8
Einar Rönn era un tipo callejero. Había escogido la carrera policíaca porque eso lo mantenía en movimiento y le ofrecía muchas oportunidades de estar de puertas afuera. Conforme los años fueron pasando y una promoción siguió a otra, sus días laborales le habían ido atando progresivamente a una posición sedentaria detrás de su mesa, y los momentos que pasaba al aire libre, si es que la atmósfera de Estocolmo puede ser calificada de aire libre, eran cada vez más raros. Había llegado a ser crucial para su existencia pasar las vacaciones en las salvajes montañas de Laponia, de donde él procedía. La verdad es que detestaba Estocolmo. Ya, a los cuarenta y cinco años, había empezado a pensar en el retiro, cuando se fuera a su casa de Arjeplog a pasarlo bien.
Sus vacaciones anuales se acercaban, y él ya empezaba a sentir aprensión. Si el caso del atraco del banco no quedaba resuelto, podía esperar en cualquier momento que le pidieran que las sacrificara.
Para poder cooperar activamente en la tarea de acercar la investigación a cierta conclusión, había aceptado, aquel lunes por la mañana, ir en su coche a Sollentuna para hablar con un testigo, en vez de irse a su casa de Vällingby con su esposa.
Y no sólo se había ofrecido voluntario a visitar a este testigo, el cual podría haber sido fácilmente convocado en la forma acostumbrada para que se presentara en el D.I.C., sino que había mostrado tal entusiasmo por su misión, que Gunvald Larsson se preguntó si él y Unda habrían disputado.
—Claro que no —contestó Rönn secamente y de modo terminante.
El hombre a quien Rönn había de visitar, era el hombre metalúrgico de treinta y dos años que ya había sido interrogado por Gunvald Larsson, pues era el testigo que estaba a la puerta del banco de Hornsgatan. Se llamaba Sten Sjögren, y vivía solo en una casa medio apartada en Sangarvägen. Estaba en su pequeño jardín frontero a la casa, regando un rosal, y al ver a Rönn bajar del coche, soltó la regadera y se adelantó a abrir la puerta de la verja. Se secó las palmas de las manos en la culera de sus pantalones, antes de estrechar la mano de Rönn, subió los escalones y mantuvo la puerta abierta para que el recién llegado entrara.
La casa era pequeña y, en la planta baja, aparte de la cocina y el saloncito de la entrada, no había más que una habitación, con la puerta abierta de par en par. Estaba totalmente vacía. El hombre advirtió la mirada que le lanzó Rönn.
—Mi esposa y yo acabamos de divorciarnos —explicó—, ella se ha llevado parte del mobiliario, así que quizás esto no sea muy cómodo, de momento. Pero podemos ir al piso de arriba.
Al final de las escaleras había una habitación más bien grande con una chimenea, frente a la cual había unos sillones que no hacían juego, agrupados en tomo a una mesa blanca y baja. Rönn se sentó; pero el hombre siguió de pie.
—¿Quiere que le traiga algo de beber? —le preguntó—. Puedo calentarle un poco de café, aunque creo que me queda un poco de cerveza en el refrigerador.
—Gracias, tomaré lo mismo que usted —contestó Rönn.
—Entonces tomaremos una cerveza —dijo aquel hombre.
Bajó las escaleras y Rönn le oyó abrir y cerrar puertas en la cocina.
Rönn miró en torno suyo por la habitación. Poco mobiliario, un tocadiscos estereofónico, algunos libros. En una cesta, al lado de la chimenea, había un montón de periódicos: Dagens Nyheter, Vi, el diario comunista Ny Dag, y el Obrero Metalúrgico…
Sten Sjögren volvió con vasos y dos latas de cerveza, que colocó sobre la mesa blanca. Era un hombre delgado y musculoso, de cabello pelirrojo y enmarañado, no muy largo. Tenía muchas pecas en la cara, y su sonrisa era franca y agradable. Abrió las latas y vertió el contenido en los vasos. Luego se sentó frente a Rönn, alzó su vaso hacia él y bebió.
Rönn probó la cerveza y dijo:
—Me gustaría que me contara lo que vio en Hornsgatan el viernes último. Es mejor no dar tiempo a que sus recuerdos se olviden.
