12

Kenneth Kvastmo, uno de los dos patrulleros que habían entrado en el apartamento de Svärd, tenía que prestar declaración en el tribunal del distrito. Martin Beck fue a buscarlo. El patrullero estaba sentado en un pasillo del Ayuntamiento, y Beck consiguió que le respondiera a dos de las preguntas más importantes, antes de que fuera llamado por el tribunal.

Luego Martin Beck salió del Ayuntamiento y anduvo dos manzanas hasta llegar a la casa donde Svärd había vivido. Era un trayecto corto; pero mientras lo recorría pasó junto a dos grandes construcciones a ambos lados del edificio de la policía. En la calle estaban excavando el nuevo ramal sur del metro hasta Järvafältet, y colina arriba se llevaban a cabo voladuras y perforaciones en la roca para la construcción del nuevo edificio de la policía, donde pronto tendría él su oficina. De momento se sentía agradecido de que su despacho estuviera en la Jefatura de Policía Sur y no allí. El ruido del tráfico que entraba por la ventana que daba a Södertäljevägen, no era más que un ligero murmullo comparado con la cacofonía de las excavaciones, las taladradoras neumáticas y los camiones.

La puerta de aquel apartamento del primer piso había sido colocada de nuevo en su sitio y sellada. Martin Beck rompió el sello y entró.

La ventana que daba a la calle estaba cerrada, y él percibió un olor ligero, pero penetrante, a putrefacción, que se había quedado pegado en las paredes de la habitación y el escaso mobiliario.

Se dirigió a la ventana y la examinó. Era de un tipo anticuado; se abría hacia fuera y estaba provista de un cierre cuya aldabilla oscilante, de forma anular, colgaba de una pieza de unión en el marco de la ventana, y encajaba en un pestillo cuando la ventana se cerraba. Había dos aldabillas; pero faltaba la inferior. La pintura se había descolorido, y el maderaje de la parte inferior del marco y antepecho de la ventana, había sido dañado. Presumiblemente la lluvia y el viento penetraban por la rendija.

Martin Beck corrió la persiana. Su primitivo color azul oscuro, ahora estaba viejo y descolorido. Beck se dirigió hacia la puerta y miró al interior de la habitación. Tenía el aspecto de cuando los dos patrulleros entraron, al menos según dijo Kvastmo. Luego regresó a la ventana, dio a la cuerda un ligero tirón, y con un leve crujido la persiana se enrolló. Después, abrió la ventana y miró hacia fuera.

A su derecha estaban las ruidosas obras en construcción, y más allá pudo ver, entre otras cosas, las ventanas del D.I.C. en el edificio de la Kungsholmsgatan. A su izquierda, un poco más allá, se veía Bergsgatan, y luego, después de la central de bomberos, la calle llegaba a su final. Una calle corta unía Bergsgatan y Hantverkargatan. Martin Beck pensó que aquél sería el camino que él recorrería cuando terminara la inspección. No recordaba cómo se llamaba la calle o si había pasado alguna vez por allí.

Frente a la ventana estaba el parque Kronoberg. Como casi todos los parques de Estocolmo, se extendía por una elevación natural del terreno. En los tiempos en que él trabajaba en Kristineberg, Martin Beck recordaba haber cruzado a menudo por él, para acortar camino. Solía atravesar el parque entre los escalones de piedra en la esquina de Polhemsgatan y el antiguo cementerio judío que había en el otro extremo. A veces se había detenido a fumar un cigarrillo en un banco bajo los tilos en lo alto de la colina.

Sintiendo deseos de fumar un cigarrillo, metió la mano en el bolsillo, sabiendo muy bien que no tenía ninguno. Suspiró resignado, y pensó que, a cambio de tabaco, debería empezar a masticar chicle o chupar pastillas contra la tos. O mascar palillos de dientes, como hacía Mansson allá en Malmö.

Entró en la cocina, cuya ventana se hallaba en peor estado que la de la habitación; pero aquí las rendijas habían sido tapadas con cinta adhesiva.

Todo en el apartamento parecía gastado, y no sólo la pintura y el empapelado, sino también el mobiliario. Mirando en tomo suyo por el apartamento, Martin Beck sintió una tristeza infinita. Abrió todos los cajones y armarios. Allí no había mucho, sólo los utensilios caseros más corrientes.

Salió al pequeño saloncito de entrada, abrió la puerta del retrete, donde no había lavabo ni ducha. Luego examinó la puerta del apartamento y vio que estaba provista de las distintas cerraduras mencionadas en el informe. Parecía probable que hubieran estado cerradas todas cuando la puerta fue desencajada, o «forzada», como se decía en la jerga de la policía.

