12
Había pasado un fin de semana fabuloso en Viena. Claire lo había sorprendido con un viaje relámpago a la capital austríaca. Las cosas se habían suavizado entre ellos. Desde que Thomas llegó de Irlanda parecía que se habían dado una pequeña tregua. Fueron a la ópera a ver Aída, representada por el gran Plácido Domingo, pero lo más interesante del día fue una exposición del artista suizo Cristoph Buchel.
Claire lo llevó al museo La Secession, donde se exponían las obras de Gustave Klimt. A Thomas le gustaba aquel pintor, así que fue encantado. Al principio, le pareció un error por parte de Claire el proponer ir a la muestra de Buchel. Eran más de las once de la noche, hora en que la mayoría de los museos cerraban. Hacía frío y las calles adoquinadas estaban desiertas. Sin embargo, nada más entrar al museo se quedó con la boca abierta. El suizo Buchel había intentado provocar el mismo escándalo que generaron los cuadros sensuales y eróticos de Klimt, Schiele y Kokoschka a principios de siglo. Para ello, había trasladado el famoso burdel Element6 al museo, además de convertir varias salas en espacios para la cultura del sexo. Thomas vio aparatos sadomasoquistas, sillones de ginecólogo, habitaciones con cojines de piel de leopardo y, en las paredes, cuerpos desnudos. Pero la gran sorpresa estaba en el sótano: un club swinger.
Unas esculturas de estilo griego sujetaban unos enormes platos repletos de condones, y en una pared estaba clavada un aspa fija donde un hombre musculoso sonreía encadenado de pies y manos. Pasaron por un largo pasillo; a ambos lados se habían construido unas pequeñas habitaciones sin cortinas en las que se desarrollaban las posturas sexuales más variopintas. Dejaron atrás escenas sadomasoquistas, bondage y tríos. Conforme se iban adentrando, la música se entremezclada con los sonidos humanos y la excitación de Thomas aumentaba. Se detuvo ante una mujer que estaba de rodillas, con la cabeza y las muñecas metidas dentro de una especie de guillotina. Mostraba sin pudor su trasero moviéndolo a un lado y a otro, como una gata en celo. Claire le acarició las nalgas para después recorrerlas con sus labios.
—Deliciosa. Es toda tuya —le dijo a Thomas—. Me voy con el del aspa, su lengua lasciva es una promesa segura de paraíso.
El cuerpo de Thomas, lleno de deseo, se fundió con el de la sumisa llevándolo varias veces hasta el éxtasis. La noche se alargó más de lo que esperaba.
El lunes, después de dos cafés, pudo concentrarse en el trabajo que tenía por delante y dejar de pensar en Viena. Debía entrevistarse con la delegación de Santo Tomé y Príncipe. Miró la hora. Suspiró aliviado, aún le quedaban treinta minutos para ponerse al día. Leyó los informes de la Interpol que había sobre la mesa.
Santo Tomé y Príncipe era el país más pequeño de África con ciento sesenta mil habitantes. Había sufrido un intento de golpe de Estado en 2003, provocado por exmiembros del ejército sudafricano de la era del apartheid, que fue sofocado gracias a la mediación internacional. Ahora disponía de un sistema de partidos políticos y de un nivel aceptable de respeto a los derechos humanos, que incluía la libertad de expresión y de prensa.
Thomas apretó el botón que comunicaba con su secretaria.
—Rose, acabo de leer que el idioma oficial de Santo Tomé es el portugués. ¿Sabe si hablan inglés o francés?
—Saben algo de francés, pero como habrá términos técnicos en la entrevista, han solicitado un intérprete. En este momento, se encuentra con la delegación… —hizo un pausa y miró la hoja que llevaba en la mano— santotomense. Vendrá con ellos desde el hotel.
—Gracias Rose, como siempre, es usted de gran ayuda.
Llamaron a la puerta. Era Rose con las copias traducidas al portugués del modelo FIND. Dejó una para cada miembro de la delegación en la mesa de la sala adyacente al despacho de Thomas.
—¿Qué quiere que traiga para beber?
—Lo que usted crea más oportuno —respondió Thomas sin levantar la vista de sus papeles.
Al instante, Rose apareció con un carrito de bebidas y aperitivos variados. Dejó una botella de agua para cada uno de los asistentes, refrescos, tazas por si alguien quería té o café y una bandeja con pastas.
Cuando Rose pasó delante de Thomas, le sonrió. Su cuerpo pequeño y lleno de curvas se movió con gracia hasta desaparecer por la puerta.