Eso sonaba muy bien, pensó Rönn, complacido consigo mismo.
El hombre asintió y soltó el vaso.
—Sí, si yo hubiera sabido que se trataba a la vez de un atraco y de un asesinato, habría mirado mejor a la chica y al tipo del coche.
—Es usted el mejor testigo que tenemos hasta ahora —dijo Rönn para animarle—. Así que usted iba andando por Hornsgatan. ¿Hacia dónde iba usted?
—Venía de Slussen y me dirigía hacia Ringvägen. La chica vino por la parte de atrás y, al pasar, tropezó violentamente conmigo.
—¿Puede describirla?
—Me temo que no muy bien. Sólo la vi por detrás, y apenas un instante, de perfil, mientras se metía en el coche. Era más baja que yo, unos quince centímetros. Yo mido metro setenta y nueve. La edad es más difícil de especificar; pero no creo que tuviera menos de veinticinco años ni más de treinta y cinco, posiblemente unos treinta. Iba vestida con pantalones vaqueros, de esos azules corrientes, y con una blusa azul claro, que le colgaba por encima de sus pantalones. No sé cómo iba calzada; pero llevaba un sombrero de dril de algodón de ala ancha. Su pelo era rubio, recto, y no tan largo como la mayoría de las chicas suelen llevarlo ahora. Longitud media, podría decirse. Luego llevaba un bolso verde, uno de esos bolsos militares americanos que se cuelgan del hombro.
Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo del pecho de su camisa caqui y lo alargó a Rönn, quien negó con la cabeza y preguntó:
—¿Vio si llevaba algo?
El hombre se levantó, tomó una caja de cerillas de la repisa de la chimenea, y encendió un cigarrillo.
—No estoy seguro de eso. Pero supongo que podría haber llevado.
—¿Cómo era su figura? ¿Delgada, gorda, o…?
—Tipo medio, creo. En todo caso no era ni muy delgada ni muy gorda. Yo diría que normal.
—¿Vio usted su rostro?
—La vi muy de refilón cuando subía al coche. Pero, eso sí, llevaba aquel sombrero, y además, gafas de sol.
—¿La reconocería si la volviera a ver?
—Por su cara no. Y tampoco si la viera vestida de otra manera; con falda, por ejemplo.
Rönn se tomó a sorbitos su cerveza, pensativamente. Luego preguntó:
—¿Está usted completamente seguro de que era una mujer?
El otro lo miró sorprendido, luego frunció el ceño y dijo de modo dubitativo:
—Sí. Por lo menos yo la tomé por una mujer. Pero ahora que lo dice, no estoy seguro. Fue la impresión general que tuve, como cuando a uno le parece quién es chico y quién es chica, aunque ahora resulta difícil diferenciarlos. Ya no sería capaz de jurar que era una mujer. No tuve tiempo de verle los pechos.
Se quedó en silencio y miró a Rönn a través del humo del cigarrillo.
—No, tiene usted razón —dijo lentamente—. No tenía por qué ser una chica; podía ser un chico. Además, eso sería más plausible. No es corriente que las chicas roben bancos y maten gente.
—¿Quiere decir, pues, que pudo ser un hombre? —preguntó Rönn.
—Sí, ya que usted lo dice… Debió de ser un chico.
—Bueno, pero ¿y los otros dos? ¿Puede describirlos? ¿Y el coche?
Sjögren dio una larga chupada a su cigarrillo, y luego arrojó la colilla a la chimenea, donde ya había muchas colillas y cerillas apagadas.
—El coche era un Renault 16, de eso estoy seguro —dijo—. Color gris claro o beige. No sé cómo se llama ese color; pero es casi blanco. No recuerdo toda la matrícula; pero hay una «A» y recuerdo que había dos treses en el número. Podía haber tres, claro, pero dos son seguros, y creo que estaban uno detrás de otro, en algún sitio en medio de la fila de cifras.
—¿Está usted seguro de que era una A? —preguntó Rönn—. ¿No AA o AB, por ejemplo?
—No, sólo A, lo recuerdo claramente. Tengo mucha memoria visual.
—Sería muy bueno —dijo Rönn— que todos los testigos tuvieran la vista de usted; la vida sería mucho más sencilla.
