escolta. Mis lapsos no llegan tan lejos. Era como una ausencia real para ella, como si alguien se hubiera ido de viaje y acabara de volver.

—Quince días —repitió. El guapo muchacho la contempló. La camisa del muchacho se arremolinaba y se le salía de la abertura que había entre los ojales del hombro y la parte inferior de la espalda. El rostro le estaba adelgazando, perdía la grasa infantil y se convertía en el de un hombre. Ash le ofreció una sonrisa tranquilizadora—. Bien. Escucha, Rickard, cuando le hayas enseñado a Bertrand a ser copero y paje, le pediré a Roberto que te coja como escudero. Ya es hora de que empiece tu preparación.

El joven no dijo nada pero se le iluminó la cara, como la página de un manuscrito.

Después del esfuerzo físico, el cuerpo se relaja. Ash fue consciente entonces de que se le ablandaban los músculos; de la calidez de su media túnica, convertida en un jubón con un faldón más amplio y con las mangas abullonadas cosidas, que llevaba abotonada sobre la brigantina; de su somnolencia, que no hacía nada por embotarle el deseo. Tuvo un repentino recuerdo táctil, muy intenso: la línea del flanco de Fernando del Guiz, desde el hombro a la cadera, la piel cálida bajo las yemas de sus dedos y la embestida de su miembro erecto.

—¡Mierda!

Rickard se sobresaltó. Aventuró:

—El maestro Angelotti quiere hablar con vos.

La mano de Ash se dirigió de forma automática al cuello de Dama cuando esta le dio un golpecito con el hocico. La caricia la calmó.

—¿Dónde está?

—Fuera.

—Bien. Sí, le veré ahora. Diles a todos los demás que no estaré disponible durante la próxima hora.

Cinco días sin ser consciente de que había viajado entre paredes inclinadas de rocas desnudas, con parches de nieve blanca a la luz de la luna. Sin ser consciente del camino. Monte bajo helado, hierbas alpinas, brezo y el tintineo de las piedras que caen poco a poco por los acantilados que dejan a ambos lados. La luz de la luna sobre los lagos, muy por debajo de los caminos sinuosos y la ladera de la montaña cubierta de cantos rodados. Ahora, si luciera la luz del sol, estaría mirando a lo lejos y vería prados verdes sin cercas y pequeños castillos sobre las cimas de las colinas.

La luz de la luna no le mostraba nada del campo circundante cuando dejó las filas de caballos. Desde el campamento no se veía nada a lo lejos.

—Jefe. —Antonio Angelotti se volvió, estaba hablando con los guardias. Vestía un voluminoso manto rojo de lana, que no debería necesitar en julio, encima de la brigantina y la armadura de las piernas. Lo que crujía bajo sus botas mientras se acercaba a ella no eran los juncos secos sino la escarcha.

Los círculos interno y externo que formaban las carretas de la compañía estaban erizados de armas, con tras pavesas grandes como puertas de iglesia. Las hogueras ardían dentro del campamento central, donde dormían los hombres en sus petates y ardían también al otro lado del perímetro, por orden suya, para que se viera el campo que había más allá y para evitar que cualquier arquero o arcabucero que pasara pudiera distinguir sus siluetas contra las llamas. La mercenaria sabía dónde estaba el campamento visigodo, a kilómetro y medio de allí, gracias a las llamas de las hogueras y a los hombres que cantaban a lo lejos, borrachos de alcohol o de ardor bélico, eso no quedaba claro.

—Vamos. —Caminó con Antonio Angelotti hasta llegar al bulto del cañón y los artilleros acampados alrededor de sus fuegos sin hablar más que de asuntos logísticos. Cuando aquel hombre asombrosamente guapo se hizo a un lado para que ella pudiera entrar en su pequeña tienda, la mercenaria supo que el silencio que había mantenido hasta entonces estaba a punto de terminar.

—Rickard, vete a ver si puedes encontrar al padre Godfrey y a Fl… Florian. Mándamelos aquí. —Agachó la cabeza para traspasar la solapa del pequeño pabellón y entró. Sus ojos se acostumbraron a las sombras. Se sentó en un cofre de madera, atado con correas y hierro, que contenía la pólvora suficiente para mandarla a ella y a los artilleros que había fuera al Abismo—. ¿Qué tienes que decir en privado?

Angelotti se puso cómodo apoyándose contra el borde de la mesa de caballete, sin prenderse el borde superior de los quijotes que le armaban los muslos. Una gavilla de papel, cubierta de cálculos, calló al suelo cubierto de juncos. Aquel joven, pensó Ash, era incapaz de tener un aspecto que no fuera elegante en cualquier situación; pero no era incapaz de parecer turbado.

—Así que soy una bastarda del norte de África en lugar de una bastarda de Flandes, Inglaterra o Borgoña —dijo ella, con dulzura—. ¿Tanto te importa?

Él se encogió de hombros con ligereza.

—Eso depende de la familia noble de la que procede nuestra Faris y de si ellos te encontrarán a ti embarazosa. No. En cualquier caso, eres una bastarda de la que una familia tendría que sentirse orgullosa. ¿Qué pasa?

—¡Org…! —Ash resolló. Le ardía el pecho. Se deslizó por el costado del cofre y se quedó sentada, con las piernas separadas, en los juncos, con tal ataque de risa que casi no podía respirar. Las placas de la brigantina crujían con el movimiento de las costillas—. ¡Oh, Ángel! Nada. «Orgullosa». ¡Menudo piropo! Tú… no, nada.

Se pasó el dorso de los guantes bajo los ojos. Un empujón de las poderosas piernas la volvió a subir al cofre de madera.

—Maese artillero, sabéis mucho sobre los visigodos.

—El norte de África es donde aprendí las matemáticas que sé.

Quedó claro que Angelotti estaba estudiando el rostro de la mercenaria. No daba la sensación de saber que eso era lo que estaba haciendo.

—¿Cuánto tiempo pasaste allí?

Con los párpados ovalados sobre los ojos, Angelotti tenía el rostro de un icono bizantino, bajo la luz de las velas y las sombras, con la juventud que lo cubría como la película blanca de la superficie de una ciruela.

—Tenía doce años cuando me llevaron. —Los párpados de largas pestañas se elevaron y Angelotti la miró a la cara—. Los turcos me sacaron de una galera cerca de Nápoles y los visigodos tomaron su barco de guerra. Pasé tres años en Cartago.

Ash no tenía la sangre fría necesaria para preguntarle más por aquella época de lo que él parecía dispuesto a ofrecer de forma voluntaria. Era más de lo que le había dicho en cuatro años. Se preguntó si hubiera preferido, en aquel tiempo, no haber sido tan guapo.

—Lo aprendí en la cama —dijo Angelotti con suavidad, con un giro humorístico en la boca que dejaba claro que para él era transparente el curso de los pensamientos de la mercenaria—. Con uno de sus amirs[56], sus magos-científicos. Lord-Amir Childerico. Que me enseñó trayectorias balísticas, náutica y astrología.

Ash, acostumbrada a ver a Angelotti siempre limpio (aunque un poco chamuscado) y pulcro, en sí mismo un milagro en medio del barro y del polvo del campamento y, sobre todo, reservado, pensó, ¿tanto cree que necesita llegarme para contarme esto?

Se apresuró a hablar.

—Roberto podría tener razón, esto podría ser su crepúsculo… que se extiende. Godfrey lo llamaría un contagio infernal.

—No lo haría. Respeta a sus amirs, como yo.

—¿Qué es lo que quieres decirme?

Angelotti deshizo los nudos del cordón de su manto. La tela roja de lana se deslizó por su espalda, hasta la mesa, y quedó allí arremolinada.

—Mis artilleros se están amotinando. No ha sentado muy bien que cancelaras el asedio de Guizburg. Dicen que fue porque del Guiz es tu marido. Que ya no tienes la sonrisa de la Fortuna.

—¡Oh, Fortuna! —Ash esbozó una amplia sonrisa—. Veleidosa como una mujer, ¿no es eso lo que están diciendo? De acuerdo, hablaré con ellos. Págales más. Sé por qué están furiosos. Tenían galerías excavadas casi hasta la puerta del castillo. ¡Sé que estaban deseando volarlo en mil pedazos…!

