23

Thomas se encontró con su jefe en los pasillos.

—Enhorabuena, Thomas. Estas jornadas han sido un éxito. Por lo que he oído, las delegaciones están muy satisfechas.

Miró a Alain Neuilly con agradecimiento. Era un tipo curioso. Por su aspecto, no parecía que fuera jefe de nada. Era bajito, con una prominente barriga. Desde hacía unos meses había renunciado al cinturón después de librar un dilema sobre cómo llevarlo; arriba de la cintura o abajo. Ahora lucía unos extravagantes tirantes a juego con el pantalón. Su cara redonda sonreía abiertamente; sus mofletes, como dos manzanas relucientes, reflejaban las luces del techo. Se estaba haciendo injerto de pelo, y en la zona de la calva se cruzaban varias hileras de cabello. Parecía el pelo de una muñeca.

—Gracias, señor Neuilly —respondió Thomas a la vez que se daban un fuerte apretón de manos.

—¿Se va mañana a Lyon? —preguntó Neuilly, uniendo sus manos por debajo de la tripa.

—Precisamente de eso quería hablar con usted. Si tiene un momento…

—Por supuesto, Thomas. Parece un asunto serio —dijo su jefe, al ver la expresión sombría de Thomas—. ¿Podemos ir a la cafetería?

—La cafetería estaría bien.

Llegaron a los ascensores y apretaron el botón de la última planta. Situada en el piso octavo, tenía unas vistas impresionantes al lago Lemán. Entraron en la cafetería. La terraza estaba reservada para los valientes que querían respirar aire puro y frío.

—¿Cuándo va a llegar el verano? —preguntó Neuilly—. No he podido disfrutar ni un solo día de mi piscina. A este paso la cambiaré por un jacuzzi de agua calentita.

—Creo que sería la mejor opción —comentó Thomas por decir algo; en realidad, le importaban poco las frivolidades de los jefes.

Thomas pidió un café solo con hielo y el señor Neuilly, una coca-cola light, aduciendo que tenía que adelgazar.

—He llegado a un punto sin retorno, ni un kilo más. Lo malo es que, por ahora, ni un kilo de menos. En fin, ¡qué aburridas son las miserias! —exclamó, y se sentó en una mesa con la bebida.

Thomas decidió tomar la iniciativa en la conversación. El señor Neuilly era un buen jefe, eficiente y trabajador, pero entre sus virtudes no se contaba la de escuchar a su interlocutor. Sus monólogos eran célebres, sobre todo cuando atañían a temas personales; después de un rato de conversación, uno se daba cuenta de que no había abierto la boca.

—Mire, señor Neuilly, quería comentarle un caso del que me enteré el mes pasado para saber su opinión.

—Dígame de qué se trata.

—Voy a ser breve. Recibí la llamada de una amiga, quería que repatriara el cadáver de su hija a mi país. Como usted sabrá, soy irlandés…

El señor Neuilly asintió.

—Buena gente cu…

Antes de que prosiguiera, Thomas continuó:

—La forense encargada de la autopsia me comentó que la chica había muerto de manera súbita, al igual que otras cinco jóvenes. La última hace diez días. El martes me reuní con la forense y llegamos a la conclusión de que merecía la pena investigar. Todas las muertas tienen un mismo patrón: son jóvenes, atletas, han muerto en la misma zona, los cantones de Vaud y Valais, y tienen la misma nacionalidad: rusa. ¿Qué le parece señor?

—¿Y la Policía?

—Para ellos no hay caso. Son muertes naturales.

—No sabe los años que lleva la Interpol luchando contra el doping, porque doy por sentado que se trata de eso. Según un informe de la Agencia Mundial Antidopaje, treinta y un millones de personas se dopan. Interpol hizo una exhaustiva investigación y estimó que el tráfico de sustancias dopantes movía más dinero que la cocaína. La industria del dopaje es una empresa global que genera ganancias de decenas de miles de millones de euros. —El señor Neuilly hizo una pausa y dio un trago a su bebida—. Desde actores, en el mundo del porno hay una gran demanda, hasta gente del espectáculo, deportistas aficionados, musculitos de gimnasio, guardaespaldas, policías y militares. Se consumen setecientas toneladas de esteroides anabolizantes…

—Perdone que lo interrumpa, ¿de cuántas dosis hablamos?