Los miembros del Gobierno y de la Policía de Santo Tomé y Príncipe tomaron asiento en la gran mesa rectangular. La intérprete permaneció de pie.
Por un momento, Thomas se quedó sin habla. Era Claire. Vestía un traje diplomático entallado, camisa blanca y unas gafas de montura roja. Iba sin maquillaje, tan solo llevaba brillo en los labios. Se había peinado con un moño alto. Lo saludó con un apretón de manos.
—Señor Connors —dijo de manera cortés.
Claire apretó el interruptor del audífono, algo que los asistentes imitaron.
—Buenos días, señores. Bienvenidos a nuestra sede de Lyon —comenzó Thomas, intentando hablar lo más despacio posible—. Sé que están interesados en nuestra base de datos sobre información de pasaportes, carnés de identidad y visados, cuyo robo o pérdida han sido denunciados por los respectivos países. Nuestra base de datos les permitirá comprobar inmediatamente si un documento de identidad figura como robado o perdido. Asimismo, la Interpol dispone de bases de datos sobre vehículos robados y personas buscadas por la justicia.
Thomas hizo una pausa para servirse un vaso de agua, y continuó:
—A fin de ayudar a los países a conectarse fácilmente, la Interpol ha creado una solución integrada. Consiste en el uso de bases de datos de red integrada fija, conocidas como FIND, y puede adaptarse al sistema de verificación asistida por ordenador de cada país.
—Me gustaría saber cómo funciona —dijo un hombre enorme que estaba sentado a su derecha.
—Muy sencillo. Un funcionario puede enviar una consulta a su sistema nacional simplemente pasando un pasaporte por el escáner digital, o introduciendo manualmente su número de identificación. La respuesta indicará si el documento coincide, o no, con alguno de los registrados en la base de datos. Lo realmente interesante es que esta consulta se realiza simultáneamente en la base de datos nacional, en caso de que exista, y en la de la Secretaría General de la Interpol FIND.
Hubo un murmullo de aprobación entre los asistentes, una vez que Claire tradujo las palabras de Thomas.
—El funcionario recibirá respuestas de ambas bases de datos en cuestión de segundos —continuó Thomas cuando cesaron los comentarios—. Mediante un sistema de alerta electrónica, se notificará a los países miembros interesados las coincidencias que pueda haber. En esta sociedad globalizada, ustedes pueden acceder a todos los datos internacionales.
—Disculpe —lo interrumpió el hombre que llevaba un traje militar con varias medallas colgadas en el pecho—. ¿Qué tenemos que hacer para instalarlo?
—Enseñaremos cómo hacerlo a sus miembros de la Interpol.
El militar levantó la mano dándose por aludido.
—Veo que usted forma parte de la plantilla, estupendo —dijo Thomas, satisfecho—. Los funcionarios de la Secretaría General de la Interpol les enseñarán su funcionamiento. Ayudarán en el proceso de instalación e incluso después, si lo necesitan. El servicio de asistencia técnica de la Secretaría General está disponible las veinticuatro horas del día para prestarles ayuda en cada una de las fases de la conexión.
—¿Qué quieren a cambio? —preguntó la única mujer del grupo.
—Queremos una comunicación fluida entre sus servidores informáticos nacionales y los de la Secretaría General de la Interpol, por medio del sistema I-24/7; es decir, que tengan siempre actualizadas sus bases de datos de delincuentes para cualquier consulta que podamos necesitar.
—¿Ustedes nos suministrarían los medios tecnológicos? —quiso saber el representante del Gobierno.
—¿Qué les parece si nos tomamos un café o un té mientras discutimos los detalles menores? —propuso Thomas de buen humor.
La reunión se alargó durante dos horas más. Thomas no lograba entender la razón por la que, lo que para él eran flecos sin importancia, para los demás eran asuntos de gran transcendencia. Se despidió con un apretón de manos de cada uno de los miembros de la delegación hasta que le tocó el turno a Claire.
—¿Por qué has fingido que no me conoces? ¿Qué importancia tiene que me conozcas o no?
—Pensé que lo querrías así —respondió ella, insegura—. La verdad es que era cuestión de tiempo que tuviera que trabajar para ti. Mi compañera estaba ocupada esta mañana con unas clases en la escuela de idiomas y me han llamado a mí.
Claire miró de reojo a los miembros de Santo Tomé que esperaban fuera.
—Me tengo que ir. Me han contratado para llevarlos a comer, luego hacer una visita por Lyon y dejarlos contentos en el hotel.
Alcanzó su bolso, que estaba encima de una silla.
—Pero si quieres me despido de ti con un beso —dijo sonriendo.