—Así que se sienten engañados. —Angelotti parecía muy aliviado—. Si hablas tú con ellos… bien.

—¿Es todo?

—¿Son tus voces como las de ella?

El golpecito más ligero puede hacer añicos la cerámica, si se da en el lugar correcto. Ash sintió las grietas que salían disparadas de su pregunta. Se puso en pie de un salto en el atestado pabellón.

—¿Te refieres a si mi santo no es nada? ¿El león no es nada? ¿Me habla un demonio? ¿Acaso oigo la voz de una máquina, como dicen que le pasa a ella? No lo sé. —Ash jadeaba y se dio cuenta de que los dedos de la mano izquierda se habían tensado alrededor de la vaina de la espada. Tenía los nudillos blancos—. ¿Puede hacer lo que dicen que hace? ¿Puede oír algo, un mecanismo, que está al otro lado del mar central? Tú has estado allí, ¡dímelo tú!

—Podría ser solo un rumor. Una mentira descarada.

—¡No lo sé! —Ash despegó los dedos poco a poco. Amotinados o no, oía a los artilleros celebrando fuera el día de uno de sus oscuros santos patrones[57]; alguien cantaba algo en voz muy alta y bronca sobre un toro al que llevan a una vaca. La mercenaria se dio cuenta de que llamaban al toro, Fernando. Alzó una de sus cejas oscuras. Quizá no les faltaba tanto para el motín, después de todo.

—Los hombres de la Faris han estado construyendo puestos de observación de ladrillo por todos los caminos, a lo largo de la marcha. —Angelotti alzaba la voz por encima del embarazoso coro.

—Están clavando este país. —Ash tuvo un momento de auténtico pánico al pensar, ¿pero dónde estamos? El miedo se desvaneció cuando los recuerdos de los últimos días brotaron obedientes en su mente—. Supongo que por eso quieren coronar a ese «virrey» visigodo suyo en Aquisgrán[58].

—Hace mal tiempo. Dijiste que tendrían que conformarse con algo más cerca y tenías razón, madonna.

En el silencio de aquel momento, Ash oyó ladrar a los perros y los saludos amistosos de los guardias; y entró Godfrey Maximillian quitándose los mitones de piel de cordero, con Floria detrás. El cirujano hizo una señal y el chico, Bernard, con un brasero, despejó un espacio en la tienda para ponerlo y apilar encima más carbones calientes. A un gesto de Angelotti, el chico sirvió con torpeza cerveza floja, mantequilla y pan de dos días antes de irse.

—Odio los malos sermones. —Godfrey se sentó en otro cofre de madera—. Acabo de darles Éxodo capítulo diez, versículo veintidós, en el que Moisés hace caer del cielo una espesa oscuridad sobre Egipto. Cualquiera que sepa algo tendrá que preguntarse por qué eso duró solo tres días y esto lleva tres semanas así.

El sacerdote bebió y se limpió la barba. Ash comprobó con cuidado la distancia entre los varios cofres y frascos de pólvora y los carbones ardientes del brasero. Supongo que está bien, pensó, no tenía mucha fe en el buen sentido de Angelotti en lo que a la pólvora se refería.

Floria se calentó las manos en el brasero.

—Robert ya viene de camino.

Esto es una reunión convocada sin mi consentimiento, comprendió Ash. Y apuesto a que llevan esperando cinco días para hacerlo. Le dio un pensativo mordisco al pan y lo masticó.

La voz de Anselm ladró algo fuera. Se agachó a toda prisa para atravesar la solapa de la tienda.

—No puedo quedarme, tengo que ir a solucionar la guardia de la puerta para esta noche…, para hoy. —Se levantó el gorro de terciopelo al ver a Ash. La luz de las velas brillaba sobre su cráneo afeitado y en la insignia de la librea del león de peltre que llevaba pegada al gorro—. Así que has vuelto.

Lo extraño, quizá, es que nadie cuestionó la elección de palabras. Todos se volvieron para mirarla, los rasgos dignos del fresco de un altar de Angelotti, la barba salpicada de migas de Godfrey, Floria con la expresión cerrada.

—¿Dónde está Agnes? —exigió saber Ash de repente—. ¿Dónde está el Cordero?

—A un kilómetro al noreste de nosotros, acampado, con cincuenta lanzas. —Robert Anselm se quitó la vaina de la espada de encima y se quedó con Floria ante el brasero de hierro. Se movería de una forma totalmente diferente, pensó Ash de repente, si se diera cuenta de que Floria no era un hombre.

—El Cordero lo sabía —gruñó Ash—. ¡El muy cabrón! Debió de saberlo, en cuanto la vio… su general. ¡Y me dejó meterme en eso sin una sola advertencia!

—También dejó a su general meterse en eso —señaló Godfrey.

—¿Y todavía no lo ha cambiado?

—Según me han dicho, afirma que no se había dado cuenta de lo grande que era el parecido. Al parecer, la Faris le cree.

—Joder —Ash se sentó al borde de la mesa de caballete, al lado de Angelotti—. Enviaré a Rickard para retarlo a un duelo personal.

—No hay mucha gente que sepa lo que hizo, si es que lo hizo y no fue un simple pecado de omisión. —Godfrey se chupó un poco de mantequilla de las yemas blancas de los dedos, con los ojos oscuros clavados en ella—. Públicamente, no hay necesidad.

—Quizá me pelee con él de todos modos —gruñó Ash. Se cruzó de brazos sobre la brigantina y se quedó mirando los remaches dorados y el terciopelo azul—. Mirad. Ella no es una aparición mía y yo no soy su diablo personal. No soy más que un accidente de la familia de un amir, eso es todo. Dios sabe que la Grifo en Oro cruzaba el Mediterráneo con harta frecuencia hace veinte años. Seré una prima segunda bastarda o algo así.

Levantó la cabeza y sorprendió a Anselm y Angelotti intercambiando una mirada que fue incapaz de interpretar. Floria escarbaba entre los carbones al rojo vivo y Godfrey bebía de un tazón de cuero.

—Hay algo que pensé que queríamos decir. —Godfrey se limpió la boca y miró con timidez por la tienda, los pliegues ocultos en sombras y los rostros perfilados por la luz de las velas—. Sobre nuestra total confianza en nuestro capitán.

Robert Anselm murmuró.

—No me jodas, escribano, ¡acaba ya!

Se produjo un silencio tenso de impaciencia.

Y en ese silencio resonaron los dos últimos versos de la balada de los artilleros, en los que al fracasado toro Fernando le hacía un servicio la buena de la vaca.

Ash se encontró con la mirada de Anselm y, atrapada entre la ira más absoluta y la risa, se vio precipitada a un ataque de risitas incontenibles provocada por lo que debía de ser una expresión exacta a la suya en el rostro de Robert.

—Yo no he oído nada —decidió con alegría.

Angelotti, que estaba garabateando algo con una pluma, levantó la vista y se apoyó en la mesa de caballete.

—No importa, madonna, ¡te lo he escrito por si se te olvida!

Godfrey Maximillian roció de migas de pan la tienda entera, y lo que fuera a decir se perdió o se sustituyó.

—Voy a hacerme con una nueva compañía —anunció Ash, inexpresiva, y quedó desconcertada cuando Floria, que se había quedado en silencio, dijo en tono neutro:

—Sí, si no confías en nosotros.

Ash vio la ausencia de cinco días escrita en la expresión de Floria. Asintió poco a poco.

—Confío. Confío en todos vosotros.

—Ojalá pensara que eso es cierto.

Ash señaló con el dedo a Floria.

—Y tú te vienes conmigo. Godfrey, tú también. Y Angelotti.

—¿Adonde? —quiso saber Florian.

Ash repiqueteó con los dedos en la vaina de la espada con un son arrítmico que no encajaba demasiado con sus cálculos.

—La general visigoda no puede coronar a su virrey en Aquisgrán; está demasiado lejos. Estamos girando al oeste. Eso significa que se dirige a la ciudad más cercana, que es Basilea…

Emocionado, Godfrey dijo:

—¡Lo que sería un primer movimiento muy útil! Deja la Liga y el sur de las Alemanias bajo su gobierno. Aquisgrán puede venir más tarde. Perdona. Continúa, niña.