—De unos catorce mil millones, ¿qué le parece?

—Estoy asombrado.

—Pues, espere. Todavía hay más —dijo Neuilly haciendo un gesto teatral con las manos—. Anualmente, se consumen setenta toneladas de testosterona sintética y treinta y cuatro millones de viales de EPO y hormona del crecimiento, que equivalen a unos tres millones y medio de consumidores.

—¿Qué hay de los deportistas profesionales?

—No le damos gran importancia, son una parte ínfima del doping. Lo que pasa es que cuando los pillan se le da mucha publicidad.

—¿Cómo es que sabe tanto de este tema?

El señor Neully acabó su refresco y contestó:

—Hace unos años fui el responsable de organizar a escala global unos seminarios sobre el dopaje. En aquel entonces, ya era alarmante. La cumbre fue un fracaso. Países que creíamos imprescindibles que acudieran, como España, rehusaron nuestra invitación —suspiró de manera ostentosa.

—Ya entiendo, señor. Pero, perdone mi ignorancia, ¿para qué las usa, por ejemplo, el ejército?

—Hijo, en Irak y Afganistán el producto estrella son los esteroides que los soldados adquieren por Internet, beneficiándose, por cierto, de las tarifas de correo inexistentes, o a través de camellos locales que rondan alrededor de sus cuarteles. En agosto de 2005, la Policía italiana incautó más de doscientas mil dosis de esteroides cuando desarticuló en Trieste una trama que vendía por Internet sustancias prohibidas a los soldados estadounidenses destinados en Irak.

—Pero ¿qué beneficios produce? —preguntó Thomas con interés.

—El gusto de los soldados por sustancias como las anfetaminas, que mantienen el cuerpo despierto y generan euforia y optimismo, o como los esteroides anabolizantes, que crean músculo e incentivan el ánimo agresivo, no es una novedad. —Neuilly hizo una pausa y añadió—: Los esteroides anabolizantes fueron desarrollados por científicos nazis y administrados, conjuntamente con anfetaminas, a sus soldados en el frente, que funcionaban como conejillos de indias en este sentido.

—¿Qué son los esteroides anabolizantes?

—Son la sintetización en laboratorio de la testosterona, la hormona masculina.

Thomas asintió agradecido.

—Mire, Thomas, en cuanto escarbe, se dará cuenta del problema tan enorme al que nos enfrentamos. Recuerdo que un agente de aduanas del aeropuerto de Sidney dio el alto a Sylvester Stallone cuando fue a Australia para promocionar Rocky Balboa. En su maleta llevaba cuarenta y ocho ampollas de Jintropín, una hormona de crecimiento china que se vende por Internet. Es un producto prohibido; se usa para aumentar la masa muscular y disminuir las grasas.

Thomas puso cara de sorpresa.

—No lo había oído. ¿Qué le pasó a Stallone?

—Poca cosa, la sanción fue meramente administrativa y le salió por unos noventa mil dólares. Según el actor, los médicos le prescribieron hormonas del crecimiento y testosterona por una dolencia que prefirió no revelar, así que las tomaba como medicamentos y no como drogas, ya que en Estados Unidos son legales.

El señor Neuilly se incorporó y acercó su cara a la de Thomas.

—Este negocio es prácticamente legal y tiene consecuencias desastrosas para la sanidad de los países industrializados y para la salud de sus habitantes; especialmente de los más jóvenes, cada vez más propensos a construirse un cuerpo falso mediante la química de las hormonas.

Volvió a recostarse en su sillón de mimbre y continuó:

—Existe un informe del especialista italiano Sandro Donati elaborado a partir de nuestros datos. Se lo haré llegar.

