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La chica que se llamaba a sí mismo Monita, aún no conocía a Filip Faithful Mauritzon en aquel día de verano de hacía tres años, cuando ella fue fotografiada en una escollera en Moja, una isla del archipiélago de Estocolmo.

Aquel verano había sido el último de los seis años que estuvo casada con Peter; en el verano él había conocido a otra mujer, y poco después de Navidad dejó a Monita y a su hija de cinco años de edad, Mona. Ella hizo lo que él le pidió y solicitó un rápido divorcio basándose en su infidelidad; él tenía prisa por casarse con su nueva mujer, que ya estaba embarazada de cinco meses cuando le concedieron el divorcio. Monita conservó el apartamento de dos habitaciones en Hökarängen, un suburbio, y ni siquiera se discutió que la niña se quedara al cuidado de ella. Peter renunció a su derecho de ver de vez en cuando a su hija; después resultó que tampoco cumplió con su deber de contribuir al mantenimiento de la niña.

El divorcio no sólo empeoró gravemente la situación económica de Monita, sino que la obligó a interrumpir sus estudios, que acababa de empezar. Y esto fue lo que más la deprimió.

Conforme pasó el tiempo, ella empezó a tener dificultades por su falta de cultura y preparación; porque ella nunca había tenido la posibilidad de estudiar o aprender una profesión. Cuando terminó sus nueve años de escuela obligatoria, quiso tener un año libre antes de entrar en un colegio de enseñanza media. Y a finales de aquel año conoció a Peter. Se casaron, y sus planes para proseguir estudios superiores fueron dejados de lado. Al año siguiente les nació la niña. Peter empezó a ir a una escuela nocturna. Acordaron que cuando él hubiera completado su educación, le llegaría a ella el turno. Pero lo decidieron el año antes de divorciarse. Cuando Peter la dejó, ella vio que eran irrealizables sus planes para conseguir una formación cultural; también le fue imposible encontrar una cuidadora para su hija, y aunque la hubiera encontrado el gasto era algo que no estaba a su alcance.

Los dos primeros años después de que su hija hubiera venido al mundo, los pasó Monita en su casa; pero tan pronto como pudo meter a la niña en una guardería, volvió a trabajar. Anteriormente, es decir, al mes de haber dejado la escuela, hasta pocas semanas antes del nacimiento de su hija, desempeñó una serie de empleos. Durante aquellos años había sido secretaria, cajera en un supermercado, dependienta, obrera en una fábrica y camarera. Era un alma inquieta. En cuanto no se sentía a gusto o le parecía que necesitaba un cambio, abandonaba su empleo y buscaba otro nuevo.

Cuando, tras una interrupción involuntaria de dos años, volvió a buscar trabajo, descubrió que esto era ahora más difícil y que ya no tenía mucho donde elegir. Como no tenía oficio ni conocidos influyentes, sólo podía aspirar a los empleos peor pagados y menos estimulantes. Ahora ya no le resultaba tan fácil cambiar de empleo si se hartaba del que tenía; pero cuando empezó a estudiar de nuevo y el futuro le pareció más brillante, la enervante monotonía del trabajo en una línea de montaje le pareció más fácil de soportar.

Durante tres años permaneció en su empleo en una fábrica de productos químicos en uno de los suburbios meridionales de Estocolmo. Pero cuando se le concedió el divorcio y se quedó sola con su hija, se vio obligada a aceptar un tumo más corto y peor pagado. Se sintió como metida en una trampa. De repente, desesperada, abandonó su empleo, sin saber lo que iba a hacer al día siguiente.

Mientras tanto el problema del desempleo había ido empeorando, y la falta de trabajo era tan grave que incluso profesionales de carrera con títulos y altas calificaciones, se veían obligados a aceptar trabajos mal retribuidos que estaban muy por debajo de su capacidad.

Durante cierto tiempo Monita estuvo sin trabajo. Recibía la pequeña paga que le daba el seguro de desempleo; pero cada vez se sentía más deprimida. Sólo pensaba en el problema de atender a los gastos del mes: alquiler, comida y ropas para Mona, que consumían todo lo que ella podía obtener. No podía permitirse el lujo de comprarse ropas para ella y tuvo que dejar de fumar. Cada vez era más grande el montón de facturas impagadas. Al final se tragó su orgullo y pidió a Peter que la ayudara; al fin y al cabo la ley obligaba a él a ayudar al mantenimiento de Mona. Aunque él se quejó de que ahora tenía su propia familia en que pensar, le dio quinientas coronas, que ella empleó inmediatamente en pagar algunas de sus deudas.

