14

Cualquiera que hubiese podido comparar la patrulla de robos de bancos con los propios ladrones, habría encontrado que en muchos casos estaban muy igualados. La patrulla tenía enormes recursos técnicos a su disposición; pero sus oponentes poseían un buen capital en efectivo y también era suya la iniciativa en la acción.

Era muy probable que Malmström y Mohrén hubieran sido buenos policías, si alguien los hubiese inducido a dedicarse a una carrera tan problemática. Sus cualidades físicas eran formidables, y también era grande su inteligencia.

Ninguno de los dos se había ocupado de otra cosa que de delitos, y ahora, a la edad de treinta y tres y treinta y cinco años respectivamente, podían ser descritos como delincuentes profesionales muy capacitados. Pero dado que hay muy pocos ciudadanos que pensaran que el negocio del robo fuera respetable, habían adoptado otras profesiones al margen. En pasaportes, permisos de conducir y otros documentos de identificación se calificaban a sí mismos como «ingeniero» o «ejecutivo», etiquetas bien escogidas en un país que tiene literalmente enjambres de ingenieros y ejecutivos. En todos sus documentos habían puesto nombres diferentes. Los documentos eran falsos; pero con una apariencia muy convincente, tanto a primera como a segunda vista. Sus pasaportes, por ejemplo, ya habían pasado por una serie de pruebas, tanto en los puestos fronterizos de Suecia como de otros países extranjeros.

Por su aspecto personal, tanto Malmström como Mohrén parecían aún más dignos de confianza, si ello era posible. Daban una buena impresión, y parecían sanos y vigorosos. Cuatro meses de libertad habían modificado su aspecto hasta cierto punto; los dos estaban muy bronceados. Malmström se había dejado crecer la barba, y Mohrén tenía no sólo bigote, sino también patillas.

El bronceado del sol no lo habían conseguido en cualquier lugar ordinario para turistas, como Mallorca o las islas Canarias, sino en un lugar llamado safari-foto de tres semanas en África Oriental. Esto pudo haber sido puro recreo. Luego hicieron un par de viajes de negocios, uno a Italia para completar su equipo, y otro a Frankfurt para contratar un par de ayudantes eficientes.

De vuelta en Suecia, habían realizado algunos modestos robos de bancos, y violentado la caja de dos establecimientos, cuyos propietarios por razones fiscales de naturaleza técnica, no se habían atrevido a denunciar el robo a la policía.

Una gran inversión, sin embargo, produce grandes dividendos. Eso lo habían aprendido de la economía de Suecia, que es medio socialista y medio capitalista, y lo menos que se podía decir de los fines de Malmström y de Mohrén es que eran exactamente ambiciosos.

Malmström y Mohrén trabajaban apoyándose en una idea, una idea que no tenía nada de nueva, pero que no por eso carecía de atractivo. Iban a trabajar un poco más y luego a retirarse. Al final darían su verdadero gran golpe.

Sus preparativos estaban ya completos, con mucho. Todos los problemas financieros habían quedado resueltos, y el plan parecía muy bueno. Sin embargo, todavía no sabían cuándo o dónde; pero si sabían lo más importante: cómo. Su fin estaba a la vista.

Aunque lejos de ser delincuentes de primer orden, Malmström y Mohrén eran, como ya se ha dicho, buenos en su trabajo. El delincuente de alta categoría no se deja atrapar. El delincuente de alta categoría no roba bancos. Se sienta en un despacho y aprieta botones. No corre riesgos. No molesta a las vacas sagradas de la sociedad. En cambio, se dedica a cierto tipo de extorsión legalizada, depredando a los particulares.

Los delincuentes de alta categoría se aprovechan de todo, desde el envenenamiento de la naturaleza y poblaciones enteras, pretendiendo luego reparar estos daños con medicinas inapropiadas; convirtiendo deliberadamente en suburbios distritos enteros de las ciudades para poder derribarlos y construir otro en su lugar. Los nuevos suburbios, por supuesto, resultan ser para la salud de la población mucho más deletéreos que los antiguos. Pero, sobre todo, ellos no se dejan atrapar.

