Capítulo 1
FLOTANDO SOBRE EL río Rin y con la barcaza balanceándose bajo sus pies, Ash levantó la barbilla y se desabrochó la celada.
—¿Qué hora es?
Philibert la recogió de sus manos.
—El atardecer.
De mi noche de bodas.
El pequeño paje, con la ayuda de Rickard, algo más mayor, desabrochó las correas de la brigantina de la mujer, le desató el gorjal que le rodeaba la garganta, le desabrochó el cinturón de la espada y le quitó las armas y la armadura del cuerpo. La joven suspiró de forma inconsciente y estiró los brazos. La armadura no resulta pesada cuando te la pones, no pesa nada durante diez minutos y cuando te la quitas pesa como el plomo.
Las barcazas del Rin ya presentaban bastantes problemas: se separaron doscientos hombres de la compañía del león (por insistencia, perfectamente legal, de Fernando del Guiz) para escoltar a los embajadores visigodos caídos en desgracia; viajarían desde Colonia hasta los cantones suizos, atravesarían el paso y bajarían hasta Génova. Por tanto, doscientos hombres, con su equipo y caballos, que había que organizar. Y un comandante sustituto que había que dejar atrás con el resto de la compañía: en este caso, su decisión unilateral señaló a Angelotti, con Geraint ab Morgan.
Fuera se oyó un gruñido sólido y el sonido de un peso que caía con un ruido sordo en cubierta: sus senescales, que empujaban con una pértiga al último de los novillos que había que subir a bordo. Oyó pasos, el agua que se vertía con cubos de cuero para limpiar la cubierta de la barcaza, donde las jofainas no recogían toda la sangre: el desgarro de piel cuando se aplica el cuchillo del carnicero a la res muerta.
—¿Qué vais a comer, jefe? —Rickard pasaba el peso de un pie a otro. Era obvio que estaba ansioso por salir a cubierta con el resto de la compañía. Hombres que jugaban y bebían; putas que disfrutaban de la noche sobre el lento fluir del río.
—Pan, vino. —Ash hizo un gesto brusco—. Ya me lo trae Phili. Te llamaré si te necesito.
Philibert le puso un plato de loza en las manos y ella se puso a pasear de arriba abajo en el diminuto camarote mientras se metía las cortezas de pan en la boca, masticaba, escupía una miga y lo bajaba todo con un trago de vino; y durante todo el tiempo fruncía el ceño y se movía, con el recuerdo de Constanza en su solar de Colonia, no como una mujer sino como un niño de largas piernas.
—¡He convocado una reunión de oficiales! ¿Dónde cojones están?
—Mi señor Fernando lo volvió a programar para la mañana.
—Ah. ¿No me digas? ¿Eso hizo? —Ash sonrió con tristeza. Luego su sonrisa se desvaneció—. Dijo «Esta noche, no» y luego hizo chistes malos sobre noches de bodas, ¿verdad?
—No, jefe. —Philibert parecía angustiado—. Sus amigos sí. Matthias y Otto. Jefe, Matthias me dio confites y luego me preguntó qué hace la capitana-puta. No se lo digo. ¿Puedo mentirle la próxima vez?
—Miente hasta que te pongas verde si quieres. —Ash le dedicó una amplia sonrisa de conspiración a la que esbozó el muchachito, satisfecha y maliciosa—. Y eso también va por el escudero de Fernando, Otto. Mantenlos en suspenso, chaval—. ¿Lo que hace la capitana-puta…? Bueno, ¿qué hago?
Sé viuda. Confiesa, haz penitencia. La gente lo hace.
—¡Hostia puta! —Ash se arrojó sobre la caja-cama del camarote.
La madera de la barcaza del Rin crujió un poco. El aire nocturno salía como aliento del agua invisible, haciendo del camarote con techo de lona un lugar fresco y agradable. Una parte de su mente registró el crujir de las cuerdas, los caballos que movían los cascos, un hombre que alababa el vino y otro hombre que le rezaba con devoción a Santa Catalina, otras barcazas; todos los ruidos nocturnos de doscientos hombres de la compañía que viajan río arriba rumbo al sur, a medida que el largo séquito de barcazas va apartándose de Colonia.
