6
El padre de Janik murió de un cáncer de pulmón ocho años atrás. Una gran bandada de estorninos acompañó el féretro desde el velatorio hasta el camposanto. Cuando Janik le preguntó a su madre si aquellos estorninos habían ido a despedirlo, ella no supo qué contestar.
El funeral no había sido más que un sueño, algo irreal, pero cuando llegó a casa el olor de su padre permanecía impregnado en las cortinas y en los sillones… Janik no pudo soportarlo y salió corriendo. Entró en el taller de carpintería, donde se empapó del olor a trementina, aguarrás y virutas de madera. Allí tampoco logró deshacerse de la angustia. Bajó por un camino hasta el río. Se sentó en la orilla esperando que la corriente se llevase su tristeza. Bandadas de patos pasaban delante de sus ojos y aterrizaban en el agua. La pena se salía de su pecho y lo paralizaba. Le hubiese gustado hacer lo mismo que ellos, esconder la cabeza y no pensar en nada. Entonces, escuchó la voz de su padre que lo ayudó a ponerse en pie y lo acompañó hasta que desapareció el dolor. Aquella voz lo llevó hacia lo desconocido; desde aquel día no paró de correr.
Su timidez había sido un problema para relacionarse con las chicas y los entrenamientos servían para apaciguar sus hormonas. Había desarrollado una técnica para satisfacer sus impulsos sin tener que entablar una conversación. Proyectaba sus fantasías en cualquier escenario. El placer solitario de la masturbación, al que se entregaba todos los días, lo mantenía alejado de cualquier contacto con una mujer. Empezó a fantasear con situaciones y desarrolló la capacidad para ser un mero espectador, desdoblaba su yo y, en su imaginación, lo enviaba a la conquista del sexo opuesto. Podía hacer cualquier cosa, precipitándose por el abismo de lo prohibido. La llegada a la residencia no hizo más que multiplicar sus fantasías.
A las siete de la mañana el despertador emitió un pitido intermitente que interrumpió su sueño. Junto al despertador, encima de la mesilla, colgaba de una de las esquinas la cinta del pulsómetro.
Sin mover uno solo de sus músculos, casi sin respirar por miedo a alterar los escasos treinta y nueve latidos del corazón, encendió la lámpara de la mesilla y alargó la mano en busca de la cinta receptora. Se colocó la correa en el pecho atando los dos anclajes. La mano izquierda apretó el botón de inicio, y permaneció echado con los ojos cerrados, el pensamiento vacío y la respiración detenida. Cuando intuyó que se cumplían los sesenta segundos, abrió los ojos. Sacó las piernas fuera de la cama y se sentó en el borde. Se levantó con la lentitud propia de un camaleón, con la idea de no precipitar ni un latido de su joven corazón. Apretó el botón de stop cuando el cronómetro llegó a los noventa segundos. Con un suspiro, liberó uno a uno los mecanismos de retención del pulso. Se fundió con el entorno, olvidándose de lo que pasaba en su interior.
Salió al balcón. Una deportista que acababa de salir de la residencia miraba el cielo. Las ramas de los árboles crujían suavemente bajo el viento. En el horizonte se adivinaba una tormenta y el cielo parecía contener la respiración. Janik lo veía expandirse y contraerse, al igual que su corazón. A lo lejos, destellos eléctricos lo iluminaban de manera intermitente, como si fuesen aurículas y ventrículos en movimiento. Empujó la puerta del balcón y entró en la habitación. Sacó el ordenador portátil de la mesilla, colocó el interfaz y aproximó el pulsómetro. Las luces rojas parpadearon reflejando que los datos se estaban transfiriendo correctamente. Después de unos segundos, comprobó la media del pulso: cuarenta y dos tumbado, cuarenta y ocho de pie. Estaba plenamente recuperado del esfuerzo y el pulso no presagiaba un mal físico. Llevaba dos años utilizando ese sistema. Era tan fiable en sus predicciones como un teorema matemático en sus resultados.
Ethan, un ciclista australiano de veinte años, se había tomado un somnífero la noche anterior y descansaba plácidamente en la cama de al lado. Su pelo rizado y su eterna sonrisa le daban un aspecto amable y divertido aunque, últimamente, se mostraba irritado y olvidadizo. Su falta de memoria lo volvía impredecible y era Janik quien llenaba sus espacios en blanco. Janik se vistió con un culotte de ciclismo, una camiseta, una sudadera y unas zapatillas amarillas de competición tan ligeras como una pluma.