Malmström y Mohrén, por su parte, tenían un hábito casi patético de dejarse prender. Pero ahora creían haber descubierto la causa de esto: habían operado a una escala demasiado pequeña y reducida.

—¿Sabes en qué estaba pensando mientras me duchaba? —preguntó Malmström.

Salió de la bañera y colocó cuidadosamente una toalla en el suelo ante él; se envolvió con otras dos, una rodeando su cadera y otra colgando sobre su hombro. Malmström tenía la manía de la limpieza. Ésta era ya la cuarta ducha que se había dado aquel día.

—Claro —dijo Mohrén—, en mujeres.

—¿Cómo lo has adivinado?

Mohrén estaba sentado junto a la ventana, contemplando con atención la vista de Estocolmo. Estaba vestido con calzones cortos y una fina camisa blanca, y sostenía ante sus ojos un par de prismáticos de la Marina.

El apartamento en que vivían estaba situado en uno de los grandes bloques de los acantilados Danvik, y la panorámica no estaba mal.

—El trabajo y las mujeres no se mezclan —dijo Mohrén—. Ya sabes cómo acaba todo luego, ¿eh?

—Yo no mezclo nada nunca —repuso Malmström, ofendido—. ¿Es que ya no se me permite pensar?

—Claro —dijo Mohrén magnánimamente—. Sigue pensando, si es que te gusta —y siguió con los prismáticos un vaporcito blanco que se dirigía hacia la Corriente del Golfo.

—Sí —dijo—. Es el «Norrskär». Es asombroso que ese barco siga en servicio.

—¿Quién sigue en servicio?

—Nadie que te interese. Tú, ¿en quién estabas pensando?

—En aquellas pájaras de Nairobi. Algunas estaban muy bien. Siempre he dicho que los negros tienen algo especial.

—¿Negros? —le corrigió Mohrén—. Querrás decir negras.

Malmström se perfumó cuidadosamente los sobacos y otras ciertas partes.

—Bueno, eso es…

—Pues las negras no tienen nada especial —dijo Mohrén—. Si a ti te dieron esa impresión es porque estabas hambriento de sexo.

—¡Qué va! —exclamó Malmström—. Y a propósito, ¿tenía la tuya mucho pelo abajo?

—Sí —contestó Mohrén—. Ahora que lo recuerdo, tenía mucho. Una abundancia asombrosa. Y era muy tieso. Peluda y desagradable.

—¿Y sus pechos?

—Negros —repuso Mohrén—, y ligeramente colgantes.

—Creo que la mía dijo que era una maîtresse, una querida, o quizás un mattress, un colchón. ¿Tú entiendes eso?

—Te dijo que era una waitress, una camarera. Me parece que has olvidado mucho el inglés. De todos modos, ella pensó que tú eras un ingeniero de ferrocarriles.

—Y ella era un pendón. ¿Qué era la tuya?

—Especialista en clavijas.

—¡Hum!

Malmström tomó algunas bolsas de polietileno, cerradas, que contenían ropa interior y calcetines, las rasgó y abrió, y empezó a vestirse.

—Vas a gastarte una fortuna en calzoncillos —le dijo Mohrén—. Es una manía curiosa, digo yo.

—Sí, es terrible lo caros que se han puesto.

—Es la inflación —dijo Mohrén—, y nosotros tenemos parte de culpa.

—¿Cómo vamos a tener culpa —le preguntó Malmström—, si hemos estado encerrados varios años?

—Gastamos mucho dinero sin necesidad. Los ladrones son siempre muy derrochadores.

—Tú no.

—No; pero soy una brillante excepción. Aunque gasto mucho en comida.

—Ni siquiera querías pagar a aquellas pájaras africanas. Por eso las cosas salieron como salieron. Por tu culpa tuvimos que pasar tres días tratando de ligar, hasta que encontramos a aquellas dos que quisieron hacerlo gratis.

—Eso fue no sólo por razones económicas —dijo Mohrén—, y ciertamente no iba a disminuir la inflación en Kenia; pero tal como yo veo el asunto, es el latrocinio público el que socava el valor del dinero. Si alguien debía de ser encerrado en Kumla, es el gobierno.

—¡Hum!

—Y los jefazos. Hace poco he estado leyendo un artículo de cómo apareció la inflación.

—¿Oh?