—He oído hablar de él. Gracias, me interesa mucho. De paso, me gustaría investigar estas muertes. Si pudiera tomarme una semana para ver qué averiguo, se lo agradecería.

De repente, el señor Neuilly se levantó de la mesa, metió tripa y se abrochó la americana. A continuación dijo:

—Desde hoy, Thomas, tiene vía libre para investigar los casos de los que ha hablado. Si necesita un ayudante, hágamelo saber. Recibirá un correo interno privado con todas las claves de seguridad para que pueda acceder a los informes reservados. Conozco su pasado en el FBI, sabrá hacerlo. Espero que consiga algún resultado. Para mí, este tema es un quebradero de cabeza. Y lo cierto es que, muy a mi pesar, la Interpol no ha conseguido resultados satisfactorios.

Le dio la mano a la manera marcial.

—Gracias, señor, si hay algo lo encontraré —dijo convencido.

El señor Neuilly se encaminó hacia las escaleras. Thomas supuso que para intentar bajar algún kilo de más. Le sorprendió su semejanza con Alfred Hitchcock.

En dos días, Thomas ya tenía casi todo resuelto. Se había pasado por su despacho y le había dado la noticia a Rose. En ningún momento se miraron a la cara. Le pidió a Charles que lo sustituyera, era joven y ambicioso. Thomas estaba seguro de que se esforzaría por hacer bien las cosas y seguir escalando puestos. En su despacho, se ocupó de los correos e hizo unas cuantas llamadas telefónicas. El tercer día recogió su ordenador junto a diversos objetos y papeles personales. Cuando terminó, cerró su despacho con llave. Había decidido alojarse en Monthey durante la investigación. Al llegar a su casa hizo un par de maletas y encargó a Lupe que cuidara las plantas. Reservó online una habitación de hotel. Se preguntó si Claire había dejado la llave en el buzón. Bajó a comprobarlo y, con alivio, descubrió que sí lo había hecho. Estaba atada a un curioso llavero, un liguero.

Llegó al hotel de Monthey a última hora de la tarde. La habitación era amplia y luminosa. Contigua al dormitorio, había una sala de estar. Contaba con un mullido sofá frente a una televisión de plasma de bastantes pulgadas y, a la derecha, bajo un ventanal, había una mesa grande. Se quitó la camisa y se puso una sencilla camiseta gris de algodón. Se descalzó. Era agradable pisar el suelo de madera. Cuando reservó la habitación, hizo hincapié en que quitaran todas las alfombras de la suite. Dejó el portátil encima de la mesa y algunos documentos que le había hecho llegar el señor Neuilly. Conectó el escáner con la impresora y el fax. En la pared colgó una pizarra de corcho que se había traído de casa y puso el mapa de los cantones de Vaud y Valais. Con una chincheta, clavó las fotos de las chicas encima del lugar en el que habían muerto. Pidió en recepción una silla de despacho más cómoda. Recopiló toda la información que tenía sobre las jóvenes muertas. Descubrió que era poca cosa. La mayor parte de los datos los conocía por Laura. No eran suficientes. Llamó a la Policía de Monthey.

Le contestó una voz solícita. Era la centralita.

—Hola, buenas tardes. Me llamo Thomas Connors y trabajo para la Interpol. Necesito hablar con el responsable del levantamiento del cadáver de Irina Petrova.

—Un momento, por favor.

Tras una pequeña pausa, seguida de unos horribles segundos de musiquilla de feria, se oyó una voz masculina:

—Sí, ¿qué desea?

—Hola, buenas tardes. Me llamo Thomas Connors y trabajo para la Interpol…

—Y está investigando la muerte de las deportistas —lo interrumpió el policía.

—Exactamente.

—Esta mañana nos han llamado desde las altas esferas informándonos de su llegada a Monthey y de su objetivo. Nos han ordenado colaborar con usted en todo lo que desee, así que estamos a su disposición. Soy el sargento Fontaine y serviré de enlace entre usted y nuestro departamento. ¿Qué desea?

