51
Thomas llegó al hospital a las siete de la tarde. Caminaba cansado por el largo viaje y la falta de sueño. Deambuló entre el zumbido de la luz fosforescente y las máquinas que, aparcadas en la entrada de las habitaciones, esperaban su turno. Una enfermera lo condujo hasta una sala de espera, donde aguardó inquieto que terminase la visita del médico. Mientras ojeaba el número antiguo de una revista, pensó que pese a la claridad cegadora, no había nada más tenebroso que un hospital. Pronto se vio rodeado de personas extrañas de rostros apagados que, como él, esperaban. Se levantó y miró por un ventanal que se abría a un pequeño jardín, en cuyo centro se alzaba un portentoso abeto. Las ramas se extendían y casi tocaban el cristal. De manera difusa, vio su rostro reflejado en la superficie. Tenía miedo. Era un temor que solo tenía que ver consigo mismo. Una enfermera con una mascarilla azul colgada del cuello lo llamó y le informó de que disponía de cinco minutos de visita.
Thomas entró en la habitación de Laura. Durante un segundo, pensó que se había equivocado y que la mujer que yacía dormida en la cama era otra. Se quedó de pie a su lado, inmóvil, intentando detener el temblor que recorría el centro de su pecho y amenazaba con extenderse por el resto de su cuerpo. Contempló el rostro de Laura, hinchado y cubierto de moratones. Dormía tranquila, su respiración era sosegada. Una leve sonrisa había quedado congelada en medio del sueño; dulcificaba los rasgos de su cara de una manera extraña. Vio en su piel la palidez mortal de Úna, y durante un instante, esa imagen espectral revoloteó sobre la cama. Debajo de la sábana adivinó los hierros y tornillos con los que le habían unido los huesos rotos de las piernas.
De repente, abrió los ojos. Miró a Thomas, primero recelosa; después, cuando entendió que era él, relajada. Thomas le agarró la mano que no tenía la vía del suero puesta. Su calor lo reconfortó. No hablaron. Sobre el ruido de fondo de las máquinas, un silencio leve inundó la habitación y los mantuvo unidos. Laura cerró los ojos con aquella sonrisa aún mas pronunciada en su rostro. Cuando terminó su tiempo, Thomas cerró la puerta y se dirigió al mostrador donde esperaba el médico.
—Doctor, soy Thomas Connors, amigo de la doctora Terraux. Me gustaría saber cómo se encuentra.
—Bueno, acabo de comentarle a su familia, en concreto a su hermana y su padre, que nos encontramos con un problema delicado debido a su estado actual.
Thomas se sorprendió al conocer que tenía familia y que estaba allí. Se dio cuenta de que no sabía nada de Laura, ni tan siquiera le había interesado su vida. ¿Cuándo se había vuelto así?, se preguntó. ¿En qué momento su manera de relacionarse con las personas se convirtió en pasar de puntillas por sus vidas? ¿Por qué sus sentimientos se diluían y quedaban empequeñecidos hasta desaparecer tan rápidamente?
—Perdone, ¿de qué problema añadido me habla? —preguntó aturdido.
—Por supuesto, no es un problema, pero su embarazo nos impide realizar ciertas pruebas radiológicas. Además, tenemos que tener mucho cuidado con la medicación para que, en la medida de lo posible, no traspase la placenta.
El día aún no había llegado a su fin, pero las primeras sombras de la tarde se agolpaban en lo profundo del bosque que rodeaba el hospital de Chablais. Thomas las adivinaba agazapadas entre el entramado de ramas y arbustos. Conforme se adentraba, la luz se escapaba por las copas de los árboles y un tono azul oscuro envolvía la vegetación. Una angustia inmensa pesaba sobre su cuerpo. Su carga le impedía respirar con facilidad. Arrastraba los pies y a su paso dejaba un rastro de helechos pisoteados.
No había tenido nada que perdurase, nada, pensó entristecido. A su lado, el fantasma de Úna se colgaba de su cuello impidiéndole avanzar. Al final, derrotado, se detuvo. Se dejó caer en el suelo húmedo cubierto de hojas. Jirones de nubes, parecidos al cabello de una anciana, se envolvían entre las ramas. Cerró los ojos y el cielo se apagó. Se abandonó a las voces que desde el pasado le susurraban que volviera. Vio a Maire embarazada mientras limpiaba pescado en el lago, con las manos sucias y el alma destrozada, esperando su llamada que nunca llegaría. Sintió la soledad y la confusión que había dejado al marcharse. Suspendida en el aire áspero del bosque, apareció Úna; recortaba con gesto serio una foto para luego guardarla en su cofre del tesoro. De pronto, se volvió y miró sorprendida al intruso. Thomas contuvo el aliento; a su alrededor el silencio ficticio del bosque atravesó el aire como un látigo; Úna lo observaba, gélida y transparente. El cielo parecía una sábana tendida al viento. Su claridad era inmensa y profunda. Thomas lo contemplaba mientras Albert y Úna caminaban de la mano hasta más allá del horizonte que se adivinaba tras los árboles. Aquel cielo de papel descargaba una lluvia fina que empapaba sus cuerpos con rapidez y arrancaba un susurro de las hojas secas del suelo, del viento, del musgo sobre las piedras.
Thomas miró hacia ese cielo invisible mientras lo envolvía una misteriosa paz. De pronto, tuvo la absoluta certeza de que allí estaba su lugar, de que en algún rincón de ese espacio solitario encontraría lo que hasta entonces se había negado.