32

Thomas observaba con detenimiento la habitación de Arisha Volkova. La casera, muy amable, lo había dejado pasar sin que enseñara su credencial. Le aseguró que no encontraría nada que le sirviese de ayuda, hacía cuatro meses que allí vivía otra chica.

—Perdone, pero ¿guarda algo de Arisha? ¿Quizá en algún trastero? —preguntó Thomas esperanzado.

La casera respondió con un frío no.

—¿De qué país es su nueva inquilina? —preguntó de nuevo mientras la mujer abría la puerta.

La chica nueva era rusa y también deportista. El acento de la casera delataba su procedencia, algún país del Este. En cuanto Thomas entró, la mujer se marchó escaleras abajo gritando algo de una comida al fuego. Thomas se quedó a solas. La habitación era todo lo deprimente que uno podía imaginar. Parecía un cuartucho de la KGB. Lanzó un suspiro y, con desgana, comenzó el registro de los objetos personales de la chica. Abrió los cajones de la mesilla; bastante vieja como todo lo de la habitación a juzgar por la multitud de rayas, golpes y desconchones. Seguramente serían muebles de segunda mano. Le vino a la mente una película que había visto años atrás en un pequeño cine, La soledad del corredor de fondo.

El protagonista era un chico de un entorno marginal que se dedicaba a robar. Fue a parar a un reformatorio y allí vio con asombro que, gracias a sus aptitudes físicas, se ganaba enseguida la admiración del alcaide. Unos de los privilegios que tenía era poder correr fuera del recinto alambrado. Para Thomas, aquellas escenas eran las más bonitas de la película: el chico, más que correr, galopaba entre los esqueletos de los árboles, libre, con el vaho saliendo de su boca, pisando las hojas heladas del suelo, vestido con unos míseros pantalones cortos, una camiseta fina y unas mugrientas zapatillas. El blanco y negro reforzaba la sensación de frío que padecía, pero conforme corría se iba liberando del pasado. Quizá la joven que ocupaba esa habitación tenía una historia parecida; el deporte le daba una oportunidad para salir de su país y vislumbrar un futuro diferente. ¿Dónde se hallaban el lujo y la magia del deporte que vendían en la televisión? Desde luego, allí no.

Se encaminó a la ventana, y con gesto cansado apoyó su frente en ella. Sintió el frío del cristal en su piel y sin saber por qué aquello lo reconfortó. Los coches de los vecinos estaban aparcados en el borde de la acera, donde los niños montaban en bici. Detrás, las casas estrechas de dos plantas se arracimaban, como intentando escapar del frío de la mañana. En los jardines, crecían magnolias blancas, alegrías, geranios, hortensias y enormes parras de vid que se asían a aquellas fachadas humildes. Es fácil huir de la realidad si miras la vida desde la ventana; contemplas un escenario en el que las personas cambian constantemente y tú eres el único espectador de la obra, pensó Thomas.

Algo le estaba pasando y no sabía cómo descifrarlo. Desde el encuentro con Maire se sentía diferente. Nada parecía interesarlo, la desgana se había adueñado de él; eso, y el temor a la noche, plagada de pesadillas, era lo único que dejaba poso día tras día. Se obligó a continuar con su trabajo. Siempre queda algo, siempre, pensó. No es posible borrar de golpe las huellas de una vida, por muy corta que haya sido.

En el primer cajón de la cómoda había un bolígrafo, pilas usadas, un paquete de chicles, un par de pendientes baratos, una revista escrita en algún idioma eslavo y unos caramelos de regaliz. Encima del mueble vio una caja de cartón con un bonito cierre en forma de corazón. Miró dentro; había una docena de fotos en color. Personas con bebés en brazos, un grupo de escaladores sonrientes, una casa de madera verde con un precioso almendro en flor, más grupos de gente. Nada interesante. Una de ellas le llamó la atención: una joven con tres medallas colgadas al cuello rodeada de gente. Era Arisha. Acercó la foto para verla mejor, siempre le asombraba la diferencia tan brutal que existía entre la muerte y la vida. Recordó las fotos del depósito. La guardó en una bolsa plastificada. Buscó en el armario, pero no vio nada que le llamase la atención. Miró en la cocina, en los estantes, en el frigorífico; se sorprendió al verlo tan lleno, no sabía por qué siempre había creído que las deportistas comían poco. No faltaba nada. Los yogures desnatados ocupaban la parrilla de arriba, junto con unas pechugas de pollo; abajo del todo, un cajón repleto de fruta y verduras. En el lateral, zumos variados, leche, huevos, más de dos docenas, y unas cuantas tabletas de chocolate negro.

