Capítulo 4

SIETE DÍAS MÁS tarde, Ash se encontraba ligeramente adelantada al grupo que formaban sus líderes de lanza, el maestro artillero, el cirujano y el sacerdote, sobre terreno abierto, justo delante de uno de los palcos de torneos de Colonia. La rodeaba la guardia de la casa del Emperador.

Los estandartes imperiales crujían al viento.

Olía el aroma de la madera cruda clavada que formaba un palco, bajo el dosel amarillo y negro de Federico. El aroma de resina de pino la hizo estremecerse por un momento. El sonido de acero sobre acero resonó tras las barreras del torneo. Combates ficticios, suficiente para mutilar a un hombre, pero ficticios de todos modos.

Los ojos de la mercenaria examinaron el palco imperial y recorrieron las filas de rostros. Todos los nobles de la corte germánica y sus invitados. No había ningún embajador de Milán ni Saboya. Ni de ningún otro reino al sur de los Alpes. Unos cuantos hombres de la Liga de Constanza. Unos franceses, algunos borgoñones…

Ni rastro de Fernando del Guiz.

La voz de Floria del Guiz, apenas lo bastante audible para llegar hasta Ash, murmuró.

—Los asientos de la parte de atrás. A la izquierda. Mi madrastra. Constanza.

Los ojos de Ash cambiaron. Entre los gorros puntiagudos y los velos de las damas, vislumbró a Constanza del Guiz. Pero no a su hijo. La anciana se sentaba sola.

—Bien. Vamos a terminar con esto de una vez. Quiero hablar con…

Las espadas entrechocaron a lo lejos, en el cercado de zarzos. El frío vive ahora en su vientre. Anticipación.

El viento pasó por encima de Ash, por encima de las colinas verdes, bajó hacia las murallas blancas de Colonia y envolvió los tejados de pizarra azul y los capiteles de sus iglesias. Había caballos en la carretera principal, y a lo lejos se veían unos cuantos campesinos en camisa con las calzas enrolladas, que llevaban amplios sombreros de paja contra el calor y cortaban un pequeño bosquecillo de castaños de diez años para hacer verjas.

¿Qué posibilidades había de que recogieran la cosecha de trigo aquel año?

Ash volvió a mirar a Federico de Habsburgo, Sacro Emperador Romano, que se inclinaba sobre su trono para escuchar a su asesor. Frunció el ceño cuando el consejero concluyó.

—¡Mi señora Ash, deberíais haberlos derrotado! —bramó la voz seca, lo bastante alto para que lo oyeran todos los presentes—. ¡Son solo tropas de siervos de la tierra de las piedras y el crepúsculo!

—Pero…

—Si no podéis derrotar a una fuerza de exploradores de los visigodos, por el amor del Cristo Verde, ¿qué hacéis haciéndoos llamar líder mercenario?

—¡Pero…!

—Había esperado más de vos. ¡Pero ningún hombre sabio confía en una mujer! ¡Vuestro marido responderá por esto!

—Pero… ¡Oh, a la mierda con todo! Queréis decir que creéis que os he dejado en mal lugar. —Ash colocó un brazo revestido de acero sobre el otro y se encontró con la mirada de un color azul desvaído de Federico. Sintió que Robert Anselm se erizaba sin ni siquiera mirarlo. Hasta el rostro intenso y florido de Joscelyn van Mander frunció el ceño, pero podría ser por el dolor de la pierna vendada.

—Disculpadme si no me muestro impresionada. Acabo de pasar revista. Catorce hombres heridos, que están aquí, en el hospicio de la ciudad y dos tan gravemente mutilados que tendré que darles una pensión. Diez hombres muertos. Uno de ellos Ned Aston. —Se detuvo, perdida, sabiendo mientras hablaba que estaba metiendo la pata—. Llevo desde niña en el campo de batalla; esto no es una guerra normal. Ni siquiera es una mala guerra. Esto es…

—¡Excusas! —escupió Federico.