—¡Joder!
—¿Jefe? —Philibert levantó la vista, estaba frotando con arena una coraza salpicada de óxido.
—¡Ya están las cosas bastante mal como para que encima…! —Como para que encima la gente no sepa de quién se supone que tienen que aceptar las órdenes, de mí o… de él—. No importa.
Con lentitud, sin apenas darse cuenta de que los dedos del niño le desabrochaban los ojales, se quitó el jubón y las calzas juntos y se volvió a echar vestida solo con la camisa. Unas risotadas provenientes de la cubierta rompieron el relativo silencio que reinaba en la barcaza. Se estremeció sin ser consciente de ello. Una mano tiró inconscientemente del borde de la camisa que se le había enrollado por encima de las rodillas desnudas.
—Jefe, ¿queréis los faroles encendidos? —Phili se frotó los ojos con los nudillos.
—Sí. —Ash contempló sin verlo a aquel pajecito de pelo desaliñado que colgaba los faroles de sus ganchos. Una luz de un color amarillo cremoso iluminó el opulento alojamiento, las almohadas de seda, la cama encajonada, el dosel de lona con los colores verde y dorado de los del Guiz cuarteado con los colores amarillo y negro de los Habsburgo.
Todos los cofres de viaje de Fernando estaban abiertos y descuidados. Atestaban el pequeño camarote, sus jubones sobresalían por los bordes y toda superficie disponible estaba cubierta por sus posesiones. La joven hizo un inventario mental automático de todas ellas: un monedero, un cuerno de caza, un pasacintas; una pastilla de cera roja, hilo de zapatero; una bolsa, una capucha forrada de seda, un ronzal de cuero dorado; fajos de pergaminos; una cuchillo con mango de marfil…
—Podría cantar para vos, jefe.
La mercenaria estiró la mano libre y le dio unos golpecitos a Philibert en la cadera.
—Sí.
El muchachito se quitó la capucha de la cabeza y se quedó allí de pie bajo la luz de la lámpara, con el pelo desgreñado y de punta. Apretó los ojos y empezó a cantar sin acompañamiento:
Al tordo ella le canta desde el fuego,
La Reina, la Reina es mi perdición…
—Esa no. —Ash levantó las piernas, se dio la vuelta y se sentó al borde del cajón de la cama—. Y esa canción no empieza así. Eso ya es cerca del final. Está bien, estás cansado. Vete a dormir.
El niño la miró con una expresión obstinada en los ojos oscuros.
—Rickard y yo queremos dormir aquí, como siempre.
No ha dormido sola desde que tenía trece años.
—No, vete a dormir con los escuderos.
Salió corriendo. El pesado tapiz dejó entrar un estallido de sonido al abrirse y lo volvió a cortar cuando el brocado volvió a su lugar. Una canción bastante más gráfica y descriptiva, biológicamente hablando, que la vieja tragedia rural de Philibert se cantaba en cubierta. Pensó que lo más probable era que el niño también se supiera la letra de esa; pero lleva todo el día caminando a mi alrededor como si yo fuera cristal veneciano. Desde esta mañana, y la catedral.
Se oyeron unos pasos fuera, en la cubierta. La mercenaria reconoció el sonido y toda su piel se estremeció. Volvió a echarse sobre el colchón.
Fernando del Guiz abrió la cortina de un empujón mientras por encima del hombro voceaba algo que hizo que Matthias, un joven amigo no tan noble, pensó Ash, aullara de risa. El joven dejó que la cortina cayese tras él, cerró los ojos y se balanceó al ritmo de la nave.
Ash se quedó donde estaba.
La cortina permaneció inmóvil. Nada de escuderos, ni de pajes; ninguno de sus amigos, los jóvenes y bulliciosos caballeros alemanes. ¿Qué pasa con esas aristocráticas costumbres nupciales tan públicas?, se preguntó la mujer.
No, no, tú no lo harás, ¿verdad? ¿Sacar las sábanas de aquí para demostrar que no hay manchas de sangre virginal? No querrás escuchar que la gente dice que su esposa es una puta.