Colgado en la puerta de entrada estaba el abrigo de la nueva inquilina. Era un plumífero rojo de buena calidad con la capucha ribeteada en piel. Buscó en los bolsillos, de los que sacó unas cuantas monedas, una tarjeta de transporte y un paquete de pañuelos de papel. Vio que había un bolsillo interior en la parte izquierda. Metió la mano, enfundada en los guantes de plástico, a través de la pequeña abertura, pero no pudo llegar hasta el fondo porque era demasiado estrecho. Lo intentó con dos dedos, notó el tacto de un papel. Con cuidado lo sacó y lo abrió. Excitado, vio que era la misma hoja cuadriculada, con la misma letra que los de Úna e Irina.

¿Dónde habitan tus ilusiones?

Revolotean en el aire

en busca de alguien que no llega.

Las contemplo envueltas en suspiros

llenos de amor y esperanza.

Yo las conozco, no temas,

tus ruegos huérfanos serán recompensados.

—¡Hola! Perdone, señora, ¿está usted ahí?

Thomas se hallaba en el interior de la portería. A través de una puerta desconchada que dejaba entrever una pintura color crema, asomó la cabeza y llamó a la portera.

—¡Disculpe!

La mujer apareció tras otra puerta situada en el pasillo, seguida de un olor a coles cocidas.

—¿Qué desea? —preguntó—. ¿Ya ha terminado?

—Perdone que la moleste, pero me gustaría saber dónde puedo encontrar a su inquilina y si me diría su nombre.

—¿Puedo saber por qué? —preguntó desconfiada mientras se secaba las manos.

—Tengo una duda y espero que ella me la resuelva. Soy agente de la Interpol y, por supuesto, no quiero causarle a usted ninguna molestia, como interrogarla por si tiene el permiso para alquilar habitaciones.

La mujer dudó un instante antes de responder.

—Se llama Tania Popova y en estos momentos está entrenando en Les Diablerets.

Un escalofrío recorrió la espalda de Thomas. Todo parecía acabar en ese lugar.

Laura acabó la consulta con el doctor Moller antes de lo previsto. Todo marchaba bien. La distensión y el dolor abdominal habían mejorado. Sin embargo, el médico le había recomendado descanso, beber líquidos con alto contenido en sales, evitar el alcohol y la cafeína y tomar algún analgésico suave para el dolor. Dentro de dos días sería el momento óptimo de maduración de los óvulos para proceder a la fecundación.

Cuando terminaron la consulta, le dijo que pasara a una sala cercana para tener una entrevista con una psicóloga clínica. La doctora era una mujer de mediana edad con el pelo liso, totalmente blanco, recogido en un moño con la raya a un lado. Aquel peinado le daba un aspecto sobrio y contenido. Sin embargo, sus ojos y su boca eran alegres y sonreían al unísono.

—Buenos días, doctora Terraux, soy Irene. Espero que pueda dedicarme un poco de su tiempo.

—Sí, por supuesto —dijo Laura algo confusa.

—Supongo que se preguntará qué hace aquí. Para su tranquilidad, le diré que es algo normal dentro del tratamiento. Siéntese, por favor, no la voy a entretener mucho. ¿Cómo se encuentra?

—Bien, bien.

—Me ha comentado el doctor Moller que en la consulta suele estar bastante tensa.

—Bueno… sí, es que es una situación tan ajena a mi vida diaria que cuesta acostumbrarse. De repente, tienes que pincharte, hacerte ecografías, hablar de plazos, óvulos, demasiada información… —Laura agarraba con fuerza el bolso que tenía encima de las piernas, un hecho que no pasó inadvertido a la psicóloga.