—No. —Ash dio un paso adelante y se dio cuenta de que la guardia domestica de Federico cambiaba de postura—. ¡Los visigodos no luchan así! —Señaló con un gesto a los capitanes de Federico—. Preguntadle a cualquiera que haya hecho una campaña en el sur. Supongo que tenían escuadrones de caballería ya listos, patrullando treinta o sesenta kilómetros de tierra, por toda la costa. Nos dejaron entrar. Dejaron entrar al Cordero. ¡Para poder evitar que se supiera la noticia hasta que ya fuera demasiado tarde para hacer nada! Anticiparon todo lo que hicimos. ¡Demasiado disciplinado para unas tropas de esclavos y campesinos visigodos!

Ash dejó caer la mano izquierda para aferrarse a la vaina de la espada, en busca de consuelo.

—Oí algo al pasar por el monasterio Gotardo. Se supone que tienen un nuevo comandante. Nadie sabe nada. ¡El sur es un caos! Nos ha llevado siete días volver aquí. ¿Han vuelto ya los jinetes del correo? ¿Ha llegado alguna noticia al norte de los Alpes?

El Emperador Federico levantó la copa para que le sirvieran vino e hizo caso omiso de ella.

Se quedó sentado en su silla dorada, entre una nube deslumbrante de hombres con jubones de terciopelo guarnecidos de piel y mujeres con vestidos de brocado; los más alejados contemplaban el torneo con avidez, prestos los que estaban más cerca a sonreír o fruncir el ceño como requiriese el Emperador. Había grandes modelos hechos de papier-maché de Águilas negras adornando la parte superior del palco del torneo: la Bestia heráldica del Imperio.

Cubierto por los afanes de los sirvientes imperiales, con un tono de voz que solo ella pudiera oír, Robert Anselm murmuró:

—¿Cómo puede estar celebrando un puto torneo, por el amor de Cristo? ¡Tiene un puto ejército a las puertas de su casa!

—Si no han cruzado los Alpes, cree que está a salvo.

Florian del Guiz volvió tras una breve incursión entre la multitud. Le puso a Ash una mano en el hombro blindado.

—No veo a Fernando por aquí y nadie quiere decirme nada de él. Callan como muertos.

—Joder. —Ash miró en privado a la hermana de su marido. Con la cara lavada, se notaba que el cirujano tenía el montón de pecas de su hermano sobre la nariz, aunque las mejillas de la doctora habían perdido la redondez de la juventud. Ash pensó, si hay alguien en esta compañía que parezca una mujer disfrazada, es Angelotti… Antonio es demasiado guapo para vivir. No Florian.

—¿No puedes encontrar a nadie que te diga si mi marido ha vuelto a Colonia? —Ash volvió la vista con una expresión interrogante en los ojos y miró a Godfrey Maximillian.

El sacerdote frunció los labios.

—No encuentro a nadie que hablara con él después de que sus hombres dejaran el hospicio del Paso de San Bernardo.

—¿Qué coño está haciendo? No me lo digas: se tropezó con más adelantados visigodos y decidió que era una gran idea derrotar al ejército invasor él solo…

Anselm gruñó para expresar su acuerdo.

—Precipitado.

—No está muerto. No voy a tener tanta suerte. Al menos vuelvo a estar al mando.

De facto[43] —murmuró Godfrey.

Ash cambió el peso de un pie a otro. Era obvio que el hecho de que sirvieran comida y bebida al Emperador era un acto premeditado para mantenerla allí de pie y esperando. Seguramente hasta que Federico ideara algún castigo adecuado por perder una escaramuza.

—¡Estos no son más que juegos!

Antonio Angelotti murmuró:

—Cristo Santo, madonna, ¿es que este hombre no sabe lo que está pasando?

—¡Su Majestad Imperial! —Ash esperó a que Federico bajara la vista y la mirara—. Los visigodos enviaron mensajeros. Vi unos caminantes de arcilla que se dirigían al oeste, a Marsella y hacia el sureste, hacia Florencia. Habría enviado una incursión tras ellos pero para entonces ya habíamos caído en su emboscada. ¿De verdad creéis que se detendrán en Génova, Marsella y Saboya?

La brusquedad de la mujer lo picó; Federico parpadeó.

—Es cierto, mi señora del Guiz, que no hemos tenido muchas noticias del otro lado de los Alpes desde que cerraron el Paso Gotardo. Ni siquiera mis banqueros me pueden decir algo. Ni mis obispos. Se pensaría que no disponen de mensajeros pagados… Y vos, ¿cómo podéis volver y no decirme más? —La señaló con un dedo enojado—. ¡Deberíais haberos quedado! ¡Deberíais haber observado durante un mayor periodo de tiempo!