Excepto en aquellas tres semanas, cuando trabajó como temporera en una oficina y un par de semanas sacando grandes hogazas en una importante panadería, Monita no tuvo empleo fijo durante el otoño de 1970. No es que hubiera encontrado desagradable en sí esta falta de trabajo. Era estupendo poder quedarse en la cama hasta tarde por las mañanas y estar con Mona todo el día, y de no haber tenido todas aquellas preocupaciones monetarias, la falta de trabajo no le habría importado. Conforme pasaba el tiempo, se había desvanecido su deseo de proseguir su educación. ¿Qué sentido tenía desperdiciar tiempo y energías acumulando deudas, cuando todo lo que una recibía a cambio de tantos dolores eran exámenes y la dudosa satisfacción de haber enriquecido ligeramente sus conocimientos? Además, había empezado a sospechar que necesitaría mucho más que salarios más altos y condiciones agradables de trabajo, antes de que tuviera sentido participar en el sistema industrial-capitalista.

Poco antes de Navidad fue con Mona a visitar a su hermana en Oslo. Sus padres habían muerto en un accidente de automóvil hacía cinco años, y su hermana era la única pariente cercana que tenía. Después de la muerte de sus padres había llegado a ser costumbre en ellas celebrar la Navidad en casa de la hermana. Para conseguir el dinero necesario para el billete tuvo que ir a una casa de empeños para pignorar los anillos de boda de sus padres y otras pequeñas joyas que había heredado de ellos. Permaneció en Oslo dos semanas, y cuando regresó a Estocolmo después de Año Nuevo había aumentado dos kilos y medio de peso y se sentía con más ánimos de lo que se había sentido en mucho tiempo.

En febrero de 1971, Monita celebró su vigesimoquinto cumpleaños. Ya había transcurrido un año desde que Peter la dejara, y Monita pensó que había cambiado más en aquel intervalo que durante todo el tiempo de su matrimonio. Había madurado y descubierto nuevos aspectos de sí misma, y eso habría de hacerle bien. Pero también se había vuelto más dura, más resignada y un poco amargada. Y eso no era bueno para ella. Sobre todo, se sentía muy sola.

Como madre solitaria de una niña de seis años que le ocupaba todo su tiempo y viviendo en un piso de un complejo de grandes bloques de viviendas en un suburbio donde todo el mundo parecía levantar barreras alrededor de su vida privada, tenía escasas posibilidades de poner fin a este aislamiento.

Poco a poco dejó de ver a sus antiguas amistades y conocidos, que ya no fueron más a verla. Y no queriendo dejar a su hija sola, salía muy raramente, y por falta de dinero no se podía permitir ningún entretenimiento. Durante el período que siguió a su divorcio, algunos de sus amigos u otras personas iban a verla; pero Hökarängen estaba muy lejos y pronto se cansaron. Ella se sentía a menudo desanimada y muy deprimida, era de suponer que la impresión que causaba a sus amigos era tan mala que no les quedaban ganas de volver a visitarla.

Daba largos paseos con su hija y volvía a casa con montones de libros de la biblioteca pública, y los leía en las horas solitarias y silenciosas cuando ya Mona estaba durmiendo. Era raro que sonara el teléfono. No tenía a quien llamar, y cuando finalmente le quitaron el teléfono por falta de pago, ni siquiera notó la diferencia. Se sentía como una prisionera en su propia casa; pero gradualmente su reclusión empezó a considerarla seguridad, y la existencia fuera de las paredes de su triste apartamento suburbano le parecía cada vez más irreal y remota.

A veces, de noche, yendo y viniendo, sin objeto, entre la sala de estar y la cocina, demasiado cansada para leer y demasiado nerviosa para dormir, le parecía que estaba volviéndose loca. Era como si sólo tuviera que ir un poco más allá; las barreras caerían y la locura irrumpiría por ellas.

A menudo había pensado en suicidarse, y muchas veces sentía una indefensión y ansiedad tan agudas que sólo pensar en su hija le impedía quitarse la vida.

Le preocupaba muchísimo la niña. Pensando en el futuro de su hija lloraba amargamente. Quería que creciera en un medio cálido, seguro y humano, donde la carrera de ratas por el poder, el dinero y la categoría social no convirtieran a todo el mundo en enemigo, y donde las palabras «comprar» y «propiedad» no fueran consideradas sinónimo de felicidad. Quería dar a su hija una posibilidad de desarrollar su personalidad, y no que fuera formada para encajar en uno de los casilleros que la sociedad le tenía preparados. Quería que su hija sintiera el gozo del trabajo compartiendo con otros la vida, la seguridad; y quería que ella sintiera la propia estimación.

Tales demandas tan elementales para la existencia de su hija no le parecían presuntuosas; pero se daba cuenta claramente de que jamás realizaría tales esperanzas mientras siguieran viviendo en Suecia. No tenía la menor idea de cómo conseguir dinero para emigrar, y su desesperación y desaliento amenazaban con convertirse en resignación y apatía.

