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Se despertó asombrado de estar vivo. Esto no era nada nuevo. Porque en los últimos quince meses había abierto los ojos cada día con la misma confusa pregunta: ¿cómo es posible que esté vivo?

Poco antes de despertarse había tenido un sueño, que también era de hacía quince meses. Aunque cambiaba constantemente, siempre seguía el mismo modelo. Iba cabalgando. Un viento frío le azotaba los cabellos. Iba galopando, inclinándose hacia delante. Luego corría por un andén de estación de ferrocarril. Frente a él veía a un hombre que acababa de levantar una pistola. El sabía quién era el hombre y lo que iba a suceder. El hombre era Charles J. Guiteau; el arma, una pistola de tirador, una Hammerli International.

Justo cuando el hombre disparaba, él se arrojaba hacia adelante y detenía la bala con el cuerpo. El disparo le daba como un martillo, en medio del pecho. Evidentemente se había sacrificado; pero al mismo tiempo se dio cuenta de que su acción había sido en vano. El Presidente yacía contraído en el suelo, su brillante sombrero de copa se le había caído de la cabeza y rodaba en semicírculo.

Como siempre, se había despertado cuando le alcanzaba la bala. Al principio todo se volvió negro, una oleada de quemante calor barrió su cerebro. Entonces abrió los ojos.

Martin Beck estaba acostado e inmóvil en la cama, mirando al techo. Había luz en la habitación. Pensó en su sueño. No le había parecido particularmente significativo, al menos en esta versión. Además, estaba lleno de absurdidades. El arma, por ejemplo; debía de haber sido un revólver o posiblemente un derringer[1]; y ¿cómo podía Garfield yacer allí, herido de muerte, cuando había sido él quien ostensiblemente había parado la bala con el pecho?

Ni la menor idea del aspecto que tenía en realidad el asesino. Si alguna vez había visto una foto de ese hombre, la imagen mental había sido borrada hacía tiempo. Guiteau tenía ojos azules, bigote rabio y cabello alisado y brillante peinado hacia atrás; pero hoy se había parecido más a un actor en un papel importante. Inmediatamente recordó cuál: John Carradine, como el jugador de La Diligencia. Todo era asombrosamente romántico.

Sin embargo, una bala en el pecho de uno puede hacer perder fácilmente toda cualidad poética. Lo sabía bien por experiencia. Si perfora el pulmón derecho y luego se aloja cerca de la espina dorsal, el efecto es intermitentemente doloroso y a la larga se vuelve muy molesto.

Pero había mucho en su sueño que concordaba con su propia realidad. Por ejemplo, la pistola de tirador. Había pertenecido a un patrullero de la policía que fue despedido; tenía ojos azules, bigote rubio, y el cabello peinado diagonalmente hacia atrás. Se habían encontrado en el tejado de una casa bajo un cielo primaveral frío y oscuro. No cambiaron palabras. Sólo un tiro de pistola.

Aquella noche él se había despertado en la cama de una habitación de paredes blancas, concretamente en la sección del tórax del Hospital Karolinska. Le habían dicho que su vida no corría peligro. Aún así él se preguntó cómo era que estaba vivo.

Después le dijeron que la herida ya no constituía una amenaza a su vida; pero que la bala estaba alojada en mal sitio. El comprendió, aunque no apreció, la fineza de aquel pequeño «ya no». Los cirujanos habían examinado las placas de rayos X durante semanas antes de extraer de su cuerpo el objeto extraño. Luego le dijeron que su herida, definitivamente, ya no constituía un peligro para su vida. Por el contrario, que se repondría totalmente, con tal de que se tomara las cosas con tranquilidad. Mas para entonces él ya había dejado de creer en ellos.

De todos modos, se había tomado las cosas con mucha tranquilidad. No tenía otro remedio.

Ahora decían que se había recuperado del todo. Esta vez hubo también, sin embargo, una adición: «Físicamente». Además, no debería de fumar. Su tráquea nunca había estado muy bien, y un tiro en el pulmón no había mejorado las cosas. Después de haberse curado, aparecieron señales misteriosas alrededor de las cicatrices.

Martin Beck se levantó. Cruzó su salita de estar hasta el pasillo, recogió su periódico, que estaba sobre el felpudo de la puerta, y entró en la cocina, mientras recorría con la mirada los titulares de la primera página. Buen tiempo, que duraría, según el hombre del tiempo. Aparte de eso, todo parecía, como de costumbre, tener tendencia a empeorar. Dejó el periódico sobre la mesa de la cocina, sacó un yogur del frigorífico, el cual tenía el sabor de siempre, ni bueno ni malo, sólo un poco a mohoso y artificial. Sin duda era de muchos días antes, y ya sería viejo cuando lo compró. Hacía mucho tiempo que pasó la época feliz en que un estocolmés podía comprar fresco todo lo que quisiera sin tener que hacer un esfuerzo particular ni pagar un precio abusivo. Su siguiente parada fue en el cuarto de baño. Tras lavarse la cara y cepillarse los dientes regresó al dormitorio, hizo la cama, se quitó los pantalones del pijama, y empezó a vestirse.

Al hacer eso miró distraídamente por su apartamento, que estaba en la parte alta de un edificio en Köpmansgatan, en la ciudad antigua. La mayoría de los estocolmeses lo habrían llamado una casa de ensueño. Llevaba viviendo allí más de tres años, y aún podía recordar lo cómodo que allí se había sentido, hasta aquel día de primavera en aquel tejado.

Ahora solía sentirse encerrado y solitario, incluso cuando alguien iba a verlo. Sin duda esto no era culpa del apartamento. Últimamente, a menudo, había sentido claustrofobia incluso estando fuera.

Sintió un vago deseo de fumar un cigarrillo. Bien es verdad que los médicos le habían dicho que debía dejar el tabaco; pero a él no le importaba. Más grave era que la Compañía de Tabacos del Estado ya no fabricaba su marca favorita. Ya no se encontraban en el mercado cartones de aquellos cigarrillos con filtro. En dos o tres ocasiones había probado otras marcas, pero no pudo acostumbrarse a ellas. Mientras se hacía el nudo de la corbata miró distraídamente sus modelos de barcos. Había tres de ellos en un estante sobre la cama, dos terminados y el tercero medio acabado. Habían pasado más de ocho años desde que empezó a construirlos; pero desde aquel día de abril del año anterior ni siquiera los había tocado.

Desde entonces habían recogido mucho polvo. Varias veces su hija se había ofrecido a limpiarlos; pero él le pidió que los dejara en paz.

Eran las 8.30 de la mañana del lunes 3 de julio de 1972. Una fecha de especial importancia. Justo en este día él volvía al trabajo.

Seguía siendo un policía, más exactamente, un detective inspector jefe, al mando de la Patrulla Nacional de Homicidios.

Martin Beck se puso la chaqueta y se metió el periódico en el bolsillo, pensando leerlo en el metro, uno de los pequeños detalles de la rutina que pensaba reanudar.

Andando por Skeppsbron a la luz del sol, inhaló el aire polucionado. Se sintió extraño y hueco. Pero nada de esto denunciaba su apariencia. Por el contrario, parecía sano y vigoroso, y sus movimientos eran rápidos y ágiles. Hombre alto y bronceado con fuerte mandíbula y ojos grises y tranquilos bajo una ancha frente, Martin Beck tenía cuarenta y nueve años de edad. Pronto tendría cincuenta. Pero la mayoría de las personas creían que era más joven.