27
Malmström y Mohrén robaron el banco el 14 de julio. A las 2.45 exactamente, penetraron por la puerta llevando máscaras de Pato Donald, guantes de goma, y monos color naranja.
En las manos llevaban pistolas de gran calibre, y Mohrén disparó inmediatamente un tiro al techo. Luego, para que todos los presentes comprendieran lo que estaba pasando, gritó en un sueco muy malo:
—¡Esto es un atraco!
Hauser y Hoff llevaban las ropas de siempre, y enormes capuchas negras con agujeros para los ojos. Hauser iba equipado con un Mauser y Hoff con una escopeta de cañones aserrados. Permanecieron junto a las puertas con objeto de tener despejada la retirada hacia los coches.
Hoff amenazaba con el cañón, apuntando de un lado a otro, a fin de mantener alejada a la gente de afuera, mientras que Hauser se colocaba en su planeada posición táctica, de modo que pudiera hacer fuego tanto al interior del banco como hacia la acera.
Mientras tanto, Malmström y Mohrén empezaron a vaciar sistemáticamente la caja.
Nunca había habido nada que funcionara tan perfectamente o que se desarrollara tan de acuerdo con un plan.
Cinco minutos antes un coche viejo había explotado frente a un garaje en Rosenlundsgatan, en la parte sur de la ciudad. Tras la explosión, alguien disparó en varias direcciones, y una casa se incendió. El Empresario A, que había provocado sucesos tan espectaculares, escapó corriendo por una callejuela hasta la calle próxima, donde se metió en su coche y se dirigió a su casa.
Un minuto después un camión de mudanzas robado retrocedió oblicuamente hacia la calzada de acceso al edificio central de la policía, y se quedó allí averiado. Se abrió la puerta trasera y cayeron numerosas cajas de cartón llenas de algodón empapado en aceite, se esparcieron e incendiaron inmediatamente.
Mientras tanto, el Empresario B se alejó tranquilamente acera abajo, al parecer sin hacer caso del caos que había provocado.
Sí, todo estaba sucediendo tal como se había planeado. Cada detalle se realizaba según el plan, con toda minuciosidad.
Desde el punto de vista de la policía todo salió también más o menos tal como se había esperado. Todo sucedió tal como estaba previsto, y a su debido tiempo.
Con una pequeña variante.
Malmström y Mohrén no atracaron un banco en Estocolmo. Robaron un banco a 650 kilómetros de distancia, en Malmö.
Pero Mansson de la D.I.C. de Malmö, estaba sentado en su despacho tomando café. Desde allí, a través de una ventana veía el aparcamiento, y cuando se produjo la explosión y llegaron grandes nubes de humo desde la calzada de acceso, el pastel danés que estaba comiendo se le quedó atragantado en la garganta. En el mismo instante Benny Skacke, un joven animoso que, a pesar de sus ambiciones de hacer carrera no había pasado de ser sargento detective, abrió de golpe la puerta y gritó que el timbre de alarma se había estropeado. Una bomba había estallado en Rosenlundsgatan, y se decía también que por allí estaba ardiendo un edificio.
Aunque Skacke vivía en Malmö desde hacía tres años y medio, jamás había oído hablar de Rosenlundsgatan, ni sabía dónde paraba eso. Pero Per Mansson sí lo sabía, pues conocía muy bien su ciudad, y le sorprendió, por lo raro, que hubiesen arrojado una bomba en una calle tan olvidada en el pacífico barrio de Sofielund.
Pero ni él ni los otros policías tuvieron mucho tiempo para pensar en ello. Todo el personal disponible fue enviado hacia el sur, pues el propio cuartel general de la policía parecía estar amenazado. Pasó cierto tiempo antes de que se dieran cuenta de que toda la reserva táctica había quedado acorralada en el aparcamiento. Muchos policías tuvieron que ir a Rosenlundsgatan en taxi o en coches particulares que no tenían radio.