—¡Si lo hubiera hecho, la única forma de hablar conmigo habría sido con una oración!

Unos diez latidos antes de que la arresten y la echen a patadas, calcula ella, pero la cabeza de Ash está llena de imágenes de Pieter Tyrrell en la habitación de una posada de Colonia con treinta luises de oro y la mitad de la mano izquierda arrancada: los dedos meñique, anular y medio han desaparecido. De Philibert, desaparecido desde una noche de nieve en el Gotardo; Ned Aston muerto; e Isobel, sin ni siquiera un cuerpo al que ofrecerle un funeral.

Ash escogió el momento y habló con tiento:

—Su Majestad, he visitado al obispo hoy, aquí, en la ciudad. —Contempló la expresión perpleja en el rostro de Federico—. Preguntadles a vuestros sacerdotes y abogados, Su Majestad. Mi esposo me ha abandonado… sin consumar nuestro matrimonio.

Floria emitió un sonido ahogado.

El Emperador fijó su atención en Floria del Guiz.

—¿Es eso cierto, maese cirujano?

Floria dijo, de inmediato y sin ninguna duda aparente:

—Tan cierto como que soy un hombre de pie ante vos, Su Majestad.

—Así pues, he solicitado que se anule el matrimonio —dijo Ash con toda rapidez—. No os debo ninguna obligación feudal, Vuestra Majestad Imperial. Y el contrato que tenía la compañía con vos expiró cuando las tropas borgoñonas se retiraron de Neuss.

El obispo Stephen se inclinó en su asiento para hablarle al Emperador al oído. Ash vio que el rostro arrugado y seco del Sacro Emperador Romano Federico se endurecía.

—Bien, oíd —dijo Ash con un tono tan casual como se puede tener con ochocientos hombres armados a su disposición—. Hacedme una oferta y se la presentaré a mis hombres. Pero creo que la Compañía del león, ahora mismo, puede conseguir trabajo donde quiera. Y a buen precio.

Anselm, en voz muy baja, gruñó.

—Mieeeerdaa…

Es una chulería muy poco inteligente y lo sabe. Triquiñuelas políticas, muchas horas a caballo y mala comida, y las luchas innecesarias; las muertes innecesarias; nada del último mes se podría compensar contestando como un sirviente sin modales. Pero parte de la tensión la abandona, de todos modos, con la malicia presente en su tono de voz.

Antonio Angelotti se echó a reír. Van Mander le dio un golpe en el espaldar. La mercenaria hizo caso omiso de los dos hombres, solo prestaba atención a Federico, disfrutando de lo sorprendido que parecía. Oyó el suspiro de Godfrey Maximillian. Jubilosa, le sonrió al Emperador. No se atrevía a decir con claridad, «os olvidáis… no somos vuestros. Somos mercenarios», pero dejó que su expresión lo dijera por ella.

—¡Por el Cristo Verde! —murmuró Godfrey—. No te basta con tener de enemigo a Segismundo del Tirol, ¡ahora también quieres al Sacro Emperador!

Ash movió las manos para abarcarse los codos; las palmas de los guanteletes rozaban el acero frío de los codales.

—No nos iban a dar otro contrato en Alemania, lo mires como lo mires. Le he dicho a Geraint que empiece a desmontar el campamento. Nos iremos a Francia, quizá. Ahora no vamos a andar cortos de trabajo.

Casual, despiadada; hay un tono brutal en su voz. Parte a causa de todo el dolor que siente por hombres que conoce y que han muerto o están mutilados. La mayor parte es una alegría salvaje, que le sale de las entrañas, por seguir viva.

Ash levantó la vista y contempló el rostro barbudo de Godfrey, luego entrelazó su brazo blindado con el de él.

—Vamos, Godfrey. Es lo que hacemos, ¿recuerdas?

—Es lo que hacemos si no estás metida en una mazmorra de Colonia… —Godfrey Maximillian dejó de hablar de repente.

