Capítulo 2
LAS CAMPANADAS DEL reloj de la torre de Guizburg alcanzaron a Ash por encima del sonido intermitente del cañón. Cuatro campanadas. Cuatro horas después de lo que habría sido el mediodía.
—No es un eclipse —observó Antonio Angelotti sin levantar la cabeza desde el puesto que ocupaba en el extremo de la mesa de caballete—. No hay ningún eclipse previsto. En cualquier caso, madonna, un eclipse dura horas como mucho. No ocho días.
Varias hojas de efemérides y sus propios cálculos yacían delante de él. Ash apoyó el codo en la mesa de Angelotti y se puso la barbilla en la mano. Dentro de aquella habitación, las maderas crujían cuando Godfrey Maximillian se paseaba de un lado a otro. La luz de las velas cambiaba. La mercenaria contempló los marcos destrozados de las pequeñas ventanas y deseó experimentar un aire más ligero, el frío húmedo del amanecer, las canciones interminables de los pájaros, y por encima de todo la sensación de frescura, de un nuevo comienzo que produce la salida del sol en el exterior. Nada. Nada salvo oscuridad.
Joscelyn van Mander metió la cabeza por la puerta de la habitación, entre los guardias.
—¡Capitán, no quieren escuchar a nuestro heraldo y nos siguen disparando! La guarnición ni siquiera admite que vuestro marido está dentro de la torre.
Antonio Angelotti se recostó sobre la silla.
—Han oído el proverbio, madonna, «un castillo que habla y una mujer que escucha; al final los dos serán tomados».
—Ondea su librea y un estandarte visigodo… está aquí —comentó Ash—. Envía un heraldo cada hora. ¡Y seguid disparándoles también! Joscelyn, tenemos que entrar ahí dentro y rápido.
Cuando van Mander se fue, añadió:
—Seguimos estando mejor aquí fuera; siempre que sigamos conteniendo a del Guiz, que es un traidor, el Emperador está contento; y tenemos la oportunidad de quedarnos al margen y ver lo bueno que es en realidad el tal ejército visigodo…
Se puso en pie y se acercó a la ventana. Los cañonazos habían expuesto los listones y el yeso de la pared que había al lado del alféizar pero sería fácil de arreglar, pensó al tocar el material crudo y seco.
—Angeli, ¿podrían equivocarse tus cálculos del eclipse?
—No, porque nada de lo que ha pasado coincide con las descripciones. —Angelotti se rascó el cuello enredado de la camisa. Estaba claro que se había olvidado de la piedra de tinta y de la pluma afilada: la tinta salpicaba de forma deliberada la camisa de lino. Se miró molesto los dedos manchados—. No hay penumbra, no desaparece de forma gradual el disco del sol, no están inquietas las bestias del campo. Solo una falta de luz instantánea, helada.
Llevaba unos anteojos de montura de hueso y un único remache afianzados sobre la nariz, para leer. Cuando guiñó los ojos a través de las lentes, bajo la luz de las velas, Ash notó las arrugas que tenía en los ojos, el plisado de la piel entre las cejas. Este es el aspecto que tendrá ese rostro dentro de diez años, pensó la joven, cuando la piel ya no esté tersa y el brillo haya desaparecido de su cabello dorado.
El muchacho terminó:
—Y según Jan los caballos no estaban inquietos.
Robert Anselm subió estrepitosamente las escaleras y entró en la habitación pisándole los talones a este comentario, se quitó la capucha y dijo:
—El sol se oscureció, se debilitó, una vez cuando estaba en Italia. Debimos de tener unas cuatro horas de aviso en las filas de los caballos.
Ash extendió las manos.
—Si no es un eclipse, ¿entonces qué?
—Los cielos están descompuestos… —Godfrey Maximillian no dejaba de pasearse de un lado a otro. Tenía un libro en las manos, ilustrado en tonos rojos y azules; Ash podría haber comprendido el texto con tiempo suficiente para ir letra por letra; el sacerdote hizo una pausa al lado de una de las velas y pasó página tras página con tal rapidez que la impresionó y a la vez la llenó de desdén por un hombre que no tenía nada mejor que hacer con su tiempo que aprender a leer. Ni siquiera leía en voz alta. Leía rápido y en silencio.
—¿Y? Eduardo, Conde de March, vio tres soles la mañana del campo de la Cruz de Mortimer. Por la Trinidad. —Robert Anselm dudó un momento, como siempre, al mencionar al actual rey inglés, de la casa York y entonces murmuró con tono agresivo—. Todo el mundo sabe que en el sur existe un crepúsculo eterno; tampoco hay que exaltarse tanto. ¡Tenemos una guerra que librar!
Angelotti se quitó los lentes. La montura de hueso blanco le dejó una marca roja en el puente de la nariz.
—Puedo derribar los muros de esta torre en medio día. —En la palabra «día» su voz perdió impulso.
Ash se asomó por el marco de la ventana rota. La ciudad que había fuera era casi invisible en aquella oscuridad. Sintió una especie de esfuerzo en el aire, en el extraño atardecer cálido, que quizá se enfriara, que quería ser tarde. Las vigas marrones y el yeso pálido de la fachada de la casa estaban salpicadas de manchas rojas, reflejos de las enormes hogueras que ardían en la plaza del mercado. Los faroles brillaban en cada ventana ocupada. No levantó los ojos para mirar la corona del cielo, donde no brillaba ningún sol, solo una oscuridad profunda e impenetrable.
Levantó los ojos y miró la torre.
La luz de las hogueras iluminaba solo la parte inferior de las paredes escarpadas, las sombras parpadeaban en las piedras y la mampostería. Las ranuras de las ventanas eran ojetes de oscuridad. La torre se elevaba hacia la oscuridad, por encima del pueblo, desde unas pendientes de roca desnudas y escarpadas; y el camino que llevaba a la verja recorría un muro, desde el que los defensores ya habían disparado y lanzado más objetos mortales de los que ella pensaba que tenían. Un edificio con lados como losas como un bloque de piedra.
Ahí es donde está. En una habitación detrás de esos muros.
Puede hacerse una idea de los arcos redondeados normandos, los suelos de madera atestados de petates de hombres de armas; los caballeros arriba, en el solar de la cuarta planta; Fernando quizá en la gran sala, con sus perros y sus amigos mercaderes y sus armas de fuego…
A no más de un estadio de donde yo estoy ahora. Podría estar mirándome.
¿Por qué? ¿Por qué has hecho esto? ¿Qué hay de verdad en esto?
Dijo:
—No quiero que el castillo quede tan dañado que no se pueda defender cuando estemos dentro.
Todos los hombres armados que veía en las calles cerca de la torre llevaban chaquetas de librea con la insignia del león de peltre abrochada al hombro; la mayor parte de la gente de la compañía que iba desarmada (mujeres que vendían productos, putas, niños) había adoptado algún tipo de banda de tela azul y se la habían cosido a las ropas. De los ciudadanos del pueblo no veía nada, pero los oía cantando misa en las iglesias. El reloj dio el cuarto, al otro lado de esta plaza del mercado.
Ansiaba la luz, sentía un deseo físico, como si tuviera sed.
—Creí que terminaría con el amanecer —dijo—. Un amanecer. Cualquier amanecer. Quizá aún lo haga.
Angelotti removió las hojas de cálculos, garabateó encima de los signos de Mercurio, Marte, cómputos de balística.
—Esto es nuevo.
Algo leonino en la forma de estirar el brazo le recordó a Ash la fuerza física que poseía, así como su belleza masculina. Los ojales se habían desabrochado en el hombro de la cota de malla blanca forrada. Toda la tela del pecho y los brazos estaba salpicada de agujeros negros diminutos, las chispas del cañón había quemado el lino.
Robert Anselm se apoyó en el hombro del maestro artillero y estudió las hojas de papel garabateadas y los dos empezaron a hablar con todos rápidos y bajos. Anselm golpeó la mesa de caballete con el puño varias veces.