Mansson, por su parte, llegó allí a las 3.07. Por entonces los bomberos, que se movieron con mayor rapidez, ya habían extinguido el fuego. Era evidente que todo aquello no era más que una operación de distracción, y que sólo había sufrido daños importantes un garaje vacío. En esos momentos numerosos policías se habían concentrado en la zona; pero aparte de un coche viejo muy dañado, no encontraron nada de importancia. Ocho minutos después un policía que iba en motocicleta captó un mensaje por radio según el cual unos atracadores habían asaltado un banco del centro de la ciudad.
Cuando esto ocurría Malmström y Mohrén ya habían salido de Malmö. Se les había visto alejarse del banco en un Fiat azul; nadie los había seguido. Cinco minutos más tarde se separaron y se trasladaron a otros coches.
Cuando, al cabo de un rato, la policía logró poner fin al desorden en su propio aparcamiento, y se libró del camión de mudanzas y de las molestas cajas de cartón, fueron bloqueadas todas las salidas de la ciudad. Se dio la alarma a toda la nación, y empezó la búsqueda del coche en el que habían huido los atracadores.
Tres días después se encontró el coche en un cobertizo cerca de los muelles, junto con los monos, las máscaras del Pato Donald, los guantes de goma, las pistolas y diversos objetos de otro equipo.
Hauser y Hoff hicieron un buen trabajo a cambio de las sustanciosas retribuciones que habían sido depositadas en las cuentas corrientes de sus esposas respectivas. Después de que Malmström y Mohrén hubieran desaparecido, siguió vigilado el banco durante casi diez minutos, y en realidad no se marchó nadie hasta que se vio llegar a los primeros policías. Luego resultó que eran dos patrulleros que, haciendo su ronda, habían pasado por casualidad junto al banco. Como apenas tenían más experiencia que la de los escolares que bebían cerveza en lugares públicos, su única contribución fue la de gritar por sus radios portátiles hasta enronquecer. Pero entonces ya no había en Malmö un solo policía que no estuviera gritando por su radio portátil, y casi nadie escuchaba.
Hasta Hauser logró escapar por las buenas, cosa que nadie, ni siquiera él mismo, había esperado.
Poco después salió de Suecia vía Helsingborg y Helsingor sin ser molestado.
Sin embargo, Hoff, fue atrapado, debido a su aspecto. A las 3.55 subió al transbordador «Malmöhus» vistiendo un traje gris, camisa blanca, corbata, y una caperuza negra del Ku Klux Klan. Como era un poco distraído, se le había olvidado quitársela. La policía y los aduaneros, imaginando que a bordo se celebraba algún baile de trajes, lo dejaron pasar. Pero la tripulación del barco notó algo raro en él, y a su llegada a Frihavnen fue entregado a un policía danés de bastante edad que estaba desarmado. Éste casi dejó caer su botella de cerveza, asombrado, cuando su prisionero, afablemente, le entregó dos pistolas cargadas, una bayoneta y una granada de mano y lo colocó todo sobre una mesa en una pequeña habitación de la comisaría de Frihavnen. El danés, sin embargo, se recobró pronto. Resultaba muy agradable detener a un hombre con un apellido tan bonito. «Hof» en danés significa restaurante.
Aparte de un billete de ferrocarril para Frankfurt, Hoff llevaba consigo cierta cantidad de dinero; para ser exactos cuarenta marcos alemanes, dos billetes daneses de diez coronas, y unas cuatro coronas en dinero sueco. Ése era todo el botín que pudieron recuperar.
Lo cual reducía las pérdidas del banco a 1613496 coronas con 65 ore.
Mientras tanto, en Estocolmo estaban sucediendo las cosas más extrañas. La peor de ellas le aconteció a Einar Rönn.
Le había sido asignada, junto con seis patrulleros, la poco importante tarea de mantener la vigilancia en Rosenlundsgatan y apresar al Empresario A. Como la calle es muy larga, había distribuido su pequeña fuerza del modo más inteligente posible: una patrulla volante de dos hombres en un coche y los otros colocados en puntos estratégicos a lo largo del camino. Apisonadora Olsson le dijo que se lo tomara con tranquilidad y que, sobre todo, pasara lo que pasara, no perdiese la calma.
A las 2.38 estaba parado en la acera de enfrente de Bergsgruvan, sintiéndose bastante tranquilo, cuando se le acercaron a él dos jóvenes. Su aspecto era similar al de la mayoría de la gente de hoy: iban sucios.