—Me marcho a Basilea. Veréis por qué en un minuto. Robert, te doy el mando temporal de la compañía. Quiero que hagas un campamento fortificado a unos cuatro kilómetros y medio de la ciudad, por el lado occidental. Puedes levantar mis pabellones de guerra, mesas, alfombras, la vajilla de plata, toda la parafernalia. Por si recibes visitas.

La despejada frente de Anselm se llenó de arrugas.

—Estamos acostumbrados a que nos mandes por ahí mientras tú negocias un contrato. Este ya está firmado.

—Lo sé, lo sé. No voy a cambiar eso.

—No es lo que hemos hecho otras veces.

—Es lo que vamos a hacer ahora.

Ash descruzó los brazos y se levantó. Miró a su alrededor, a sus rostros, en aquella tienda iluminada por las velas y clavó la mirada por un momento en Floria. Aquí hay mucha historia y parte no la sabe todo el mundo. Dejó el problema a un lado para más tarde.

—Quiero hablar con la general —Ash dudó un momento. Luego continuó y habló con todos y cada uno.

—Godfrey, quiero que hables con tus contactos de los monasterios. Y Fl… Florian, habla con los médicos visigodos. Angelotti, tú conoces a matemáticos y artilleros en su campamento, vete a emborracharte con ellos. ¡Quiero saberlo todo sobre esta mujer! Quiero saber lo que tiene para acabar con ella rápido, lo que quiere que haga su ejército en la Cristiandad, quién es su familia y si es cierto que oye voces. Quiero saber si sabe lo que le ha pasado al sol.

Fuera, la puesta de la media luna indica la llegada de otro día sin luz.

—Roberto. Mientras esté dentro de los muros de Basilea —dijo Ash—, no me vendría mal toda la amenaza implícita que pueda conseguir, esperando ahí fuera.

Mientras se dirigía a la ciudad de Basilea, Ash no podía pensar en otra cosa, tiene mi cara. No tengo padre ni madre, no hay nadie en el mundo que se me parezca pero ella tiene mi cara. Tengo que hablar con ella.

¡Por el dulce Cristo, ojalá hubiera luz!

Bajo aquella oscuridad diurna, entre sus montañas, Basilea resonaba con los cascos de los caballos de guerra y los gritos de los soldados. Los ciudadanos se apartaban de un salto y se refugiaban en el interior de los edificios; o bien no dejaban jamás sus casas y le gritaban desde las ventanas del piso superior cuando ella pasaba a caballo. Puta, perra y traidora eran los insultos más comunes.

—Nadie quiere a los mercenarios —suspiró Ash, burlona. Rickard se echó a reír. Los hombres de armas de la compañía se contonearon.

Había cruces marcando la mayor parte de las puertas. Las iglesias estaban abarrotadas. Ash atravesó procesiones de flagelantes y encontró todos los edificios civiles cerrados salvo la casa de un gremio, que tenía pendones negros en el exterior.

Ascendió como pudo las tortuosas y estrechas escaleras con la armadura y su escolta detrás. Pilares de roble desnudos sobresalían de las paredes blancas enyesadas. La falta de espacio hacía que cualquier arma fuera un obstáculo. Un ruido creciente provenía de las cámaras superiores: voces de hombres que hablaban suizo, flamenco, italiano y el latín del norte de África. El consejo de ocupación de la Faris: quizá pudiera encontrarla en alguna parte.

—Toma. —Se quitó la celada y se la pasó a Rickard. La condensación empañaba el metal brillante.

No era, cuando entró, muy diferente de ninguna otra habitación en cualquier otra ciudad. Ventanas con marcos de piedra y cristales emplomados en forma de diamante que se asomaban a la lluvia que caía sobre las calles empedradas. Casas de cuatro pisos al otro lado del estrecho callejón, fachadas de yeso y vigas reluciendo por la humedad, bajo una lluvia que se estaba convirtiendo en aguanieve, se dio cuenta de repente. Gotas blancas caían en los círculos que dibujaba la luz de los faroles, la luz de otras ventanas y las antorchas de brea iluminaban a los hombres de armas que esperaban abajo.

Los tejados inclinados bloqueaban la visión del cielo negro desde la calle. La temperatura de la habitación era sofocante y hedía por culpa de cien velas de sebo y de junco. Cuando la mercenaria miró la vela de cera marcada, vio que eran más de las doce del mediodía.

—Ash. —Sacó una insignia de librea de cuero—. Condottiere de la Faris.

Los guardias visigodos la dejaron pasar. Se sentó en la mesa, con sus hombres detrás, razonablemente segura de que Robert Anselm podían manejar tanto a Joscelyn van Mander como a Paul di Conti; de que tomaría nota de lo que dijesen los líderes de las lanzas más pequeñas; de que, si se llegaba a eso, la compañía lo seguiría en un ataque. Una rápida mirada a su alrededor le mostró que había europeos y visigodos, pero no había señal de su Faris.

Un amir (por las ropas) dijo:

—Debemos organizar esta coronación. Les ruego a todos ayuda con el procedimiento.

Otro civil visigodo empezó a leer, con cuidado, de un manuscrito europeo iluminado.

—«En cuanto el arzobispo haya puesto la corona en la cabeza del rey, ofrecerá entonces el rey su espada a Dios sobre el altar… el conde más loable que haya presente en la sala la… presentará desnuda ante el rey…»[59].

Eso no es cosa mía, pensó Ash. ¿Cómo coño consigo hablar con su general?

Se rascó el cuello, bajo el gorjal de malla. Luego se detuvo, no quería atraer la atención hacia el cuero mordisqueado por las ratas y los puntos rojos de las picaduras de las pulgas.

—¿Pero por qué hemos de coronar a nuestro virrey con ceremonias paganas? —Quiso saber uno de los qa'ids visigodos—. Ni siquiera sus propios reyes y emperadores han conseguido merecer la lealtad de estas gentes, ¡así que, para qué servirá!

Un poco más allá, al otro lado de la mesa, un hombre con el pelo rubio cortado a la moda militar visigoda levantó la cabeza. Ash se encontró mirando el rostro de Fernando del Guiz.

—Oye, no es nada personal, del Guiz —añadió con tono afable el mismo oficial visigodo—. Después de todo, quizá seas un traidor, pero, coño, ¡eres nuestro traidor!

Un murmullo de humor seco recorrió la mesa de madera, sofocado por el amir, que sin embargo miró al joven caballero alemán con expresión burlona.

Fernando del Guiz sonrió. Su expresión era abierta, cómplice del oficial visigodo de alto rango, como si Fernando disfrutara del chiste hecho a su propia costa.

Era la misma sonrisa encantadora que había compartido con ella fuera de la tienda del Emperador en Neuss.

Ash vio que la frente le relucía bajo la luz de las velas; le brillaba de sudor.

Ni un signo de carácter. Ninguno en absoluto.

—¡Joder! —Gritó Ash.

—«Y el rey será…» —Un hombre de cabello blanco con una túnica plisada de lana de color sombrío y una cadena de plata alrededor del cuello levantó la vista del documento escrito que iba siguiendo con el dedo enjoyado—. ¿Disculpad, Frau?

—¡Joder! —Ash se levantó de un salto y se inclinó hacia delante con las manos cubiertas con los guanteletes apoyadas en la mesa. Fernando del Guiz: pétreos ojos verdes. Fernando del Guiz, con un camisote y una túnica blanca debajo; la insignia de qa'id atada al hombro y la boca ahora blanca alrededor de los labios. El joven se encontró con los ojos de la mercenaria y esta lo sintió, sintió el contacto de sus ojos como una sacudida literal bajo las costillas.

—¡Eres un puto traidor!

Siente la empuñadura de la espada sólida bajo el puño, saca la hoja, afilada como una cuchilla, un centímetro de la vaina antes de pensarlo siquiera, cada músculo entrenado empieza a moverse. La mercenaria siente en su cuerpo la sacudida de anticipación de la punta de la espada atravesando el rostro desnudo, desprotegido, del joven. Le aplasta la mejilla, el ojo, el cerebro. La fuerza bruta resuelve tantas cosas en esta vida en las que no merece la pena pensar… Después de todo, así es como se gana la vida.

