Capítulo 1

CUARENTA ANTORCHAS de brea llameaban al viento bajo un cielo diurno negro como la tinta.

Una gran vereda de personas se abrió ante Ash cuando entró al galope en el centro del campamento instalado a las afueras de Colonia. Se detuvo a horcajadas de Godluc, ataviada con la armadura completa, el estandarte de la compañía crujiendo al viento sobre la cabeza, el ruido estrepitoso en aquel silencio. La luz amarilla le ardía en el rostro pálido y tenso.

—¡Geraint! ¡Euen! ¡Thomas!

Sus lugartenientes y líderes de lanza corrieron a colocarse a cada lado, listos para repetir sus palabras en cuanto las pronunciase y alimentar con ellas a los cientos de arqueros, alabarderos y caballeros reunidos delante de ella. Las voces empezaron a gritar; caóticas bajo aquella luz antinatural.

—Escuchadme. No hay nada —Ash hablaba con un tono de voz muy sereno— que debáis temer.

Sobre ellos, lo que debería haber sido un cielo azul de un mediodía de junio mostraba solo una oscuridad vacía y negra.

No hay sol.

—Yo estoy aquí. Godfrey está aquí y es sacerdote. No estáis condenados y no estáis en peligro; si lo estuviéramos, ¡yo sería la primera en salir de aquí!

No hubo respuesta en ninguno de aquellos cientos de rostros temerosos. La luz de las antorchas oscila en sus yelmos plateados y brillantes, se pierde en la oscuridad que rodea sus cuerpos armados y apiñados.

—Quizá ahora vayamos a ser como las tierras que hay bajo la Penitencia —continuó Ash—, pero… Angelotti ha estado en Cartago y en el Crepúsculo Eterno y se las arreglan bastante bien, ¡y no vais a permitir que un puñado de desarrapados venza al león!

No hubo nada parecido a gritos de ánimo, pero emitieron la primera respuesta que les había oído: un murmullo apagado, lleno de «¡joder!» y «¡mierda!» y nadie llegó a pronunciar la palabra deserción.

—Bien —dijo la mercenaria con viveza—. Nos vamos. La compañía va a levantar el campamento. Ya lo hemos desmontado de noche, no es la primera vez; todos sabéis cómo hacerlo. Nos quiero cargados y listos para irnos a las Tercias.

Se levantó una mano, apenas visible bajo la luz fluida y llena de hollín de las antorchas improvisadas. Ash se inclinó hacia delante en la silla para ver mejor. Se dio cuenta de que era su senescal, Henri Brant, con el cuerpo todavía envuelto en telas manchadas de sangre, apoyado en el hombro de su paje, Rickard.

—¿Henri?

—¿Por qué nos trasladamos? ¿Adónde vamos? —Su voz sonaba tan débil que el joven moreno que tenía detrás le gritaba las preguntas a Ash.

—Te lo diré —dijo Ash con tono firme. Se acomodó en la silla y examinó la masa de gente, buscó con intensidad los que se escabullían, los que ya se llevaban sus petates, las caras conocidas que no veía allí—. Todos conocéis a mi marido, Fernando del Guiz. Bueno, pues se ha pasado al enemigo.

—¿Es eso verdad? —aulló uno de los hombres de armas.

Ash recordó a Constanza, rescatada del tumulto que se produjo en el campo del torneo: la angustia absoluta de aquella mujer diminuta; lo poco dispuesta que estaba a confesarle a la esposa campesina de Fernando que la nobleza cortesana sabía con toda exactitud dónde estaba su hijo. Al recordar todo eso, agudizó la voz para que se transmitiera aún mejor por aquel día oscuro:

—Sí, es cierto.

Por encima del sonido continuó:

—Por la razón que sea, parece que Fernando del Guiz le ha jurado lealtad al Califa visigodo.

Los dejó absorber esa información y luego dijo con tono mesurado:

—Sus haciendas están al sur de aquí, en Baviera, en un lugar llamado Guizburg. Me han dicho que Fernando está ocupando el castillo que hay allí. Bien… no son sus haciendas. El Emperador lo ha privado de sus derechos. Pero siguen siendo mis haciendas. Nuestras. Y ahí es a donde vamos. Nos vamos a dirigir al sur, a tomar lo que es nuestro, ¡y luego nos enfrentaremos a esta oscuridad cuando estemos a salvo detrás de los muros de nuestro propio castillo!

Los siguientes diez minutos fueron todo gritos, preguntas, unas cuantas disputas personales que se arrastraron hasta la discusión general y Ash chillando a voz en cuello, con el tono más alto y machacón de su voz; intentando imponer su autoridad como un ariete.

Robert Anselm se inclinó en la silla y le murmuró al oído:

—¡Por Cristo, niña! Si movemos este campamento, los tendremos a todos por todas partes.

—Será un caos —asintió ella con la voz ronca—. Pero o esto o les entra un ataque de pánico, huyen como refugiados y nos quedamos sin compañía. Fernando no está aquí ni allí, les estoy dando algo que hacer. Algo… cualquier cosa. ¡En realidad no importa lo que sea!

El vacío que tiene encima tira de ella, la absorbe. La oscuridad no se desvanece, no da paso al atardecer, al crepúsculo o al amanecer: va pasando hora tras hora tras hora.

—Hacer algo —dijo Ash—, es mejor que no hacer nada. Aunque esto sea el fin del mundo… voy a mantener unida a mi gente.