—Entre el veinticinco y el sesenta por ciento de las personas que inician un tratamiento de fertilidad pueden desarrollar un síntoma psicopatológico. La ansiedad, la presión social, el miedo ante las pruebas o los tiempos de espera pueden provocar un impacto emocional ante el cual es necesario estar preparado. —La psicóloga hizo una pausa para comprobar la reacción de Laura, que permanecía atenta y tranquila—. Los días de espera desde el inicio del tratamiento hasta el momento de conocer el resultado son los más duros. Si llega la menstruación, lo que significa que el método ha fallado, genera síntomas depresivos también.

—Creo que estoy preparada —dijo Laura en voz baja.

—Con esto solo quiero decirle que es normal tener dudas y que, a veces, las cosas no salen como una quiere. Incluso cuando se consigue el embarazo, el principal trastorno para la salud tras un tratamiento de fertilidad es el peligro de embarazo múltiple. La tasa de embarazo múltiple aumenta el quince por ciento tras los tratamientos.

—Lo sé, he leído bastante acerca del tema.

Lo cierto era que Laura había comprado en una librería de Ginebra toda la bibliografía que le recomendaron.

—Sé que es forense. Por tanto, está usted familiarizada con los términos médicos, pero eso no la exime de sentir.

Laura asintió.

—¿Con quién habla de la decisión que ha tomado? —continuó la psicóloga.

—Con nadie.

—¿Puedo saber el motivo?

—Creo que es algo que me incumbe solo a mí y que la mayoría de la gente no entendería —dijo Laura, resuelta.

—¿No tiene usted familia? —preguntó con interés la psicóloga.

—Tengo a mi padre y a mi hermana, pero si le soy sincera, no me apetece compartir este momento con ellos —explicó cada vez más incómoda.

La doctora notó en esa última frase un tono más agudo y crispado, una actitud menos amable hacia ella. Veía crecer su hostilidad y le pareció interesante continuar por ese camino.

—¿No le parece necesario compartir su posible maternidad con su familia? Un bebé requiere cuidados y puede que necesite su ayuda en algún momento.

El rostro de Laura se endureció y, sin darse cuenta, apretó la boca hasta que sus labios no fueron más que una línea descolorida.

—Llevo unos dos años sin ver a mi familia —dijo, alzando la voz levemente—. Solemos hablar por teléfono y nos ponemos al día de las pequeñas cosas que nos ocurren, pero las grandes, las importantes, nos las guardamos, porque… así lo hemos hecho siempre. Cuando murió mi madre a mi padre lo mejor que se le ocurrió fue esconder sus fotos y recuerdos y seguir viviendo como si nunca hubiera existido. Ese era y es su modo de actuar.

—Y ¿a usted le pareció bien?

—Era pequeña y lo asumí de una manera natural —respondió, encogiéndose de hombros— ¿Quién era yo para contradecirlos?

—Habla en plural, ¿esto también incluye a su hermana? —preguntó la psicóloga.

Laura respondió de manera afirmativa con un movimiento de cabeza, como si volviera a ser una niña.

—No me malinterprete, los quiero, pero entre nosotros existe una relación cordial, más bien fría, y la frialdad ha aumentado con los años. Mi padre vive en Italia con mi hermana y su familia. Yo soy la hija, la hermana, la tía ausente, lo cual creo que está bien que siga así. Me siento feliz. —Tomó la chaqueta entre las manos anunciando el final de la conversación—. Es una decisión muy meditada que estoy disfrutando a solas. No deseo invitados.

—De acuerdo, pero es importante que sepa que la mayor parte de las mujeres experimentan de tres a seis ciclos de inseminación artificial antes de conseguir un embarazo o de intentar otro tratamiento y, que si no funciona, a veces es bueno hablar de ello.

—Lo pensaré, gracias.

—Acabo de leer en su historial que sus folículos casi han alcanzado un tamaño de veinte milímetros de diámetro y que los niveles de estradiol son los adecuados, así que se le indica la inyección de HCG para… —Miró la pantalla—. Hoy mismo. Como le ha explicado el doctor Moller, esta hormona induce los últimos cambios madurativos y la ovulación.

La doctora René acabó de ojear el historial en el ordenador y antes de cerrarlo añadió:

—Bien, doctora Terraux, nos vemos pasado mañana para su inseminación.

Laura puso la alarma para las dos de la tarde, hora de la inyección y, pletórica, llamó a Thomas.

