35
Laura no podía dejar de temblar. Mientras el sargento Fontaine inspeccionaba las habitaciones, ella intentaba calmarse, con poco éxito. Oyó ruidos en el baño y aunque una parte de ella sabía que era fruto de su imaginación, la otra estaba segura de que alguien se escondía en algún lugar a la espera de su oportunidad.
—Todo está bien —aseguró el sargento cuando bajó del piso superior—. No hay signos de que hayan forzado ninguna ventana.
El sargento Fontaine advirtió el temblor del cuerpo de Laura. Estaba empapada. Había salido en medio de la tormenta en busca de ayuda y no había parado hasta llegar al edificio de la Policía. Sus piernas parecían de gelatina. La vio apoyarse en el brazo del sofá para no caerse. Sintió lástima por ella.
—Doctora Terraux, me voy a quedar en el salón hasta que usted se seque y se vista. No tiene de qué preocuparse. No hay peligro, ¿de acuerdo?
Laura asintió y lo miró agradecida.
—Sé que mi actitud es ridícula y que no existe una razón lógica para mi comportamiento, pero he percibido una sensación real de peligro. Yo… no sé cómo explicarlo mejor.
—Bueno, lo que fuera ya pasó. Ahora estoy aquí y no me iré hasta que usted se encuentre mejor.
—Gracias.
Cuando subía las escaleras hacia su habitación, se volvió y le preguntó:
—¿Cómo se llama?
—Me llamo Patrick.
—Patrick, bonito nombre.
A los diez minutos bajaba vestida con un sencillo pantalón y una camiseta de algodón de manga larga.
—Tengo que pedirle disculpas por mi comportamiento, sargento.
—Por favor, llámeme Patrick.
—Patrick, me he comportado como una niña pequeña y le he importunado en su trabajo sin motivo alguno, no tengo perdón.
—Doctora Terraux…
—Laura.
—De acuerdo, Laura. Nuestro trabajo consiste en cosas de lo más variopintas y le aseguro que lo suyo tiene más sentido que otras situaciones a las que nos enfrentamos diariamente.
—Por ejemplo…
—Por ejemplo, una persona que ha sacado la bolsa de basura antes de la hora permitida y nos llama la vecina para que acudamos a comprobarlo.
Los dos sonrieron.
—Y ahora quisiera hacerle unas preguntas. ¿Qué aspecto tenía la persona que vio?
Laura frunció el ceño e intentó recordar todos los detalles.
—Lo vi solo un momento, pero lo intentaré. Era un hombre blanco, de mediana edad, rondaría los cuarenta, pelo castaño, estatura…
Laura dudó y se dirigió a la ventana desde donde lo vio.
—Pasó por aquí delante, de modo que tenía que venir del porche… Supongo que mediría más o menos… un metro setenta y algo. Recuerdo que tenía marcas en las mejillas de esas que deja un fuerte acné juvenil.
—¡Caramba! Usted sería una buena policía. ¿Algo más que pueda añadir? No sé… algún tatuaje, un pendiente, un piercing.
Laura negó con la cabeza.
—¿Recuerda cómo iba vestido?
—Lo siento, fue un instante, solo me fijé en su cara.
—Si lo vuelve a ver, ¿lo reconocería?
—Sí —contestó sin dudar.
El sargento terminó de escribir en su iPhone y mandó los datos a Jefatura.
—¿Cuándo termina su turno? —preguntó Laura de improviso.
—A las tres de la tarde, esta semana tengo turno de mañana.
—¿Ha comido?
—Pues, todavía no. Con esto de la tormenta, hemos tenido bastantes avisos de bajos y garajes inundados, además de un par de accidentes de tráfico. La verdad es que ha sido una mañana muy movida.
—Entonces lo espero y comemos juntos, ¿le parece bien?
—Más que bien, me encantaría —respondió el sargento, contento de su suerte.
—Hasta dentro de… —Laura miró su reloj—. Un cuarto de hora.
—Hasta ahora —se despidió él mientras salía por la puerta.
