23

Cuando se encontró con Gunvald Larsson a la hora y en el lugar convenidos, Lennart Kollberg llevaba consigo toda clase de palanquetas para abrir la puerta del apartamento de la Armfeldsgatan. Lo que debían de haber llevado, y no llevaban, era una orden de registro extendida por Olsson, el fiscal del distrito. Pero ni a él ni a Gunvald Larsson les importó mucho saber que iban a cometer un delito en el ejercicio de sus actividades. Contaban con que Apisonadora se sentiría encantado si ellos encontraban algo que pudiera servir para hacer olvidar la violación de los reglamentos. Y si no encontraban nada, no había razón para que se lo contasen. De todos modos, la violación de un reglamento es un concepto que hoy día no tiene importancia. Eran los reglamentos los que estaban equivocados.

Para entonces Mauritzon estaría de camino hacia el Sur; no hacia África, claro; pero sí lo bastante lejos para dejarles trabajar en paz.

La puerta de la casa estaba provista de cerraduras corrientes, así como la del apartamento de Mauritzon, y a Kollberg no le costó mucho trabajo abrirlas. Por el interior, la puerta estaba equipada con dos cadenas de seguridad y una cerradura que sólo se podía manejar por dentro. Estos ingenios sugerían que Mauritzon contaba con recibir (o no recibir) huéspedes mucho más obstinados que los vendedores y buhoneros cuyas visitas no quería según indicaba un aviso sobre una pequeña placa de esmalte que había en la puerta.

Su apartamento consistía en tres habitaciones más una cocina, un pasillo y un cuarto de baño. Era más bien elegante. Pero aunque su mobiliario era caro, la impresión general era la de una trivialidad sin gusto. Entraron en la sala de estar. Frente a ellos había una especie de mueble de madera de teca que consistía en estantes para libros, alacenas y un bufete incrustado. Un estante estaba lleno de libros encuadernados en rústica, mientras que en los otros se amontonaban toda clase de cosas: recuerdos, piezas de porcelana, vasitos y cuencos, y otros ornamentos. De las paredes colgaban algunas láminas, imitación y reproducciones de pinturas al óleo de las que se suelen vender en los almacenes baratos. El mobiliario, cortinas y alfombras, aunque no parecían baratas, daban la impresión de haber sido escogidos al azar, y sus modelos, materiales y colores no hacían juego entre sí.

En un rincón había un pequeño bar, cuya simple vista habría sido suficiente para que alguien se sintiera enfermo, por no hablar del olor del contenido de las botellas que había tras las puertas con espejos de la vitrina. La parte delantera de la barra estaba cubierta de hule con un dibujo muy peculiar: figuras amarillas, verdes y rosas que recordaban las amibas o quizá fueran espermatozoos muy aumentados, que flotaban sobre un fondo negro. El mismo dibujo, pero a escala más pequeña, se repetía en la superficie de plástico del bar.

Kollberg se adelantó y abrió la vitrina, que contenía una botella semivacía de Parfait d’Amour, una botella casi vacía de un vino sueco para postre, media botella sin abrir de Carlshamns Punch, y una botella completamente vacía de Beefeater Gin. Estremeciéndose cerró las puertas de la vitrina y pasó a la habitación contigua.

No había puerta entre la sala de estar y esa estancia, sólo un arco sostenido por dos pilares. Presumiblemente, el espacio de más allá estaba destinado a servir de comedor. Era bastante pequeño, y tenía una ventana salediza que daba sobre la calle. Había además un piano y, en una esquina, una radio y un tocadiscos.

—¡Ajá! De manera que ésta es la sala de música —dijo Kollberg, haciendo un gesto grandilocuente.

—Me cuesta trabajo imaginar a ese tipo, a esa rata, sentado aquí tocando la Sonata al Claro de Luna —dedujo Gunvald Larsson. Entró y levantó la tapa del piano, inspeccionando el interior del instrumento—. Al menos aquí dentro no hay ningún cadáver —dijo.

Habiendo dado la vuelta preliminar de inspección, Kollberg se quitó la chaqueta y ambos empezaron a recorrer el apartamento detenidamente. Empezaron por el dormitorio, donde Gunvald Larsson se dedicó a registrar el armario, mientras que Kollberg se ocupaba en hacer lo mismo con la cómoda. Durante un rato ambos trabajaron en silencio. Fue Kollberg el que lo interrumpió:

—Gunvald —dijo.

Una ahogada réplica rugió de las profundidades del armario.

Kollberg prosiguió:

—No tuvieron mucho éxito al seguir a Roos. Partió en un avión que emprendió vuelo de Arlanda hace dos horas, y Apisonadora lo declaró en su informe poco antes de que yo saliera de su despacho. Estaba muy desilusionado.