—Fernando…
Las manos grandes del hombre desabotonaron la parte frontal del jubón de satén con mangas abullonadas y se lo quitó con un movimiento de hombros. Fernando esbozó una sonrisa especialmente maliciosa.
—Para ti es «marido».
El sudor le pegaba el pelo rubio a la frente. Luchó con los ojales de la cintura, los abandonó a medio camino y la tela se rasgó cuando sacó de un tirón el brazo de la camisa. Aun siendo de constitución delgada y aunque su cuerpo no había alcanzado todo su peso adulto, Ash lo encontró grande, así de simple: pecho masculino, torso masculino, los músculos duros de los muslos masculinos cuando el hombre es un caballero y monta a caballo todos los días.
No se molestó en desatarse la bragueta, metió la mano y se sacó la polla, ya medio rígida, por encima de la tela, se la agarró con una mano y con la otra trepó al cajón de la cama junto a ella. La luz amarilla del farol convertía su piel en oro aceitado. La joven aspiró el aire. Olía a hombre, también olía igual que las camisas de lino cuando se dejan secar al aire libre.
Con sus propias manos la mercenaria se levantó la camisa, debajo estaba desnuda.
Él bajó la mano y la envolvió alrededor de la polla púrpura, cada vez más gruesa, le levantó a ella las caderas con la otra mano y guió la embestida con un empujón inexperto.
Ya más que preparada (lista desde que se había dado cuenta de que eran sus pasos los que oía en el exterior), la mercenaria recibió toda su gruesa longitud en su interior, ardiente como si tuviera fiebre. Empalada, cercó la solidez masculina.
El rostro del joven bajó un poco más, a milímetros del de ella y vio en sus ojos que se había dado cuenta de que estaba húmeda. El hombre murmuró…
—Puta…
Le acarició con el pulgar las cicatrices de las mejillas, una cicatriz antigua en la base del cuello, una curva de cardenales negros donde un golpe en Neuss le había hincado la coraza bajo el brazo. La voz indistinta y joven farfulló:
—Tienes cuerpo de hombre.
Los ojales de las calzas masculinas se tensaron en la cintura, al igual que los de la bragueta. La fina lana se rasgó por una costura interior y expuso la carne dura del muslo. El torso del hombre cayó sobre ella. Aquel peso la obligó a luchar por respirar. La mercenaria enterró los dedos en los grandes músculos de la parte superior de los brazos masculinos, con fuerza. La piel que tenía bajo sus manos era terciopelo sobre acero, seda sobre hierro. La joven dejó caer la cabeza en las almohadas de seda y de su garganta salió un gemido.
El hombre embistió, dos o tres veces. El coño de la mercenaria, húmedo, estremecido, lo sostuvo; un estremecimiento de sensaciones presentidas empezó a soltar los músculos femeninos; la joven sintió cómo se abría, cómo se desplegaba su carne.
El joven se agitó dos veces, como el conejo de un furtivo tras el golpe mortal, y su cálida semilla la inundó, copiosa, deslizándose por los muslos femeninos. El pesado cuerpo del joven se derrumbó sobre la mercenaria.
Ella olió, casi saboreó, la ligera cerveza alemana en su aliento.
Su polla se salió de ella, fláccida.
—¡Estás borracho! —dijo Ash.
—No. Ya te gustaría. Ojalá lo estuviera. —La miró con la cara desdibujada—. Era mi obligación y está cumplida. Y ya está, mi señora esposa. Ahora eres mía, sellada con sangre…
Ash dijo con sequedad:
—No creo.
La expresión del hombre cambió y ella fue incapaz de leerla. ¿Arrogancia? ¿Asco? ¿Confusión? ¿El simple y egoísta deseo de no estar allí, de no estar en esta barcaza, en esta cama, con esta problemática marimacho?
Si lo estuviera contratando sería capaz de leer su expresión. ¿Qué me pasa?
Fernando del Guiz se apartó de ella rodando y se tumbó boca abajo y medio vestido en el colchón. Solo el semen húmedo marcaba las sábanas.
—Tú ya has estado con hombres. Esperaba que hubiera una remota posibilidad de que fuera un rumor, que en realidad no fueras una puta. Como la doncella del rey francés. Pero no eres virgen.