—¿Tiene fuego? —le preguntó uno de ellos.
—No —contestó Rönn tranquilamente—. No tengo.
Un segundo después una navaja apuntaba su vientre, mientras que una cadena de bicicleta era volteada a una inquietante proximidad de su cabeza.
—Y ahora tú, jodido y maldito poli —dijo el joven de la navaja. Y seguidamente, se dirigió a su compañero—. Tú quítale la cartera. Yo le quitaré el reloj y el anillo. Luego lo haremos rodajas.
Rönn no había sido nunca un campeón de jiujitsu o de kárate; pero aún recordaba algo de lo que había aprendido en el gimnasio.
Alargó un pie y le hizo la zancadilla al tipo de la navaja, el cual, asombrado, cayó y quedó sentado en el suelo. Sin embargo, el resto no le salió tan bien a Rönn. Aunque dobló la cabeza con toda la rapidez que pudo, la cadena de la bicicleta le golpeó en la oreja derecha; pero antes de que todo se volviera oscuro a sus ojos, agarró al atacante número dos y, al caer, lo arrastró consigo a la acera.
—Ésta es tu última caída, bastardo —susurró el tipo de la navaja.
Pero en aquel momento apareció la patrulla volante, y cuando Rönn pudo ver de nuevo, los patrulleros, con sus porras de goma y las culatas de sus pistolas, ya habían arreado una buena paliza a los dos atacantes caídos y, además, los habían esposado.
El de la cadena de bicicleta fue el primero en recobrarse. Llena la cara de sangre, miró a su alrededor y dijo, como es costumbre:
—¿Qué ha pasado?
—Pues que te has metido en una trampa de la policía, muchacho —le contestó uno de los patrulleros.
—¿Una trampa de la policía? ¿Para nosotros? ¿Se han vuelto locos? Sólo queríamos divertirnos un poco con un poli.
De nuevo a Rönn le salió un chichón en la cabeza. Fue la única lesión física sufrida aquel día por un miembro de la patrulla especial. Todas sus otras heridas eran de naturaleza psicológica.
En el autobús gris, equipado con todo lo imaginable y que servía de cuartel general de operaciones, Apisonadora Olsson apenas podía permanecer sentado de pura excitación. Algo que molestaba mucho no sólo al operador de radio, sino también a Kollberg.
A las 2.45, cuando la tensión hubo alcanzado su punto crítico, los segundos empezaron a transcurrir con lentitud agónica.
A las 3 el personal del banco se dispuso a cerrar, y la numerosa unidad de policía que había dentro del banco, dirigida por Gunvald Larsson, no tuvo nada que objetar con respecto a que se hiciera lo que se tenía que hacer.
Una sensación de gran vacío empezó a apoderarse de todos ellos; pero Apisonadora Olsson dijo:
—Caballeros, hemos sido engañados sólo temporalmente. Werner Roos ha supuesto que nosotros habíamos averiguado algo, y espera que abandonemos. Hará que Malmström y Mohrén ataquen el próximo viernes, es decir, dentro de una semana. Bueno, es él quien está perdiendo el tiempo, no nosotros.
A las 3.30 llegó el primer informe verdaderamente inquietante. Era tan alarmante que todos se retiraron en seguida a Kungsholmen, para esperar allí el desarrollo de los acontecimientos. En las horas siguientes el télex no cesó de enviar nuevos mensajes.
Poco a poco se fueron conociendo todos los detalles aunque para ello aún se requirió algún tiempo.
—Está visto que «Milán» no significaba lo que usted pensó —dijo Kollberg fríamente.
—No —repuso Apisonadora—, sino Malmö. Han sido listos.
Durante un buen rato ambos permanecieron sentados y sin hacer nada.
—¿Quién demonios iba a saber que había en Malmö una calle con el mismo nombre? —comentó Gunvald Larsson.
—O que casi todos los bancos nuevos tienen el mismo plano —añadió Kollberg.