Ash, que contemplaba a Robert, se sintió asaltada por una paradójica sensación de fragilidad: Angelotti y él eran, físicamente hablando, hombres grandes; sus voces resonaban ahora en esta habitación solo porque estaban acostumbrados a conversar en el exterior. Una parte de ella, al enfrentarse a ellos, seguía teniendo catorce años, con su primera coraza decente (el resto del arnés era frivolité, de la misma calidad que la munición), y buscaba a Anselm al lado de su hoguera después de Tewkesbury y le decía, bajo la oscuridad iluminada por las llamas, «recluta hombres para mí, ahora voy a presentar mi propia compañía». Lo preguntó en la oscuridad porque no podría soportar un rechazo bajo la fría luz del día. Y luego horas pasadas sin dormir, preguntándose si su gesto cortés de asentimiento había sido porque estaba borracho o de broma, hasta que apareció una hora después del amanecer con cincuenta hombres malolientes, muertos de frío, desnutridos y mal equipados que llevaban arcos y archas y cuyos nombres hizo que Godfrey los escribiera de inmediato en una lista. Y silenció su incertidumbre, sus quejas guasonas y su esperanza tácita con comida de los calderos en los que había hecho trabajar a Wat Rodway desde medianoche. Las hebras de autoridad entre comandante y comandante son telas de araña.
—¿Por qué cojones no se hace la luz…? —Ash se asomó aún más al marco roto y se quedó mirando los muros del castillo que se elevaba sobre la población. Los artilleros y las catapultas de Angelotti no habían hecho más que derribar trozos del yeso que embellecía los muros de cortina, exponiendo así la mampostería gris. La mercenaria tosió al respirar aquel aire que olía a madera quemada y volvió a meterse en la habitación.
—Han vuelto los exploradores —dijo Robert Anselm lacónico—. Colonia está ardiendo. Los incendios están fuera de control. Dicen que hay peste. La corte se ha ido. Tengo treinta informes diferentes sobre Federico de Habsburgo. La lanza de Euen recogió a un par de hombres de Berna. Ninguno de los pasos que llevan al sur de los Alpes está practicable, o bien por culpa de los ejércitos visigodos o bien por el tiempo.
Godfrey Maximillian dejó por un momento de pasearse y levantó los ojos de las páginas del libro.
—Los hombres que Euen encontró formaban parte de una procesión que iba de Berna al santuario de la abadía de san Walburga. Mírales la espalda. Esas laceraciones son de látigos con puntas de hierro. Creen que la flagelación nos devolverá el sol.
El parecido que había entre Robert Anselm y Godfrey Maximillian, el hombre calvo y el barbudo, era quizá nada más que la anchura del pecho, la resonancia de la voz. Fuera producto o no de una actividad sexual reciente, después de un largo periodo de celibato, Ash se encontró de pronto siendo consciente de la diferencia, de la virilidad. No estaba acostumbrada a pensar así; era algo relacionado con el aspecto físico más que con los prejuicios.
—Volveré a ver a Quesada —informó a Anselm, y se volvió hacia Godfrey cuando el otro bajó las escaleras—. Si no es un eclipse, ¿entonces algún tipo de brujería, un milagro negro…?
Godfrey hizo una pausa al lado de la mesa de caballete, como si los garabatos astrológicos de Angelotti pudieran conmover de algún modo sus lecturas bíblicas.
—No ha caído ninguna estrella, la luna no está tan roja como la sangre. El sol no se ha oscurecido a causa del humo del Abismo. La tercera parte del sol debería estar afectada, no es eso lo que está pasando. No ha habido Jinetes, no se ha roto ningún Sello. No son los últimos días que preceden al oscurecimiento del sol[47].
—No, no son las dificultades que habría antes del Juicio Final —insistió Ash—, sino un castigo, un juicio, ¿o un milagro del mal?
—¿Juicio por qué? Los príncipes de la Cristiandad son malvados, pero no más malvados que la generación anterior. La gente común es venal, débil, fácilmente influenciable y con frecuencia se arrepiente; no es ningún cambio con respecto a cómo han sido siempre las cosas. Esto es la angustia de las naciones[48], ¡pero nunca hemos vivido en la Edad de Oro! —Las gruesas yemas de los dedos del hombre se extraviaban sobre las mayúsculas dibujadas, sobre los santos pintados en pequeños santuarios iluminados—. No lo sé.
—¡Entonces reza para encontrar la respuesta, joder!
—Sí. —Cerró el libro sobre un dedo. Tenía los ojos del color del ámbar, llenos de la luz de la habitación iluminada por faroles y hogueras—. ¿De qué puedo servirte sin la ayuda de Dios? Todo lo que hago es sacar acertijos de los Evangelios y creo que me equivoco con más frecuencia de lo que acierto.
—Estás ordenado y eso es suficiente para mí. Ya lo sabes. —Ash habló con crudeza, sabía con toda exactitud por qué se había ido el sacerdote después de la instrucción—. Reza para que alcancemos la gracia.
—Sí.
Alguien pidió el santo y seña a gritos y luego unos pasos resonaron en las escaleras.
Ash se dio la vuelta y se sentó en el taburete que había detrás de la mesa de caballete. Eso la colocó con el estandarte del león Azur a su espalda, con el mástil apoyado en la pared. La celada y los guanteletes descansaban sobre la mesa, junto con el cinturón de la espada, la vaina y la espada. Su sacerdote rezaba en la esquina, ante el altar del Cristo Verde. Su maestro artillero calculaba el gasto de pólvora. Más que suficiente para crear un efecto, calculó y no levantó la vista durante sus buenos treinta latidos después de oír que entraban en la habitación Floria del Guiz y Daniel de Quesada.
De Quesada habló primero, bastante racional:
—Consideraré este asedio como un ataque contra los ejércitos del Rey-Califa.
Ash le dejó escuchar el eco de su voz en silencio. Los muros de yeso y los listones ahogaban los gritos y los cañonazos, infrecuentes y pequeños. Por fin lo miró.
Sugirió con suavidad:
—Decidle a los representantes del Califa que Femando del Guiz es mi marido, que se le ha despojado de sus derechos, que actúo en mi propio nombre para recuperar lo que es ahora propiedad mía dado que a él se la ha quitado el emperador Federico.
El rostro de Daniel de Quesada estaba cubierto de costras allí donde se curaban las heridas producidas al arrancarle el pelo de la barba. Tenía los ojos apagados. Le salían las palabras con esfuerzo.
—Así que asediáis el castillo de vuestro esposo, con él dentro, y él es ahora súbdito feudal del rey-Califa Teodorico… ¿pero eso no es un acto de agresión contra nosotros?
—¿Por qué debería serlo? Estas son mis tierras. —Ash se inclinó hacia delante con las manos unidas—. Soy una mercenaria. El mundo se ha vuelto loco. Quiero a mi compañía dentro de los muros de piedra. Entonces pensaré quién va a contratarme.
De Quesada todavía tenía un nerviosismo febril, a pesar de los opiáceos de Floria y de la mano en el hombro que lo contenía. Lucía con torpeza el jubón, las calzas y el sombrero enrollado de carabina que le habían dado; se notaba que no estaba acostumbrado a moverse con ese tipo de ropa.
—No podemos perder —dijo él.
—Yo suelo encontrarme en el lado ganador. —Era lo bastante ambiguo y Ash lo dejó así—. Os proporcionaré una escolta, embajador. Os voy a devolver a vuestra gente.
—¡Creí que estaba prisionero!
—Yo no soy Federico y no soy súbdita de Federico. —Ash hizo un gesto con la cabeza y lo despidió—. Esperad allí un momento. Florian, quiero hablar contigo.
Daniel de Quesada miró a su alrededor, luego cruzó las tablas desiguales del suelo como si cruzara la cubierta incierta de un barco, dudó un momento en la puerta y por fin se fue a colocar en la esquina más alejada de las ventanas.
Ash se puso en pie y vertió un poco de vino en una copa de madera que le ofreció a Floria. Habló un momento en inglés, dado que era el idioma de una isla pequeña, bárbara y desconocida y existía una buena posibilidad de que el diplomático visigodo no lo entendiera.