Ash cambió de postura para mirarlo. Se limitó a parpadear. Tanto su expresión como su voz eran neutras, uniformes, apenas teñidas de humor negro.
—Dejé de ser virgen a los seis años. Me violaron por primera vez cuando tenía ocho. Y luego sobreviví haciendo de puta. —Buscó comprensión en los ojos masculinos pero no encontró ninguna—. ¿Has estado alguna vez con una doncellita?
La clara piel masculina enrojeció y se ruborizó desde las mejillas hasta la nuca pasando por la frente.
—¡Desde luego que no!
—¿Una niña de nueve o diez años? Te sorprendería saber cuántos hombres quieren algo así. Aunque, para ser justos, a algunos no les importaba si era una mujer, una niña, un hombre o una oveja, siempre que pudieran meter la polla en algo cálido y húmedo…
—¡Por Dios y sus ángeles! —La conmoción era pura y horrorizada—. ¡Cierra el pico!
La mercenaria sintió el susurro del aire cuando se le movió el puño; subió el brazo por puro reflejo y el golpe quedo prácticamente absorbido por la parte carnosa del antebrazo femenino. Ahí tiene muchos músculos. Los nudillos masculinos solo rozan las cicatrices de la mejilla pero ese contacto le lanza la cabeza hacia atrás.
—Cállate, cállate, cállate…
—¡Oye!
Jadeante, con los ojos llenos de lágrimas brillantes y sin derramar, Ash vuelve a apartar su cuerpo del de él. Lejos de la piel cálida y sedosa que cubre duros músculos, lejos del cuerpo que ansia envolver con el suyo.
Con amargura, ya con todos los privilegios feudales, escupió:
—¿Cómo pudiste hacer todo eso?
—No fue difícil. —De nuevo es la voz de la comandante, áspera, práctica y con un toque de humor consciente. Ash sacudió la cabeza para aclararla—. Prefiero haber tenido mi vida de puta que ser la clase de virgen que tú esperabas. Y cuando entiendas por qué, quizá tengamos algo de qué hablar.
—¿Hablar? ¿Con una mujer?
La mercenaria quizá lo hubiera perdonado si hubiera dicho «contigo», incluso con ese tono de voz, pero la forma de decir «mujer» hizo que a Ash la boca se le curvara en una esquina, sin ningún humor.
—Te olvidas de quién soy. Soy Ash. Soy el león Azur.
—Lo eras.
Ash sacudió la cabeza.
—Joder. Menuda noche de bodas.
Pensó que ya lo tenía, podía jurar que estaba a menos de la anchura de una cuerda de arco de que Fernando estallara en carcajadas, de ver aquella sonrisa amplia, generosa, vencida que había visto en Neuss, pero se volvió a echar en la carriola, ocupándola toda, con los miembros extendidos y un brazo sobre los ojos y exclamó.
—¡Christus Imperator! Me han hecho uno con esto.
Ash se incorporó y se sentó con las piernas cruzadas en el jergón, con la postura relajada. No era en absoluto consciente de que ella estaba desnuda mientras que él todavía estaba parcialmente vestido, hasta que lo vio tumbado delante de ella y al contemplar el muslo desnudo, su vientre y su polla a la luz del farol hicieron que en su coño creciera el calor húmedo; se ruborizó y cambió de postura. Bajó las manos y las puso delante, sobre el dolor cálido e insatisfecho de su vagina.
—¡No eres más que una puta campesina! —exclamó él—. ¡Una perra en celo! Tenía yo razón la primera vez que te vi.
—Oh, hostia puta… —A la mercenaria le ardía la cara. Se llevó las manos a las mejillas y con las yemas de los dedos sintió que hasta las orejas las tenía calientes y dijo a toda prisa.
—No importa ya.
Sin quitarse la mano de la cara, el joven tanteó y se echó una manta por la mitad del cuerpo. La mujer sintió que se le calentaba la piel de la cara. Trabó las manos alrededor de los tobillos para evitar estirarlas y acariciar el terciopelo duro de la piel masculina.
La respiración de Fernando cambió y se convirtió en un ronquido. Su cuerpo pesado y sudoroso se hundió aún más en la cama: se había quedado dormido profunda e instantáneamente.
