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Se acercaba una tormenta. La intensidad de la luz se iba debilitando tan rápidamente como su aplomo. Pisó el acelerador. La lluvia comenzó a caer sobre la luna delantera del Volkswagen. Accionó el limpiaparabrisas. Los conductores disminuían la velocidad de los coches, conforme la tormenta avanzaba a su encuentro. Las ramas de los árboles se movían cada vez con más fuerza provocando en la atmósfera una sensación de inquietud.

Frank también había desencadenado en su vida una tormenta, cuyas consecuencias iban a cambiar su manera de ver las cosas. Le vinieron a la mente las noticias relacionadas con el doping que había escuchado en los medios de comunicación las últimas semanas, que si la Policía había desarticulado una red de venta de esteroides en los gimnasios, que si algún empleado de un hospital sustraía sustancias y las vendía por Internet, que si tal deportista había dado positivo. Había leído en Medscape, la tercera página más visitada por los médicos de todo el mundo, que el doctor Bob Goldman, fundador de la Academia Nacional de Medicina del Deporte de Estados Unidos, pidió a los atletas de élite en los años ochenta que contestaran a la pregunta de si dejarían que les administraran una sustancia que les garantizara una medalla de oro, pese a conocer que los iba a llevar a la muerte en cinco años. Más de la mitad dijo que sí. Repitió la encuesta cada dos años durante la década de los noventa y los resultados no variaron. Algunos de esos atletas solo tenían dieciséis años.

Los faros de los coches lo deslumbraban. Ráfagas de luz se acercaban y pasaban a su lado como fantasmas; aparecían y desaparecían a la misma velocidad que sus pensamientos. ¿Qué había hecho durante esas semanas? Huir de la residencia como las ratas del barco que se hunde. Había dejado tirado a su entrenador. Qué equivocado estaba. Su cuerpo se había acostumbrado a las sesiones matutinas, a los calentamientos suaves rodando a más de cuatro minutos el kilómetro. Sus músculos se quejaban cada mañana al despertarse. Los oía ladrar debajo de la piel. Además, no estaba pasando un buen momento. Su moral hacía aguas. Se sentía como si por un lado su cuerpo tirase de él hacia el movimiento y, por otro, la cabeza se rebelase contra toda acción que necesitara energía. Iba tan ensimismado en sus pensamientos que casi invade el carril contrario. Un coche con la baca llena de esquís se apartó invadiendo el arcén y le dio unos bocinazos.

Al llegar a casa bajó del coche y no se movió, esperó a recuperar la serenidad. Se dijo que la vida consistía en permanecer el mayor tiempo posible fiel a lo que te han enseñado; los buenos siempre triunfan y los malos acaban por pagar sus maldades, pensó. Después de unos minutos recuperó la calma y se dio cuenta de que era su vida lo que estaba en juego.

Cuando entró en casa, su madre dormía en el sillón. La habitación olía a vino. La tapó con una manta y abrió la ventana. Se sentó frente a ella y la miró. ¿En qué se había convertido? ¿Cómo podía ayudarla? Le embargó una gran tristeza, luego una rabia dirigida no hacia Frank, sino hacia sí mismo. Había sido un estúpido en engañarse todo el tiempo. La conversación que había tenido con Ethan se repetía una y otra vez como una estrofa pegadiza y difícil de parar. Esa canción había estado ahí todo el tiempo sonando con fuerza, solo que no quería escucharla.

Aquella noche no pudo dormir. Se vistió y bajó las escaleras sin hacer ruido para no despertar a su madre. Descolgó el abrigo del perchero de la entrada, sacó la linterna de uno de los cajones del recibidor y salió de casa. Un viento gélido le rozó el rostro. Anduvo por encima del enlosado del jardín hasta la puerta que daba al taller. Buscó la llave, estaba escondida en un agujero del muro de cimentación. Dentro, todo permanecía tal como lo había dejado su padre. El banco de trabajo en el centro lleno de virutas de madera; en uno de los laterales, la cinta métrica que utilizaba para medir y la escuadra. En una de las esquinas, sujeto por cuatro tornillos a la madera, el torno. En las paredes colgaban las herramientas: las sierras de marquetería, los martillos de carpintero y los mazos. En el otro lado, los destornilladores, las cajas con los clavos y los tornillos. Debajo estaban los instrumentos más pesados, como los cepillos y las lijadoras.

Se acercó al banco de trabajo y abrió uno de los cajones del que sacó un lapicero y un libro lleno de dibujos y números que correspondían a medidas métricas. Arrancó una hoja en blanco del final del libro. La dividió en estrechas franjas rectangulares, cortó los rectángulos y escribió en cada uno de ellos una frase: «Padre, te echo de menos todos los días». «Ethan, tenías razón». «Irina, lo conseguiremos». «Madre, perdóname». «Diablo, ya lo has conseguido».

Dobló los papeles hasta que formaron un cuadrado del tamaño de un envoltorio de un caramelo sugus. Con una lata vacía y una caja de cerillas que guardaba su madre para encender las velas cuando se iba la luz, salió al exterior. El viento, que no mucho antes azotaba las cumbres llenas de nieve, se dejó sentir de nuevo sobre su cara. Avanzó unos metros hasta la parte opuesta de la casa y dejó la lata en el suelo. Había luna llena y se podían distinguir los montículos de hierba que rodeaban la casa. Colocó un folio forrando el interior de la lata y echó los cinco trozos de papel en el interior. Encendió una cerilla y prendió uno de los bordes del folio. La llama se hizo más viva e iluminó los alrededores con tal intensidad que la luz de la luna desapareció por un momento. Estuvo observando el reflejo de la llama sobre las paredes plateadas de la lata, de la que salió una columna de humo, hasta que todo el papel se consumió y la llama se extinguió. La luz de la luna recuperó su protagonismo. De pronto, tuvo la certeza de que alguien más lo sabía. Se estremeció cuando notó que unos dedos astillados le acariciaban el pelo. Le pareció oír una risa cavernosa que, entre aplausos, celebraba su decisión.