Laura se quedó a solas en la casa. Durante un instante sintió temor, pero enseguida se recompuso. Entró en la cocina y llenó una olla de agua. Cuando comenzó a hervir, le añadió sal y aceite y vertió unos espaguetis. Les dio unas vueltas y esperó a que se cocieran. En una sartén, echó abundante aceite de oliva, troceó unos ajos y los frió a temperatura suave. Empezaron a tomar color y sacó del congelador unas almejas, que añadió al sofrito. Probó una, estaba muy rica; solo faltaba añadir perejil fresco picado muy fino. La pasta a la marinera estaba lista.
—¡Qué buenos! —exclamó con satisfacción Patrick.
Laura estaba pensativa, mantenía los espaguetis enrrollados en el tenedor sin llevárselos a la boca.
—¿Sigue preocupada por lo de antes? —le preguntó el sargento.
—No, no, ya ha pasado. —Laura soltó el tenedor y dijo—: Hoy he estado en la farmacia del tío de Irina. Ha reconocido que era el responsable de distribuir las sustancias dopantes. Me ha dicho, de una manera muy misteriosa, que la farmacia no era un lugar seguro y que no podíamos hablar de ello allí. Afirmó que recabaría las pruebas necesarias para incriminar a los culpables y que después contactaría conmigo.
—Pero eso que acaba de decir es de suma gravedad y, desde luego, punible.
Ella asintió pensativa, bebió agua y dijo:
—Es una vergüenza que consiguiera los medicamentos para que, entre otras personas, se dopase su propia sobrina. Por más que lo pienso, no alcanzo a comprender sus motivos.
—Quizá ya se dedicara a ello con anterioridad, puede que Irina se aprovechara de una situación ya existente.
—Tal vez formara parte de ese entramado desde que dejó de manera repentina su trabajo en Poche.
—Creo que no va desencaminada. De todas maneras, en estos casos los mensajeros no suelen ser los importantes sino quienes montan toda la infraestructura para fabricar las sustancias.
—Me imagino que en esta historia tiene que haber un lugar donde se produzcan, alguien que los lleve hasta la farmacia y médicos que las administren. Puede que el país donde se fabrican los medicamentos esté a miles de kilómetros de aquí —añadió Laura.
—Tienes razón, dudo mucho que se hagan en Suiza. Aquí existe una legislación estricta. Esto tiene pinta de fabricarse en lugares, digamos, más flexibles legalmente. Aun así, mañana contactaré con los jefes de departamento de los diferentes cantones y les pondré al tanto de lo que ha averiguado.
El sargento aprovechó la explicación para observarla como quien contempla una obra de arte, con deleite y admiración. Se sentía nervioso en su presencia y, para disimularlo, sujetaba con fuerza la copa de vino. Durante un instante dejó de mirarla y se fijó en sus nudillos cada vez más blancos; le pareció una prueba evidente de su ansiedad y pensó, de una manera infantil, que ella se daría cuenta de sus sentimientos, así que continuó hablando para desviar la atención.
—Se pueden registrar naves que parezcan abandonadas, fábricas, no sé… Todo lugar que levante sospechas de albergar un laboratorio clandestino. También llamaré a los compañeros de Montreux para que den prioridad al registro de la farmacia y sus alrededores.
Laura lo escuchaba atentamente. Tenía los codos encima de la mesa y la cabeza apoyada sobre las palmas de las manos. Patrick pensó que podría pasarse todo el día mirándola sin cansarse. Haciendo un esfuerzo, desvió sus ojos al plato de pasta.
Thomas acababa de llegar a Leukerbad, que se encontraba a solo una hora en coche de Monthey. Nada más entrar en el pueblo, se vio arropado por las altas montañas que lo rodeaban por los tres costados, Gemmi y Torrent. Esas imponentes masas rocosas, con su forma de herradura, cobijaban un paraíso poco masificado para los amantes del relax y del deporte. Las aglomeraciones no tenían cabida en ese lugar tranquilo. Era fácil encontrarse en medio de la nada escuchando el silencio o el sonido de la naturaleza: el agua de los riachuelos, el murmullo de los pájaros y del viento. Lo que hacía de ese sitio un lugar irremplazable eran los cuatro millones de litros de aguas termales que emanaban de la montaña de Leukerbad, cuyas temperaturas podían alcanzar los setenta grados.