Al poco rato, la mercenaria envolvió con la mano la medalla del santo que llevaba en la garganta y la sostuvo. Con el pulgar acarició la imagen de San Jorge en un lado y la runa de fresno en el otro.
El cuerpo le gritaba.
No durmió.
Sí, lo más probable es que tenga que hacer que lo maten.
No es tan diferente de matar en el campo de batalla. Ni siquiera me gusta. Solo quiero tirármelo.
Más horas después de lo que podría contar una vela marcada, vio la luz del verano alrededor de los bordes de la cortina de brocado. El amanecer empezó a iluminar el valle del Rin y el desfile de barcas que se movían corriente arriba.
—Bueno, ¿y qué vas a hacer? —se dijo en voz baja y en tono retórico.
Se echó, desnuda, boca abajo, en el jergón y estiró el brazo para coger el cinturón donde yacía sobre la pila que formaban el jubón y las calzas. La vaina del cuchillo le vino con facilidad a las manos. Con el pulgar acarició la empuñadura redondeada de la daga de misericordia, deslizó los dedos para apretar y sacarla unos milímetros de la vaina. Una hoja de metal gris, con líneas duras plateadas sobre el filo tantas veces afilado.
Está dormido.
Ni siquiera trajo un paje con él, por no hablar ya de un escudero o un guardia.
No hay nadie que pueda dar la alarma, ¡y no digamos ya defenderlo!
Había algo en la profundidad de la ignorancia de su marido, su incapacidad de concebir siquiera que una mujer podría matar a un señor feudal (Cristo Verde, ¿es que nunca se le ha ocurrido que podría acuchillarlo una puta?), y en su descuido, se había quedado dormido, así de simple, como si esta fuera una noche normal entre una pareja casada: hubo algo en todo eso que la conmovió, a pesar de él.
Se dio la vuelta y trajo consigo la daga. El pulgar probó el filo. Resultó estar lo bastante afilado para rebanar las primeras capas de la dermis, al tacto nada más, sin penetrar en la carne roja que había más abajo.
Lo que debería pensar es «murió de arrogancia», y matarlo. Aunque solo sea porque quizá no tenga otra oportunidad.
No saldría impune; desnuda y cubierta de sangre, va a ser bastante obvio quién lo hizo…
No. No es eso.
Joder, sé muy bien que una vez hecho, un fait accompli como lo llamaría Godfrey, mis chicos tirarían el cuerpo por la borda, se encogerían de hombros y le dirían, «Debe de haber tenido un accidente de barco, mi señor», a cualquiera que preguntara; hasta al más alto, incluyendo al Emperador. Una vez hecho, hecho está; y me apoyarían.
Es hacerlo. Esa es la objeción que tengo.
Cristo y Su conciencia sabrán por qué, pero no quiero matar a este hombre.
—Ni siquiera te conozco —susurró.
Fernando del Guiz siguió durmiendo, su rostro en reposo desprotegido, vulnerable.
Nada de enfrentamiento: compromiso. Compromiso. Cristo, ¿pero es que no me paso la mitad de mi vida encontrando compromisos para que puedan trabajar juntas ochocientas personas? No hay razón para que me deje el cerebro por ahí solo porque estoy en la cama.
Entonces:
Somos una compañía dividida; los otros están en Colonia: si mato a Fernando habrá alguien que ponga objeciones, siempre hay alguien que le pone objeciones a todo, y si esa persona fuera van Mander, por ejemplo, entonces hay otra división: sus lanzas quizá lo siguieran a él, no a mí. Porque del Guiz le cae bien; le gusta tener a un hombre, y además un hombre noble y un auténtico caballero por jefe. A van Mander no le caen muy bien las mujeres, aunque sean tan buenas en el campo de batalla como yo.
Esto puede esperar. Puede esperar hasta que hayamos soltado a los embajadores en Génova y hayamos vuelto a Colonia.
Génova. Mierda.
—¿Por qué hiciste eso? —Habló en susurros, echada a su lado, el terciopelo eléctrico de su piel rozando la de ella. El joven cambió de postura, se dio la vuelta y le presentó una espalda llena de pecas—. ¿Eres igual que Joscelyn? ¿Nada de lo que haga será bastante porque soy mujer? ¿Porque lo único que no puedo ser es hombre? ¿O es porque no puedo ser una mujer noble? ¿Una de las tuyas?