En el segundo escaso que tarda en sacar la espada, Agnus Dei (ya visible, sentado con la armadura milanesa y una sobrevesta blanca detrás del amir) se encoge de hombros, un gesto que dice con toda claridad «¡mujeres!» y dice en voz alta:

—¡Guárdate tus asuntos privados para otra ocasión, madonna!

Ash lanzó una breve mirada por encima del hombro para asegurarse de que sus seis hombres de armas estaban colocados detrás de ella. Rostros impasibles. Listos para respaldarla. Salvo Rickard. El muchacho se mordía la mano desnuda, aterrado ante aquel silencio.

Aquello la afectó.

Fernando del Guiz la contemplaba sin ninguna expresión en el rostro. A salvo tras los muros de la protección pública.

—Eso haré —dijo Ash mientras se sentaba. En aquella habitación de vigas bajas, hombres repentinamente tensos que llevaban espadas en el cinturón se relajaron y la mercenaria añadió—: Y también dejaré mis asuntos con el Cordero para otro momento.

—Quizá a los mercenarios no les haga falta acudir a esta reunión, condottieri —sugirió el lord-amir con sequedad.

—Supongo que no. —Ash tensó los brazos contra el borde de la mesa de roble—. Lo cierto es que necesito hablar con vuestra Faris.

—Está en el ayuntamiento de la ciudad.

Estaba claro que solo era para aplacar a un mercenario pendenciero. Pero Ash lo agradeció. Se levantó con un impulso y disimuló una sonrisa al ver que Agnus Dei también tenía que reunir a sus hombres, despedirse y dejar la reunión y la casa.

Le echó un vistazo al Cordero y sus hombres cuando salieron con lentitud al empedrado detrás de ella. Se arrebujó en el manto para que la protegiera del aguanieve.

—Todos los mercenarios en la calle juntos…

Eso lo haría luchar o reír.

Las arrugas se profundizaron en el rostro bronceado del italiano, bajo el barbote y el penacho empapado.

—¿Qué te paga, madonna?

—Más que a ti. Sea lo que sea, apuesto a que es más que a ti.

—Tú tienes más lanzas —dijo él con suavidad al tiempo que se ponía los pesados guanteletes.

Confundida por la rápida evaporación de su enfado, Ash se puso el yelmo y estiró la mano cuando Rickard trajo a Godluc; luego montó rápida y fácilmente. Tampoco es que los cascos herrados de un caballo de guerra fueran más seguros sobre el empedrado que sus propias botas de suela resbaladiza.

El Cordero exclamó:

—¿Te lo ha dicho tu Antonio Angelotti? También han quemado Milán. Hasta los cimientos.

Un olor a caballo mojado impregnaba el aire frío.

—Tú eras de Milán, ¿no, Cordero?

—Los mercenarios no son de ningún sitio, ya lo sabes.

—Algunos lo intentamos. —Eso le recordó Guizburg, a setenta y cinco kilómetros de distancia, (muros de la ciudad destrozados y una torre incólume) y otra sacudida la dejó sin aliento: está arriba, en esa pequeña habitación, ¡y yo desearía que estuviera muerto!

—¿Cuál de los dos fue? —quiso saber—, ¿Quién dejó que se conocieran las «gemelas» sin advertirnos a ninguna de las dos?

El Cordero lanzó una risita dura.

—Si la Faris creyera que fue culpa mía, madonna, ¿estaría aquí?

—Pero Fernando también está aquí.

El mercenario italiano le lanzó una mirada que decía «eres una niña» y que no tenía nada que ver con su edad.

Ash dijo, temeraria:

—¿Y si te pagara para que mataras a mi marido?

—¡Soy soldado, no asesino!

—Cordero, siempre he sabido que tenías principios, ¡si al menos pudiera encontrarlos! —La mercenaria hizo un chiste de la situación y se echó a reír, incómoda porque era consciente por la expresión del italiano que este sabía que no era ningún chiste.

—Además, es el hombre de moda con la Faris-General. —Agnus Dei se tocó la sobrevesta blanca y su expresión cambió—. Dios le juzgará, madonna. ¿Crees que eres el único enemigo que tiene, después de hacer esto? El juicio de Dios está sobre él.

—Me gustaría llegar primero. —Ash, muy seria, contempló cómo montaban Agnus Dei y sus hombres. Cascos y voces resonaban entre las casas altas y estrechas. Una putada de calle para luchar, pensó, y dejó caer la barbilla sobre el gorjal para murmurar en voz alta (como una simple suposición) y por primera vez desde Génova:

—Seis caballeros montados contra siete… todos llevan martillos de guerra, espadas, hachas… en muy mal terreno…

Y se detuvo. Y levantó el brazo para bajar de un tirón la cimera de la celada y ocultar así la cara. Hizo girar a Godluc, las herraduras de hierro sacaban chispas del aguanieve, resbaló y salió de allí al galope, sus hombres de armas la siguieron como pudieron, el grito horrorizado de Cordero se perdió entre el estruendo.

¡No! ¡No he dicho nada! ¡No quiero oírlo…!

Nada racional: un muro de miedo se elevó en su mente. No quería reflexionar sobre las razones.

No es más que el santo que oigo desde que era niña: por qué

No quiero oír mi voz.

Al final dejó que Godluc frenara un poco sobre el peligroso empedrado. Las antorchas ardían mientras Ash guiaba a su séquito por las calles estrechas y oscuras como la boca de un lobo. Un reloj marcó a lo lejos las dos de la tarde.

—Sé dónde recogeremos al cirujano de camino —le dijo a Thomas Rochester. Había renunciado al Floria-Florian, era un nombre que la hacía trabarse al hablar. Rochester asintió y dirigió el modo de cabalgar: él y otro jinete armado delante de ella, dos más en la retaguardia y los dos ballesteros montados con los gorros de fieltro cabalgarían al lado de la mujer. El camino que pisaban cambió bajo sus pies y el empedrado dio paso a rodadas de barro helado.

Ash cabalgaba entre las casas, que tenían diminutas ventanas de cristal emplomado iluminadas por velas baratas de junco. Un punto negro dio una sacudida y salió disparado delante de ella. Godluc movió la cabeza ante aquel vuelo angular. Murciélagos, comprendió: murciélagos que salían volando de las casas-cuevas con la oscuridad del día y que atrapaban insectos, o lo intentaban.

Algo crujió bajo los cascos herrados del caballo de guerra.

Delante de ellos, tirados por el suelo frío, los insectos yacían como escarcha crujiente.

Hormigas con alas, todas muertas de frío; abejas, avispas, moscardas. Había cien mil, los cascos ligeros de Godluc se posaban sobre las alas brillantes y rotas de las mariposas.

—Aquí —señaló una casa de tres plantas con un rimero de ventanas colgantes. Rochester sorbió por la nariz. La mercenaria no podía ver mucho del rostro del moreno inglés bajo el visor, pero cuando estudió la casa ante la que se detuvieron, supuso la razón de su malhumor. Cien velas de junco brillaban en las ventanas, había alguien cantando y alguien tocaba un laúd sorprendentemente bien mientras tres o cuatro hombres vomitaban en la alcantarilla que había en el centro del callejón. Las casas de putas siempre hacen buen negocio en tiempos de crisis.

—Chicos, esperadme aquí. —Ash bajó de la silla con un ágil movimiento. La luz se reflejaba en su armadura de acero—. Y me refiero a aquí. ¡No quiero encontrarme con que falta ninguno cuando vuelva!

—No, jefe —sonrió Rochester.

Hombres de cuellos gruesos, con jubones y calzas, con la luz en la espalda, la dejaron pasar al ver la armadura y la chaqueta de la librea. No tenía nada de extraño un caballero con voz de niño ni unos hombres de armas en una casa de putas de Basilea. Dos preguntas le proporcionaron la información necesaria sobre la habitación ocupada por un cirujano con acento borgoñón y pelo rubio, dos monedas de plata de origen indeterminado se ganaron el silencio de los informadores. Subió a zancadas las escaleras, llamó una vez y entró.