—¡Nosotros debíamos haberlo sabido, caballeros! —gritó Apisonadora—. Roos lo sabía. Es más barato construir todos los bancos según un plano idéntico. Roos nos entretuvo en Estocolmo. Pero la próxima vez no se escapará. No tenemos más que esperar esa próxima vez.
Apisonadora, al parecer, se había recobrado. Se levantó y preguntó:
—Y ¿dónde está Werner Roos?
—En Estambul. Se fue allí a descansar unos días —explicó Gunvald Larsson.
—¡Claro! —exclamó Kollberg—. Y ¿dónde cree usted que Malmström y Mohrén están descansando?
—Eso da igual —repuso Apisonadora, que había recobrado parte de su antiguo fuego—. Les es fácil irse y volver. Pronto estarán otra vez aquí. Entonces habrá llegado nuestro momento.
—¿Usted cree? —preguntó Kollberg, dubitativo.
La situación ya había dejado de ser misteriosa, era muy tarde.
Malmström, por ejemplo, había llegado a su hotel de Ginebra, donde tenía una habitación reservada desde hacía tres semanas.
Mohrén estaba en Zurich. Pero al día siguiente iba a América del Sur.
En aquellos últimos minutos en el cobertizo donde habían cambiado de coche, no tuvieron mucho tiempo para hablar.
—No vayas a tirar tu dinero, tan difícilmente ganado, en calzoncillos y mujeres fáciles —le sermoneó Mohrén.
—¡Cuánta pasta! —exclamó Malmström—. Y ¿qué hacemos con la chatarra?
—Depositarla en algún banco, por supuesto —dijo Mohrén—, ¿dónde, si no?
Un par de días después Werner Roos estaba sentado en el bar del Estambul Hilton tomándose un daiquiri y leyendo el Herald Tribune. Era la primera vez que había logrado atraer hacia sí la atención de este orgulloso periódico. Era un artículo a una columna, muy breve, bajo el lacónico encabezamiento de «Atraco a un banco sueco». El texto mencionaba los hechos más importantes: por ejemplo, la cantidad de dinero robado. Por lo menos medio millón de dólares. Y una información menos importante: «Un representante de la policía sueca ha manifestado hoy que creen conocer la organización responsable del atraco».
Un poco más adelante otra noticia de Suecia. «Fuga en masa de una prisión. Quince de los atracadores de bancos más peligrosos de Suecia escaparon hoy saltando la tapia de la prisión de Kumla, que hasta ahora se consideraba a prueba de fugas».
Esta última noticia llegó a Apisonadora Olsson justo cuando, por primera vez en varias semanas, se había ido a la cama con su esposa. Se levantó inmediatamente de un salto, y empezó a recorrer el dormitorio, repitiendo con delicia:
—¡Qué posibilidades! ¡Qué fantásticas posibilidades! ¡Ahora es la guerra a muerte! ¡Guerra a muerte!
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Aquel mismo viernes, Martin Beck llegó a la casa de Tulegatan a las 5.15. Llevaba su rompecabezas bajo el brazo, y en su mano una bolsa conteniendo algunas botellas compradas en el Monopolio Estatal de Licores. Se encontró con Rhea en la planta baja. Ella bajaba ruidosamente por las escaleras con sus chanclos rojos, sin más abrigo que su rebeca color malva pálido. Llevaba una bolsa de basuras en cada mano.
—¡Hola! —le saludó—. Me alegro de que haya venido. Tengo algo que enseñarle.
—Deje que le ayude.
—Es basura —repuso ella—. Y además, ya tiene las manos ocupadas. ¿Ha traído el rompecabezas?
—Sí.
—Bien. Abra la puerta, ¿quiere?
Él le abrió la puerta del patio y vio como ella se dirigía hacia los cubos de basura. Sus piernas eran como todo lo de ella: sólidas, musculosas, bien formadas. Cuando la tapa del cubo de basura cayó de golpe, haciendo gran ruido, ella se volvió y regresó corriendo. Corría como una deportista, erguida, con la cabeza gacha, sabiendo a dónde iba.
También subió medio corriendo las escaleras, así que él tuvo que subir los escalones de dos en dos para mantenerse a la altura de ella.
En la cocina, sentadas, dos personas tomaban té; una era la chica llamada Ingela, el otro era alguien a quien él no conocía.