—Cuando los británicos se apoderaron de Damasco en octubre de 1918, los soldados entraron en el banco del Estado y robaron el dinero. Aquellos soldados no tenían ni idea de lo que valía. Entre otras cosas, uno de la caballería australiana, dio medio millón a un muchacho porque le sostuvo su caballo mientras el meaba.

—¿Es que a los caballos hay que mantenerlos sujetos mientras mean?

—Los precios subieron rápidamente un cien por cien, y al cabo de unas horas, el rollo de papel higiénico costaba doscientos pavos.

—¿Tenían papel higiénico en Australia en aquellos tiempos?

Mohrén suspiró. A veces le parecía que estaba entonteciendo a causa de hablar solamente con Malmström.

—En Damasco, he dicho —recalcó—. Está en Arabia, en Siria, para ser más exactos.

—No bromees.

Para entonces Malmström estaba ya vestido y estudiaba los resultados en un espejo. Murmurando algo para sí mismo, se ahuecó la barba hacia arriba y con las puntas de los dedos se quitó de su chaqueta de franela algunas motitas de polvo que hubieran sido invisibles para cualquiera. Extendió las toallas en el suelo, una al lado de otra, se dirigió al armario y sacó sus armas. Poniéndolas en fila, tomó un poco de estopilla y una lata de líquido limpiador.

Mohrén lanzó una mirada distraída a aquel arsenal.

—¿Cuántas veces habrás hecho eso? Están recién salidas de la fábrica, o casi…

—He de tener las cosas en orden —dijo Malmström—. Las armas de fuego necesitan muchos cuidados.

Con eso tenían bastante para empezar una guerra pequeña, o por lo menos, una revolución. Dos automáticas, un revólver, dos metralletas, y dos escopetas con los cañones aserrados. Las metralletas eran equipo de reglamento en el ejército sueco. Todas las demás armas eran extranjeras.

Las dos automáticas eran de gran calibre, una Firebird de nueve milímetros y una Llama IX, española. El revólver también era español, un astra Cadix 45, y una de las metralletas era una Maritza. Dos de las otras armas procedían de otros países del continente: una Continental Supra de Luxe, belga, y una Ferlach, austríaca, con el romántico nombre de «Para Siempre tuya».

Después de haber limpiado sus pistolas, Malmström tomó el riñe belga.

—La persona que aserró este rifle, debería de haber sido fusilada con él en salva sea la delantera parte —dijo.

—Supongo que no lo adquiriría como nosotros lo adquirimos.

—¿Qué dices? ¿No te entiendo?

—Que no lo adquirió honestamente —dijo Mohrén hablando en serio—. Sin duda lo robó. —Se volvió para seguir contemplando la panorámica del río—. Desde luego, Estocolmo es una ciudad espectacular —observó.

—¿Que quieres decir?

—Que para disfrutarla hay que verla a distancia. Por eso es buena cosa que no tengamos que salir mucho.

—¿Tienes miedo de que alguien te mate en el metro?

—Entre otras cosas. O de que me claven un cuchillo en la espalda. O me hundan un hacha en el cráneo. O que me patalee, hasta matarme, un caballo de la policía histérico. De veras, lo siento por la gente.

—¿Gente? ¿Qué gente?

Mohrén hizo un amplio ademán con la mano.

—La gente de ahí abajo. Imaginas trabaja como un burro para juntar la pasta suficiente a fin de pagar los plazos del coche, o un lugar veraniego donde tus hijos se droguen hasta la muerte. Y tu mujer sólo puede asomar las narices fuera de casa hasta las seis de la tarde para que no la violen. Y tú, que ni te atrevas a ir a vísperas.

—¿Vísperas?

—Es un ejemplo. Si llevas encima más de un billete de diez coronas, te roban; y si llevas menos, los carteristas te clavan un cuchillo en la espalda por la desilusión que les causas. El otro día leí en los periódicos que ya ni los policías se atreven a salir solos. Se ven pocos polis en la calle, y se va haciendo cada vez más difícil mantener el orden. O algo por el estilo. Fue un jefazo del Ministerio de Justicia el que dijo eso. Sería estupendo salir de aquí y no volver nunca.