Gunvald Larsson refunfuñó. Luego sacó la cabeza y dijo:

—El optimismo de Apisonadora y sus exageradas esperanzas lo exponen a continuas desilusiones. Pero pronto se sobrepone a ellas, y sin duda tú te habrás fijado en ello. Bueno, ¿a qué se dedicó Roos en sus días libres? —y desapareció de nuevo en el armario.

Kollberg, que registraba el cajón inferior, se incorporó.

—Bueno, no se encontró con Malmström y Mohrén, como Apisonadora esperaba —dijo—. La primera tarde, temprano, es decir, anteayer, fue a un restaurante con cierta dama y luego a darse unos chapuzones en su compañía, los dos desnudos.

—Ya me he enterado de eso —contestó Gunvald Larsson—. ¿Y luego?

—Se quedó con esa dama hasta la tarde siguiente y después se dirigieron en coche a la ciudad, dieron vueltas, al parecer sin rumbo concreto. Ayer por la noche él fue a otro restaurante con otra chica; pero no a nadar, al menos al aire libre. Fue con ella a su casa de Märsta. Después la llevó en un taxi a Odenplan, donde se separaron. Luego él fue de acá para allá, entró en algunas tiendas, volvió en coche a su casa de Märsta, se cambió de traje, y se dirigió al aeropuerto de Arlanda, también en su coche. Nada emocionante. Y sobre todo nada que pueda calificarse de delincuencia.

—¿Es que eso de bañarse desnudos no puede calificarse de ofensa a la decencia pública? —preguntó Gunvald Larsson—. Y Ek, que estaba allí oculto entre los arbustos, observándole, ¿no lo denunció? —Salió del armario y cerró la puerta—. Aquí no hay nada excepto un montón de ropas increíblemente feas —dijo dirigiéndose hacia el cuarto de baño.

Kollberg prosiguió examinando un armario verde que hacía de mesita de noche. Los dos cajones superiores contenían una confusión de objetos, todos ellos más o menos usados: kleenex arrugados gemelos de camisa, algunas vacías cajas de cerillas, media barra de chocolate, imperdibles, un termómetro, dos cajas de pastillas para la tos, facturas de restaurantes y recibos de caja, un paquete sin abrir de preservativos negros, bolígrafos, una postal de Stettin en la que había escrito: «Aquí hay vodka, mujeres y canciones, ¿qué más se puede desear? Nils» un encendedor que no funcionaba, y un cuchillo de monte despuntado y sin mango.

Sobre la mesita de noche había un libro encuadernado en rústica, en cuya cubierta aparecía un cowboy de piernas curvadas empuñando un revólver humeante.

Kollberg hojeó el libro, que se titulaba Tiroteo en el Torrente Negro, y una foto cayó al suelo. Era una instantánea en color, que mostraba a una joven sentada en una escollera, con pantalones cortos y un jersey blanco de manga corta. Era morena y no muy atractiva. Kollberg volvió la foto. En la parte superior estaba escrito a lápiz: «Moja, 1969» y debajo, en tinta azul y con otra letra, «Monita». Kollberg volvió a colocar la foto entre las páginas y tiró del cajón inferior.

Era más profundo que los otros, y cuando lo abrió, llamó a Gunvald Larsson. Ambos miraron atentamente el cajón.

—Extraño sitio para guardar una amoladora —dijo Kollberg—, o ¿es tal vez un aparato de masaje de tipo moderno?

—Me pregunto para qué lo utilizaba —musitó Gunvald Larsson pensativo—. Este tío no parece un tipo con aficiones, ¿eh? Claro que pudo haberla robado o que se la dieran en pago por drogas —y Kollberg regresó al cuarto de baño.

Poco más de una hora después, su registro del apartamento y la búsqueda de su contenido había terminado. Habían encontrado poco que tuviera interés especial, ni armas, ni medicamentos más fuertes que aspirina y Alka-Seltzer.

Ahora se encontraban en la cocina, y habían registrado todos los cajones y armarios. Observaron que el refrigerador no había sido apagado y estaba lleno de alimentos, lo cual significaba que Mauritzon no pensaba permanecer fuera mucho tiempo. Entre otras cosas, una anguila ahumada parecía mirar fija y desafiadoramente a Kollberg, quien desde el día que había decidido rebajar peso pasaba hambre continuamente. Sin embargo, logró dominarse, y con el estómago protestando se apartó del refrigerador y de sus tentaciones. Se fijó en un llavero con dos llaves, que colgaba de un gancho detrás de la puerta de la cocina.

—Las llaves de la azotea —dijo.