Un puñado de sacerdotes se abría camino entre la multitud. Entre las cogullas marrones, Ash vislumbró una cabeza desnuda. Le pasaba algo…

Los hombres se empujaban. El capitán de la guardia de Federico dio un grito; luego se despejó un espacio ante los palcos y seis sacerdotes del hospicio de San Bernardo se arrodillaron ante el Emperador.

A Ash le costó un momento reconocer al hombre magullado y despeinado que los acompañaba.

—Ese es Quesada. —La mercenaria frunció el ceño—. Nuestro embajador visigodo. Daniel de Quesada.

Godfrey parecía extrañamente inquieto.

—¿Qué está haciendo otra vez aquí?

—Solo Cristo lo sabe. Y si él está aquí, ¿dónde está Fernando? ¿A qué ha estado jugando Fernando? Daniel de Quesada… Ahí tienes un hombre cuya cabeza va a volver a casa en una cesta. —Comprobó de forma automática la posición de sus hombres: Anselm, van Mander y Angelotti armados y con armadura; Rickard con el estandarte; Floria y Godfrey desarmados.

—Está hecho una mierda… ¿qué cojones le ha pasado?

El cráneo afeitado de Daniel de Quesada relucía, ensangrentado. Sangre seca y marrón se coagulaba sobre sus mejillas. Le habían arrancado la barba de raíz. Estaba arrodillado, descalzo, con la cabeza alta, delante de Federico de Habsburgo y los príncipes alemanes. Su mirada rozó a Ash, como si no reconociera a la mujer del cabello de plata y vestida con armadura.

Una cierta inquietud le tiró del corazón. No es una guerra normal, ni siquiera una mala guerra… ¿Qué?, pensó, frustrada. ¿Por qué me preocupo ahora? Ya me he salido de esta superchería política. Nos han destrozado pero no es la primera vez que le hacen daño a la compañía; nos recuperaremos. He ganado. El negocio de siempre; ¿cuál es el problema?

Ash se encontraba lejos de la sombra que ofrecía el palco de torneos, bajo el ardiente sol estival. El estrépito de las lanzas que se rompían y los gritos de ánimo resonaban procedentes de la hierba verde. Una brisa fresca le trajo el aroma de la lluvia por venir.

El visigodo volvió la cabeza y examinó la corte. Ash vio que la frente se le perlaba de sudor. Habló con una emoción febril que ella ya había visto en hombres que esperaban morir en pocos minutos.

—¡Matadme! —invitó de Quesada al Emperador Habsburgo—. ¿Por qué no? Ya he hecho lo que había venido a hacer.

Hablaba un alemán fluido.

—Éramos una mentira, para manteneros ocupado. Mi señor, el Rey Califa Teodorico, envió también a otros embajadores a las cortes de Saboya y Génova, Florencia, Venecia, Basilea y París con instrucciones similares.

Ash, en su tosco cartaginés, preguntó.

—¿Qué le ha pasado a mi marido? ¿Dónde os separasteis de Fernando del Guiz?

Ash se dio cuenta con toda exactitud de lo imperdonable e irrelevante que había sido aquella interrupción para Federico de Habsburgo, lo vio en su rostro. Se contuvo, envuelta en tensión, a la espera de su ataque de ira, o bien de la respuesta de Quesada.

Sin miramientos, de Quesada dijo:

—El maese del Guiz me liberó cuando decidió jurar lealtad a nuestro Rey Califa, Teodorico.

—¿Fernando? ¿Jurarle lealtad a…? —Ash se lo quedó mirando—. ¿Al Califa visigodo?

Detrás de Ash Robert Anselm lanzó una gran carcajada que era más un ladrido. Ash no estaba segura de si quería reír o llorar.

De Quesada hablaba con los ojos clavados en el rostro del Emperador, enfatizando cada palabra con malicia y una inestabilidad más que visible.

—Nos encontramos (el joven que me envió como escolta) con otra división de nuestro ejército al sur del paso de san Gotardo. Eran doce hombres contra mil doscientos. A del Guiz se le permitió, a condición de que jurase lealtad, que viviese y conservase su hacienda.

—¡Él no haría eso! —protestó Ash. Tartamudeó—. Quiero decir que no lo haría… es que no lo haría. Es un caballero. Esto no es más que información tergiversada. Rumores. Las mentiras de un enemigo.

Ni el embajador ni el Emperador le prestaron la menor atención.