Había una mujer echada sobre un jergón en la esquina de la pequeña habitación. Tenía el corpiño bajado y le colgaban los largos pechos llenos de venas. Todas las camisolas y la falda de lana estaban arremolinadas alrededor de los muslos desnudos. Podría tener cualquier edad entre los dieciséis y los treinta años, Ash no sabría decirlo. Tenía el pelo teñido de rubio y una barbilla pequeña y regordeta.

La habitación olía a sexo.

Había un laúd al lado de la puta, y una vela y algo de pan en un plato de madera en el suelo. Floria del Guiz estaba sentada al través en el jergón con la espalda apoyada en el yeso de la pared. Bebía de una botella de cuero. Tenía todos los ojales desabrochados; un pezón moreno era visible allí donde el pecho le sobresalía de la camisa abierta.

Mientras Ash miraba, la puta le acariciaba el cuello a Floria.

—¿Es que es pecado? —exigió saber la chica con fiereza—. ¿Lo es, señor? Pero la fornicación es un pecado en sí mismo y yo he fornicado con muchos hombres. Son toros en un campo, con sus grandes pollas. Esta es dulce y salvaje conmigo.

—Margarita. Shhh. —Floria se inclinó hacia delante y besó a la joven en la boca—. Debo irme, ya veo. ¿Quieres que vuelva a visitarte?

—Cuando tengas el dinero. —Una chispa, bajo toda la chulería, de algo más—. La madre Astrid no te dejará pasar si no lo tienes. Y vuelve en tu forma de hombre. No quiero convertirme en hoguera para la iglesia.

Floria se encontró con la mirada negra de Ash. Los ojos del cirujano bailaban.

—Esta es Margarita Schmidt. Es excelente con los dedos… en el laúd.

Ash le dio la espalda a la joven puta que se arreglaba la ropa, y a Floria, que se ataba los ojales con la pulcritud de un cirujano. Cruzó el suelo. Las tablas crujieron. Una voz masculina y profunda gritó algo desde arriba; hubo una serie de gritos crecientes, fingidos, en otra habitación de arriba.

—¡Yo nunca puteé con mujeres! —Ash se volvió, rígida, embutida en las placas de metal—. Iba con hombres. Nunca fui con animales, ¡ni mujeres! ¿Cómo puedes hacer eso?

Margarita murmuró sorprendida:

—¡Es una mujer! —A lo que Floria, que ya se ataba el manto y la capucha, dijo:

—Lo es, corazón mío. Si te atrae la vida en los caminos, hay peores campamentos a los que podrías unirte.

Ash quería gritar, pero mantuvo la boca cerrada, la cohibía la toma de decisiones que cruzaba el rostro de la joven.

Margarita se frotó la barbilla.

—No es vida, entre los soldados. Y escúchalo, escúchala, no podría estar contigo, ¿verdad?

—No lo sé, mi cielo. Jamás he mantenido a ninguna mujer hasta ahora.

—Vuelve antes de irte. Te daré entonces mi respuesta. —Con un autocontrol admirable, Margarita Schmidt colocó el laúd y el plato en un taburete de roble en el claroscuro de la vela de junco—. ¿A qué estás esperando? Madre me va a enviar a otro. O te cobrará el doble.

Ash no esperó para ver lo que creyó que podría ser un beso de despedida, salvo que las putas no besan, pensó; yo nunca

Se volvió y bajó con gran estrépito las estrechas escaleras, entre puertas en ocasiones abiertas a hombres con botellas y dados, a veces a hombres fornicando con mujeres, hasta que se detuvo y se giró de golpe en el pasillo y estuvo a punto de empalar al cirujano en el borde afilado del codal de acero.

—¿Qué cojones te crees que estás haciendo? ¡Se supone que tenías que estar sondeando a los otros médicos, recogiendo los chismorreos del oficio!

—¿Qué te hace pensar que no lo he hecho?

La alta mujer comprobó cinturón, bolsa y daga con un gesto automático de una mano mientras la otra seguía agarrada al cuello de la botella de cuero.

—Hice que el médico del primo del Califa cogiera una buena curda, aquí mismo. Me dijo en plan confidencial que el Califa Teodorico tiene un cáncer, le quedan meses de vida, como mucho.

Ash solo podía mirar, las palabras le resbalaban.

—¡Qué cara pones! —Floria se echó a reír y a carcajadas y bebió de la botella.

—¡Mierda, Florian, te estás tirando mujeres!

—Florian está perfectamente a salvo tirándose mujeres. —Se envolvió otra vez el corte de pelo masculino con la capucha, que enmarcaba su rostro de huesos largos—. ¿No sería más inconveniente que quisiera tirarme a hombres?

—¡Creí que solo estabas pagando por una habitación y el tiempo de la chica! ¡Creí que era un truco, para mantener el disfraz!

La expresión de Floria se ablandó. Le dio unos suaves golpecitos a Ash en las cicatrices de la mejilla, luego soltó la botella vacía y se puso los mitones con gesto brusco para defenderse del frío que entraba de la calle.

—Dulce Cristo. Si me permites decirlo como lo haría nuestro excelente Roberto… haz el favor de no ser una perra dura y aburrida.

Ash emitió una especie de ruido, no eran palabras, todo aliento.

—¡Pero tú eres una mujer! ¡Vas con otra mujer!

—No te molesta con Angelotti.

—Pero él es…

—Es un hombre, ¿con otro hombre? —dijo Floria. Le temblaba la boca—. ¡Ash, por el amor de Dios!

Una mujer madura con la cara tensa bajo la cofia salió de las cocinas.

—¿Qué, bravucones, estáis buscando una mujer o haciéndome perder el tiempo? Señor caballero, os ruego que me disculpéis. Todas nuestras chicas son muy limpias. ¿Verdad, doctor?

—Excelentes. —Floria empujó a Ash hacia la puerta—. Volveré a traer a mi señor cuando hayamos terminado con nuestro asunto.

La fría oscuridad cegó a Ash al salir; luego, Thomas Rochester, sus hombres y sus antorchas de brea la marearon así que apenas vio que un muchacho le traía a Floria su bayo castrado. Montó y se acomodó en la silla de Godluc.

Abrió la boca para gritar y entonces se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué decir. Floria, que la miraba, parecía muy poco arrepentida.

—A estas alturas Godfrey ya estará en el ayuntamiento. —Ash cambió de postura y azuzó a Godluc, que emprendió la marcha a paso lento—. La Faris estará allí. Nos vamos.

El castrado de Floria se estremeció y levantó la cabeza con gesto brusco. El descenso blanco, silencioso, de una desorientada lechuza de granero dibujó una curva en pleno vuelo, a menos de un metro del sombrero del cirujano.

—Mira. —Floria señaló hacia arriba.

Ash levantó la cabeza para mirar los altos tejados de pizarra.

No estaba acostumbrada a notar la plenitud de los cielos de verano. Ahora, cada fila de tejas y cada alféizar estaba repleto de crías de pájaros, pichones, grajos, cornejas y zorzales que esponjaban las plumas contra el frío reinante. Mirlos, gorriones, cuervos; todos, envueltos en una paz extraña, compartían sus nidos sin que nadie los molestara con halcones esmerejones, halcones peregrinos y cernícalos. Un murmullo bajo, descontento, se alzaba entre las bandadas. El guano blanco chorreaba por las vigas y el yeso.

Sobre ellos, las nubes que cubrían el cielo de aquel día seguían siendo invisibles, y negras.

A pesar de la ordenanza visigoda que restringía la escolta de cualquier noble a seis miembros o menos, la sala civil de Basilea estaba repleta de hombres. Hedía a velas de sebo y a los restos de un enorme banquete y a doscientos o trescientos hombres sudorosos apretujados en el espacio que quedaba entre las mesas, esperando para presentar sus peticiones ante el virrey visigodo que se encontraba en el estrado.

La general visigoda no parecía hallarse presente.

—Hostia puta —maldijo Ash—. ¿Dónde está esa mujer?