—Toda la información de la que dispongan sobre estos casos —respondió Thomas de manera escueta—. Envíela a este correo electrónico.

Thomas le deletreó la dirección de correo especial de la Interpol.

—En cuanto haya recabado todos los datos, se los mando —dijo el policía, dando por acabada la conversación.

—Perdone, sargento Fontaine, pero ¿cuándo podríamos vernos? —preguntó Thomas—. Me interesa su punto de vista sobre el caso.

—No hay ningún caso —aseguró el policía. Su voz denotaba impaciencia. Tras una breve pausa, añadió—: Si desea verme, mi turno acaba a las diez. Si se pasa antes, aquí estaré.

—Gracias, sargento. Iré sobre las siete.

D’accord —dijo, y colgó.

El sargento Fontaine era un tipo grande. Llevaba un bigote y una perilla bien cuidados, en un intento por parecer refinado, supuso Thomas. Pero era inútil. Andaba como si fuera un bloque, prácticamente sin mover los hombros. Cuando volvía la cabeza, giraba todo el tronco. No era más alto que él, pero si Thomas equivalía a una puerta de armario, la anchura del sargento era de dos. Enseguida supo que al policía no le gustaba hablar de esas muertes. Lo encontraba una pérdida de tiempo. Entraron en un pequeño despacho provisto únicamente de un archivador y una mesa con dos sillas. No había cuadros, ni plantas, ni ningún otro elemento decorativo. Tomaron asiento y el sargento fue al grano:

—Todas las muertes fueron por causa natural. Algunas autopsias las firmó la patóloga jefe doctora Terraux. Una profesional con años de experiencia. Su firma reúne todas las garantías.

—Pero ella les expuso sus dudas sobre las conclusiones finales de las autopsias.

—Cierto, estaba alarmada porque le parecía que eran demasiadas muertes similares en muy poco tiempo.

—Y ¿qué hicieron?

—Investigamos por si podía tratarse de alguna alarma alimentaria o de algún tipo de droga nueva o adulterada. Ya sabe, con la gente joven uno nunca está seguro. Pero, en cuanto recibimos los análisis toxicológicos con los resultados negativos, archivamos lo poco que había.

Thomas asimilaba lo que había dicho el sargento. Le parecía de sentido común. Él también hubiera actuado así.

—¿Hubo algo que le extrañó?

—¿A qué se refiere? —preguntó Fontaine, tamborileando con sus enormes dedos sobre la mesa.

—No sé, algo que le chocara, algo fuera de lo común —respondió Thomas, disimulando el malestar que le causaba aquel ruido.

—Bueno, la penúltima chica, creo que se llamaba… Perdone, no recuerdo… Un momento, voy a mirar…

—Úna Kovalenko Gallagher —le ayudó Thomas.

—¡Vaya, cómo se lo ha aprendido! —exclamó impresionado—. Bueno, pues, cuando encontramos a esa chica tenía entre sus manos un papel. En un primer momento, pensamos que podía ser una nota de suicidio. El rígor mortis hacía imposible quitarle el papel de las manos sin que se rompiera. Tuvimos que tener mucho cuidado. Antes de levantar el cadáver, el juez nos dio luz verde para abrir la mano…

—Pero no era una nota de suicidio —lo interrumpió Thomas.

—No, no lo era. Resultó que se trataba de un poema.

—Y ¿qué tiene de extraño?

El sargento dejó de hacer ruido con los dedos. Thomas lo agradeció.

—Cuando murió Irina Petrova, de esa sí me acuerdo —aclaró—, hurgamos un poco entre sus cosas, más que nada para obtener una primera idea sobre su muerte y desechar un suicidio. Ya sabe que estos chicos pueden verse arrastrados por lo que hacen los demás. Encima de su mesa había un cuaderno, de esos normales de colegio, de anillas. Al ponerlo boca abajo y sacudirlo un poco, cayó una hoja suelta al suelo. Era un poema.