—¡Su hacienda no es vuestra, no la podéis regalar así, visigodo! ¡Es mía! —Federico de Habsburgo se volvió en la silla ornamentada y le soltó un gruñido a su canciller y al personal legal—. Poned a ese joven caballero, su familia y hacienda bajo un acta de privación de derechos. Por traición.

Uno de los padres del hospicio de san Gotardo carraspeó.

—Encontramos a este tal Quesada vagabundeando y perdido en la nieve, Su Alteza Imperial. No sabía más nombre que el vuestro. Pensamos que era un acto de caridad traerlo aquí. Disculpadnos si hemos errado.

Ash le murmuró a Godfrey.

—Si se habían encontrado con fuerzas visigodas, ¿qué hacía vagabundeando por la nieve?

Godfrey extendió sus anchas manos y se limitó a encogerse de hombros.

—¡Mi niña, solo Dios lo sabe en este momento!

—Bueno, ¡cuándo Él te lo diga, tú me lo dices a mí!

El hombrecito del trono de los Habsburgo arrugó el labio y miró a Daniel de Quesada con una mueca de asco bastante inconsciente.

—Está loco, es obvio. ¿Qué va a saber de del Guiz? Nos hemos precipitado, cancelad la privación de derechos. Lo que dice es una tontería; mentiras convenientes. Padres, confinadlo en vuestra casa de la ciudad. Sacadle el demonio a golpes. Veamos cómo va esta guerra; será nuestro prisionero, no su embajador.

—¡No es ninguna guerra! —Gritó Daniel de Quesada—. Si supieseis, os rendiríais ahora, después de esa escaramuza, ¡antes de sufrir más bajas! Las ciudades italianas están aprendiendo ahora esa lección.

Uno de los hombres de armas imperiales se movió y se colocó detrás de Quesada, donde se arrodillaba el embajador y le pinchó la garganta con una daga, la vieja hoja de acero era vieja y estaba llena de muescas, pero todavía prestaba un servicio perfecto.

El visigodo farfulló:

—¿Sabéis a lo que os estáis enfrentando? ¡Veinte años! ¡Veinte años de construir barcos, de fabricar armas y de entrenar hombres!

El emperador Federico soltó una risita.

—Bueno, bueno. No tenemos ninguna cuenta pendiente con vosotros. Vuestras batallas con los mercenarios ya no me conciernen a mí. —Una sonrisita seca dirigida a Ash, toda su anterior malicia devuelta con intereses.

—Os hacéis llamar «Sagrado Imperio Romano» —dijo de Quesada—. Ni siquiera sois la sombra de la Silla Vacía[44]. En cuanto a las ciudades italianas, para nosotros merecen la pena por el oro que albergan, pero nada más. En cuanto a la chusma a caballo que se encuentra en Basilea, Colonia, París y Granada, ¿para qué los querríamos? Si quisiéramos hacer esclavos tontos, la flota turca estaría ardiendo ahora en Chipre.

Federico de Habsburgo le hizo un gesto a sus nobles para que se calmaran.

—Estás entre extraños, si no enemigos. ¿Estás loco para comportarte así?

—No queremos su Imperio Sagrado. —De Quesada, todavía arrodillado, se encogió de hombros—. Pero lo conquistaremos. Tomaremos todo lo que se encuentra entre nosotros y la mayor riqueza.

Sus ojos castaños se dirigieron a los invitados borgoñones de la corte. Ash supuso que todavía estaban celebrando la paz de Neuss. Quesada clavó la mirada en un rostro que la mercenaria reconoció de otras temporadas de campaña, el capitán de la guardia del Duque Carlos de Borgoña, Olivier de la Marche.

Quesada susurró.

—Todo lo que hay entre nosotros y los reinos y ducados de Borgoña, lo tomaremos. Luego tomaremos Borgoña.

De todos los principados de Europa, el más rico, recordó Ash que alguien le había dicho una vez. Levantó la vista del visigodo manchado de sangre y la dirigió al representante del Duque que se encontraba en el palco del torneo, cuyo rostro lúgubre también reconoció del circuito de torneos. El gran soldado de librea roja y azul se echó a reír. Olivier de la Marche tenía una voz estridente, experimentada tras tantos gritos en los campos de batalla; y ahora no la moduló. Se oyeron burlas entre los parásitos de la corte que se apretujaban a su alrededor. Sobrevestas brillantes, armaduras relucientes, las empuñaduras doradas de suntuosos filos, rostros bien afeitados y seguros de sí mismos; todo el poder visible de la caballería. Ash tuvo un momento de simpatía por Daniel de Quesada.