—Anda, déjalo. Ve, que te esperan. Por cierto, muy bonito el moño. Esta noche déjame que te lo deshaga.
—¿En tu casa?
—En mi casa.
Mientras acompañaba a la delegación hasta los ascensores, Thomas vio que Claire se paraba en la mesa de Rose e intercambiaba con ella unas breves palabras. Instantes después, se unía a la delegación. Thomas la interrogó con la mirada y ella contestó con una sonrisa.
Cuando hubo acabado los informes sobre la reunión, Thomas decidió ir a comer. Miró el termómetro de la calle, marcaba veintidós grados. Era un día espléndido de primavera. Dejó la americana en el despacho, se quitó la corbata y se marchó satisfecho.
La terraza del restaurante Le Bouchon estaba llena. Era un sitio muy frecuentado por los lioneses. Debía su nombre a los tiempos en los que los posaderos ponían figuras de paja en forma de boca, bouche, en los establecimientos donde se servía vino. Ahora a todos los restaurantes de Lyon se los llamaba bouchon, aunque este fue el primero. Tenía unas puertas de cristal corredizas que, según la temperatura y la estación del año, se abrían o cerraban a conveniencia.
Saludó al dueño y este bajó la cabeza en señal de reconocimiento. Diez minutos más tarde, estaba sentado en la terraza tomando una copa de Beaujolais y leyendo la prensa. Para comer pidió quenelle con salsa de cangrejo.
Sonó el teléfono.
—Sí, dígame —contestó.
—Perdone la molestia, ¿es usted el señor Thomas Connors?
—Sí, soy yo.
—Me llamo Samuel Laurent, director del centro de alto rendimiento Les Diablerets. Primero, quiero darle mi más sentido pésame por la muerte de la señorita Úna Kovalenko.
—Gracias, es muy amable. Perdone, pero ¿qué desea?
El camarero apareció con una ración enorme, típica del restaurante. Thomas se hizo a un lado y el garçon, con una rapidez inaudita, le colocó la servilleta, los cubiertos, el famoso plato lionés y el platito con el pan. Thomas bajó la cabeza en señal de agradecimiento.
—Han pasado dos semanas desde la muerte de nuestra deportista y nadie ha venido todavía a recoger sus efectos personales. Como usted entenderá, no podemos guardar la habitación de manera indefinida a la espera de que vengan a por sus enseres. Hay muchas chicas deseando entrar en Les Diablerets y, bueno, no quisiera resultar descortés, pero creo que ya ha pasado cierto tiempo…
—Entiendo perfectamente lo que trata de decirme —lo interrumpió Thomas—. No se preocupe, consultaré mi agenda y en cuanto pueda lo llamaré para concretar un día.
—Gracias por su comprensión. Sepa que también es molesto para su compañera de habitación ver cada día las cosas de la señorita Úna —explicó el director.
—Como ya le he dicho, no tiene por qué preocuparse. A lo largo del día recibirá mi llamada.
—Gracias, señor Connors. Si no tiene inconveniente, hágalo a este número de teléfono.
El director se despidió no sin antes agradecerle nuevamente su amabilidad.
Durante la comida, Thomas estuvo pensativo. En cuanto terminó, llamó a Maire. Al segundo tono contestó.
—Hola, Thomas, ¿qué tal? Gracias por el ordenador que me has enviado. Las clases prácticas me están matando, la verdad es que nunca me han gustado los libros.
—Me alegro de que te vaya bien el portátil, es fundamental que tomes confianza con la informática si quieres encargarte de la inmobiliaria —dijo, mientras se ponía las gafas de sol.
—¡Uff! En un mes tengo que aprender lo que llevo posponiendo años. Por más que Úna insistía, nunca le hice caso y eso que hubiéramos estado más unidas por el correo electrónico, pero yo… me empeñaba, con orgullo, en ser una analfabeta informática.
—Te llamaba precisamente porque tengo que recoger en la residencia los efectos personales de Úna, y no sé qué hacer con ellos —dijo Thomas.
El camarero recogió los platos apoyándolos en un brazo. Cuando hubo acabado, con la otra mano dejó en la mesa la carta de postres.
—No quiero nada. Guárdalos tú, por favor —contestó Maire en tono serio.
—Pero ¿qué dices?
Thomas estaba cansado del jueguecito de Maire. No conocía a Úna. No tenía nada que ver con ella. Quiso decir lo que pensaba pero no se atrevió, el pasado pesaba demasiado.