Thomas tenía una cita con Frank Stone a las tres de la tarde. Había recibido una llamada suya; de improviso se mostraba dispuesto a tener una cita. Lo único que debía hacer era acercarse a esa población, donde el mánager se iba a alojar unos días.
Dejó su coche en el hotel Lindner Leukerbad, situado a una altura de mil cuatrocientos metros. Formaba parte de un complejo de tres hoteles, unidos y enlazados subterráneamente, en los que se podía disfrutar de doce mil quinientos metros cuadrados de baños termales; el mayor balneario de Europa.
Tenía una habitación reservada. Después de dejar el equipaje, bajó al bar del restaurante Sacré Bon. En una gran chimenea crepitaban unos enormes troncos; el sonido de fondo de un piano en directo creaba una atmósfera relajada. Buscó entre la gente a un hombre con un polo amarillo chillón; lo encontró frente a la terraza acristalada.
—Hola, buenas tardes. ¿Es usted Frank Stone?
—Sí, soy yo. Y usted debe de ser el señor Thomas Connors.
Se dieron la mano y Thomas se sentó.
Tras un movimiento de brazo de Frank Stone, el camarero se encaminó, solícito, hacia ellos.
—Un café noissette, por favor —pidió Thomas. Stone estaba tomando un zumo de tomate.
Se había imaginado al mánager de otra manera, más en la línea de tipo gordo con un puro en la boca. Sin embargo, tenía buen aspecto, estaba bronceado por el sol y físicamente en forma.
—Las vistas desde aquí son espectaculares. Los Alpes ante nuestros ojos —comentó Thomas.
—Pues le aseguro que no hay nada mejor que relajarse en los baños de vapor mientras se contempla la imponente cadena rocosa del Gemmi que rodea Leukerbad. Siempre que mi trabajo me lo permite me escapo a este lugar. La espalda y esta rodilla me lo agradecen.
—¿Qué le sucede?
—Tuve un accidente de moto, ya sabe, la inconsciencia de la juventud.
El camarero apareció con el café y unas pastas en una bandeja.
—He venido aquí en relación a la muerte de Irina Petrova. Creo que usted era su mánager.
—Exacto; una gran pérdida.
—Tenemos razones fundadas para pensar que murió a causa de las sustancias que tomaba para mejorar su rendimiento deportivo.
—No sé nada acerca de ese tema. Yo solo le buscaba patrocinadores, contrataba carreras, ese tipo de cosas.
—Entonces, ¿desconoce el mundo del dopaje?
—¿Qué es dopaje para usted? Porque existen muchos tipos de dopaje de los que nadie habla, por ejemplo, el tecnológico.
—Sinceramente, lo desconozco.
—Muchos atribuyen la avalancha de marcas mundiales en las anteriores Olimpiadas de Pekín al bañador LZR Racer, desarrollado por la firma Speedo con la colaboración de la NASA y probado por el multicampeón Michael Phelps —explicó Stone—. Se invirtieron tres años y millones de dólares en investigación y desarrollo en el traje de baño que utilizaron los campeones y recordistas de los Juegos Olímpicos. Cuesta entre quinientos y setecientos dólares.
—¿De verdad se gastaron ese dinero en un bañador? —preguntó Thomas, incrédulo—. Francamente, resulta difícil de creer.
Stone asintió de manera rotunda.
—Le podría dar otro ejemplo, el de la firma norteamericana Nike. Creó un sistema de vestimenta que incluían calcetines, guantes y cubre brazos elaborados con telas con hoyuelos similares a los de una pelota de golf. En comparación con la piel desnuda, los guantes y cubre brazos disminuían la resistencia del viento un diecinueve por ciento y los calcetines, un doce. En Pekín, los usaron varios atletas norteamericanos y también la rusa Tatiana Lebedyeva.