Thomas comenzó a ponerse nervioso.

—¿Podía tratarse de la misma persona?

—Sin lugar a dudas. Era la misma letra. El mismo autor o la misma autora.

—¿Estuvo usted presente en las dos escenas?

—Sí.

—¿Se les hizo análisis grafológico?

—¿Para qué? No estábamos investigando nada. Pensamos que el mismo chico las estaba cortejando. Una bobada de niñatos. Yo creo que se aburren metidos tanto tiempo dentro de ese centro… Y le vuelvo a recordar que no fueron suicidios, si no muertes naturales.

—¿Quién tiene los poemas?

—¡Quién los va a tener! ¡Las familias! —exclamó ante lo que creyó una pregunta ridícula.

—¿Tiene copias?

—No.

Thomas entendió que no iba a sacarle nada más al sargento. Los dos se estaban impacientando. Le pidió la dirección de la familia de Irina, le dio las gracias y se fue. Tenía que encontrar el otro poema, el de Úna. Estaba seguro de que no estaba entre las cosas que metió en el trastero. De todas formas, volvería a mirar. Decidió llamar a Laura. No contestó. Miró la hora, las siete y cuarto, pensó que podía ir caminando hasta el hospital para que le informaran sobre los enseres personales de los fallecidos. En el recinto hospitalario, una joven recepcionista le dijo que la doctora Terraux tenía la tarde libre. Se llevó una decepción. Pensaba darle una sorpresa. Respecto a las pertenencias, el protocolo mandaba que todo se recogiera en bolsas de plástico y, si no había nada inesperado con la autopsia, se las daban a la funeraria, que después las entregaba a la familia. Thomas le dio las gracias y se marchó al hotel.

En ese momento la doctora Laura Terraux se encontraba en la clínica privada de reproducción asistida. Después de meditarlo a conciencia, había decidido ser madre soltera. Estaba cansada de muchas cosas, como de esperar un príncipe azul o rosa o del color que fuera para formar una familia. La consulta de enfermería estaba decorada con cientos de fotos de bebés sanos y felices junto con notas de agradecimiento de los padres.

—¿Cuándo fue su última regla? —le preguntó la enfermera.

—Ayer.

—¿Tiene una menstruación regular?

—Sí.

—Entonces, estamos a tiempo de preparar un ciclo este mes. Empezaremos el tratamiento mañana.

—¿Tan pronto? —preguntó Laura, sorprendida.

—Tiene las analíticas de esta mañana, le hemos hecho todas las preguntas y pruebas pertinentes, solo nos queda empezar. Voy a llamar al médico para que le explique el protocolo a seguir. Mientras tanto, lea este folleto y trate de estar tranquila. Si quiere que esperemos a otro ciclo, no tiene más que decirlo.

—Gracias, es usted muy amable. No hará falta. Tengo muchas ganas de comenzar.

La enfermera salió y volvió a aparecer al cabo de unos instantes.

—El doctor está ocupado en otra consulta. Si no le importa, pasaremos primero por secretaría para solucionar las cuestiones burocráticas. Así vamos ganando tiempo —dijo desde el marco de la puerta.

Laura recogió su bolso y la siguió por un pasillo hasta la secretaría, donde una mujer de mediana edad con voz dulce le informó de lo que tenía que hacer:

—Rellene los impresos A y B. No olvide poner todos los dígitos de su cuenta bancaria y firma. En esta hoja en blanco, tiene que autorizar que consiente y conoce el tratamiento y las consecuencias que puedan derivarse.

Laura obedeció. Notó que al escribir le temblaba un poco la mano. Era feliz.

Hacía una mañana espléndida. Thomas escogió un traje de verano ligero, una camisa blanca sin corbata y sus eternas gafas Ray-Ban. A primera hora había hablado con el director de Les Diablerets. El señor Samuel Laurent se había mostrado sumamente contrariado con la llamada. Al final, se ofreció a colaborar. Lo esperaba a las cuatro de la tarde. Thomas insistió en que quería entrevistarse con el joven que había encontrado el cadáver de Irina y con la compañera de habitación de Úna, además del entorno más próximo a las chicas. Antes condujo hasta Montreux. Había quedado con el tío de Irina Petrova a las nueve.