Salió de la habitación y caminó por uno de los pasillos de la residencia hasta el gimnasio. Las máquinas para trabajar los diferentes músculos ocupaban el centro de la sala; en una de las esquinas, había una gran tarima de madera y en la pared colgaba un espejo que los deportistas utilizaban para mejorar su técnica y evitar lesiones. Alrededor de la tarima había un sinfín de barras, pesas, mancuernas, balones de todas las medidas y gomas elásticas. En el lado opuesto, estaban las bicicletas, los tapices rodantes, las elípticas y los remos. La soledad y el silencio a esa hora de la mañana, la cantidad y variedad de máquinas con sus botones, palancas, engranajes y prolongaciones creaban una atmósfera irreal, como futurista. Janik pensó que aquellos aparatos eran androides sumidos en un letargo y que, al apretar el interruptor de la luz, cobrarían vida. Apretó el interruptor, pero no pasó nada. Eligió una de las bicicletas y programó la centralita. Sesenta minutos a ciento veinte vatios de potencia. Hendrik le había explicado que era una excelente manera de sustituir una sesión de correr por otra menos traumática para sus músculos y tendones. Pero eso no amortiguaba ni el aburrimiento ni el deseo de parar y volver a su habitación.
Para salir de la monotonía, se imaginó que bajaba de la bicicleta, se desnudaba y se tumbaba en la colchoneta hasta que entraban en la sala dos chicas del equipo de gimnasia rítmica con bonitos cuerpos pero sin un rostro determinado, como ocurre en algunos sueños. Las chicas lo encontraban desnudo y con su pene a medio camino de una erección. Al verlo, se quitaban la ropa y le hacían el amor. El pensamiento le provocó tal erección que tuvo que dejar de pedalear por miedo a que alguien apareciese por la puerta.
El comedor era una gran sala con amplios ventanales y columnas redondas. Las mesas esparcidas como islotes tenían una capacidad para diez personas. Janik y Ethan pasaron por el mostrador y se sirvieron el desayuno.
—Hidratos para desayunar, hidratos para almorzar, hidratos para comer, merendar y cenar. ¡Estoy de los hidratos hasta las narices! —exclamó Ethan.
—No te quejes que tú no tomas a diario aminoácidos, glucosamina, carnitina, batidos de proteínas, hierro, vitamina C, las Bes…
—Para, para, que pareces un herbolario haciendo el inventario.
Se sentaron en una de las mesas vacías. No hablaron más. Janik acabó el primero y se dedicó a comerse las uñas. Tenía pequeñas heridas en varios dedos.
De repente, Peter, un velocista que formaba parte del equipo de relevo largo de Holanda, entró en el comedor a toda velocidad y se sentó al lado de Ethan. Por sus gestos, parecía que había visto un fantasma.
—Úna ha muerto esta noche. Acaban de llevársela envuelta en un saco negro —dijo en inglés.
Unos jugadores de baloncesto que hablaban al otro lado de la mesa levantaron la cabeza; otro jugador de ping-pong, que estaba sentado en la mesa de enfrente, dejó caer el bollo en la leche y se acercó.
—¿Úna, la del equipo de Rusia? —preguntó Ethan.
—Sí, la cuatrocentista.
—¿Qué ha pasado? —preguntó.
—No sé, al bajar las escaleras he visto a dos policías en la entrada de su pasillo. No dejaban pasar.
—¡Policías en la residencia!
—Sí, estuve esperando unos minutos —dijo Peter—. Primero salieron unos hombres vestidos de traje. Al cabo de unos minutos, los de Emergencias. Les preguntamos qué había pasado. Nos dijeron que había muerto una chica.
—Joder. ¿Era Úna? ¿Seguro? —preguntó Ethan, incrédulo.
La noticia corrió como la pólvora por el comedor. Tres chicas del equipo alemán de natación se acercaron a la mesa y rodearon a Peter, que continuó hablando.
—Sí, cerca del ascensor había una amiga suya irlandesa. Cuando pasó la camilla con el saco negro, repetía su nombre.
El silencio se alargó como un muelle, nadie daba crédito a lo que estaba contando Peter. Como empujados por un resorte imaginario, todos salieron en desbandada del comedor. Las bandejas con el desayuno se quedaron en las mesas hasta que una de las limpiadoras, molesta por tener que recogerlas, las llevó hasta el carro.