—Es cierto, recuerdo esos trajes —admitió Thomas.
Frank bebió un sorbo de su zumo y continuó:
—En el baloncesto, Nike vistió a sus estrellas de la NBA con equipaciones un treinta y un por ciento más ligeras que las anteriores, elaboradas con una tela que permitía enfriar el cuerpo más fácilmente. A Kobe Bryant lo calzaron con las zapatillas USA Nike, que son bastante más livianas que las que existen en el mercado. —Frank acompañaba sus palabras con aparatosos movimientos de las manos.
»Dígame, ¿al alcance de quién está todo esto? ¿Cuántos de los récords responden a estos adelantos tecnológicos? —prosiguió—. Eche una ojeada al medallero de Pekín, los diez primeros países son los más poderosos del mundo: China, Estados Unidos, Rusia, Gran Bretaña, Alemania, Australia, Corea del Sur, Japón, Italia y Francia. Una bicicleta de pista o ruta, un arma de esgrima, los aparatos de gimnasia artística, que cada vez son más sofisticados y caros, están solo al alcance de los deportistas del primer mundo, o de excepcionales atletas del Tercer Mundo que reciben el patrocinio de poderosas empresas como reclamo publicitario.
—Me describe un mundo muy alejado de la imagen que se tiene del deporte.
—Uf, si usted supiera…
—Quiero entender qué es lo que pasa y qué empuja a deportistas sanos con toda la vida por delante a meterse en el cuerpo algo que incluso puede matarlos.
—El dinero y la fama. Los atletas son mercancías. Bajo las siglas TOP, The Olympic Partner, se reunió un selecto grupo de padrinos del Movimiento Olímpico, entre ellos Coca-Cola, Visa, Panasonic, Kodak, McDonald’s y Samsung. Todos pagaron un alto precio por poder utilizar durante cuatro años los cinco aros olímpicos junto a su logo. —Stone hablaba de un modo apasionado, cambiando de postura continuamente, como si estuviese incómodo—. La factura global por patrocinio para el ciclo olímpico ascendió a ochocientos sesenta y seis millones de dólares. Para el próximo, los Juegos de Invierno se harán en Vancouver, y en Londres, los de verano, el director de marketing del COI ganará por la venta de derechos de televisión tres mil ochocientos millones de dólares.
—¡Eso es una barbaridad! —exclamó Thomas asombrado.
—No, es un negocio. Cuando Michael Phelps ganó su octava medalla de oro, Pizza Hut le ofreció pizza y pasta gratis durante un año. Los productores de la nueva bebida PureSport lanzaron su primera campaña publicitaria basada en las hazañas del «Tiburón de Baltimore», y la firma Kellogg’s sacó a la venta sus cereales con el rostro del héroe de Pekín. De la noche a la mañana, el nadador se encontró con propuestas de películas, promoción de comida para perros, ropa y muñecos. Ya tiene contratos publicitarios con Speedo, Omega, Hilton y ATT. Speedo le pagó un millón de dólares por romper el récord de siete medallas de oro de Mark Spitz en los Juegos de Múnich.
—Son casos excepcionales —afirmó Thomas.
—Ya, pero el deportista cree que una parte de gloria está reservada para él. ¿De verdad sigue creyendo que no merece la pena correr el riesgo?
A Thomas le pareció una forma de justificarse muy burda.
—Creo que no —le respondió de manera brusca.
Las nubes cubrieron las cimas de los picos, que en un instante desaparecieron de su vista.
—El agente de Michael Phelps, Peter Carlisle, declaró a The Wall Street Journal que el valor del triunfo en Pekín se traduciría en una fortuna de unos cien millones de dólares. Especialistas de marketing hablan de ganancias de hasta treinta millones anuales. —Frank acabó su zumo y pidió una botella de agua.