Un aire viciado manchaba las alturas de la bóveda de cañón del techo, con los pendones del Imperio y de los Cantones colgando sobre los tapices de las paredes de piedra. Ash barrió con la mirada los juncos, las velas y los hombres con ropas europeas, jubón y calzas, y sombreros de fieltro sin ala de copa alta. Muchos más hombres llevaban las túnicas y cota de malla del sur: soldados y 'arifs y qa'ids. Pero ni rastro de la Faris.

Ash se bajó la cimera de la celada, dejando solo a la vista la boca y la nariz, el cabello plateado oculto bajo el yelmo de acero. Con la armadura completa, no era fácil reconocerla de inmediato como mujer, y mucho menos como una mujer que tiene cierto parecido con la general visigoda.

Alrededor de las paredes, en su función de sirvientes, esperaban los gólems visigodos del color de la arcilla, sin ojos y con articulaciones de metal, cuya piel cocida crujía al calor de las grandes chimeneas. Ash se puso de puntillas sobre los pies blindados y vio que había un gólem de pie detrás del virrey visigodo, vestido este con una túnica blanca (era, notó con cierta sorpresa, Daniel de Quesada); el gólem sujetaba una cabeza parlante que en ese momento de Quesada consultaba para supervisar el cambio de moneda.

Floria cogió vino de uno de los meseros que pasaban a toda prisa, sin que al parecer le importara que procediera de algún lugar muy oculto.

—¿Cómo demonios se distingue a todos estos? Oso, cisne, toro, marta, unicornio… ¡Es un bestiario!

Un rápido escrutinio de la heráldica de las libreas le mostró a Ash que allí había hombres procedentes de Berna, Zurich, Neufchatel y Solothurn, y de Friburgo y Aargau… la mayor parte de los señores de la confederación suiza, o como se llamase a los señores en la Liga de Constanza, todos con la misma expresión cerrada en sus rostros. Se hablaba en suizo, italiano y alemán pero la charla principal (la charla a gritos de la mesa principal) era en cartaginés. O en el latín del norte de África cuando los amirs visigodos y los qa'ids recordaban sus modales, cosa que nadie les obligaba a hacer.

¿Y ahora dónde la busco?

Thomas Rochester volvió al lado de Ash tras atravesar toda la multitud civil. Los abogados y los funcionarios de Basilea se retiraban de forma automática, como suele pasar con un hombre con armadura de acero, pero aparte de eso hacían caso omiso del hombre de armas mercenario. Bajó la voz para hablar con Ash.

—Ha salido al campamento, a buscaros.

—¿Qué?

—El capitán Anselm mandó un jinete. La Faris ya viene hacia aquí.

A Ash le costó mantener la mano apartada del mango de la espada; gestos como aquel tenían tendencia a ser malinterpretados en una sala atestada de gente.

—¿El mensaje de Anselm decía qué la había llevado allí?

—Hablar con uno de sus junas mercenarios. —Sonrió Thomas—. Somos lo bastante importantes para que ella venga a nosotros.

—¡Y yo soy las tetas de santa Ágata! —De repente estaba mareada, Ash contempló la multitud que rodeaba a Daniel de Quesada, que no se reducía solo porque la miraran. En el rostro de Quesada ya apenas se notaban las cicatrices. Sus ojos se movían a gran velocidad por toda la sala y cuando uno de los perros blancos de cola enhiesta que husmeaba entre los juncos dio un aullido, el cuerpo del visigodo se sobresaltó de forma incontrolable.

—Me pregunto quién lo está manejando —pensó Ash en voz alta—. ¿Y esa mujer solo salió para echarme un vistazo, cuando estábamos en Guizburg? Quizá. Ahora se ha ido al campamento. Eso es molestarse mucho solo para ver a una bastarda que alguien de tu familia engendró con la puta de unos mercenarios hace veinte años.

Antonio Angelotti apareció a su lado, alto, sudando y tambaleándose.

—Jefe. Me vuelvo al campamento. Es cierto. Sus ejércitos derrotaron a los suizos hace diez días.

Saber que ha debido de pasar y oírlo eran dos cosas muy diferentes. Ash dijo:

—Dulce Cristo. ¿Has encontrado a alguien que haya estado allí, que lo viera?

—Aún no. Su táctica fue superior. A la de los suizos.

—Ah, por eso todo el mundo está lamiéndole el culo al Rey-Califa. Por eso todo el mundo celebra banquetes. Hijo de puta. Me pregunto si Quesada hablaba en serio cuando dijo que tenían la intención de llevar la guerra hasta Borgoña. —La mercenaria sacudió el hombro de Angelotti con brusquedad—. De acuerdo, vuelve al campamento; estás como una cuba.

El maestro artillero, al irse, la hizo mirar hacia las grandes puertas. Godfrey Maximillian entró con paso tranquilo, miró a su alrededor y se dirigió a las libreas del león Azur. El sacerdote se inclinó ante Ash y miró a Floria del Guiz antes de abrir la boca para hablar.

—Esa es la mirada que odio —dijo la mujer disfrazada sin esforzarse mucho por bajar la voz—. Cada vez que quieres dirigirte a mí. No muerdo, Godfrey. ¡Cuánto tiempo hace que me conoces! ¡Por el amor de Cristo!

Se ruborizó, tenía los ojos brillantes. El corte de pelo con forma de cuenco estaba erizado a causa de la llovizna. Un sirviente y un mesero la miraron al pasar a toda prisa, con los delantales blancos manchados. ¿Qué veían, cuando la veían?, se preguntó Ash. Un hombre, desde luego. Sin espada, por tanto un civil. Con una profesión, por la media túnica de lana bien cortada y forrada de piel, el jubón suntuoso, las botas y el gorro de terciopelo. Una insignia de librea sujeta al ala doblada del sombrero de terciopelo: por tanto un hombre que le pertenece a un señor. Y… dada la prominencia del león, le pertenecía a Ash.

—Baja la voz. Ya tengo bastantes problemas aquí.

—¿Y yo no? ¡Soy una mujer, cojones!

Demasiado alto. Ash les hizo un gesto a Thomas Rochester y a Michael, uno de los ballesteros, que estaban en la parte posterior de la sala, para que se acercaran.

—Llevadlo fuera, está borracho.

—Sí, jefe.

—¿Por qué tiene que cambiar todo? —quiso saber Floria mientras se zafaba de los dos jóvenes. Thomas Rochester le dio un eficiente puñetazo al cirujano en la base de la espalda, el puño blindado apenas se movió, y mientras el rostro de la mujer se retorcía de dolor, la levantó del suelo junto con Michael y medio la arrastraron fuera.

—Mierda —Ash frunció el ceño—. No pretendía que trataran así a…

—No pondrías ninguna objeción si siguieras pensando que es un hombre. —La mano de Godfrey se aferró a la cruz que reposaba en su pecho, de tamaño considerable. El capuz de la túnica estaba lo bastante adelantado para permitirle a Ash ver un poco de la barba y los labios del sacerdote pero no su expresión.

—Esperaremos aquí a que llegue la Faris —dijo Ash con decisión—. ¿Qué has oído?

—Aquel es el cabeza del gremio de los orfebres. —Le indicó Godfrey con una ligera inclinación de la caperuza—. Allí, hablando con el Medici.

La mirada de Ash buscó por la mesa e identificó a un hombre con una cofia negra de lana y mechones de cabello plateado que se le escapaban bajo la oreja. Se sentaba a muy poca distancia de un hombre ataviado con una túnica italiana y una capucha verde afilada. El Medici estaba sentado con el rostro gris y demacrado.

—Saquearon Florencia también, solo para dejar las cosas claras. —Ash sacudió la cabeza—. Como Venecia. Para decir «no necesitamos esto. No necesitamos el dinero ni las armaduras ni las armas. Podemos seguir subiendo sin parar desde África…». Y creo que pueden.

—¿Acaso importa? —Un hombre con una túnica de estudioso se inclinó ante Ash y luego se irguió, sorprendido, y frunció el ceño al oír aquella inesperada voz de mujer.

Godfrey se interpuso.

—Señor, ¿y vos sois?

—Soy, era…, astrólogo en la corte del Emperador Federico.