—¿Está loco de verdad? ¿Qué le puedo preguntar sobre esta oscuridad?
—Como una chota. ¡Yo qué sé! —El cirujano levantó una cadera sobre la mesa de caballete y se sentó con las largas piernas colgando—. Quizá estén acostumbrados a que sus embajadores vuelvan tocados por la mano de Dios si los mandan con mensajes sobre señales y portentos. Seguramente su estado es funcional. No puedo prometerte que siga así si empiezas a hacerle preguntas.
—Pues mala suerte. Necesitamos saberlo. —Le hizo una seña al visigodo. Este volvió a acercarse—. Maese embajador, otra cosa. Quiero saber cuándo volverá a haber luz.
—¿Luz?
—Cuándo va a salir el sol. ¡Cuándo va a cesar la oscuridad!
—El sol… —Daniel de Quesada se estremeció y no volvió la cabeza hacia la ventana—. ¿Hay niebla fuera?
—¿Cómo voy a saberlo? ¡Ahí fuera está tan oscuro como vuestro sombrero! —Ash suspiró. Es evidente que ya me puedo olvidar de una respuesta razonable de este—. No, maese embajador. Está oscuro. No hay niebla.
El hombre se rodeó el cuerpo con los brazos. Había algo en la forma de su boca que hizo que Ash se estremeciera: los hombres adultos que están bien de la cabeza no tienen ese aspecto.
—Nos separamos. Casi en la cima… había niebla. Yo trepé. —El staccato godo-cartaginés de Quesada apenas resultaba comprensible—. Arriba, arriba, arriba. Una carretera sinuosa, en la nieve. Hielo. Siempre trepando hasta que ya solo pude arrastrarme. Luego vino un gran viento, el cielo estaba de color púrpura sobre mí. Púrpura, y todos los picos blancos, tan arriba… Montañas. Me aferró. Solo hay aire. La roca me hace sangrar las manos…
Ash, que recordaba bien un cielo de un color azul tan oscuro que quemaba y el aire tan fino que hacía daño en el pecho, le dijo a Floria.
—Ahora está hablando del paso de San Gotardo. Donde lo encontraron los monjes.
Floria puso una mano firme en el brazo del hombre.
—Vamos a llevaros otra vez a la enfermería, embajador.
Medio alerta, Daniel de Quesada se encontró con la mirada de Ash.
—La niebla… desapareció. —Separó las manos, como un hombre que abre una cortina.
Ash dijo:
—Estaba despejado hace un mes, cuando cruzamos el paso con Fernando. Había nieve en las rocas a ambos lados pero el camino estaba despejado. Sé dónde deben de haberos encontrado, embajador. He estado allí. Uno puede colocarse allí y contemplar Italia. Justo allí abajo, a más de dos mil metros.
Las carretas crujen, los caballos se esfuerzan contra la pendiente; el aliento de los hombres de armas llena de vapor el aire; y ella está allí parada, el frío le golpea las suelas de las botas y se asoma a un acantilado moteado de verde y blanco que se precipita hacia las colinas. Pero parece absurdo llamarlo acantilado, al lado sur del paso que cruza los Alpes como una silla de montar; las montañas se elevan en una media luna que tiene kilómetros de anchura.
Y hay casi dos kilómetros hasta el fondo.
Roca pura, musgo y hielo y una inmensidad de aire vacío tan grande y profunda que te duele con solo mirarlo.
Terminó en voz baja:
—Si te cayeras, no tocarías el suelo hasta llegar al fondo.
—¡Justo abajo! —repitió Daniel de Quesada. Sus ojos brillaban—. Me encontré mirando… El camino que había debajo, curva tras curva tras curva. Hay un lago al fondo. No es más grande que la uña de mi dedo.
Ash recuerda el miedo interminable y forzado del descenso y que el lago, cuando llegaron hasta él, era bastante grande y se acurrucaba en la base de las colinas: ni siquiera entonces habían salido de la montaña.
—La niebla se despejó y yo estaba mirando abajo.
Toda la habitación estaba en silencio. Después de un minuto, Ash comprendió que aquel hombre no iba a decir nada más. De Quesada miraba las sombras cambiantes con unos ojos que no veían nada.
Mientras Floria le entregaba el visigodo a uno de sus ayudantes, Angelotti dijo:
—He oído que los hombres se tapan los ojos al cruzar los pasos alpinos porque temen volverse locos[49]. Nunca pensé que conocería a uno, madonna.
—Creo que acabas de hacerlo. —Ash contempló la marcha de Quesada con una sonrisa triste—. Bueno, llevármelo en medio de los disturbios con la esperanza de que nos fuera de alguna utilidad no fue una de mis mejores ideas. Tenía la esperanza de que negociara con del Guiz cuando llegáramos aquí.
—Está como una cabra —comentó Floria—. Si quieres mi opinión médica. No es el mejor título para un heraldo.
Ash bufó.
—Me da igual si está chalado. Quiero respuestas. ¡No me gusta esta oscuridad!
—¿Y a quién sí? —inquirió Floria con tono retórico. Luego resopló—. ¿Quieres saber cuántos de tus hombres han desarrollado ataques agudos de vientre del cobarde?
—No. ¿Por qué crees que quiero mantenerlos ocupados con un asedio? Están acostumbrados a abrir túneles para los petardos y al estrépito de los cañones, les da seguridad… Por eso los hombres de armas están recorriendo calle tras calle de este pueblo requisando provisiones… si van a saquear este sitio, que sea al menos un saqueo organizado.
Ese llamamiento a su cinismo hizo que Floria se echara a reír, como Ash sabía que ocurriría. Había tan poca diferencia entre Floria y Florian, incluso en la galantería con la que la mujer se ofreció ahora a servirle vino a la propia Ash.
—No se diferencia tanto de los ataques nocturnos —añadió Ash mientras rechazaba el vino—, que son, bien lo sabe Dios, una putada, pero posibles. Quiero que este castillo se abra con traiciones, no que lo dañemos al tener que irrumpir en él. Y hablando de eso… —La inquietud que acompañaba a su fracaso en el interrogatorio de Quesada la impulsó a ponerse en acción—. Ven conmigo y échale un vistazo a esto. ¡Angelotti!
Dejaron la habitación, el artillero con ellos; Ash echó un vistazo atrás y vio que Godfrey Maximillian, con los amplios hombros inclinados, seguía inmerso en su plegaria. Una vez fuera, (tras entrar en el muro de oscuridad de las calles, negro como la pez), se quedaron en silencio durante unos minutos, esperando que se ajustara su visión nocturna antes de dirigirse tambaleándose hacia las luces de las hogueras.
La herrería del pueblo había sido tomada por los armeros de la compañía, un grupo de hombres de manos perpetuamente negras con el pelo desaliñado, sin sombrero, vestidos con almillas[50], delantales de cuero y sin camisa, sudorosos de la forja y medio sordos a causa del constante zumbido de los martillos. Les dejaron paso con amabilidad a Ash, su cirujano y su escolta de media docena de hombres y perros. Para ellos, ningún comandante era algo más que un medio para un fin, eso lo sabía. Este último proyecto era difícil y bienvenido por eso, bienvenido por inusual.
—¿Un par de tenazas de seis metros de alto? —se aventuró Floria al estudiar los enormes mangos de acero.
—¿Son las hojas adecuadas? —El armero jefe de la compañía, Dickon Stour, solía terminar con una nota interrogativa, incluso cuando no hablaba su inglés materno—. ¿Para soportar la presión y para cortar hierro?
—Y eso son escalas para trepar —dijo Ash. Señaló unas fornidas varas de madera con unos ganchos de acero en un extremo y una red de palos pegada. Engánchalo a un muro, tira de las cuerdas y se desenvuelve una escala de la red—. Voy a mandar gente en secreto, con lana negra sobre la armadura, para que corten las barras grandes de la verja del postigo desde dentro. Yo diría que por la noche, pero con esta oscuridad… —Un encogimiento de hombros y una amplia sonrisa—. Caballeros sigilosos…
—Estás loca. Ellos están locos. ¡Quiero hablar contigo! —Floria frunció el ceño ante el ruido de los yunques y señaló, en silencio, la calle. Ash estrechó manos, dio palmadas en los hombros y abandonó el lugar con su escolta. Angelotti se quedó para hablar de metalurgia.