Thomas pensaba en la manera en que se mercadeaba con los deportistas. Le parecía que mucha gente se dedicaba a exprimirlos para luego desecharlos sin el menor remordimiento. Muchos de ellos no conocían otra cosa que el deporte; no tenían estudios, ni otro medio con el que ganarse la vida. ¿Qué podían hacer? Con pena pensó que no tenían mucho dónde elegir. Eso sí, vio con claridad que el deportista era el único que sufría las consecuencias de doparse.
—Mire, no pretendo darle una charla. Yo soy un mánager. Me llevo un tanto por ciento de lo que ganan mis deportistas. No me considero un santo, pero cuido a mis chicos. Trabajo por dinero como casi todo el mundo y, si uno de mis atletas decide doparse, yo no se lo impido.
—¿Así de fácil? Sin remordimientos.
—No se equivoque, ellos toman la decisión, yo no me meto. No sé cómo lo hacen ni dónde. La mayoría sueña con ser un Usain Bolt. Los agentes de Bolt están negociando contratos por unos diez millones de dólares. En la reciente reunión atlética de Zúrich, se agotaron las entradas una semana antes de que Bolt se calzara los tacos para correr en el estadio Letzigrund. El principal organizador de la prueba aseguró que jamás un atleta había cobrado tanto por competir, ni siquiera Carl Lewis, cuya tarifa ascendía a cien mil dólares en sus buenos tiempos. Y mientras, a mis chicos les pagan una miseria…
Frank se quedó pensativo, en silencio. Al igual que Thomas, que reflexionaba mientras veía el paisaje a través de la cristalera. Sin poder evitarlo, respiró profundamente como queriendo atrapar, durante un instante, el aire puro del exterior.
—¿Qué le parece si damos un paseo? —propuso Frank Stone—. Conozco un camino que le va a gustar. Además, me haría un favor. Detesto caminar solo. Ya sé que a mi edad suena raro, pero…
—A mí también me gusta andar —aceptó Thomas—, y desde que he llegado me está tentando el exterior.
Frank apuntó a su cuenta las bebidas y se marcharon.
—A menos de un kilómetro de la plaza del pueblo, hay un camino colgante de seiscientos metros. Es un bonito paseo.
Llegaron a la pasarela, suspendida a menos de cuatro metros por encima del lecho del río. Parecía que podían tocar con sus pies la fuerza del agua. En las paredes, unas estrías marrones de herrumbre mostraban el contenido férrico del agua termal, que salía entre las grietas de las rocas de la quebrada Dalaschlucht.
—¡Aquí comienzan los estratos de roca que conducen las aguas termales hasta Leukerbad! —gritó Frank para hacerse oír.
A lo largo de las paredes cubiertas de musgo brotaban pequeñas fuentes termales. Al final, llegaron a un puente colgante que conducía hasta una catarata. De allí salía un pequeño camino que bordeaba la montaña. Al otro lado, el espectáculo era asombroso.
—Este es el lago Daubensee, una belleza virgen y única —explicó Frank.
La caldera era extensa y abierta, dominada por inmensos peñones que la rodeaban. Más abajo, en Spitelmatte, se extendía un auténtico mar de flores.
—¡Qué maravilla! —exclamó Thomas.
Se sentaron a descansar en un montículo.
—Esta es la mejor época del año para acudir a este lugar. En invierno la nieve impide ver este espectáculo de la naturaleza.
Como si lo hubieran pactado, hubo un momento de silencio. Thomas lo agradeció. Sus sentidos estaban colmados por la fuerza de la naturaleza. Al poco, Frank Stone reinició la conversación. Thomas se obligó a escucharlo con desgana.
—Sé que usted y la mayoría del público tiene una imagen idílica del deporte, y a ciertas edades es realmente así. Cuando se es aficionado, por ejemplo; pero donde hay dinero no puede haber limpieza. Se lo puedo asegurar.
—Estoy decepcionado.