—Thomas, dame un poco de tiempo. Úna pasaba largas temporadas fuera de casa, yo estaba acostumbrada a no verla en meses. A veces pienso que está bien, que está entrenando, ocupada con sus cosas… Ya sé que es una locura, pero por ahora me funciona. Necesito estar más fuerte para afrontar su muerte, así que, déjame soñar un poco, solo un poco más.
No podía negarse a las súplicas de Maire. Ella, de alguna manera, era su debilidad.
—Está bien, me haré cargo. Guardaré sus cosas hasta que me las pidas.
—Gracias, Thomas. Te dejo, tengo que entrar en clase. Adiós.
—Te llamo cuando haya recogido todo.
—Prefiero que no. Un beso. —Y colgó.
El camarero se acercó para tomar nota del postre. Thomas pidió tarte tatin, una tarta de manzana servida al revés y acompañada de una bola de helado de vainilla.
No tenía por qué volver al trabajo, su horario laboral acababa a las dos de la tarde. Aunque seguramente se pasaría después por la oficina, le apeteció pasear por la orilla del río Ródano hasta llegar a la Place de l’Opéra. Después del paseo volvió a su despacho y miró la agenda de la semana. Vio que el jueves no tenía nada que no pudiera dejar para el viernes. Llamó al director de Les Diablerets y quedó en ir el jueves.
Thomas conducía relajado. La voz ronca de Leonard Cohen armonizaba con su estado de ánimo. El día era magnífico. Pasó Lausana, camino a Les Diablerets, bordeando la orilla del lago Lemán. Los picos más altos se reflejaban en sus aguas y parecían hundirse en él. En el cantón de Vaud Alpes los pueblos eran tranquilos, de casas de madera con flores en las ventanas. Circuló suavemente entre viñedos que, poco a poco, ascendían hasta desaparecer engullidos por las montañas. Contempló las cumbres de Blanchard y Cornettes de Bise con sus imponentes siluetas en el horizonte. Sus cimas puntiagudas, moteadas por los neveros y explotadas por el turismo de esquí, le parecieron hostiles. Recordó las montañas de Irlanda, de cumbres redondeadas, desgastadas por el viento y la lluvia, expuestas a los elementos, sin aquellos enormes bosques en los que guarecerse. Thomas amaba Irlanda, cada camino sinuoso, cada pueblo adormilado de gente amable y alegre, cada risco salvaje y olvidado…
Bajó la ventanilla del coche y sacó la mano, dejando que la brisa primaveral se colara entre sus dedos. Le llegó el aroma intenso que desprendían las bodegas de la cercana Saint-Saphorin, donde se elaboraba el mejor Chasselas. Recordó una fondue que hizo Claire cuando empezaron a salir juntos, regada con ese famoso vino blanco.
A pocos kilómetros de Montreux, con sus hoteles de cinco estrellas y centros de belleza de lujo, inició la subida hacia Les Diablerets. Según ascendía, el paisaje iba llenando sus sentidos. Condujo despacio para no perderse ningún detalle. Pasó por prados verdes con vacas que pastaban y lagos de color verde turquesa. Dejó atrás profundos valles, con frondosos bosques de pinos y alerces, y estrechas gargantas por las que corrían ríos impetuosos. En el horizonte, siempre presentes, se alzaban los Alpes majestuosos llenos de nieve.
El centro de alto rendimiento era impresionante. Todo en él era descomunal. Se habían restaurado las ruinas de un antiguo castillo militar que quedó anexionado al moderno centro de entrenamiento. El resultado era asombroso. El enorme edificio final transmitía una imagen de tradición y modernidad. A lo lejos, contempló una abadía que se alzaba sobre las montañas.
El conserje acompañó a Thomas hasta la habitación de Úna. Era un hombre mayor, vestido enteramente de negro, que cojeaba de la pierna derecha. Thomas lo siguió. El viejo dejaba atrás el pie derecho para volverlo a poner delante con lentitud; en ese trayecto, arrastraba la pierna formando un semicírculo. A Thomas aquel andar le pareció hipnótico. Pensó que ese hombre estaba fuera de lugar en un sitio que irradiaba salud y dinamismo. Se cruzaron por los pasillos con jóvenes deportistas que charlaban animadamente en multitud de lenguas distintas. Todos parecían tener algo que hacer y un lugar adónde ir. Los envidió por su juventud.
—¿Ha tenido buen viaje? —le preguntó el viejo.
—¡Oh, sí! Gracias, muy bueno.
—Ha tenido suerte. Llevamos unos días en los que el diablo está tranquilo y no nos molesta. Pero no nos podemos fiar —dijo el anciano, volviéndose—. Aunque no esté, su sombra siempre vigila este lugar.