—Y no volver a ver los Rangers —replicó Malmström sombrío.

—Tú y tu vulgaridad. De todos modos, eso tampoco está permitido en Kumla.

—Pero podemos ver la televisión de vez en cuando.

—No menciones nuestra horrible celda —dijo Mohrén. Se levantó y abrió la ventana. Se desperezó, estirando los brazos y echando hacia atrás la cabeza, como si se dirigiera a las masas—. ¡Eh! ¡Esos de ahí abajo!, gritó Johnson cuando pronunciaba un discurso electoral desde un helicóptero.

—¿Quién? —preguntó Malmström.

Sonó el timbre de la puerta. La señal era muy complicada, y ellos escucharon con atención.

—Me parece que es Mauritzon —dijo Mohrén, mirando su reloj—. Hasta llega a tiempo.

—No me fío de ese bastardo —comentó Malmström—. Esta vez no correremos riesgos. —Introdujo el cargador en una de las metralletas—. Toma —le dijo.

Mohrén tomó el arma.

Con el Astra, Malmström se dirigió hacia la puerta del apartamento. Sujetando el arma con la mano izquierda, descorrió con la derecha varias cadenas. Malmström era zurdo. Mohrén permaneció a unos dos metros detrás de él.

Luego, tan bruscamente como pudo, Malmström abrió la puerta de un tirón.

El hombre que estaba afuera había esperado esto.

—¡Hola! —exclamó, mirando fija y nerviosamente al revólver.

—¡Hola! —contestó Malmström.

—Pasa, pasa —dijo Mohrén—. Querido Mauritzon. Bienvenido.

El hombre que entró venía cargado de bolsas y paquetes de comida. Mientras soltaba los comestibles, echó una mirada de reojo a aquel despliegue de armamento.

—Muchachos, ¿estáis pensando hacer una revolución? —preguntó.

—Ésa ha sido siempre la rama de nuestros negocios —repuso Mohrén—. Aunque ahora la situación no está madura para ninguna. ¿Has traído cámbaros?

—Pero ¿cómo demonios esperáis que os traiga cámbaros el cuatro de julio?

—¿Para qué te crees que te pagamos? —le dijo Malmström amenazadoramente.

—Una pregunta de lo más legítima —terció Mohrén—. Que tú no nos puedas traer lo que te pedimos es más de lo que yo puedo comprender.

—Pero hay límites —respondió Mauritzon—. ¿No os he proporcionado de todo, por amor de Dios? Apartamentos, coches, pasaportes, billetes. ¡Pero cámbaros! Ni siquiera el rey podría conseguir cámbaros en julio.

—Me parece que no —dijo Mohrén—, pero ¿qué crees que estarán haciendo en Harpsund? Seguro que todo el maldito gobierno está sentado allí tragando cámbaros. Palme, y Geijer, y Calle P. Todo el hatajo. No, no aceptamos tales excusas.

—Y en cuanto a esa loción de afeitar —se apresuró a decir Mauritzon—, no existe. He corrido por toda la ciudad como una rata envenenada; pero nadie ha oído hablar de ella desde hace años.

El semblante de Malmström se oscureció visiblemente.

—Pero os he traído todo lo demás —prosiguió Mauritzon—. Y aquí está el correo de hoy.

Sacó un sobre marrón sin dirección y se lo entregó a Mohrén, quien se lo metió indiferentemente en el bolsillo.

Mauritzon era un tipo muy distinto de los otros. Hombre de unos cuarenta años, más bajo que el término medio, delgado y bien proporcionado, estaba bien afeitado y tenía cabello rubio y corto. A la mayoría de las personas, especialmente a las mujeres, les gustaba su aspecto. Su modo de vestir y comportarse sugería moderación en todas las cosas, y no se destacaba en nada. Como tipo, podría haber sido llamado ordinario, y era, por tanto, difícil de recordar o distinguir. Todo eso le había sido muy ventajoso. No había estado encarcelado por mucho tiempo y en este momento no era ni buscado ni estaba sometido a vigilancia.

Trabajaba en tres diferentes negocios, todos provechosos: narcóticos, pornografía, y gestión. Como hombre de negocios, era eficiente, enérgico, y muy sistemático.