Ash alcanzó al cirujano unos metros más allá, clavando la mirada en la calle empedrada que subía la colina hasta los matacanes y los maderos del castillo que coronaban las alturas.
Floria caminaba deprisa, unos pasos por delante de los hombres de armas y de los perros.
—¿De verdad vas a intentarlo?
—Ya lo hemos hecho antes. Hace dos años, en… ¿dónde fue? —reflexionó—. ¿En algún lugar del sur de Francia?
—El que está ahí dentro es mi hermano. —La voz de la mujer salió masculina del anochecer y el aliento se hundió en los registros más bajos que nunca se relajaban, sin importarle si la escolta de mando podía oírla o no—. Cierto que no le veo desde que tenía diez años. Cierto que era un mocoso malcriado. Y ahora es un montón de mierda. Pero la sangre es la sangre. Es mi familia.
—Familia. Ya. Dime lo mucho que me importa a mí la familia.
Floria empezó:
—¿Qué…?
—¿Qué? ¿Ordenaré que lo hagan prisionero y no lo maten? ¿Le dejaré escapar, largarse para reclutar hombres en otro sitio, para que pueda volver y enfrentarse a mí? ¿Haré que lo maten? ¿Qué?
—Todo eso.
—Esto es irreal. —Irreal cuando he tenido su cuerpo en mi interior, creer que podría morir con una flecha en la garganta, un archa atravesándole el vientre, que alguien con una daga de misericordia y órdenes específicas mías podría obligarlo a no ser.
—¡Maldita sea, no puedes seguir haciendo caso omiso de esto, niña! Te lo tiraste. Te casaste con él. Es carne de tu carne ante los ojos de Dios.
—Eso es una tontería. Tú no crees en Dios. —Ash podía distinguir, bajo las luces de las antorchas que iluminaban las calles, la tensión repentina grabada en el rostro de la mujer—. Florian, no hay muchas probabilidades de que vaya a ir a denunciarte al obispo local, ¡no te parece! Los soldados, o creen en todo o en nada, y yo tengo de los dos tipos en la compañía.
La mujer siguió bajando por el empedrado a su lado, todo el equilibrio en los hombros: larguirucha y masculina. Hizo un gesto irritado que lo mismo podría haber sido un encogimiento de hombros o un estremecimiento cuando el cañón de asedio de Angelotti hizo estallar humo y llamas dos calles más allá.
—¡Estás casada!
—Hay tiempo suficiente para decidir qué hago con Fernando cuando lo haya sacado a él y su guarnición de ese castillo. —Ash sacudió la cabeza como si pudiera despejarla de algún modo; sacar aquella oscuridad opresiva, antinatural, de su cráneo.
Llamó a su lado al comandante de su escolta cuando llegaron de nuevo a la casa de mando del pueblo y le ordenó que llevara un brasero y comida para los hombres que tenía en la calle, luego volvió a subir con estrépito las escaleras con Floria a su lado y solo para entrar en lo que parecía una compañía entera de personas apretujadas entre estrechas paredes blancas, con los penachos de los yelmos frotando el techo manchado de cera y elevando la voz.
—¡Callaos!
Con eso se hizo el silencio.
La mercenaria miró a su alrededor.
Joscelyn van Mander, con el rostro intenso, las mejillas rojas, enmarcado por el brillo de su celada de acero; dos de sus hombres; luego Robert Anselm; Godfrey, que ya se estaba levantando y dejaba su interrumpida plegaria; Daniel de Quesada con sus ropas europeas que tan mal le quedaban, y un hombre nuevo con túnica y pantalones blancos y un camisote de malla ribeteado, sin armas.
Un visigodo, con insignias de cuero indicativas de rango atadas a los hombros de la cota de malla. Qa'id, rescató la mercenaria de sus recuerdos de las campañas en Iberia: un oficial con mando sobre mil. Más o menos el equivalente a las tropas que tenía ella.
—¿Y bien? —dijo ella tras reclamar su lugar detrás de la mesa y sentarse. Apareció Rickard y le sirvió vino muy aguado. Se sumergió sin pensar en el dialecto que había aprendido alrededor de los soldados tunecinos; algo tan automático como llamar a un hackbutter arcabucero en las tierras del rey francés, o a un jifero der Axst aquí y l'Azza a Angelotti.
—¿Qué os trae aquí, qa'id?
—Capitán. —El soldado visigodo se llevó los dedos a la frente—. Me encontré con mi compatriota de Quesada y su escolta en el camino. Decidió volver aquí conmigo, para hablar con vos. Os traigo noticias.
El soldado visigodo era pequeño, de tez clara, poco más alto que Rickard, con los ojos de un azul muy pálido y había algo en él que le resultaba innegablemente conocido. Ash dijo:
—¿Es vuestro apellido Lebrija?
El joven pareció sobresaltarse.
—Sí.
—Continuad. ¿Qué noticias?
—Habrá otros mensajeros, de vuestra propia gente…
La mirada de Ash se dirigió a Anselm que asintió para confirmarlo.
—Sí. Los he visto. Venía hacia aquí cuando entró Joscelyn.
—Podéis tener el honor de decírmelo —le dijo Ash al qa'id visigodo. Odiaba tener que oír la noticia sin estar preparada, odiaba no disponer de unos minutos de aviso, aviso que habría tenido si hubiera sido Robert el que se lo dijera. Dado que Joscelyn van Mander parecía muy preocupado, volvió a hablar en alemán—. ¿Qué ha pasado?
—Federico de Habsburgo ha solicitado los términos de la paz.
Hubo un pequeño silencio, interrumpido sobre todo por el murmullo de Floria:
—Joder.
Y por la pregunta inquieta de Joscelyn van Mander.
—Capitán, ¿qué quiere decir?
—Creo que quiere decir que los territorios del Sacro Emperador Romano se han rendido. —Ash juntó las manos delante de ella—. Maese Anselm, ¿es eso lo que dicen nuestros mensajeros?
—Federico se ha rendido. Todo, desde el Rin hasta el mar está abierto a los ejércitos visigodos. —Con un tono igual de uniforme, Robert Anselm añadió—: Y Venecia ha sido quemada, hasta la línea de agua. Iglesias, casas, almacenes, barcos, los puentes del canal, la Basílica de San Marcos, el palacio del Dux, todo. Un millón, millones de ducados hechos humo.
El silencio se hizo más intenso: mercenarios asombrados ante aquel desperdicio de riquezas, los dos visigodos imbuidos de una silenciosa confianza al quedar asociados a una potencia capaz de provocar tal destrucción.
Federico de Habsburgo se habrá enterado de lo ocurrido en Venecia, pensó Ash, conmocionada, mientras oía en su cabeza la voz seca, codiciosa del Sacro Emperador Romano; ¡ha decidido no arriesgar las Alemanias!, y luego, volvió a centrarse de repente en el soldado visigodo, hermano o primo del fallecido Asturio Lebrija; la mercenaria comprendió entonces El Imperio se ha rendido y hemos quedado atrapados en el lado equivocado. La pesadilla de cualquier mercenario.
—¿He de suponer —dijo—, que una fuerza de socorro del ejército visigodo se dirige hacia aquí para ayudar a Fernando?
Su visión de su situación cambia ciento ochenta grados. Ya no es una cuestión de si se siente segura detrás de las murallas del pueblo, y pronto detrás de las murallas del castillo. Ahora la compañía está atrapada entre los hombres de armas visigodos que se acercan por los campos que rodean el pueblo, y los caballeros y arcabuceros de Fernando del Guiz que están en el propio castillo.
Daniel de Quesada habló con la voz cascada:
—Por supuesto. Hemos de ayudar a nuestros aliados.