Todo esto era como para dejar a uno perplejo. La puerta y las dos ventanas habían estado cerradas. Kvastmo dijo que no habían visto un arma por ninguna parte del apartamento cuando él y Kristiansson entraron en él. Además, había declarado que el apartamento estuvo guardado constantemente y que no había ni que pensar en que alguien hubiera estado allí y se hubiese llevado algo.

Martin Beck se paró de nuevo en el umbral y miró la habitación. A lo largo de la pared interior había una cama, y al lado de ella un estante. Sobre el estante vio una lámpara con una arrugada pantalla de tejido amarillo, un cenicero roto de cristal verde, y una gran caja de fósforos. Había un par de revistas muy manoseadas y tres libros. A la derecha había una silla tapizada con un tejido a rayas verdes y blancas, cuyo asiento estaba manchado, y contra la pared del otro extremo, una mesa marrón y una silla de madera de respaldo recto. En el suelo había una estufa eléctrica de la que salía un cordón largo y negro hasta un enchufe en la pared. Faltaba el taco. También había habido una alfombra; pero la enviaron al laboratorio, donde, entre innumerables manchas y partículas de suciedad, encontraron las tres manchas de sangre del tipo de la de Svärd.

En la habitación había un armario empotrado, en cuyo suelo se podía ver una camisa sucia, de franela, de color incierto, tres calcetines sucios, y un saco de lona marrón muy raído, que estaba vacío. De una percha colgaba una chaqueta de popelín, y de unos ganchos, en la pared, unos pantalones de franela, cuyos bolsillos estaban vacíos, un jersey de lana de color verde, y un chaleco gris de mangas largas. Eso era todo.

Según el forense, no se podía descartar totalmente la posibilidad de que a Svärd lo hubieran herido en cualquier otro lugar, hubiese llegado hasta su apartamento, cerrado y atrancado la puerta tras él, y cayera luego para morir. Martin Beck era lego en estos asuntos; pero tenía la experiencia suficiente para darse cuenta de que la teoría podía ser cierta.

Pero si no lo era, ¿cómo había ocurrido todo entonces? ¿Cómo se pudo disparar contra Svärd si no hubo nadie en el apartamento y él no lo había hecho por sí mismo?

Cuando Martin Beck comprobó la negligencia con que se había llevado el asunto, se convenció de que incluso este misterio podía explicarse en función de la desidia de alguien; pero ahora empezaba a estar seguro de que nunca hubo un arma en la habitación, que Svärd había cerrado la puerta tras él, y que, en consecuencia, su muerte parecía totalmente inexplicable.

De nuevo Martin Beck recorrió el apartamento con minucioso cuidado, pero allí no había nada que explicara lo que había sucedido. Finalmente se marchó, intentando averiguar lo que los otros inquilinos podían decirle.

Tres cuartos de hora después, y sin saber nada nuevo, salió a la calle. Era evidente que Karl Edvin Svärd, el ex encargado de almacén, de sesenta y dos años de edad, fue una persona muy solitaria. Había vivido en el apartamento durante tres meses, y de su existencia sólo tuvieron noticia muy pocos inquilinos de la casa. Quienes lo habían visto entrar y salir, nunca lo vieron con otra persona. Ninguno de ellos intercambió jamás una palabra con él. Nunca nadie lo vio borracho, ni se oyeron ruidos o rumores inquietantes procedentes de su apartamento.

Martin Beck se quedó un rato parado en la puerta de la calle. Miró hacia el parque, que surgía verde y frondoso al otro lado de la calle. Sintió el deseo de llegarse hasta allí y sentarse un poco entre los tilos; pero entonces recordó su decisión de examinar la callejuela de la ladera de la colina.

«Olof Gjödingsgatan». Ése era el nombre que figuraba en el letrero, y recordó que hacía muchos años supo por primera vez, que Olof Gjöding había sido un profesor de la Escuela Kungsholmen en el siglo XIX. Se preguntó si esa escuela había estado en el mismo sitio de la Escuela Superior, en Hantverkargatan.

Bajando la cuesta hacia Polhemsgatan, vio una tabaquería, y entró a comprar una cajetilla de cigarrillos con filtro. Camino de Kungsholmsgatan encendió uno y le encontró mal sabor. Siguió pensando en Karl Edvin Svärd. No se encontraba muy bien y sí muy confuso.