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En las solitarias sesiones de meditación se le aparecían, como fogonazos, momentos del pasado al lado de Irina. Janik se recreaba en pequeñas cosas, en especial en aquellos aspectos de su personalidad que le parecían más interesantes, la armonía de sus movimientos o la mesura de sus palabras. Utilizaba el mismo mecanismo que le servía para imaginar encuentros sexuales con las chicas años atrás. Ahora Irina era la única protagonista de sus fantasías. A veces sentía vergüenza, o remordimientos, y otras, se despertaba en él un deseo irresistible. Lo perseguían sus recuerdos allá donde se encontrase. Descubrió que esa obsesión lo ayudaba en sus objetivos. Su recuerdo lo lanzaba en los entrenamientos como a un galgo cuando ve la liebre de metal deslizarse sobre su guía. Pensaba en ella cuando se pinchaba las piernas dentro del baño conteniendo las ganas de gritar en el momento en el que la aguja atravesaba su piel. Pensaba en ella en mitad de la noche, cuando lo despertaba la alarma del pulsómetro avisándole de que tenía las pulsaciones tan bajas que si no hacía un poco de ejercicio la sangre se estancaría. Por supuesto, no se lo contaba a nadie. Cuando ganaba una carrera, miraba al cielo y dedicaba la victoria a Irina; quizá lo estuviese observando como una espectadora de excepción.

Janik pensaba que podía exprimir su cuerpo hasta conseguir la última gota de su talento. ¡Qué equivocación! Se había dejado convencer por Frank, el mismo Frank que le repugnaba. Lo había hecho por pagarle la residencia a su madre, por Irina, por competir en igualdad de condiciones que los demás. Golpeó la pared con el puño cerrado. ¿Cómo iba a decir que no a un pódium en un campeonato de Europa? Qué fácil le parecía ahora. Ethan tenía razón en todo lo que le dijo en el hospital. Golpeó de nuevo la pared, esta vez con más rabia. Tenía que dejar de pensar o se iba a volver loco. Es injusto, es injusto, se repitió como un eco dañino.