Thomas conducía en dirección a Les Diablerets, cuando recibió la llamada de Laura. Estaba libre y quería saber si la acompañaría a la entrevista con un responsable suizo de la lucha antidopaje. Thomas activó el manos libres y puso a Laura al corriente de lo que había encontrado. Quedaron en que ella fuera a Lausana mientras él visitaba a Tania Popova.

Laura llegó a Lausana justo a tiempo para comer antes de entrevistarse con el señor Flaubert. Eligió un restaurante de comida rápida. La hamburguesa de pollo con extra de queso y beicon era su preferida. El rebozado de hierbas y especias le encantaba. Para acompañar, pidió una ensalada César en vez de local estaba muy animado y en la planta baja no había mesas libres. Se dirigió con la bandeja al piso de arriba y ocupó la mesa que dejaban libre un par de estudiantes. Cerró los ojos para saborear el primer mordisco, crujiente… delicioso. Unos cuantos trocitos de lechuga cayeron encima de la bandeja. Miró el reloj; le quedaban quince minutos para la cita y tres horas para la inyección.

El señor Flaubert la esperaba en el hall del hotel donde se alojaba. Aunque tenía que tomar un avión con rumbo a Canadá dos horas después, había aceptado de manera muy gentil la entrevista. Vestía un traje oscuro de corte impecable, acompañado de camisa blanca y corbata azul. Era un hombre de unos cincuenta años con grandes entradas en las sienes y el pelo castaño. Sorprendía su altura y su delgadez tanto que, como más tarde le comentaría a Laura, de pequeño lo llamaban «junco». Se saludaron con un fuerte apretón de manos breve, y se dirigieron a un discreto rincón de la cafetería del hotel. Laura pidió un zumo de naranja natural y el señor Flaubert declinó tomar algo.

—Me gustaría comentarle que desconozco el mundo del deporte; es más, ni lo practico ni lo sigo en televisión.

—Pues no me equivoco si le digo que es usted un bicho raro. Dígame, ¿qué desea?

—Soy doctora forense y en los últimos meses he practicado varias autopsias con un mismo patrón: chicas jóvenes, deportistas, que han fallecido de muerte súbita.

—¿De cuántas hablamos? —preguntó preocupado.

—De seis deportistas en un año.

—Y, como me comentó por teléfono, piensa que es el doping la causa de sus muertes.

—Exacto.

—Desde que se creó en Lausana el AMA, el deporte ha cambiado mucho y, con ello, la lucha contra el dopaje en todo el mundo y en todas sus formas. El AMA o WADA, World Antidoping Agency, lucha por una práctica del deporte más sana.

—¿Cómo combaten el doping? —Laura se removió insatisfecha en su silla. No quería un discurso, el maldito Flaubert hablaba combaten la producción, el uso, el tráfico y la distribución de productos dopantes?

—¡Vaya, vaya! De acuerdo, quiere que vaya al grano. En el Tour de Francia de 1988, agentes de aduanas, junto con la Policía francesa, hicieron una redada en la que se encontraron productos prohibidos en el autobús del equipo ciclista Festina. Esa actuación, y la repercusión que tuvo en el mundo, dio origen a la creación del AMA. —Flaubert hizo una pausa y prosiguió—: Años después, la Policía italiana descubrió una trama de dopaje en la cual algunos médicos y empleados de la Federación Italiana de Ciclismo vendían EPO y sustancias dopantes que obtenían en hospitales. A su vez, la autoridad estadounidense antidroga denunció a varias compañías farmacéuticas mexicanas que producían y suministraban esteroides anabolizantes a deportistas.

—Pero… usted habla de una trama a nivel mundial en la que la Policía funciona como hormiguitas, logrando éxitos muy poco a poco. Y, cuando los consiguen, tiran de los hilos sin saber bien qué se van a encontrar…

—Tiene toda la razón. Así es. Ya ve, como consecuencia de esta investigación, la Policía estadounidense identificó a más de treinta compañías chinas que suministraban algunas de las sustancias activas de las sustancias dopantes, y laboratorios clandestinos que operaban en Estados Unidos y en otros países. La investigación concluyó con el cierre de alrededor de cincuenta laboratorios clandestinos en Estados Unidos, más de cien personas arrestadas y cerca de siete millones de dólares confiscados. ¿Quiere que continúe o me estoy extendiendo demasiado?