—Nike y Adidas compitieron tan duro como los atletas durante los dieciséis días de los Juegos por mostrar su valía y conquistar el multimillonario mercado chino. Kobe Bryant, Liu Xiang y Ronaldinho fueron las bazas de la firma norteamericana. La recordista Yelena Isinbáyeva, el astro del fútbol Leo Messi y la campeona de natación Britta Steffen fueron algunas de las figuras a las que vistió la compañía alemana. Adidas invirtió ciento noventa millones de dólares en los Juegos; Nike, ciento cincuenta.
—Ya veo que una medalla en las Olimpiadas da mucho dinero.
—Es un gran escaparate. Por eso los países ricos compran deportistas. Estados Unidos acudió a la capital china con treinta y tres deportistas nacionalizados. Georgia alquiló voleibolistas brasileños para las competiciones de playa. No sé si se dio cuenta, pero numerosos rostros delataban nacionalizaciones y compra de deportistas en las delegaciones de Gran Bretaña, Francia, Holanda, Portugal, Alemania, Bahrein, Qatar y otros. La sangría de talentos deportivos de los países pobres es imparable.
—¿Qué hacen el COI y las federaciones internacionales?
—No mucho. Los países ricos obtienen algunas de sus medallas sin mucho esfuerzo robando talentos a golpe de talonario.
—Y ¿qué pasa con la mayoría de deportistas que no llegan a la categoría de estrellas? —quiso saber Thomas.
—Nada, subsisten. Leí en el periódico la historia de Massoud Azizi, un joven que regresó a Afganistán después de las Olimpiadas. Pasó como uno más entre los once mil deportistas que llegaron a Pekín. Ahora intenta que lo ayuden en su tierra y reza para que ninguna bomba destroce la vieja pista de hormigón en la que entrena cuando puede.
—Qué enternecedor… —dijo Thomas escéptico—. Lo cierto es que justifica hechos horribles. Yo creo que se aprovechan de los deportistas y los utilizan; los exprimen y los obligan a doparse. —Thomas se levantó—. Sé que es usted amigo de Hugo Keller, hijo del magnate farmacéutico y descubridor de algunos de los productos más usados en doping. Demasiadas casualidades.
—Me ofende —dijo Frank Stone, y arrojó una piedra al agua, visiblemente molesto.
—Mis disculpas —se excusó Thomas—. El Rolex que lleva en la muñeca derecha y el solitario de su dedo índice pagarían con creces la carrera de ese chico afgano.
—No tiene ni idea de lo que habla. La muerte de Petrova fue para mí un mazazo…
—En su cuenta corriente —lo interrumpió Thomas—. Porque tengo entendido que esa chica prometía.
—Cierto, era magnífica.
—¿Conocía a Úna Kovalenko?
—De vista, yo no la representaba. Leí acerca de su muerte en los periódicos. Me afectó más la desaparición de Arisha Volkova. Yo le pagué el billete e hice el papeleo para traerla a Suiza.
—¡Vaya! ¿Así que fue usted quien la metió en ese cuartucho?
Frank se paró y lo miró ofendido.
—Usted no se imagina a lo que llama un cuartucho. Comparada con el sitio en el que vivía, aquella habitación era el Ritz. No tiene derecho a hablar de esa manera. Esto es una competición y hay que jugar según las reglas que nos han impuesto. En Pekín se erigieron nuevos dioses del Olimpo. El mundo se maravilló con sus hazañas, los envidiaron y se olvidaron las guerras, el hambre y la desesperanza. Pero lo que no sabían ni les importaba… —Hizo una pausa al ver que Thomas parecía no escucharlo—. ¿Me escucha, señor Connors?
—Sí, lo estoy escuchando.
—El mercado se ha tragado el deporte, y vemos cada vez menos talento y menos esfuerzo. Esta es la era de la tecnología y el espectáculo. —A continuación exclamó de manera teatral—: ¡Adiós, ética! Los mercenarios tienen copado el Olimpo desde donde nos miran mientras el público aplaude.
La ira inundó a Thomas. Tuvo que respirar varias veces para serenarse antes de hablar.
—Lo único que sé es que Irina y Arisha están muertas, y le puedo asegurar que la historia no va acabar aquí. Alguien va a pagar por ello —le advirtió Thomas con voz ronca.