Gracias a una ley en apariencia bien intencionada, ahora era perfectamente legal dedicarse a todas las formas concebibles de la pornografía, que eran importadas y reexportadas, sobre todo a países del Sur, donde se vendían con buenos beneficios. Su otro ramo era el contrabando, principalmente de anfetaminas y otras drogas, aunque también aceptaba pedidos de armas.

En los círculos internos, Mauritzon era considerado el hombre que podía arreglarlo todo. Corría el rumor de que había sido capaz de introducir de contrabando dos elefantes que recibió de un jeque árabe, como parte del pago de dos menores finlandesas vírgenes, y un cajón lleno de preservativos con truco. Además, se decía que las menores eran falsas, y que su condición era una mezcla de plástico y de cola Karlsson, y que los elefantes eran blancos. Por desgracia, esta historia no era verdadera.

—¿Has traído también las nuevas sobaqueras? —preguntó Malmström.

—Claro, están en el fondo de la bolsa de la comida. ¿Puedo preguntar qué tenían de malo las anteriores?

—Son inútiles —dijo Malmström.

—Del todo inútiles —confirmó Mohrén—. ¿Dónde las conseguiste?

—En el economato de la policía. Estas nuevas son de origen italiano.

—Eso suena a bueno —dijo Malmström.

—¿Queréis algo más?

—Sí, aquí tienes la lista.

De un rápido vistazo, Mauritzon leyó:

—Una docena de calzoncillos, quince pares de calcetines de nailon, seis camisetas, una libra de caviar negro, cuatro máscaras de goma Pato Donald, dos paquetes de municiones de nueve milímetros, seis pares de guantes de goma, queso Appenzeller, un tarro de cebollitas en vinagre, un paquete de algodón, un astrolabio… ¿Qué demonios es eso?

—Un instrumento para medir la altitud de las estrellas —le explicó Mohrén—. Creo que tendrás que buscarlo en tiendas de antigüedades.

—Bueno, haré lo que pueda.

—Exacto —dijo Malmström.

—¿No quieres nada más?

Mohrén negó con la cabeza; pero Malmström frunció el ceño pensativamente y dijo:

—Sí, desodorante para los pies.

—¿De qué marca?

—La más cara.

—Bien. De mujeres, ¿nada?

Nadie contestó. Un silencio que Mauritzon interpretó como vacilación.

—Os puedo traer una de la clase que queráis. No es bueno para vosotros, muchachos, que estéis aquí sentados toda la noche como un par de lechuzas. Un par de chicas animadas acelerarían vuestro metabolismo.

—Mi metabolismo está bien —dijo Mohrén—. Y las únicas mujeres en que se me ocurre pensar son un riesgo para nuestra seguridad. Nada de virginidades de plástico para mí, gracias.

—Pero hay montones de chicas locas que se pondrían más que contentas de…

—Eso lo considero un insulto —dijo Mohrén—. No, y otra vez no.

Malmström, sin embargo, pareció seguir vacilando.

—Aunque…

—¿Sí?

—Esa llamada ayudante tuya. Apuesto a que ella sabe lo que hace —hizo un gesto de desaprobación.

Mauritzon dijo:

—¿Monita? No es tu tipo, seguro. Ni es linda ni particularmente buena para ello. Calibre corriente. Mis gustos son sencillos en lo referente a mujeres. En una palabra, ella es del tipo medio.

—Si tú lo dices —dijo Malmström, desilusionado.

—Además, ella no cuenta. Tiene una hermana a la que va a ver de vez en cuando.

—Así son las cosas —opinó Mohrén—. Hay un tiempo para cada cosa, y pronto llegarán los días en que…

—¿Qué días? —preguntó Malmström, confuso.

—Los días en que podamos de manera digna satisfacer una vez más nuestros deseos y escoger nuestra propia compañía. Por lo tanto, declaro terminada esta reunión. Aplazada hasta mañana a la misma hora.

—Bien —dijo Mauritzon—. Pues me voy.

—Sólo una cosa más.

—¿Qué?

—¿Cómo te llamas ahora?

—Como siempre, Lennart Holm.

—Por si pasara algo y tuviéramos que recurrir a ti inmediatamente.

—Ya sabéis en dónde estoy.