—¡Oh, sí! —exclamó Sjögren—. Yo soy un cámara. ¿Ha leído ese libro? Es de Isherwood.
—No —respondió Rönn.
Había visto la película, aunque no lo dijo. La había visto porque admiraba a Julie Harris; pero no sabía quién era Isherwood ni que la película estuviera basada en una novela.
—Pero habrá visto la película, ¿no? —dijo Sjögren—. Eso es lo que pasa con todos los buenos libros. La gente ve la película y no se toma la molestia de leer la novela. La película era muy buena, aunque tenía un título estúpido. ¿Qué le parece Noches salvajes en Berlín? ¿Eh?
—¡Oh! —repuso Rönn, que estaba seguro de que se llamaba Yo soy un cámara cuando él la vio.
—Sí, suena a estúpido.
Estaba oscureciendo, y Sten Sjögren se levantó y encendió la lámpara de pie que había detrás del sillón de Rönn. Cuando se volvió a sentar, Rönn dijo:
—Bueno, sigamos. Iba usted a describirme los hombres que había en el coche.
—Sí, aunque cuando yo me fijé en ellos, sólo había uno sentado en él.
—¿Y bien?
—El otro estaba de pie en la acera, esperando con la puerta trasera abierta de par en par. Era un chico alto, un poco más alto que yo y muy musculoso. Nada gordo, pero recio y de aspecto atlético. Podría tener mi edad, entre los treinta y los treinta y cinco, y su pelo era muy ensortijado, como el de Harpo Marx, aunque más oscuro, color ratón. Llevaba pantalones negros, muy ajustados, acampanados en la parte baja de las perneras, y una camisa negra reluciente, desabotonada hasta muy abajo, y creo que llevaba algo de plata, como una cadena, alrededor del cuello. Tenía el rostro muy bronceado o, para ser más exactos, colorado. Cuando la chica (si se trataba de una chica) llegó corriendo, él le abrió la puerta trasera para que penetrara en el coche, y luego la cerró de un portazo, se sentó delante, y el coche arrancó a gran velocidad.
—¿En qué dirección? —preguntó Rönn.
—Fue por la derecha de la calle y se encaminó hacia la plaza María.
—¡Oh! —exclamó Rönn—. Ya veo. ¿Y el otro hombre?
—Estaba sentado detrás del volante, así que no lo pude ver bien; pero parecía más joven, no podría tener mucho más de veinte años. Era delgado y pálido. Eso es todo lo que pude advertir. Llevaba una camisa blanca de manga corta, y sus brazos eran muy huesudos. Su pelo era negro, muy largo, y parecía sucio, grasiento y alborotado. Llevaba gafas de sol, sí, y ahora recuerdo que tenía una ancha correa negra de reloj en la muñeca izquierda.
Sjögren se retrepó en su silla, con el vaso de cerveza en la mano.
—Bien, creo haberle dicho todo lo que recordaba —dijo—, o ¿le parece a usted que he olvidado algo?
—No sé —repuso Rönn—. Si por casualidad se acuerda de algo más, le ruego me telefonee para decírmelo. ¿Estará usted en casa los próximos días?
—Sí, por desgracia —contestó Sjögren—. La verdad es que estoy de vacaciones; pero no tengo dinero para ir de viaje a ninguna parte. Así que, forzosamente, tendré que quedarme por aquí.
Rönn vació su vaso y se levantó.
—Bien —dijo—, es muy posible que volvamos a necesitar su ayuda más adelante.
Sjögren se levantó también y siguió a Rönn escaleras abajo.
—¿Quiere decir que tendré que pasar otra vez por todo eso? —preguntó—. ¿No sería mejor grabarlo de una vez por todas? —Abrió la puerta y Rönn salió al exterior.
—Estaba pensando en que usted podría ser necesario para identificar a esos individuos si los prendemos. También es posible que le pidamos que vaya al Departamento de Investigación Criminal, para echar un vistazo a ciertas fotos.
Se estrecharon las manos, y Rönn prosiguió:
—Bueno, ya nos veremos. Puede que no tengamos que molestarlo más. Gracias por la cerveza.
—De nada. Si puedo serles útiles en algo, será un placer para mí ayudarles.
Cuando Rönn puso en marcha su coche, Sjögren le saludó amistosamente con la mano desde la escalera.