—Mi Duque ha conquistado recientemente Lorena[45] —dijo Olivier de la Marche con suavidad—. Por no mencionar las veces que ha derrotado a mi señor el rey de Francia. —Tuvo el tacto de evitar mirar a Federico de Habsburgo ni mencionó Neuss—. Tenemos un ejército que es la envidia de la Cristiandad. Haced la prueba, señor. Haced la prueba. Os prometo una cálida bienvenida.

—Y yo os prometo a vos un saludo frío. —Los ojos de Daniel de Quesada relucieron. La mano de Ash se acercó a la empuñadura de la espada sin intención consciente. Los movimientos del cuerpo de aquel hombre gritaban que todo iba mal, que había abandonado toda precaución humana. Los fanáticos luchan así, y los asesinos. Ash cobró vida, una visión instantánea absorbió a los hombres que la rodeaban, la esquina del palco de torneos, el estandarte del emperador, los guardias, su propio grupo de mando…

Daniel de Quesada chilló.

La boca era un amplio rictus, no movió nada más pero le sobresalían los tendones de la garganta, su grito se elevaba sobre el ruido de los gritos de la multitud, hasta que un silencio empezó a extenderse desde el lugar donde se encontraban. Ash sintió que Godfrey Maximillian a su lado se aferraba a la cruz que llevaba en el pecho. El vello de la nuca se le puso de punta como si lo atravesara una corriente fría. Quesada se arrodilló y chilló con una rabia pura, abandonada.

Silencio.

El embajador visigodo bajó la cabeza y los miró furioso con los ojos inyectados en sangre. La piel rasgada de las mejillas volvía a sangrarle.

—Tomamos la Cristiandad —susurró casi ronco—. Tomamos vuestras ciudades. Todas vuestras ciudades. Y a ti, Borgoña, a ti… Ahora que hemos empezado se me permite mostraros una señal.

Algo hizo que Ash levantara la vista.

Se dio cuenta un segundo después que estaba siguiendo la dirección de la mirada estática e inyectada en sangre de Daniel de Quesada. Directamente al cielo azul.

Directamente al resplandor ardiente del sol del medio día.

—¡Mierda! —Las lágrimas le inundaron los ojos. Se frotó la cara con la mano enguantada, que sacó húmeda.

No veía nada. Estaba ciega.

—¡Cristo! —Chilló. Otras voces bramaron con ella. Cerca, en el palco cubierto del dosel de seda; más lejos, en el campo del torneo. Gritos. Se frotó los ojos, frenética. No veía nada, nada…

Ash se quedó quieta por un momento, con las dos palmas enguantadas en los ojos. Negrura. Nada. Apretó más. Sintió, a través del cuero fino, los globos oculares que giraban al mirar. Quitó las manos. Oscuridad. Nada.

Humedad: ¿Lágrimas o sangre? No le dolía…

Alguien se lanzó sobre ella como una piedra de mortero. Estiró la mano y agarró un brazo. Alguien gritó. Había toda una hueste de voces gritando y era incapaz de distinguir las palabras; luego:

—¡El sol! ¡El sol!

Estaba agazapada sin saber cómo, se había quitado los guanteletes y había apoyado las manos desnudas en la tierra seca. Un cuerpo se apretaba contra ella. Se aferró a su calidez sudorosa.

Una voz ligera en la que casi no reconoció la de Robert Anselm susurró:

—El sol ha… desaparecido.

Ash levantó la cabeza.

Púas de luz en su visión se transformaron en imágenes. Puntos tenues. Cerca no, muy, muy lejos, sobre los horizontes del mundo.

Bajó la vista, bajo una luz leve y antinatural, y distinguió la forma de sus manos. Levantó la vista y no vio nada salvo una dispersión de estrellas desconocidas sobre el horizonte.

Y en el arco del cielo, sobre ella, no había nada, nada en absoluto, solo oscuridad.

Ash susurró:

—Ha apagado el sol.