—Y sigo esperando esos cámbaros.

Mauritzon se encogió de hombros y se marchó.

—Maldito hijo de puta —dijo Malmström.

—¿Por qué dices eso? ¿No te fías de nuestro hombre de confianza?

—Le huelen los sobacos —repuso Malmström en tono de condenación.

—Mauritzon es un mal bicho —comentó Mohrén—. No me gustan sus actividades. No me refiero a que nos haga recados, naturalmente; pero eso de que regale drogas a los niños y venda pornografía a católicos analfabetos, es deshonroso.

—Yo no me fío de él —reconoció Malmström.

Mohrén sacó el sobre marrón de su bolsillo y empezó a mirarlo con atención.

—Y lo que es más, amigo mío —dijo—, tienes razón. Ese tipo es útil; pero no se puede uno fiar de él del todo. Mira, hoy ha vuelto a abrir esta carta. Me pregunto cómo ha logrado despegarla. Debe de ser por un refinado medio al vapor. Si Roos no utilizara ese truco del pelo, nadie sabría que alguien ha estado fisgando dentro de nuestro sobre. Teniendo en cuenta lo que le estamos pagando, es del todo injustificable. ¿Por qué será tan curioso?

—Es un maldito piojo —dijo Malmström—. Así de sencillo.

—Eso creo yo también.

—¿Cuántos de los grandes nos ha sacado desde que empezamos a trabajar?

—Unos ciento cincuenta. Claro que él ha tenido muchos gastos: armas, coches, viajes y etcétera. Y todo eso supone correr ciertos riesgos.

—¡Al demonio! —exclamó Malmström—. Nadie sino Roos sabe que lo conocemos.

—Y hay esa mujer cuyo nombre se parece al de un barco.

—Imagínatelo tratando de hacerme cargar con ese mochuelo —dijo Malmström indignado—. Es evidente que ella no vale nada para eso, y probablemente no se habrá lavado desde ayer.

—Aunque, para ser objetivos, tú tampoco eres justo —objetó Mohrén—. Factum est que él te hizo una declaración honesta de la naturaleza de la mercancía.

Est?

—Y en cuanto a los detalles higiénicos, podrías haberla desinfectado antes.

—¡Una porra!

Mohrén sacó tres hojas de papel del sobre y las puso sobre la mesa, ante él.

—¡Eureka! —gritó.

—¿Eh? ¿Qué?

—Aquí tenemos lo que estábamos esperando, muchacho. Ven y echa un vistazo.

—Primero me lavaré —dijo Malmström desapareciendo en el baño.

Al cabo de diez minutos estaba de vuelta. Mohrén se frotó las manos, regocijado.

—¿Y bien?

—Todo parece estar en orden. Aquí está el plan. Perfecto. Y aquí los horarios. Hasta el último detalle.

—¿Y qué hay, por tanto, de Hauser y Hoff?

—Llegan mañana. Lee esto.

Malmström leyó. Mohrén se echó a reír.

—¿De qué te ríes?

—Del lenguaje cifrado. «Jean tiene un bigote largo», por ejemplo. ¿Sabes de dónde lo tomó y qué significaba originalmente?

—Ni idea.

—Bueno, no importa.

—¿Dice dos millones y medio?

—¡Sin ninguna duda!

—¿Netos?

—Exactos. Todos los gastos han sido ya calculados.

—¿Menos el veinticinco por ciento para Roos?

—Precisamente. Obtendremos un millón cada uno.

—Entonces, ¿de cuántas cosas está enterado ese estúpido de Mauritzon?

—No sabe mucho, excepto los horarios, claro.

—¿Cuándo va a ser?

—El viernes a las 14.45. Pero no dice qué viernes.

—Aquí figuran también los nombres de las calles —dijo Malmström.

—Olvídate de Mauritzon —repuso Mohrén con calma—. ¿No has visto lo que hay escrito aquí abajo?

—Sí.

—¿Recuerdas lo que eso significa?

—¡Claro! —repuso Malmström—. Claro que lo recuerdo. Y eso hace que las cosas tomen un giro diferente.

—Eso es lo que creo yo, también —dijo Mohrén—. ¡Dios mío, qué ganas tengo de comer cámbaros!