—Por supuesto. —Se hizo eco el hermano o primo de Lebrija.
Quesada quizá aún no le hubiera dicho al qa'iá nada de la muerte de Lebrija, quizá no supiera nada, pensó Ash, y decidió mantenerse callada allí donde las palabras pudieran con toda probabilidad meterla en un lío.
—Me interesará hablar con vuestro capitán cuando llegue —afirmó Ash. Contempló a sus oficiales por el rabillo del ojo y vio que sacaban fuerzas de la confianza de su capitana.
—Nuestro comandante llegará aquí antes de mañana —calculó el soldado visigodo—. Estamos muy ansiosos de hablar con vos. La famosa Ash. Por eso viene hacia aquí nuestro comandante.
Con sol o sin él, pensó Ash, no voy a tener el tiempo que quiero para meditar mis decisiones. Me guste o no, está pasando ya.
Y luego:
Con sol o sin él, sean los Últimos Días o no, no tiene nada que ver conmigo: si permanezco con mi compañía, somos lo bastante fuertes para sobrevivir a esto. La metafísica de esta situación no es problema mío.
—Muy bien —dijo—. Será mejor que conozca a vuestro comandante y abra las negociaciones.
Rickard le presentó a Bertrand, un posible hermanastro de Philibert, un chiquillo de trece años que estaba muy ocupado creciendo para ocupar un cuerpo demasiado grande para él y que conseguía estar gordo y ser un larguirucho desgarbado, todo a la vez. Entre los dos le colocaron a Ash la armadura y trajeron a Godluc con su mejor barda; los niños se frotaban los ojos por la falta de sueño, a una hora que podría haber sido del amanecer si este tercer día en Guizburg hubiera tenido uno.
—Por lo que sé, el nombre personal de su comandante es en realidad el nombre del rango de esta —dijo Godfrey Maximillian—. Faris[51]. Significa «capitán general», general de todas sus fuerzas, algo así.
—¿El rango de esta? ¿Una mujer comandante? —Ash recordó entonces que Asturio Lebrija había dicho «he conocido a mujeres de guerra», y también su sentido del humor, del que carecía por completo su primo Sancho (Godfrey le había informado del nombre y el parentesco)—. ¿Y ahora está aquí? ¿La jefa de toda esta maldita fuerza de invasión?
—Un poco más abajo de Innsbruck.
—Mierda…
Godfrey fue a la puerta y llamó a un hombre que estaba en la sala principal de la casa requisada.
—Carracci, el jefe quiere oírlo por ella misma.
Un hombre de armas con un asombroso cabello rubio blanquecino y el color subido en las mejillas, que se había despojado de todo salvo de un mínimo y desarrapado equipo de soldado de infantería para viajar rápido, entró e hizo una reverencia.
—¡Entré en su mismísima tienda de mando! Es una mujer, jefe. Una mujer lidera su ejército; ¿y sabéis cómo la han hecho buena? Tiene una de esas cabezas parlantes, esas máquinas suyas, que piensa por ella en las batallas… ¡dicen que ella escucha su voz! ¡La oye hablar!
—¡Si es una Cabeza Parlante[52], por supuesto que la oye hablar!
—No, jefe, no la tiene con ella. La oye en su cabeza, como cuando Dios le habla a un sacerdote.
Ash se quedó mirando al alabardero.
—La oye como la voz de un santo; le dice cómo tiene que luchar. Por eso nos venció una mujer. —Carracci dejó de hablar de repente, levantó un hombro y por fin esbozó una amplia sonrisa esperanzada—. Uf. ¿Perdón, jefe?
La oye como si fuera la voz de un santo.
Un latido frío recorrió el estómago de Ash. Era consciente de que parpadeaba, se quedaba mirando algo y no decía nada; helada y conmocionada aún no sabía por qué. Se mojó los labios.
—Joder con el perdón…
Fue una respuesta automática. Estaba claro que el alabardero, Carracci, no había oído que ¡Ash oye voces de santos!, que era el rumor de la compañía: la mayoría (sobre todo los que llevaban años con ella) lo habrían oído.
¿Oye a un santo, esta Faris? ¿Lo oye? ¿O sólo piensa que es un rumor útil? Quemada por bruja no es forma de terminar…
—Gracias, Carracci —añadió, distraída—. Reúnete con la escolta. Diles que nos vamos dentro de cinco minutos.
Cuando Carracci se fue, ella se volvió hacia Godfrey. Resulta difícil sentirse vulnerable como el encaje y estar atada al acero. La mercenaria se quitó las palabras del alabardero de la cabeza. Su confianza volvió con sus paseos por la pequeña habitación, la mesa de caballete despojada ya de la armadura; se acercó a la ventana, donde se quedó quieta y miró los fuegos de Guizburg.
—Creo que tienes razón, Godfrey. Van a ofrecemos un contrato.
—He hablado con viajeros procedentes de varios monasterios de este lado de las montañas. Como ya he dicho, no puedo tener una idea real de su número pero hay al menos otro ejército visigodo luchando en Iberia.
Ash siguió dándole la espalda.
—Voces. Dicen que oye voces. Qué extraño.
—Solo un rumor, tiene su utilidad.
—¡Cómo si yo no lo supiera!
—Los santos son una cosa —dijo Godfrey—. Afirmar que es una voz milagrosa de una máquina, otra muy distinta. Quizá piensen que es un demonio. Podría ser un demonio.
—Sí.
—Ash…
—No tenemos tiempo de preocuparnos por esto, ¿de acuerdo? —Se volvió y miró furiosa a Godfrey— ¿De acuerdo?
Él la contempló, con los ojos castaños tranquilos. No asintió.
Ash dijo:
—Tenemos que decidirnos rápido, si resulta que los visigodos nos hacen una oferta. Fernando y sus hombres solo están esperando a tenernos atrapados entre el martillo y el yunque. Entonces arriba el puente levadizo de su castillo, salen disparados y nos cogen por la espalda. Yupiiii —dijo con tono severo y luego esbozó una amplia sonrisa que le dedicó al sacerdote por encima del hombro blindado—. ¿No crees que se pondrá enfermo si tenemos un contrato con el mismo lado? Nosotros somos mercenarios pero él es un traidor despojado de sus derechos. Todavía considero mío ese castillo.
—No cuentes tus castillos antes de irrumpir en ellos.
—Debería ser un proverbio, ¿no te parece? —Se puso seria—. Estamos entre el martillo y el yunque. Esperemos que nos necesiten de su lado más de lo que necesitan deshacerse de nosotros. De otro modo debería haber decidido salir de aquí en lugar de quedarnos. Y lo de aquí arriba será corto y sangriento.
La ancha mano del sacerdote se posó sobre la hombrera izquierda de la mujer.
—Ya se derrama mucha sangre allí donde los visigodos se enfrentan a los gremios, arriba, cerca del lago Lucerna. Lo más probable es que su comandante compre cualquier fuerza de lucha que pueda, sobre todo una que tenga conocimientos de la zona.
—Y luego nos ponen a nosotros en primera línea para que muramos en lugar de sus hombres, ya sé cómo va. —Se movió con cuidado al volverse; una armadura se puede considerar un arma en sí misma, si solo llevas una túnica de lana marrón plisada y unas sandalias. La mano de Godfrey se alejó de las afiladas placas de metal. La joven se encontró con la mirada castaña del sacerdote.
—Es sorprendente a lo que se puede acostumbrar uno. Una semana, diez días… La pregunta que nadie quiere hacer, por supuesto, es… y después del sol, ¿qué? ¿Qué más puede pasar? —Ash se arrodilló con rigidez—. Bendecidme antes de salir a caballo. Me gustaría estar en estado de gracia en estos momentos.
La voz del hombre, profunda y conocida, cantó una bendición.
—Cabalga conmigo. —Le pidió un abrir y cerrar de ojos después de que él hubo terminado y se dirigió a las escaleras. Godfrey la siguió por las escaleras y salió con ella del pueblo.