El suave aliento masculino llenó la tienda del camarote.
El caballero volvió a darse la vuelta, inquieto, y su cuerpo se apretó contra el de ella. La mercenaria se quedó quieta, con la mitad del cuerpo bajo el peso cálido, húmedo, musculoso, de su marido. Levantó la mano libre para quitarle los delicados zarcillos de pelo de los ojos.
No recuerdo su cara de entonces. Solo veo en mi mente el aspecto que tiene ahora.
El pensamiento la sobresaltó y abrió los ojos de golpe.
—Maté a mis primeros dos hombres cuando tenía ocho años —susurró sin interrumpir su sueño—. ¿Cuándo mataste tú a los tuyos? ¿En qué campos de batalla has luchado?
No puedo matar a un hombre mientras duerme.
No por…
La palabra la eludía. Godfrey o Anselm podrían haber dicho por resentimiento, pero los dos hombres estaban en otras barcazas del convoy fluvial, habían encontrado cosas que hacer que los alejasen tanto de la barcaza de mando como fuese posible, esta primera noche tras la boda.
Tengo que pensar bien todo esto. Hablarlo con ellos.
Y no puedo dividir a la compañía. Hagamos lo que hagamos, tendrá que esperar hasta que volvamos a las Alemanias.
La mano de Ash, sin ella pretenderlo, acarició las mechas de pelo empapadas de sudor de su marido y se las apartó de la frente.
Fernando del Guiz cambió de postura en sueños. La estrechez de la cama unía necesariamente sus cuerpos sobre los jergones apilados; piel contra piel; cálida, eléctrica. Ash, sin pensar mucho en ello, se inclinó hacia delante y apoyó la boca en el cuello masculino, sus labios sobre la piel humedecida y suave de él, respiró su aroma y sintió el vello delicado de su nuca. Las vértebras provocaban bultos duros entre los hombros salpicados de pecas.
Con un gran suspiro, el joven se dio la vuelta, le puso las manos alrededor de la cintura y la atrajo hacia su cuerpo caliente. Se apretó contra él, el pecho, el vientre y los muslos, y la polla de él, endurecida, que sobresalía entre ellos. Todavía con los ojos cerrados, una de sus manos fuertes y estrechas la buscó entre los muslos, los dedos se hundieron en la hendedura húmeda y cálida y la acariciaron. La luz del amanecer que cubría el camarote de neblina iluminaba sus pestañas rubias, que caían delicadas sobre las mejillas; es tan joven, pensó ella y luego, ¡ahh!
Un ligero ladeo de las caderas masculinas colocó la polla henchida en su interior. Él descansó, abrazándola aún con fuerza y a los pocos minutos empezó a mecer el cuerpo, empujándola hacia un orgasmo suave, inesperado pero totalmente placentero.
El joven hundió la cabeza y su rostro quedó posado en el hombro femenino. Ella sintió el roce de las pestañas contra su piel. Con los ojos aún cerrados, medio dormido, deslizó las manos por los hombros de la mujer, por los brazos, le rodeó la espalda. Una caricia cálida la medía. Erótica y dulce.
Es el primer hombre de mi edad que me toca con cariño, comprendió la mercenaria; y cuando Ash abrió los ojos, igualmente sorprendida de encontrarse sonriéndole a aquel hombre, él la penetró con más fuerza y se corrió, luego volvió a hundirse desde el clímax en un sueño aún más profundo.
—¿Qué? —Se inclinó al oírlo murmurar algo.
El joven lo dijo de nuevo antes de deslizarse en un sueño agotado, demasiado inconsciente para volver a alcanzarlo.
Lo que ella creyó oír fue:
—Me han casado con el cachorro del león.
Había lágrimas de humillación, brillantes y húmedas, inmóviles sobre las pestañas masculinas.
Ash, al despertar una hora más tarde, se encontró sola en una cama vacía.
Quince días más tarde, quince noches de camas vacías, el día de San Swithun[37], llegaron a unos ocho kilómetros de Génova.