—¿Qué es lo que me iba a enseñar usted?
—Venga.
Él la siguió.
Ella le señaló una puerta.
—Ahí tiene —dijo—. Una habitación cerrada.
—¿El cuarto de los niños?
—Exacto —repuso ella—. No hay nadie, y está cerrada por dentro.
Él se la quedó mirando fijamente. Ella parecía feliz, y en extremo saludable. Empezó a reír, con una risa franca y ronca.
—Los chicos disponen de una aldabilla en la parte interior —explicó—. La puse yo misma. Al fin y al cabo, tienen derecho a gozar de paz y tranquilidad si lo desean.
—Pero ellos no están en casa.
—¡Qué tonto! —dijo ella—. Yo estaba ahí dentro pasando el aspirador, y cuando acabé, cerré la puerta tras de mí. Quizá con demasiada fuerza, de modo que la aldabilla se cerró de golpe. Y ahora no puedo abrir.
Él intentó abrir la puerta, pero no consiguió moverla lo más mínimo.
—La aldabilla está en la puerta, y la hembrilla en el marco —explicó ella—. Son de un metal duro.
—Y, ¿cómo logrará usted abrir?
Ella se encogió de hombros y contestó:
—Supongo que forzándola. Es cosa suya. Para estas cosas es para lo que se necesita un hombre en casa. Al menos eso dicen.
Debía de parecer un tonto allí parado, porque ella se echó a reír de nuevo. Luego, pasándose el dorso de la mano rápidamente por la mejilla, dijo:
—No se preocupe. Puedo hacerlo yo misma.
—¿Es posible introducir algo a través de la rendija?
—No hay ninguna rendija. Ya le dije que esa aldabilla la puse yo misma. Y lo hice bien.
Y era verdad. La puerta no cedía más que unos milímetros.
Ella agarró el pomo de la puerta, que se abría hacia fuera, se quitó el zapato derecho de un puntapié, y puso el pie contra el marco.
—No, déjeme a mí —dijo él.
—Está bien —y retrocedió para reunirse con los que estaban en la cocina.
Martin Beck echó primero un vistazo a la puerta. Luego hizo lo mismo que ella había hecho. Puso un pie contra el marco y agarró el pomo de la puerta, que parecía viejo y sucio. La verdad es que no había otra forma. A menos de romper las clavijas de las bisagras.
La primera vez no empleó todas sus fuerzas. La segunda vez, sí. Pero no tuvo éxito hasta el quinto intento. Los tornillos se salieron de la madera con un quejido, y la puerta se abrió violentamente.
Fueron los tornillos de la aldabilla los que habían saltado. La hembrilla seguía firmemente fija en el marco. Era de una sola pieza con una chapa con cuatro agujeros. La aldabilla seguía enganchada en la hembrilla. Era muy gruesa y parecía imposible doblarla. De acero, probablemente.
Martin Beck miró en torno suyo. El cuarto de los niños estaba vacío, y la ventana se hallaba firmemente cerrada.
Para colocar la aldabilla de nuevo, tanto ésta como la hembrilla tendrían que ser trasladadas unos dos centímetros. La madera alrededor de los viejos agujeros para los tornillos había quedado deteriorada.
Se dirigió hacia la cocina, donde todos hablaban a la vez, discutiendo sobre el genocidio en Vietnam.
—Rhea —preguntó— ¿dónde guarda usted las herramientas?
—Allí, en el baúl.
Señaló con el pie porque tenía las manos ocupadas. Estaba enseñando a otra chica cómo se hacía un punto de ganchillo.
Él sacó un destornillador y una lezna.
—No hay prisa —dijo ella—. Tome una taza de té, venga aquí y siéntese. Anna ha hecho unos bollos.
Él se sentó y comió un bollo recién cocido. Aunque había seguido la conversación, sus pensamientos estaban lejos. Luego recordó otra cosa.
Permaneció sentado y en silencio, tratando de recordar una conversación grabada en cinta magnetofónica, hacía once días.
Conversación en un pasillo del Ayuntamiento de Estocolmo, martes 4 de agosto de 1972.