La farmacia Vasil estaba en una calle estrecha con el pavimento de adoquines y balcones llenos de flores. Aparcó al final de la calle en una zona que se ensanchaba dando lugar a una pequeña plaza. Llamó al timbre. Le abrió un hombre mayor. Tenía una cara amable con unas gruesas cejas blancas, al igual que su pelo. Movió la cabeza a modo de saludo y, con un brazo, señaló la entrada de la farmacia. Thomas lo siguió. Se fijó que andaba encorvado y arrastraba un poco los pies. Lo invitó a pasar a la rebotica. Thomas vio que era su vivienda. Se sentaron en torno a una mesa camilla cubierta por un mantel de flores y puntillas en los bordes.

—Voy a preparar café, ¿le apetece uno? —preguntó el hombre en francés con un marcado acento ruso.

—Sí, por favor.

Retiró una pesada cortina, con el mismo estampado que el de la mesa, y entró en una pequeña cocina. Desde donde estaba, Thomas veía el trasiego del hombre con el café.

—Lo preparo a la manera rusa; es decir, muy fuerte. ¿Le gusta así o se lo rebajo con leche?

—Me gusta fuerte, lo tomaré como usted —dijo, sintiéndose cómodo.

En la vieja radio del estante sonaba música del Este. Su sonido era triste y lleno de melancolía. El aparador del salón estaba repleto de figuritas, marcos con fotos, cucharillas de diversos países; Thomas supuso que las coleccionaba. Se levantó para verlas mejor. Pudo leer inscripciones de Irlanda, Nepal e incluso de la Antártida.

—Tiene una colección sorprendente de cucharillas.

—Empecé de joven y desde entonces no ha dejado de crecer. La gente me suele traer una de recuerdo de sus viajes. Con el tiempo, quité los libros de los estantes y los sustituí por las cucharillas. Total, a mi edad ya no leo…

Se oyó el silbido de la cafetera y el señor Petrov la retiró del fuego. Se acercó a la mesa del saloncito con la cafetera en una mano y el salvamanteles en la otra. Los colocó en el centro.

—Hay algunas que son verdaderas obras de arte. Fíjese en esta de San Petersburgo —dijo, abriendo la vitrina para sacarla—. Está labrada en oro con el escudo de la ciudad y del zar Petrov. Mire en este lado cómo ha reproducido el autor el palacio de verano Peterhof. Se ven hasta las ventanas.

Thomas apreció la obra de arte en miniatura.

—Tiene razón, es muy bonita.

El tío de Irina la dejó en su sitio y fue a la cocina a por dos vasitos de cristal. Ambos se sentaron a la mesa. El señor Petrov sirvió el café.

—¿Esta era su sobrina? —preguntó Thomas, señalando una foto colocada sobre una repisa junto a la ventana, en una especie de altar.

—Sí, era muy guapa y una extraordinaria deportista. Muy luchadora. Dios mío, ¡qué gran pérdida! —se lamentó, bajando la cabeza—. No tenía que haber venido a Suiza.

—¿Por qué lo dice?

—No sé, me siento responsable de su muerte. Al morir mi hermano, mi cuñada me pidió que la ayudara, no quería que Irina se criara en Rusia. Cuando acabaron las Olimpiadas de Pekín, muchos medios rusos no entendieron que Irina no consiguiese una medalla. Tenían grandes esperanzas puestas en ella y lo consideraron un fracaso. Yo era el hermano mayor de Carl, no tenía familia, estaba bien posicionado económicamente… Me sentí en la obligación de ayudar.

—¿Cuánto tiempo llevaba Irina en Suiza?

—Llegó el año pasado, en septiembre. Hablaba muy poco francés, lo justo para hacerse entender. Fue directamente a Les Diablerets. Estaba feliz por tener una plaza allí.