—Sí, por favor… continúe —respondió Laura—. Me parece ciencia ficción. Nunca hubiera imaginado que el deporte generara delincuencia.

—Desgraciadamente, así es. Donde hay dinero hay corrupción. En el año 2006, la Policía española desarticuló una trama de tráfico de productos prohibidos y de métodos de autotransfusión de sangre organizada por dos médicos, uno de ellos es un tal Eufemiano Fuentes, que suministraban estos productos también a algunos tenistas, atletas y futbolistas. Fue un caso muy sonado, se conoció como «Operación Puerto». En otro caso, agentes de aduanas de Finlandia confiscaron cerca de doce millones de pastillas de esteroides anabolizantes que, procedentes de China, se transportaban con destino a Rusia.

Laura lo escuchaba con los cinco sentidos puestos en sus palabras.

—Mire, en estos y otros casos —prosiguió Flaubert— la intervención de la Policía ha tenido como consecuencia la sanción por dopaje de muchos deportistas que nunca hubieran sido sancionados de no ser por estas redadas e investigaciones.

—Pero he leído sobre ustedes y, si me permite decirlo, parece que tienen un presupuesto enorme para la lucha contra el dopaje. Si no recuerdo mal, el año pasado alcanzaron los veintiséis millones y medio de dólares. Creo que tienen medios materiales suficientes para atajar esta lacra —argumentó Laura con sequedad.

—No es tan sencillo. Hablemos tan solo de un medicamento dopante, por ejemplo, la EPO. En los años ochenta, se sintetizó de forma artificial para tratar a enfermos del riñón, pero se desvió fundamentalmente a deportes de resistencia donde el rendimiento dependía, entre otros factores, de la cantidad de oxígeno que llegaba al músculo. —Hizo una breve pausa—. Sin embargo, cuando se administraba EPO aumentaba el número de glóbulos rojos y, por tanto, la viscosidad de la sangre, lo que dificultaba la circulación sanguínea. De hecho, no sé si recuerda una serie de muertes de ciclistas a mediados de los ochenta…

—Por supuesto. De hecho, ha sido el punto de partida de nuestra investigación.

—Poca gente conoce la historia. Fue un caso que se olvidó rápidamente. Como esa primera EPO no se podía detectar en análisis de orina, se la llamó el «asesino invisible».

—Es lo que creo que les pasó a estas chicas. Los casos son similares, muertes súbitas y ninguna prueba que indique causa no natural en las autopsias. —Laura sintió que su corazón se aceleraba; por primera vez había alguien que corroboraba sus hipótesis.

Flaubert asintió.

—A raíz de estas muertes, las autoridades antidopaje utilizaron una medida indirecta para prevenir estos riesgos: la tasa de hematocrito. Se estableció que un valor superior al cincuenta por ciento suponía un riesgo para la persona que practicaba deporte. La EPO de segunda generación, la Aranesp, tenía una vida media de veintiséis horas en el organismo frente a las seis de su predecesora. Pero, cuando estábamos intentando detectar esta nueva sustancia, se comercializó otro tipo de EPO, la Cera, una molécula que tarda más en metabolizarse y dura más en el organismo. —El señor Flaubert se detuvo un instante para comprobar un mensaje que le había entrado en el móvil y prosiguió—. Un enfermo renal que tenía que administrarse EPO de primera generación unas ciento cincuenta veces al año, con la Cera lo hacía doce veces al año. Esto también se aplicó al deporte y se sospecha que comenzó a usarse desde que estaba en fase experimental, en 2004.

—Quiere decir que los deportistas ya se la administraban años antes de que saliera al mercado…

—Exacto, además se pinchaba solo una vez al mes y se excretaba en un porcentaje menor en orina; es decir, no la detectábamos, ni sabíamos qué buscar —explicó con un tono de desencanto—. Hasta que los laboratorios antidopaje de Lausana y París encontraron EPO en la sangre congelada de los ciclistas más sospechosos del último Tour, gracias a un laboratorio de Barcelona que ideó una manera para encontrar la EPO en sangre.

—¿Y qué ocurrió? —preguntó Laura. Intentaba poner orden en su cabeza a toda aquella información tan compleja.