MARTIN BECK: ¿Así que cuando usted rompió las clavijas y abrió la puerta, entró en el apartamento?
KENNETH KVASTMO: Sí.
MARTIN BECK: ¿Quién entró primero?
KENNETH KVASTMO: Yo. Kristiansson se sintió enfermo a causa del mal olor.
MARTIN BECK: ¿Qué hizo usted cuando hubo entrado?
KENNETH KVASTMO: El olor era horrible. La luz, muy escasa; pero pude ver el cadáver en el suelo, a dos o tres metros de la ventana.
MARTIN BECK: ¿Y luego? Trate de recordar con detalle.
KENNETH KVASTMO: Allí apenas sí se podía respirar. Pasé junto al cadáver y me dirigí hacia la ventana.
MARTIN BECK: ¿Estaba cerrada?
KENNETH KVASTMO: ¡Claro! Y la persiana corrida. Traté de subirla, pero no pude. El muelle estaba desenrollado. Pero imaginé que bastaría abrir la ventana para que entrara un poco de aire.
MARTIN BECK: Y ¿qué hizo usted entonces?
KENNETH KVASTMO: Aparté la persiana y abrí la ventana. Luego enrollé la persiana y coloqué el muelle, aunque eso lo hice después.
MARTIN BECK: Así que la ventana estaba cerrada.
KENNETH KVASTMO: Sí, por lo menos tenía corrida una aldabilla. La solté y abrí la ventana.
MARTIN BECK: ¿Recuerda usted si la aldabilla era la superior o la inferior?
KENNETH KVASTMO: No estoy seguro. Creo que la superior. No recuerdo cómo estaba la inferior. Creo que abrí esa también. No… no estoy seguro.
MARTIN BECK: Pero, ¿está usted seguro de que la ventana tenía echada la aldabilla por dentro?
KENNETH KVASTMO: Totalmente, absolutamente seguro.
Rhea le dio en broma un puntapié en la espinilla.
—¡Tome un bollo, hombre! —le dijo.
—Rhea —preguntó él—. ¿Tiene usted una linterna?
—Claro, colgando de un clavo en el armario de la limpieza.
—¿Me la presta?
—Naturalmente.
—Voy a salir. Volveré pronto y arreglaré esa puerta.
—Bien —contestó ella—. Hasta la vista.
—Hasta la vista —repuso Martin Beck. Tomó la linterna, llamó un taxi, y se dirigió a Bergsgatan.
Permaneció un rato en la acera, mirando a la ventana del otro lado de la calle. Luego dio la vuelta. El parque Kronoberg se extendía por una elevación del terreno. La ladera, rocosa y pendiente, estaba cubierta de matorrales.
Fue subiendo hasta llegar a una posición frente a la ventana, casi al mismo nivel de ésta, a distancia de unos veinticinco metros. Sacó un bolígrafo del bolsillo y lo apuntó hacia el rectángulo oscuro de la ventana. La persiana estaba corrida; al casero, la policía le había prohibido alquilar el apartamento hasta nueva orden.
Martin Beck se movió hasta encontrar el mejor sitio. No era buen tirador; pero si su bolígrafo hubiera sido una automática del cuarenta y cinco, podría haber acertado a cualquiera que se hubiera asomado a la ventana. De eso estaba seguro.
Allí estaba bien oculto. Naturalmente, a mediados de abril la vegetación debía de tener menos follaje; pero incluso entonces habría sido posible esconderse sin llamar la atención, con tal de que uno no se moviera.
Lucía ahora la plena luz diurna; pero incluso al caer la tarde con las luces de los faroles callejeros habría bastado. La oscuridad, por lo demás, habría ofrecido mejor protección a cualquiera que permaneciese en la ladera. Con todo, no era verosímil que nadie disparase desde allí sin usar silenciador.
De nuevo consideró atentamente qué sitio sería el mejor. Y utilizándolo como punto de partida, inició la investigación. Pocas personas pasaban por debajo de él. Las que lo hacían se detuvieron al oírle rebuscar entre los arbustos; pero sólo un momento. Luego proseguían presurosos su camino; quizá temían verse mezclados en algún asunto.