Ash no pudo evitar lanzar un bufido de cinismo, mientras sus ojos se trasladaban a la puerta de la sala y a la oscuridad que reinaba más allá.

—Quizá estéis de más, ¿no?

—Dios se ha llevado el sol —dijo el astrólogo—. La dama Venus, la estrella del día, aún puede verse a ciertas horas, así sabemos cuándo llegaría la mañana si no fuera por nuestra maldad. El cielo permanece oscuro y vacío. —El hombre se marchitó un poco—. Este es el segundo advenimiento del Cristo, y su juicio. No he vivido como habría debido. ¿Querréis oírme en confesión, padre?

Godfrey se inclinó, tras el asentimiento de Ash; y la mercenaria observó a los dos hombres mientras buscaban una esquina relativamente tranquila en la sala. El astrólogo se arrodilló. Al poco rato, el sacerdote posó una mano en la frente del hombre en señal de perdón. Luego volvió con Ash.

—Al parecer los turcos tienen espías pagados por aquí —añadió Godfrey—. Cosa que mi astrólogo sabe. Dice que los turcos se sienten muy aliviados.

—¿Aliviados?

—Tras haber tomado las ciudades italianas, los Cantones y el sur de Alemania, los visigodos deben girar hacia el este para golpear el Imperio Turco o bien hacia el oeste contra Europa.

—Si giran hacia el oeste, entonces los turcos quizá se tuvieran que enfrentar a una Europa visigoda en lugar de a una cristiana, pero aparte de eso no hay cambios; bueno —dijo Ash—, dado que el sultán Mehmet[60] debe de haber pensado que todo esto era para él, ¡desde luego que se sentirá aliviado!

Había en la sala, vio Ash, unos cuantos hombres nerviosos procedentes de Saboya y Francia, tierras todavía incólumes, desesperados por saber hacia dónde se dirigiría la invasión visigoda a continuación.

—Odio las ciudades —dijo la mercenaria con aire ausente—. Son un peligro de incendio. Aquí no se puede comprar aceite ni bujías ni por todo el oro del mundo. Apuesto a que antes de dos días esta ciudad arde entera.

Esperaba algún comentario sobre su mal humor, dada la confianza que existía tras tantos años de relación. Lo que Godfrey dijo con tono pensativo fue:

—Hablamos como si el sol no fuera a brillar nunca más.

Ash permaneció en silencio.

—Cada vez hace más frío. Atravesé varios campos cuando venía. El trigo se está arruinando, y las parras. Se acerca una gran hambruna… —La voz de Godfrey retumbó en su amplio pecho—. Quizá me haya equivocado. Se acerca el hambre y la pestilencia con ella, y la muerte y la guerra ya están aquí. Estos son los últimos días. Deberíamos estar ocupándonos del estado de nuestras almas, no escarbando entre las ruinas.

—Quiero a la general de los visigodos —dijo Ash con tono especulativo sin hacer caso de lo que decía el sacerdote—. Y la general de los visigodos me está buscando.

—Sí. —Godfrey dudó un momento mientras la veía examinar la sala municipal—. Niña, no estarás a punto de mandarnos salir de aquí.

—Pues sí. —El chispazo de una sonrisa—. Florian y tú. Llévatela. Vete con Michael y Josse, id con Roberto, al campamento, y quedaos allí a menos que tengáis noticias mías. ¿Es que no se te ponen los pelos de punta aquí? Vete.

Lo bueno que tiene estar acostumbrada a dar órdenes es que los demás se acostumbran a obedecerlas. La mercenaria vio que bajo la capucha el rostro de Godfrey Maximillian se suavizaba y adoptaba una expresión de devota despreocupación. Se abrió camino entre la multitud a una velocidad engañosa y se dirigió a las puertas.

Eso me deja con una escolta de cuatro hombres, concluyó Ash. Yupiii. Ahora veremos quién es la perra desconfiada aquí.

Uno se podría quedar por la parte posterior de la sala sin que le ofrecieran una bandeja y un paño para lavarse las manos, por no hablar ya de algo de carne o de los extraños platos extranjeros que se derramaban sobre los manteles de lino amarillentos. Podría seguir esperando, pensó Ash, hasta que los sicofantes que se ocupaban de la instalación de Daniel de Quesada perdieran su primer fervor. Y eso podría llevar días. Semanas.

La mercenaria contempló a los hombres de Francia y Saboya que se reunían en grupos diminutos y parloteaban con ansia.

—Ojalá tuviera el servicio de inteligencia del rey francés. O los banqueros flamencos. —Se volvió hacia Thomas Rochester—. Guido y Simón, a la despensa, a ver si os enteráis de algo; Francis y tú, Thomas, y cuando empiece a volar la mierda por aquí, montamos y nos vamos cagando leches en busca de Anselm, ¿entendido?

Rochester no parecía muy seguro.

—Jefe, esto no tiene buena pinta.

—Lo sé. Deberíamos irnos ahora. Pero… Quizá haya algún privilegio por ser una bastarda de la familia de la Faris. Podríamos conseguir más dinero. —Ash sacudió la cabeza. Las cicatrices blancas de su rostro destacaban oscuras en virtud de su piel pálida—. Solo quiero saberlo.

Recorrió el salón durante un rato. Arrinconó a un mercader y discutió el precio de varios productos para compensar la pérdida de mulas y equipaje en las afueras de Génova. El coste de las carretas de repuesto la dejó asustada, hasta que el hombre le dio el precio de los caballos ya domesticados. Robar quizá sea mejor que comprar, pensó la mercenaria y no por primera vez.

Una ráfaga de sirvientes pasó a su lado sustituyendo las velas quemadas y los faroles agotados, así que se apretó contra la pared para dejarles paso y le dio a alguien en las rodillas con la vaina de la espada,

—Perdón… —Se giró, se detuvo y se quedó mirando a Fernando del Guiz—. ¡Hijo de puta!

—¿Cómo está mi madre? —inquirió él con suavidad.

La joven bufó y pensó: pretende hacerme reír.

Al darse cuenta se quedó sin palabras. Se apartó un poco de la multitud y se quedó mirando su rostro: Fernando del Guiz con cota de malla militar visigoda y sobrevesta, y un corte de pelo que le hacía parecer extrañamente joven.

—¡Por el puto Christus Imperator! ¿Qué quieres? —Ash vio que Thomas Rochester, que todavía estaba finalizando la transacción con el mercader, le dirigía una mirada llena de curiosidad; la mercenaria sacudió la cabeza—. Fernando… no: ¿qué? ¿Qué? ¿Qué vas a tener que decirme tú a mí?

—Estás muy enfadada —comentó él. Su voz procedía de algún lugar por encima de ella, por encima de las cabezas de la multitud que él miraba; y luego, de repente, el joven bajó los ojos y la empaló con su mirada—. No tengo nada que decirte, campesina.

—Cojonudo. Ser noble no evitó que te pasaras a los visigodos, ¿verdad? Eres un traidor. Creí que era mentira. —La ira que la impulsaba se agotó, se secó cuando vio que los ojos de él se estremecían. La mercenaria se quedó callada por un momento.

Él empezó a girarse.

—¿Por qué? —Quiso saber Ash.

—¿Por qué?

—Tú… sigo sin entenderlo. Eres un señor feudal. Aunque fueran a hacerte prisionero, habrían pagado un rescate por ti. O te habrían mantenido a salvo en cualquier castillo. Joder, tenías hombres con armas y armaduras contigo, podrías haberte librado, huido…

—¿De un ejército? —Ahora había cierto humor en su expresión.

Ash puso un brazo cubierto de acero delante del cuerpo del hombre para que Fernando del Guiz tuviera que empujarla para llegar al cuerpo central de la sala.

—No te encontraste con ningún ejército. Eso son solo rumores. Godfrey me trajo la verdad. Te encontraste con un escuadrón de ocho hombres, ocho hombres. Ni siquiera intentaste luchar. Te rendiste y ya está.

—Mi pellejo vale más para mí que tu buena opinión. —El tono de Fernando era sardónico—. No sabía que os importaba, mi señora esposa.