Gunvald Larsson se dirigió hacia el llavero, lo desenganchó y dijo:

—O del sótano. Vamos, echemos un vistazo.

Ninguna de las dos llaves encajaba en la cerradura de la puerta de la azotea, así que descendieron en ascensor hasta la planta baja, y luego, por escaleras, hasta el sótano. La mayor de las llaves abrió la cerradura de la puerta de incendios.

Primero entraron en un corto vestíbulo, con puertas a ambos lados. Abrieron la de la derecha y miraron hacia el cuarto de la basura. El edificio estaba dotado de conducciones para los desperdicios, al final de las cuales había un contenedor de metal sobre ruedas, provisto de un gran saco de plástico amarillo. Pegados a la pared había tres contenedores más con sacos, uno lleno de basura hasta los bordes, y dos vacíos. En un rincón había una escoba y un recogedor.

La puerta de enfrente estaba cerrada, y un letrero indicaba que allí estaban los lavaderos.

El corredor desembocaba en un largo pasillo que se extendía a derecha e izquierda. A lo largo de las paredes había filas de alacenas numeradas, todas provistas de diversos tipos de candados.

Kollberg y Gunvald Larsson probaron con la llave pequeña en varias de ellas y al final encontraron el que se ajustaba a ella. Había sólo dos cosas en la alacena de Mauritzon: un antiguo aspirador, pero sin boquilla, y un gran cofre cerrado. Mientras Kollberg tomaba la cerradura, Gunvald Larsson abría el aspirador y miraba en su interior.

—Vacío —observó.

Kollberg levantó la tapa del cofre y dijo a su vez:

—Pero esto no, echa un vistazo.

Dentro del cofre había catorce botellas sin abrir de vodka polaco 130, cuatro grabadoras de casette, un secador eléctrico del cabello y seis afeitadoras eléctricas, todo ello nuevo e incluso con sus cajas selladas.

—Contrabando —dijo Gunvald Larsson—. O bien artículos robados.

—Ciertamente son cosas que le han dado a cambio —comentó Kollberg—. No me importaría llevarme el vodka; pero será mejor que dejemos todo tal como está.

Bajó la tapa del cofre, lo cerró con llave y luego volvieron al pasillo.

—Bueno, algo es algo —dijo Kollberg—; pero no lo suficiente para llevárselo a Apisonadora. Creo que será mejor que volvamos a poner las llaves donde estaban y lo dejemos. Aquí ya no tenemos nada que hacer.

—Ese Mauritzon es un bastardo precavido —dijo Gunvald Larsson—. No me extrañaría que tuviera un tercer apartamento. —Se detuvo, haciendo con la cabeza un ademán indicando una puerta en el extremo del pasillo. En la puerta había un letrero que decía: «Refugio Antiaéreo», escrito en rojo—. Veamos si está abierto —dijo—. Ya que estamos con esto…

La puerta estaba abierta. El refugio antiaéreo parecía utilizarse como almacén de bicicletas y de trastos viejos. Además de las bicicletas y los motores de motos desmanteladas, vieron un par de cochecitos de niño, un trineo y un tobogán anticuado con un volante. Arrimado a la pared había un banco de carpintero, y por el suelo, debajo, un par de marcos de ventana sin cristales. En un rincón había una pila de hierro, un par de escobas, una pala para retirar nieve y dos horcas.

—Siempre siento claustrofobia en sitios como éste —dijo, Kollberg—. Durante la guerra, cuando hacíamos ejercicios por si se producía un ataque aéreo, me sentaba tratando de imaginar qué sentiría uno estando sentado bajo un edificio bombardeado, sin poder salir de él. Era horrible.

Miró a su alrededor. En un rincón detrás del banco había una vieja caja de madera con la palabra «arena», apenas visible, pintada en su parte delantera. Sobre la tapa había un cubo de metal.

—Mira —dijo—. Una de esas viejas cajas llenas de arena del tiempo de la guerra.

Se inclinó, levantó el cubo, y abrió la tapa de la caja para arena.

—Aún tiene arena —comentó.

—Menos mal que nunca las necesitamos —comentó Gunvald Larsson—. Al menos no para luchar contra las bombas incendiarias. ¿Qué es eso?

Kollberg se había inclinado sobre la caja. Metió la mano y sacó algo que colocó sobre el banco. Era una mochila verde de las usadas por el ejército americano.

Kollberg abrió aquel macuto y depositó su contenido sobre el banco de carpintero:

Una camisa azul pálido arrugada.

Una peluca rubia.

Un sombrero azul de dril, de algodón, de ala ancha.

Un par de gafas de sol.

Y una pistola: una Llama Auto de calibre cuarenta y cinco.