Ash montó y cabalgó por las calles, con sus oficiales y su escolta, hombres de armas y perros. Tiró de las riendas de Godluc cuando pasó una procesión y atascó la estrecha calle, hombres y mujeres lamentándose, los jubones y faldas de lana rasgadas a propósito, los rostros manchados de ceniza. Mercaderes y artesanos. Niños con los pies desnudos y ensangrentados, vestidos de blanco, que llevaban una Virgen entre velas de cera verde. Sacerdotes del pueblo los azotaban con látigos con púas de acero. Ash se quitó el yelmo y esperó a que la multitud pasara tambaleándose, sollozando y rezando.
Cuando el nivel de ruido descendió hasta un punto en el que podía hacerse oír, volvió a colocarse la celada y exclamó:
—¡Adelante!
Cabalgó con cincuenta hombres, pasó al lado de hogueras que ardían ahora las veinticuatro horas del día y salió por las verjas de Guizburg. Pasaron al lado de algunos de sus hombres que volvían de expediciones a un bosque incólume arrastrando cargas de pino para hacer antorchas. Lo que pensó que eran agujas de pino plateado eran, como vio al acercarse más, agujas de pino cubiertas de escarcha. Escarcha. En julio.
La rueda del molino estaba silenciosa por donde cruzaron el vado entre salpicaduras; y en la oscuridad vio vacas perdidas que no sabían cuándo volver a casa para el ordeño. Una extraña medio canción se escuchaba en el monte bajo, los pájaros no sabían si dormir o si reclamar su territorio. Una sensación opresiva le recorría la espalda bajo el forro sonrosado de seda del jubón de la armadura y la hacía sudar; todo esto antes de ver mil antorchas que bajaban por el valle poco profundo y el águila plateada de los estandartes visigodos y antes de que oyera los tambores.
Joscelyn van Mander exigió que lo tranquilizaran, con los ojos clavados en los lanceros y en los arqueros que había colina abajo.
—Nunca he luchado contra los visigodos, ¿cómo es?
Ash volvió a apoyar la lanza erguida contra el hombro blindado. El pendón de cola de zorro colgaba en el aire inmóvil. Godluc retozó un poco, la cola atada con una guirnalda de hojas de roble y campanillas.
—¿Angelotti?
Antonio Angelotti cabalgaba a su lado, con la armadura puesta y una medalla de Santa Bárbara atada alrededor del puño del guantelete.
—Cuando estuve con el lord-amir Childerico, sofocamos una rebelión local. Yo tenía la capitanía de los hackbutters[53]. Los visigodos son comandos rápidos. Karr wa farr: atacan varias veces y se van. Golpean y huyen, te cortan las líneas de abastecimiento, te niegan los vados, asedios indiferentes durante un año o tres y luego toman la ciudad por asalto. Que yo sepa, jamás han buscado al ejército enemigo para una batalla campal. Han cambiado de táctica.
—Eso es evidente. —Van Mander emitía un fuerte olor a cerveza sin diluir.
Ash echó la vista atrás, y para ello se volvió sobre la alta y erguida silla de guerra. Aparte de los habituales oficiales de mando, había traído a Euen Huw y su lanza; Jan-Jacob Clovet y treinta arqueros; diez hombres escogidos de la banda de van Mander y su senescal, Henri Brant (con el torso envuelto en vendas) para supervisar en nombre de los no-combatientes. La mayoría de sus jinetes llevaban antorchas.
Angelotti dijo:
—Deberías haber dejado que mis bombardeos abrieran la torre de Guizburg. Sería mucho más difícil sacarnos de ahí, madonna.
—Intenta no pensar en ello como en un montón de escombros, sino como en nuestro montón de escombros. ¡Me gustaría mantenerla de una pieza!
Confiaba en el número y disposición de al menos esta parte de las fuerzas visigodas, dado que los exploradores de la compañía eran fiables; Ash siguió bajando la colina entre campos pulcramente divididos y rediles cercados con zarzo. El estandarte de la compañía y su pendón personal cabalgaban entre la masa de hombres, oscuros contra el cielo oscuro, antinatural, entre las antorchas que llameaban y se sacudían.
Llegaron a la cima de una ligera elevación. Ash mantuvo a Godluc en movimiento cuando este hubiera respondido al cambio de peso de su jinete al ver esta lo que esperaba a poca distancia. Una cosa es disponer de información fiable que dice que hay una división de un ejército, ocho o nueve mil hombres más el tren de equipaje, acampados justo al lado del camino de Innsbruck. Otra muy diferente ver cien mil antorchas, hogueras brillantes, oír los resoplidos y los pateos de las líneas de caballos y los gritos de los guardias; vislumbrar, en aquel día sin luz, la inmensa rueda de tiendas, cubiertas de cuerdas tirantes como telarañas, atestadas de hombres armados y rodeadas de carretas; y eso era ese ejército, en carne y hueso.
Ash tiró de las riendas en el punto de encuentro señalado, un importante cruce de caminos, y se levantó la cimera de la celada con el pulgar. Todo su grupo cabalgaba con la armadura completa por órdenes suyas; los caballos con la barda completa y las gualdrapas; pañuelos retorcidos de seda de colores envolvían los yelmos; los portapenachos en las celadas y en los almetes alternaban con plumas blancas de avestruz. Los ballesteros montados habían sacado las armas de los estuches y tenían los virotes a mano.
—Allí —dijo la mercenaria mientras se esforzaba para ver en la oscuridad.
Un jinete con el pendón de una lanza blanca salió a caballo del campamento visigodo. Al poco rato la mercenaria consiguió distinguir una armadura europea, las curvas redondeadas de la cota de malla milanesa y una mata de cabello negro y rizado que le sobresalía del cuello del almete.
—¡Es Agnes!
Robert Anselm gruñó:
—Será pelota, el muy bruto. Tenían que contratar al Cordero.
—¡En medio de una puta batalla! Debe de haber firmado un contrato mientras todavía estaban en plena escaramuza. —Hasta donde se lo permitía la armadura, Ash sacudió la cabeza con tristeza—. ¿No te encantan los mercenarios italianos?
Se encontraron en medio del hedor de las humeantes antorchas de pino. El Cordero se desabrochó con cuidado el visor del almete y mostró su rostro bronceado.
—Planeando una escapada rápida, ¿verdad?
—A menos que el ejército visigodo de ahí abajo en pleno venga tras nosotros, conseguiríamos atravesar las puertas de la ciudad. —Ash metió la lanza en el ristre de la silla para darle a sus manos más libertad. Hablaba sobre todo por sus oficiales—. Y a menos que tu patrona quiera en realidad quedarse sentada delante de un diminuto castillo bávaro durante las próximas doce semanas, no creo que le interese demasiado intentar sacarnos a rastras de Guizburg.
»Dile a tu general que, como es comprensible, no nos entusiasma mucho la idea de entrar en su campamento pero que si quiere subir hasta aquí, negociaremos.
—Eso es lo que quería oír. —Cordero hizo girar su castrado roano, flaco y huesudo, levantó la lanza y bajó el pendón blanco al suelo. Otro grupo de jinetes salió del fuerte de carretas, unos cuarenta quizá. Demasiado lejos para distinguir los detalles en medio de aquella oscuridad, podían ser cualquier grupo de hombres armados.
—¿Y qué extra te pagaron para que subieras hasta aquí tú solo?
—Lo suficiente. Pero me han dicho que tratas bien a tus rehenes. —Curvó los labios con gesto insinuante; las convicciones religiosas de Agnus Dei no llegaban (según los rumores) al celibato. Ash le devolvió la sonrisa y pensó en Daniel de Quesada y Sancho Lebrija, a los que ahora entretenían de forma obligatoria en Guizburg hasta que ella volviera ilesa.
—Nada se resiste ahora en las ciudades-estado salvo Milán —añadió el Cordero al tiempo que hacía caso omiso de la repentina obscenidad de Antonio Angelotti—, y de los cantones suizos, solo Berna.