Frank le dio la espalda y continuó su camino.
—Primero tendrá que probar que no fueron muertes naturales, algo que intuyo sumamente improbable ya que los certificados de las autopsias lo confirman.
Thomas llamó a Laura desde la habitación del hotel. Una voz de alivio le contestó al otro lado de la línea.
—Thomas, ¡por fin! ¿Dónde te has metido?
—Perdona, es que me llamó el mánager de Irina que se iba a alojar unos días en Leukerbad, así que no lo pensé dos veces, me monté en el coche y aquí estoy.
—¿Has hablado ya con él?
—Sí, pero no he sacado nada en claro. Poco más de lo que ya sabíamos. Se ha descrito casi como un ángel guardián para sus deportistas. Si te soy sincero, no me gusta y creo que está metido en el ajo. Si sus atletas ganan, él gana. Una fórmula muy fácil.
—Veo que no estás satisfecho.
—Totalmente, a este Frank no hay por dónde agarrarlo. ¡Maldita sea! —dijo con rabia—. Necesitamos pruebas y veo muy difícil conseguirlas por esta vía. Menos mal que el sitio es espectacular —admitió, más calmado, contemplando el paisaje desde la terraza—. Pienso aprovecharlo al máximo; me quedaré un par de días, hasta el domingo. Tú también tómate el fin de semana libre.
—Gracias, jefe, porque me lo he ganado. He vuelto a hablar con el tío de Irina. Tras una acalorada discusión, ha reconocido que él distribuía los medicamentos.
—Es una estupenda noticia, Laura. Ya tenemos por dónde tirar del hilo. ¿Y quién se los suministra?
—No me lo ha contado. Me ha dicho que esperara a que tuviera pruebas.
—¿Estaba nervioso?
—Sí, bastante, casi no se entendía lo que decía.
Thomas permaneció callado, aquello no le gustaba. Por su parte, Laura prefirió no comentarle el suceso de la tarde con el hombre de la ventana, y también guardó silencio, lo que dio por concluida la conversación.
Como cada noche desde su conversación con Maire, a Thomas le costaba dormir. Miró el reloj; marcaba las dos de la madrugada. Intentó vaciar su cabeza de pensamientos sobre cosas que ya no tenían remedio. Se resistía a dejarse llevar por el drama. Quería volver a ser el de antes. Durante el día casi lo había logrado, pero por la noche… Por la noche los fantasmas rondaban su almohada, se metían en la cama y bailaban hasta el amanecer. Lo peor era haber comprobado lo poco que significaba la vida que él tenía por perfecta. Todavía perduraba la sensación del momento en el que, sentado en el banco de la casa de Maire, se había planteado que podía ser feliz en su compañía. Se había visto a sí mismo otra vez en Irlanda, cultivando su propio huerto y viviendo una vida rural que se había empeñado —ahora lo comprendía— en rechazar. Ese instante al sol, con los pétalos de las alegrías por el suelo y el aroma del eneldo entre sus manos, lo guardaba como un tesoro. Pensó en su apartamento de Nueva York tan ordenado y vacío. Nunca lo había considerado su hogar, al igual que el de Lyon; no le hubiera costado dejar todo atrás por ella. Mi casa era su piel, pensó con rabia. Frustrado, se levantó. Se vistió con el albornoz y las zapatillas del hotel y salió de la habitación.
La noche lo envolvió con su silencio. Todo estaba en calma. Contempló abrumado los picos de las montañas que se alzaban ante sus ojos. La luna proyectaba su luz sobre las nieves perpetuas y le daba a la escena un aire irreal, onírico, como si fuera un espejismo. Por un instante, contuvo la respiración ante esa visión sobrenatural. Se quitó el albornoz y se sumergió desnudo en una de las piscinas naturales. El vapor del agua ascendía como el humo de una enorme chimenea para fundirse con la oscuridad. A su espalda, unos pocos faroles iluminaban el edificio. Miró el cielo profundo e inmenso, lleno de estrellas. Se sintió pequeño y conmovido.