—¡Y no me importa! Yo… Bueno, gracias a eso has conseguido un lugar en esta corte. Con los ganadores. —Señaló con un gesto la sala—. Muy taimado. Y corrías un buen riesgo. Claro que los nobles del Emperador son todos políticos… Debería haberme acordado.

—¡No fue…! —Fernando la miraba furioso. La luz de las velas mostraba el labio superior del joven perlado de sudor.

—¿No fue qué? —preguntó Ash en voz más baja.

—¡No fue una traición política! —Una extraña expresión le cruzó la cara bajo la engañosa luz de las velas. El joven aguantó la mirada femenina—. ¡Mataron a Matthias! ¡Le clavaron una lanza en el estómago y se cayó del caballo gritando! Le dispararon a Otto un virote de ballesta, y a tres caballos…

Ash se obligó a bajar la voz hasta convertirla en un susurro ronco e indignado.

—Jesucristo, Fernando, tú no eres como el puto Matthias. A ti te habrían dado cuartel. ¿Y qué pasa con todo ese equipo tan mono? ¡Llevabas una armadura completa, por el amor de Cristo, contra unos campesinos visigodos ataviados con túnicas! ¡No me digas que no pudiste salir de allí luchando! ¡Ni siquiera intentaste largarte de allí a porrazos!

—¡No pude!

La mercenaria se lo quedó mirando: la repentina y desnuda honestidad que se reflejaba en su rostro.

—No pude hacerlo —repitió Fernando, más bajo y con una sonrisa que le hizo envejecer el rostro; parecía angustiado—. Me llené las calzas y me caí del caballo, me quedé tirado delante del sargento campesino y le rogué que no me matara. Le entregué al embajador a cambio de mi vida…

—Tú…

—Me rendí —dijo Fernando—, porque tenía miedo.

Ash siguió mirándolo.

—Jesucristo.

—Y no me arrepiento. —Fernando se limpió la cara con la mano desnuda y la sacó húmeda—. ¿Qué te importa a ti?

—Yo… —Ash dudó. Dejó caer el brazo, ya no le bloqueaba el paso—. No lo sé. Nada, supongo. Soy un mercenario; no soy uno de tus siervos ni tu rey; no es a mí a quien has traicionado.

—No lo entiendes, ¿verdad? —Fernando del Guiz no se movió de donde estaba—. Había hombres con ballestas. Puntas de flecha de acero tan gruesas como mi pulgar… vi un virote atravesándole a Otto la cara, en todo el ojo, ¡bang! Le explotó la cabeza. Matthias se estaba sujetando las entrañas con las manos. Hombres con lanzas, como las lanzas con las que yo he cazado, con las que he destripado a los animales, y me iban a destripar a mí. Estaba rodeado de locos.

—Soldados —lo corrigió Ash de forma automática. Sacudió la cabeza, perpleja—. Todo el mundo se caga cuando va a luchar. Yo me cago. Thomas Rochester, aquel de allí, se ha cagado; como la mayoría de mis hombres. Es lo que nunca ponen en las crónicas. Pero, no me jodas, ¡no tienes que rendirte cuando todavía hay posibilidades de luchar!

—Tú no.

Aquella expresión intensa lo envejecía: un joven que de repente se había hecho mayor. He estado en tu cama, pensó Ash de repente, y tengo la sensación de no conocerte en absoluto.

Él dijo:

—Tú tienes valor físico. Yo no lo supe hasta ese momento… He librado torneos, combates cuerpo a cuerpo… la guerra es diferente.

Ash lo miró con una expresión de total incomprensión.

—Pues claro que lo es.

Se miraron fijamente.

—¿Me estás diciendo que hiciste esto porque eres un cobarde?

Por toda respuesta, Fernando del Guiz se volvió y se alejó caminando. La luz cambiante de las velas ocultó su expresión.

Ash abrió la boca para llamarlo y no dijo nada, no pudo pensar en nada, durante un buen rato, nada que quisiera decir.

Por encima del ruido confuso de las conversaciones y del crujido de los papeles que se estaban firmando, la mercenaria oyó el reloj de la torre de Basilea que daba las cuatro de la tarde.

—Ya es suficiente. —Le hizo una señal a Rochester y se quitó decidida a del Guiz de la cabeza—. No sé dónde estará la Faris-General, pero no va a venir aquí. Trae a los chicos.

Thomas Rochester sacó a los hombres de armas de los establos, las cocinas y la cama de una criada (respectivamente). Ash mandó a Guido a que fuera por los caballos. Ella salió del salón municipal entre Rochester y otro ballestero, Francis, dos metros de alto, un hombre fornido que daba la sensación de no necesitar una manivela para cargar un arco: seguro que era capaz de hacerlo con los dientes. El cielo estaba oscuro sobre el patio. Negro. Ni todos los gritos de los mozos de cuadra y los cascos de los caballos sobre las piedras podrían tapar el silencio que se filtraba desde las alturas.

Francis se persignó.

—Ojalá viniera el Cristo. Las tribulaciones de antes, eso es lo que me asusta. No el Juicio Final.

Ash se percató entonces de los puntos de color naranja que le cubrían los brazales, donde el aguanieve que le había caído en los brazos se había convertido en puntos de óxido durante el tiempo que había pasado en el interior cálido de la sala municipal. Murmuró una obscenidad y frotó el acero con un dedo cubierto con un paño mientras esperaba a los caballos.

—Capitán —dijo un hombre en latín visigodo con un fuerte acento. La mercenaria levantó la vista. Vio en rápida sucesión que era un 'arif comandante de unos cuarenta años, que tenía veinte hombres con él y que todos ellos traían la espada desenvainada. Dio un paso atrás y sacó su arma mientras le gritaba a Thomas Rochester. Seis o siete cuerpos cubiertos con camisotes la golpearon por detrás y la tiraron de bruces.

La celada y la cimera se golpearon contra el empedrado, aplastándole la frente contra el forro del yelmo. Atontada, cerró la mano izquierda y lanzó el guantelete hacia atrás. El grueso puño de metal chocó contra algo con un golpe sordo. Una voz gritó sobre ella, encima de ella. Dobló el brazo izquierdo. La armadura es un arma. Las grandes placas de mariposa del codal que protege la articulación interna del codo se corren, en la parte posterior, y se convierten en un pincho afilado. Clavó el codo doblado hacia atrás, lo levantó y sintió que el pincho perforaba la cota de malla y llegaba a la carne. Un grito.

La mercenaria pateó, luchó por doblar las piernas, le aterrorizaba la posibilidad de un corte que la inmovilizara en la parte posterior de la rodilla desprotegida. Dos cuerpos cubiertos con una cota de malla se apoyaban con todo su peso en su brazo derecho, en la mano que se aferraba a la empuñadura de la espada. Los hombres gritaban. Dos o tres cuerpos más la golpearon en rápida sucesión, se tiraban contra su espaldar y la mantenían inmóvil, clavada al suelo, ilesa, un cangrejo metido en una concha de acero forrada.

El peso jadeante de aquellos hombres la inmovilizaba por completo. Así que no se me ha de matar.

El peso que tenía encima de los hombros blindados le impedía levantar la cabeza. No veía nada salvo unos cuantos centímetros de piedra, paja y abejas muertas de frío. A un metro de distancia, más o menos, se oyó un impacto suave y un grito.

¡Debería haberlos obligado que me dejaran traer una escolta mayor! O haber mandado a Rochester…

Apretó aún más el puño del guantelete de la mano derecha sobre la empuñadura. Sin que nadie percibiera el movimiento de la mano izquierda durante un momento, dobló los dedos para que sobresaliera el borde afilado de la placa del dorso de la mano y de un empujón golpeó el lugar donde supuso que estaría el rostro de un hombre.

No hubo impacto. Nada.

Un talón con escarpe se precipitó contra su mano derecha y le atrapó los dedos y la carne alrededor de la empuñadura de la espada, entre las placas de acero del guantelete, entre todo el peso del hombre y el duro empedrado.

Chilló. Le soltaron la mano y alguien apartó la hoja de una patada.

La punta de una daga se clavó en la cimera abierta y se detuvo temblando a unos milímetros de su ojo.