Tomó un sorbo de café y Thomas lo imitó. Estaba tan cargado que sospechó que esa noche le costaría dormir.

—¿La veía preocupada por algo últimamente?

—La muerte de su compañera Úna la afectó mucho. Yo le quité importancia. En la vida la gente muere. Nosotros, los que hemos pasado por mucho, estamos acostumbrados, pero la juventud desconoce las miserias de la vida y una de ellas es morirse.

—¿Sabe si eran amigas?

—Creo que tan solo compañeras en el centro.

—¿Solía traer amistades a su casa?

—No, que yo recuerde. Ya sabe, la edad hace que olvidemos cosas, lo cual creo que es un acierto.

Thomas sonrió. Detrás del hombre, en la pared, había una foto enmarcada del equipo ruso de atletismo. En ella reconoció a Úna e Irina.

—¿Le importaría dejarme esa foto? Se la devolveré enseguida.

—Antes me gustaría que me dijera para qué está aquí —respondió con amabilidad.

—Como ya le he dicho por teléfono, es simplemente una formalidad antes de cerrar el caso.

—No le creo —dijo con tono serio el señor Petrov—. Inténtelo otra vez.

Thomas pensó la mejor manera de contarle algo sin decir demasiado.

—Hemos recibido una denuncia por parte de una persona, cuyo nombre no puedo revelar, que sostiene que las muertes de las chicas no son naturales.

La cara del anciano se transformó. Su cuerpo pareció hundirse sobre sí mismo. Thomas no supo adivinar sus sentimientos.

—Eso que me acaba de decir es una barbaridad. ¿Está insinuando que alguien ha matado a mi sobrina?

—No lo sabemos. Tenemos que investigar.

—Pero… la autopsia era normal, tuvimos los permisos… Ella fue incinerada y enterrada en Rusia. Está diciendo tonterías.

—¿Y sus cosas personales? —preguntó temeroso Thomas—. ¿Se acuerda de una hoja con un poema escrito?

—Pero ¿qué tiene que investigar? —quiso saber, confundido—. Eso son cosas de las películas americanas. Irina ya no está y… no importa nada más.

—Perdone que insista. Sé que suena extraño, pero solo es un mero procedimiento burocrático. ¿Guarda algo de su sobrina?

—No sé… Su ropa y otras cosas las dejé en una iglesia. Creo que todavía queda algo de ropa de deporte en su armario. Si quiere le traigo la caja con los pocos objetos personales que guardé. Y —dijo señalando la pared abatido— puede llevarse la foto.

El hombre se levantó despacio y desapareció por el lado derecho de la cocina. Thomas descolgó el marco y sacó la foto de su interior. Estaba tomada con una cámara digital. En una esquina, tenía puesta la hora y el día: 13:40, 5.04.2011. En ese momento, el señor Petrov dejó una caja encima de la mesa. En silencio, apartó a un lado los vasos y la cafetera. Thomas dejó la foto en una silla.

—¿Me puede decir dónde se sacó la foto?

—No lo sé. Se la dieron en Les Diablerets.

Thomas se quedó pensativo.

—Señor Petrov, ¿usted estudió farmacia?

—Exacto. También químicas. Obtuve una beca para investigar aquí hace catorce años. Perdone, pero no creo que pueda ayudarle en nada más. Mi sobrina era muy reservada y realmente nos veíamos muy poco. Vivía solo para el deporte. Era su obsesión —afirmó pensativo—. Si me disculpa, tengo que abrir la farmacia. Se puede llevar la caja. Ya me la devolverá.

—Por supuesto, ha sido muy amable. Gracias por el café.

Lo acompañó hasta la calle y se despidieron con un apretón de manos.