Thomas sonrió para sí. Desde luego, era todo un personaje. Se dirigieron al ascensor y subieron al tercer piso. Al abrirse las puertas, se encontró frente a un inmenso pasillo lleno de luz.
—Yo nací cerca de aquí. —Señaló el suelo con el dedo—. Parte de la casa de mis antepasados fue arrasada por los espíritus malignos. Arrojaron piedras montaña abajo sepultando todo lo que encontraron a su paso.
Thomas se fijó en el pantalón raído que llevaba el hombre atado a la cintura con una cuerda de esparto. Varios chicos lo saludaron llamándolo Blanc. El viejo respondió al saludo alborotando el pelo de uno de ellos. Miró por unos de los ventanales del pasillo.
—Venga, joven —dijo, y movió sus artríticas manos—. Le voy a enseñar dónde estaba mi casa.
Thomas se acercó con curiosidad.
—¿Ve la abadía? Pues allí nací —le explicó señalando con su retorcido dedo—. Todo ese terreno era mío, de mis antepasados. Donde pastaban las ovejas, hicieron el aparcamiento y el tren cremallera. Cuando llegaron los ricachones para construir toda esta barbaridad, me dijeron que me fuera. Me enseñaron muchos papeles para demostrar que era suyo pero meeeentíííaaan —dijo arrastrando las vocales.
Thomas miró el reloj disimuladamente.
—A cambio de mi silencio, me dieron migajas. Tuve que vender las ovejas. No dejaron que conservara ni el corral. Dijeron que no daba buena imagen, no era moderno.
Continuó su camino hasta la habitación, con Thomas detrás. A su izquierda se sucedían las habitaciones hasta que llegaron a la número 34. Sacó una tarjeta y, después de lo que le pareció a Thomas una eternidad, abrió la puerta.
—Una pena lo de esta chica. —Movió la cabeza de un lado a otro—. No ha sido la primera ni será la última.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Thomas intrigado.
—Nada bueno puede pasar en este sitio maldito.
Y dicho esto, el viejo se marchó cabizbajo con su pierna maltrecha.
En el cuarto había dos camas separadas por dos mesillas de noche y un enorme ventanal. Junto a las camas, el mismo mobiliario: una mesa de estudio pegada a la pared sobre la que había una pequeña lámpara y un armario de dos puertas. Vio que la parte derecha era la de Úna. Había varias fotos de ella pegadas en la pared. Encima de la cama se encontraban unas cajas de cartón. En ese momento, Thomas cayó en la cuenta de que no había llevado nada para recoger las pertenencias. Supuso que las cajas las habría dejado el curioso conserje. Empezó por el armario. Lo abrió, sin preocuparse demasiado sacó de los estantes lo que encontró y lo metió en una de las cajas. Hizo lo mismo con la ropa que estaba colgada de las perchas y con la de los cajones. Enseguida, vació el armario y el zapatero. Tenía calor, así que abrió la ventana para que entrara el aire frío y seco de la montaña.
Se acercó a la pared y descolgó las medallas, después quitó las chinchetas que sujetaban los diplomas y las fotos. Vio a Maire abrazada a su hija, ambas sacaban la lengua al fotógrafo. En otra aparecía Úna sonriente, con una medalla al cuello subida en un pódium. Había varias de grupos de atletas, todas vestidas con la misma equipación, entre las que Úna destacaba por su pelo rojo. En tres fotos reconoció a gente de Kilconnell, entre ellos, los padres de Maire. Cuando vació la pared, metió en una caja lo que había encima de la mesa: un bote con pinturas y bolígrafos, un cuaderno de anillas, un oso de peluche, una caja de caramelos y un MP4. Se sentó en la silla de estudio y abrió los cajones, estaban llenos de cosas. Volcó su contenido en la caja de cartón con las fotos. Lo mismo hizo con el cajón de la mesita de noche. Decidió no entrar en el baño, que estaba pegado a la puerta de entrada. Echó un vistazo rápido por si se le escapaba algo, cuando vio un cofre y multitud de trofeos encima del armario. Acercó la silla y se subió. Alcanzó la caja de madera, con un relieve de hojas labrado. Se bajó, la dejó sobre la cama y la abrió. Estaba llena de cartas. Leyó el remite de una de ellas, era de Maire. Fue a cerrar la caja cuando observó que, debajo de unas postales, sobresalían unos recortes de periódico. Los sacó y los desplegó. En algunos, se vio a sí mismo en varios instantes de su vida; en otros, simples noticias en las que lo citaban. En todos, su nombre estaba subrayado.