—¿Han jodido a los suizos? —Ash se quedó tan asombrada que por un momento no supo qué decir—. Sus líneas de abastecimiento están despejadas hasta el Mediterráneo; ¿pueden mantener ejércitos como este en el campo y seguir presionando hacia el norte? ¿Y mantener el territorio que dejan atrás?
Era una forma muy poco elegante de intentar sonsacar información, o más bien, de reafirmar una información que según sus fuentes era verdad. La atención de Ash se fijó en los jinetes que se aproximaban.
El Cordero resultó tener los labios sellados.
—Veinte años de preparación ayudan, creo, madonna Ash.
—Veinte años. Me cuesta imaginarlo. Eso es todo lo que yo he vivido. —La mención de su juventud tenía un propósito completamente malicioso, dado que el Cordero tenía treinta y pocos. Tan joven, tan famosa; mejor que no se confiara demasiado también, concluyó la mercenaria y esperó a que los jinetes subieran la colina. Una ráfaga de viento barrió la hierba oscura e hizo susurrar los lejanos pinares. Tenía una impresión, casi física, como la sensación que se tiene al conseguir montar un caballo brioso que apenas se puede controlar.
—Dulce Cristo —murmuró alegremente, casi para sí misma—. Es el Armagedón. Todo está cambiando. Están volviendo a la Cristiandad del revés. ¿Quién querría ahora ser campesino?
—O mercader. O señor. —El Cordero tiró de las riendas—. Este es el único oficio posible, cara.
—¿Eso crees? Luchar es lo único que sé hacer. —Un momento extraño: aquel hombre despeinado y ella se comprendían muy bien. Ash dijo—: Quédate en primera línea hasta que tengas treinta años y mueras, para que yo mande. Quédate al mando hasta que seas viejo, cuarenta años o así, y mueras. De ahí… —Con un gesto de la mano blindada apuntó a Guizburg—. El juego de los príncipes.
—¿Mmm? —El Cordero ladeó tanto el cuerpo como la cabeza en el arnés para poder mirarla directamente—. Oh, sí, cara. He oído rumores, que la mitad de tu problema era que querías una hacienda y un título. En cuanto a mí… —Suspiró con cierto grado de contento—. Tengo el dinero que gané en las últimas dos campañas invertido en el negocio inglés de la lana.
—¿Invertido? —Ash se lo quedó mirando con fijeza.
—Y ahora poseo un taller de teñido en Brujas. Muy cómodo.
Ash se dio cuenta de que se le había quedado la boca abierta. La cerró.
—¿Así que, quién necesita tierras? —Concluyó Agnus Dei.
—Bueno… Sí. —Ash volvió a dirigir su atención a los visigodos—. Has estado con ellos, qué, ¿dos semanas o más? Cordero, ¿qué pasa aquí?
El mercenario italiano acarició el cordero que llevaba en la sobrevesta.
—Pregúntate si tienes elección, madonna, y si no es así, ¿qué importancia tiene mi respuesta?
—Es buena. —Ash contempló la procesión iluminada por antorchas que se acercaba. Lo bastante para ver a los adelantados, cuatro hombres con túnicas y velos que montaban unas mulas, con lo que parecían barriles octogonales abiertos colocados en las sillas delante de ellos. Había algo extraño en el tamaño de los cuerpos y las cabezas de aquellos hombres. Los identificó como enanos un momento después de darse cuenta de que estaban golpeando con palos los laterales de cuero rojos y dorados de los barriles que eran, en realidad, tambores de guerra. La creciente vibración hizo que Godluc echara hacia atrás las orejas.
Ash dijo, muy deprisa.
—Nos dio una paliza en Génova. ¿Te crees todo eso de una cabeza parlante que le dice lo que tiene que hacer? ¿Has visto esa máquina?
—No. Sus hombres dicen que la cabeza parlante, que ellos llaman «Gólem de Piedra», no está aquí con ella. Está en Cartago.
—Pero con el tiempo que te pasarías esperando una respuesta, mensajes, jinetes en caballos de posta, palomas… no puede estar usándola en el campo de batalla. No cuando combate en tiempo real.
—Pero sus hombres dicen que sí. Dicen que la oye al mismo tiempo que habla en la Ciudadela, en Cartago. —El mercenario hizo una pausa—. No lo sé, madonna. Dicen que es una mujer, así que solo puede ser así de buena si hay voces.
El astuto comentario del Cordero le dolió. Ash hizo caso omiso de él por un momento, absorta en la idea de lo que podría significar estar en constante comunicación, en tiempo real, con la ciudad natal de uno, con los comandantes, a miles de kilómetros de distancia.
—Un Gólem de Piedra… —dijo la mercenaria con lentitud—. Cordero, escuchar a los santos de Nuestro Señor es una cosa; escuchar una máquina…
—Probablemente solo sean rumores. —Soltó el Cordero—. La mitad de lo que dicen que tienen en el norte de África, no lo tienen, solo manuscritos y los recuerdos de algún bisabuelo. Esta mujer es nueva, y comandante de ejércitos. Por supuesto que habrá historias ridículas. Siempre las hay.
Hubo algo en aquel precipitado discurso que la obligó a levantar la vista: no cabía duda de que el Cordero estaba nervioso. Sorprendió la mirada de Robert Anselm, Geraint ab Morgan, Angelotti… todos sus oficiales estaban listos para esto, para lo que podría ser una negociación y lo que podría ser una emboscada, y que en cualquier caso hay que aguantar el tiempo suficiente para averiguarlo. Bajó la vista al palafrén de Godfrey Maximillian. El sacerdote tenía la vista clavada en las antorchas que se aproximaban.
—Reza por nosotros —le ordenó.
El barbudo agarró la cruz y empezó a mover los labios.
Aparecieron más antorchas, más bajas, las llevaban hombres a pie. Ash oyó un juramento supersticioso de boca de Robert Anselm. Los portadores de las antorchas eran figuras de hombre hechas de arcilla y latón, gólems que portaban chorreantes antorchas de brea cuya luz bañaba su piel roja y ocre carente de rasgos.
—Muy bonito —admitió la mercenaria—. Si fuera ella y tuviera algo así de desconcertante, también lo usaría.
Se acercaban los caballos visigodos, entre dos filas de gólems. Caballos pequeños que pisaban alto, con sangre del desierto en las venas y arreos dorados que les cruzaban el cuello y el lomo, cada bocado, cada anilla, cada estribo, resplandecía bajo la luz de las antorchas. Traían consigo un aroma a estiércol de caballo especiado, muy diferente del estiércol que producían los caballos de guerra europeos, de cuello más grueso. Godluc se removió. Ash agarró bien la rienda. Algunos son yeguas, pensó; y nunca he terminado de convencerme de que Godluc se da cuenta de que lo han capado. Las sombras móviles molestaban al palafrén de Godfrey; la mercenaria le indicó a un arquero que se bajase y sujetase la brida, para que Godfrey pudiera continuar con su plegaria sin interrupciones.
Detrás de los jinetes visigodos venía el portador del estandarte, con una bandera negra y un águila sobre un asta. Llevaba el caballo con armadura y Ash sonrió para sí misma al verlo, tras haber llevado el estandarte en cierto número de batallas y haber llegado a entender lo que las voces que oía querían decir al hablar de imán para el fuego. Un poeta con armadura cabalgaba a su lado y le cantaba algo demasiado coloquial para que ella lo entendiese, pero recordó la costumbre que había visto en Túnez: vates que cantaban para subir la moral.
—Menudo jaleo. Me pregunto si están intentando impresionarnos. —Ash permanecía sobre la alta silla de montar, con las piernas casi rectas en los estribos y el centro de gravedad en las caderas o justo debajo: la sensación era diferente a cuando caminabas con la armadura. Cambió de postura de forma imperceptible y mantuvo quieto a Godluc. Los caballos visigodos emitieron un sonido desapacible cuando se detuvieron. Lanzas y escudos, espadas y ballestas ligeras… La mercenaria estudió a los hombres que llevaban camisotes por encima de la armadura forrada, con sobrevestas blancas y yelmos abiertos. Se inclinaban en las sillas hacia los demás, hablaban de forma abierta y algunos señalaban a los caballeros mercenarios europeos.