Buscó sistemáticamente. Empezó por su derecha. Casi todas las pistolas automáticas expulsan sus cartuchos hacia la derecha; pero, ¿a qué distancia y en qué dirección? Era un trabajo que requería paciencia. Se alegró de haber traído la linterna. Martin Beck no pensaba abandonar.
Al cabo de una hora y cuarenta minutos encontró el cartucho vacío. Se hallaba entre dos piedras, parcialmente cubierto por hojas y barro. Había llovido mucho desde abril. Perros y otros animales habían deambulado por allí; y también algunas personas, quizás algunos que se empeñaban en quebrantar las leyes bebiendo cerveza en lugares públicos.
Tomó el pequeño cilindro de metal, lo envolvió en un pañuelo, y lo guardó en el bolsillo.
Luego se dirigió hacia el este a lo largo de Bergsgatan. Cerca del Ayuntamiento encontró un taxi y se hizo llevar al laboratorio de criminología. A esta hora debía de estar cerrado; pero confiaba en que hubiera alguien. Casi siempre había alguien trabajando fuera del horario normal. Pero tuvo que hablar mucho antes de que alguien se hiciera cargo de su hallazgo.
Al final, sin embargo, los convenció. Metió aquello en una bolsa de plástico y cuidadosamente rellenó un impreso con los detalles.
—Y naturalmente —dijo uno de los técnicos— usted tendrá mucha prisa en saber los resultados.
—No demasiada —reconoció Martin Beck—. De hecho no tengo prisa; pero le agradecería que le echara un vistazo cuando pueda.
El técnico se quedó mirando la bolsa con el cartucho. No había mucho que mirar: aquel objeto estaba aplastado y sucio. No parecía ofrecer muchas perspectivas.
—Sólo por eso —le contestó el técnico— lo haré tan pronto como pueda. Estamos hasta las narices de compañeros suyos que vienen aquí diciendo que no hay un segundo que perder.
Vio que era tan tarde que le pareció que debía de llamar a Rhea.
—¡Hola! —le contestó ella—. Estoy sola y la puerta de la calle está cerrada; pero le arrojaré la llave.
—Tengo que arreglarle esa puerta.
—Ya la he arreglado yo. ¿Ha hecho lo que pretendía?
—Claro.
—Bien, entonces supongo estará aquí dentro de media hora.
—Más o menos.
—Grite desde la acera. Le oiré.
Él llegó allí poco después de las once y silbó. Al principio no sucedió nada. Luego bajó ella, descalza, con su larga bata roja, y abrió la puerta.
Una vez arriba, en la cocina, ella le preguntó:
—¿Empleó usted la linterna?
—Sí, me sirvió de mucho.
—¿Abrimos ahora la botella de vino? Y, a propósito, ¿ha traído usted algo que comer?
—Nada.
—Malo. Prepararé algo. No tardaré. Debe de estar hambriento.
Sí, quizás estuviera hambriento.
—¿Cómo sigue el asunto de Svärd?
—Parece que se va aclarando.
—¿Cómo? Cuénteme. ¡Soy tan curiosa!
A la una de la noche la botella estaba vacía.
Ella bostezó.
—Y a propósito —dijo—. Mañana salgo fuera de la ciudad. Volveré el lunes. Quizás el martes.
Él estuvo a punto de decir: «¡Ahora sí que me ha fastidiado!».
—Usted no quiere irse a su casa —declaró ella.
—No.
—Puede quedarse a dormir aquí.
Él asintió.
Ella le dijo:
—No es fácil dormir conmigo en la misma cama. Doy continuamente puntapiés, incluso dormida.
Él se desnudó y se metió en la cama.
—¿Le gustaría que me quitase la bata? —preguntó ella.
—¡Claro!
—Está bien.
Se la quitó y se acostó a su lado.
—Pero la diversión ha terminado —dijo.
Él pensó que hacía dos años que no había compartido el lecho con otro ser humano. Martin Beck se resignó. El cuerpo de la mujer era cálido e inmediato.
—No hay tiempo de empezar ese rompecabezas —comentó ella—. Tendremos que probar la semana próxima.
Seguidamente él se quedó dormido.