Ya en el hotel, Thomas se quitó el traje y se vistió con unos vaqueros y una camiseta negra de manga corta. Sacó del frigorífico una botella de agua. Colocó la caja encima de la mesa de despacho. Bebió un poco y vació el contenido del interior. Lo primero que vio fue un mechón de pelo rubio; no quiso tocarlo. Extrajo diversas postales y algunas cartas, todas escritas en ruso, una camiseta de la selección rusa, varias medallas y un cuaderno. Su corazón se aceleró. Lo abrió. Una hoja sobresalía, arrugada. La metió en una bolsa plastificada y la dejó sobre la mesa. Thomas leyó el poema escrito a lápiz. Examinó el papel cuadriculado, desgarrado en la parte izquierda como si alguien hubiera escrito con prisa y tirado de la hoja, sin pensar demasiado el resultado. El lápiz corroboraba su suposición: un trazo fino, nervioso, palabras de distinto tamaño, las letras desviadas a la derecha. Estiró la bolsa de pruebas de plástico. En su interior, la nota se alisó un poco. Releyó el poema.

Te he buscado sin saber qué buscaba

Te he soñado sin recordar nada

Te he escrito versos sin nombrarte

Te he hecho el amor sin tocarte

Dos minutos para amarte

Y una vida para encontrarte.

Pero ¿qué haces si la vida te viene torcida?

¿Qué haces si no eres de esos valientes que gritan?

Ahora que te veo, lo creo

Ahora que te escucho, lo entiendo

Ahora que estás muerta, lo siento.

Thomas se peinó repetidamente con la mano y después se tocó la nuca con un movimiento horizontal; todo aquello no tenía sentido, y era precisamente ese sinsentido la razón de su pesadumbre. Llamó a Maire, pero no obtuvo respuesta. Decidió que iría a Irlanda la semana siguiente. Necesitaba ver el poema de Úna y preguntarle unas cuantas cosas.

Sonó el teléfono.

—Hola, mamá.

—Hola, cariño. Te llamo para que me aconsejes sobre la orquídea que tengo en casa, la Phalaenopsis, creo que se llama. Este mes está siendo muy caluroso y, como hemos tenido un invierno tan suave, no ha habido bajada de temperaturas que propiciara la floración. Ahora solo tengo una vara de floración desarrollándose… Perdona, Tommy, lo primero, ¿cómo estás hijo?, ¿comes bien?

—Todo bien mamá, gracias por preguntar.

—Bueno, tesoro, en la vida lo más importante es la salud, ya lo sabes. Y el amor, claro, acompañado de un poco de dinero, porque si no ¿de qué vives? Del aire seguro que no… —Hizo una pausa—. Como te decía, estoy preocupada. No es época de que sigan desarrollándose raíces y hojas, ¿qué te parece? Ahí está la orquídea, ya veo que no va a tener flores este año.

Thomas sonrió ante los pequeños problemas que preocupaban a su madre.

—¿Sabes si tiene algún keiki?

—Tiene dos o tres hijitos.

—De acuerdo. Puede que la planta madre esté en las últimas e intente hacer una maniobra desesperada por reproducirse.

—¡Ay hijo! Ni las plantas pueden llegar a viejas…

—Tú tranquila, normalmente los keikis crecen con el calor pero, por si acaso, destapa el nudo, quítale la pielecilla y expón la yema a la luz. A ver qué pasa.

—Gracias, cariño, eres un amor. Ya te contaré. ¡Ah! Se me olvidaba; no vuelvas a regalarnos un viaje. A tu padre cada vez le gusta más el pub, beber cerveza y cantar viejas canciones irlandesas, ya no quiere ni ir a bailar conmigo. Así que ni te cuento lo que he tenido que hacer para que aceptara ir al crucero.

—De acuerdo, mamá.

Después de unas horas dándole vueltas al caso, lo dejó. Tenía hambre. Un agujero en el estómago le recordó la hora que era. Se calzó unas zapatillas de deporte y salió a comer. Eligió un restaurante sencillo con terraza al aire libre. Mientras comía una ensalada de quesos y unos crêpes rellenos de verduras, no podía quitarse de la cabeza el extraño poema.