—No —dijo Ash alegremente, había escogido uno y dejado que su voz se transmitiera—. Resulta que no. Además, no se crían cabras en estas montañas. Ni machos ni hembras.
Un estallido de risas, maldiciones y miradas de alarma siguieron a su discurso. Geraint ab Morgan se palmeó el muslo blindado. Un jinete visigodo mejor armado que cabalgaba bajo el estandarte del pendón y el águila negros les habló a los hombres que tenía a ambos lados y luego hizo que se adelantara un castrado castaño.
Para no ser menos, Ash hizo una señal. Euen Huw sacó tres notas claras de la trompeta que llevaba de no muy buena gana. Ash se adelantó en medio del estrépito de la barda de su caballo, seis oficiales con ella: Anselm, Geraint y Joscelyn van Mander con una reluciente armadura milanesa completa; Angelotti con una coraza milanesa y arnés en las piernas, acanalado, gótico e intrincado; Godfrey (aún rezando, los ojos cerrados), con su mejor túnica monástica; y Floria del Guiz con la brigantina que le había prestado alguien y una celada de arquero, con lo que no se parecía en nada a una mujer y, por desgracia, Ash tenía que admitir que tampoco mucho a un soldado.
—Soy Ash —le dijo al silencio, tras la trompeta—. Según Agnes Dei os interesa un contrato con nosotros.
Ash no podía distinguir el rostro de la líder visigoda bajo el yelmo en medio de aquellas sombras móviles.
La mujer llevaba un yelmo de acero y grebas, escarpes de bandas visibles en los estribos. La luz de las antorchas fluía con suntuosidad sobre la armadura de color escarlata cubierta de terciopelo: una armadura con cien grandes remaches con forma de flor que relucían con un tono dorado. Bajo ella, la cota de malla era visible, en el muslo. El cuello de placas recto debía de ser algún tipo de gorjal, supuso Ash; y notó la empuñadura dorada de una espada de tres lóbulos; vainas de espada y daga con chapas de oro, el cinturón de la espada con pesados ornamentos de oro y el color negro azulado y blanco de un manto de cuadros forrado de vero[54]. Ash sumó en cuestión de segundos el precio de cada prenda y quedó impresionada a pesar de sí misma. No pudo evitar sentir un espasmo de puro placer al ver a otra mujer que comandaba tropas, sobre todo una lo bastante extranjera para no ser una competidora.
—Lucharíais contra los borgoñones. —La voz de la mujer, penetrante, hablaba alemán con acento cartaginés. Dejaba claro que quería que la entendieran los miembros del séquito de Ash que no hablaban cartaginés.
—¿Luchar contra los borgoñones? No por gusto. Son unos hijos de puta muy duros. —Ash se encogió de hombros—. Yo no arriesgo mi compañía sin una buena razón.
—Es «Ash». La jund[55]. —El castrado castaño con armadura se adelantó y entró en el círculo de luz que emitían las antorchas de Ash. La mujer llevaba un yelmo con una barra nasal y una cenefa de malla le colgaba de los bordes. Un pañuelo negro le envolvía los hombros y la parte inferior de la cara. No hay muchos detalles visibles en unos ojos enmarcados por un casco, que era todo lo que Ash podía ver, pero los suficientes para que de repente se diera cuenta: ¡Es joven! Dios mío. ¡No es mucho mayor que yo!
Lo que explicaba parte del malhumor del Cordero: el deseo malicioso de ver cómo se conocían dos bichos raros, como sin duda las consideraba. A Ash, por pura perversidad, le cayó bien de inmediato la comandante visigoda.
—Faris —dijo Ash—. General. Hacedme una oferta. En general he luchado del lado de los borgoñones cuando se ha presentado la oportunidad, pero podemos enfrentarnos a ellos si es necesario.
—Tenéis aquí a mi aliado.
—Es mi esposo. Creo que eso le da prioridad a mi reclamación.
—Se debe levantar el asedio. Como parte del contrato.
—Ehh. Demasiado rápido. Siempre consulto con mis hombres. —Ash levantó una mano. Había algo que la molestaba de la voz de la visigoda. Habría acercado más a Godluc pero la luz de las antorchas parpadeaba en las puntas de las flechas, fáciles de ensartar, que en algunos casos descansaban en el regazo de los jinetes visigodos; y algunos de sus propios hombres tenían la lanza en la mano con gesto determinado, en lugar de apoyada en la silla. Las armas tienen vida propia, su propia tensión; podría haber dicho, con total exactitud, cuántos jinetes visigodos la estaban mirando y juzgando la distancia. Podía sentir aquella conexión invisible.
Y por el puro deseo de ganar un minuto o dos para pensar, Ash se encontró haciendo la pregunta que más la preocupaba.
—Faris, ¿cuándo volveremos a ver el sol?
—Cuando así lo decidamos. —La voz joven de la mujer parecía tranquila.
Y a Ash también le parecía que mentía, tras haber contado suficientes mentiras en público en sus tiempos. ¿Así que tú tampoco lo sabes? ¿El Califa de Cartago no le cuenta todo a su general? La luz amarilla de las antorchas creció hasta convertirse en un resplandor, los caminantes de arcilla habían formado un semicírculo a ambos lados de su general. Resplandecía la cota de malla de delicados eslabones.
—¿Qué ofrecéis?
—Sesenta mil ducados. Con un contrato durante el tiempo que dure esta guerra.
Sesenta mi…
Tan claro como si fuera su voz interior, oyó que Robert Anselm pensaba, «si la perra esa tiene dinero para quemar, ¡no discutas con ella!».
Ash se dio un segundo o dos para pensarlo levantando el brazo, desabrochándose la celada y quitándose el yelmo; lo cual también era una señal para que sus hombres se relajaran; o, en cualquier caso, que no se precipitaran a menos que fueran muy claras las intenciones agresivas de los visigodos.
El Cordero se quitó un guantelete y se mordió los dedos.
Ash se apartó de la cara el cabello plateado atado (sudoroso tras su confinamiento en el forro del yelmo) y miró a la general visigoda. Después de un largo momento de duda, la joven levantó la mano, se quitó el casco rodeado de una malla de metal y se apartó el velo.
Uno de los jinetes visigodos lanzó un violento taco. Su montura levantó las dos patas delanteras del suelo y se precipitó contra el hombre que tenía al lado. Un rugido estridente de voces hizo que Ash agarrara con firmeza las riendas de Godluc, con la mano izquierda. Godfrey Maximillian abrió los ojos y ella lo vio mirar directamente hacia delante.
—¡Jesucristo! —exclamó Godfrey.
La joven Faris visigoda permanecía sobre su caballo bajo la luz de las antorchas. Movió el cuerpo cubierto de la armadura escarlata y obligó a la yegua castaña a dar un paso adelante, antes de lanzar una mirada intensa. Las sombras cambiantes y la luz resplandecían en la cascada de su cabello plateado.
Tenía las cejas umbrías, profundas, definidas; los ojos brillantes y oscuras; pero fue la boca lo que la traicionó. Ash pensó, he visto esa boca en el espejo cada vez que ha habido un espejo a mano, y percibió la misma longitud de brazos y piernas, las caderas sólidas y pequeñas, los hombros fuertes, incluso (cosa que no había visto), la misma forma de sentarse en la silla de montar.
Devolvió la mirada al rostro de la mujer visigoda.
No había cicatrices.
Si hubiera habido cicatrices se habría caído del caballo y lanzado de bruces al suelo para rezarle al Cristo, para rezar contra la locura, los demonios y el habitante del Infierno que pudiera ser esta mujer. Pero las mejillas de la mujer estaban incólumes y sin marcas.
La expresión de la general visigoda era neutra, los rasgos inmóviles, pétreos.
En el mismo segundo en que los hombres armados de los dos grupos, europeo y visigodo, apretaron los caballos para acercarse más, Ash se dio cuenta, así que este es el aspecto que tengo sin las cicatrices.
Sin cicatrices.
En todo lo demás… somos gemelas.