—El Juzgado de Madrid que instruía el sumario de la Operación Puerto envió bolsas congeladas de glóbulos rojos y plasma para que se analizaran. Nunca se había buscado EPO recombinante en sangre, hasta ese momento el único método válido era en orina. La encontraron en ocho bolsas.

—¿Habría alguna forma de saber si las muertes de estas chicas fueron por EPO?

—Me temo que no. Además de que su rastro desaparece, nos encontramos ahora con EPO piratas que nos complican la vida. Para que dé positivo, en la fotografía del análisis tienen que salir unas rayas en la posición básica, pero ya nos encontramos con perfiles raros, con las bandas en posiciones diferentes. En la detección del dopaje siempre vamos por detrás —se lamentó Flaubert.

—A ver si lo entiendo. Cuando hacen los controles antidopaje saben que si aparece, digamos, un círculo, es EPO. Pero ahora, como no conocen la forma que adopta la nueva EPO, ven en los laboratorios triángulos o cuadrados, en lugar de círculos, y no se puede asegurar que sea una forma de EPO.

—Es una manera poco ortodoxa de explicarlo —Flaubert rio—, pero así es más o menos. Para saber si hay EPO, primero tenemos que conseguir una muestra. Una vez en el laboratorio, imagínese que vemos que son… triángulos, por utilizar sus palabras, entonces ya tenemos la manera de averiguar lo que ha tomado el deportista. Si hacemos análisis de sangre y aparecen triángulos, tendremos la certeza de que ha consumido una sustancia prohibida.

—Y todo lo que me ha contado se refiere a un único dopante.

—Exacto, ahora piense en todos los productos prohibidos que hay y que están en continuo cambio.

Laura asintió pensativa, lo que le había parecido una lucha fácil un momento antes ahora le parecía tarea imposible.

—Y respecto a las deportistas de las que le he hablado…

—¿De qué nacionalidad eran? —quiso saber Flaubert.

—Rusas.

—Pues lo siento muchísimo, pero no va a poder probar nada. En el año 2010 caducó la patente por EPO; es decir, que nos vamos a encontrar EPO genérica, creada en laboratorios clandestinos de Rusia, China o algún país africano sin control, e indetectable.

Laura sintió un inmenso deseo de llorar. Le parecía injusto que todo acabara así. Sabía que eran sus hormonas las que agravaban aquella presión en su pecho, pero no podía olvidar que y que en ese momento más deportistas estarían dopándose.

—Quiere usted decir que ganan los malos, que me retire y me olvide.

—Me consta que la Interpol, con la que usted colabora, lucha de manera muy eficiente contra esta lacra social.

—Pero…

—Pero, en esta situación concreta, desde luego desde AMA no vamos a hacer nada. Le ruego que me disculpe, tengo que irme al aeropuerto.

—Desde luego, ha sido muy amable.

Se levantaron. Laura no había tocado el zumo. Dejó tres francos en el platito donde estaba el ticket de la cuenta. Cuando ya alcanzaba la salida, se lo pensó mejor, volvió sobre sus pasos y se bebió el zumo de naranja de un trago. El señor Flaubert, de manera muy cortés, se quedó esperándola a pocos pasos de la recepción del hotel.

—Siento no poder ayudarla —dijo al despedirse—. Creo que es loable su empeño, pero tenga cuidado. Cuando hablamos de dopaje, la mayor parte de las veces hablamos también de mafias, y son peligrosas.

—Lo tendré, gracias.

Laura tenía claro que no quería abandonar la investigación y confiaba que Thomas fuese de la misma opinión. Deseaba llegar cuanto antes a su casa, pincharse y ver la tele mientras se tomaba unas galletas con chocolate. Animada ante esa idea, se dirigió al coche. A la media hora tuvo que dejar la autopista E62 y parar porque sonó la alarma de su móvil. Buscó un lugar discreto para aparcar. Encontró un área de descanso, en cuya parte delantera había unos árboles frondosos. Sin salir del coche, se subió la camiseta dejando al descubierto parte del estómago. Tomó la jeringa con la monodosis y una pequeña toallita ya preparada mojada en alcohol. Limpió la parte en la que se iba a pinchar y con la mano izquierda agarró un pequeño pliegue de piel en el que se inyectó el líquido. No se dio cuenta de lo nerviosa que estaba hasta que terminó y se abrazó a sí misma con fuerza. Comenzaba la cuenta atrás.