Cuando volvió a su casa después de su viaje a Oslo, decidió tomarse las cosas con calma y hacer algo para mejorar su situación. Para tener más libertad y también para evitar que Mona se convirtiera en una niña demasiado solitaria, trató, por décima vez, de conseguir para ella una plaza en una guardería diurna que había muy cerca del edificio donde ella vivía. Para sorpresa suya había una plaza disponible, y Mona fue admitida en seguida.

Un poco al azar, Monita empezó a contestar anuncios en los que se ofrecía trabajo. Mientras tanto, no dejaba de pensar en su principal problema: ¿Qué podía hacer ella para conseguir dinero? Se daba perfecta cuenta de que necesitaba mucho si había de cambiar radicalmente de modo de vida. Quería a toda costa irse al extranjero. Se sentía cada vez menos satisfecha, y había empezado a odiar aquella sociedad que se jactaba de una prosperidad que en realidad sólo disfrutaba una minoría de privilegiados, mientras que el privilegio de la gran mayoría era trabajar sin cesar para que no se detuviera la maquinaria de aquella prosperidad.

Una y otra vez sus pensamientos giraron en torno a los diversos modos de hacerse con un pequeño capital. Le parecía que el problema era insoluble. Ganarlo trabajando honradamente era algo en que no había ni que pensar. Incluso cuando tenía empleo, el salario que le quedaba, hechos los descuentos por cotizaciones, apenas le bastaba para pagar el alquiler y la comida.

Sus esperanzas de acertar una quiniela eran muy pocas; aunque cada semana rellenaba una según el sistema de treinta y dos columnas, al menos para no perder las ilusiones.

No podía esperar que nadie le dejara en herencia una fortuna, ni que algún millonario gravemente enfermo le propusiera casarse con ella y se muriera la noche de bodas.

Por supuesto que había chicas que ganaban mucho dinero como prostitutas. Hasta conocía a una. Ya no hacía falta ni siquiera esperar en la esquina de una calle; bastaba con hacerse pasar por modelo y alquilar un estudio o ponerse a trabajar en algún salón de masajes o en algún elegante sex club. Pero sólo pensar en ello le parecía repulsivo.

El único camino que, en consecuencia, le quedaba era robar el dinero. Pero ¿cómo?, y ¿dónde? Además, era demasiado honrada para hacerlo. Así que, de momento, se decidió a ponerse a trabajar decentemente, lo cual resultó más sencillo que lo que ella se había atrevido a esperar.

Consiguió trabajo como camarera en un restaurante muy concurrido del centro de la ciudad. Su horario de trabajo era corto y conveniente y lograba muy buenas propinas. Uno de los clientes que frecuentaban el restaurante era Filip Faithful Mauritzon.

Un día él, hombrecillo insignificante pero de aspecto decente, se sentó a una de las mesas servidas por Monita, y pidió un plato de carne de cerdo con nabos machacados. Él le dijo algunas palabras amables y bromeó mientras ella tomaba nota, pero no había nada en él que atrajera en particular la atención de Monita. Ni tampoco, por otra parte, había nada en Monita que despertara especial interés en Mauritzon, al menos aquella vez.

Como Monita habría de descubrirlo poco a poco, su tipo y aspecto eran bastante comunes. Las personas que sólo la habían visto una o dos veces, apenas la reconocían a la vez siguiente. Tenía el pelo negro, ojos azules grisáceos, buena dentadura y rasgos regulares. Era de estatura media (metro sesenta y cinco) y físico normal, pesaba unos cincuenta y cuatro kilos. Había hombres que decían que era guapa; pero eso sólo después de conocerla bien.

Cuando Mauritzon, por tercera vez en una semana, se sentó a una de sus mesas, Monita lo reconoció y supuso que iba a pedir el plato del día: salchichas y patatas hervidas. La última vez había pedido pastel de cerdo.

Pidió las salchichas y un vaso de leche como bebida. Cuando ella se lo insinuó, él se la quedó mirando y le preguntó:

—¿Es usted nueva aquí señorita?

Ella contestó que sí. No era la primera vez que él le había hablado; pero estaba acostumbrada al anonimato, y su uniforme de camarera no contribuía a facilitar la identificación.

Cuando ella le entregó la nota, él le dio una sustanciosa propina y le dijo:

—Espero que le guste este sitio, señorita, porque a mí me gusta. La comida es buena; así que cuide su figura.

Antes de marcharse le hizo un guiño amable.

Durante las semanas siguientes Monita se fijó en que aquel hombrecillo remilgado que siempre comía los alimentos más sencillos y no bebía nada más que leche se sentaba siempre a una de las mesas servidas por ella. Antes de sentarse, tomó la costumbre de quedarse un rato de pie junto a la puerta, mirando qué mesas eran las que ella atendía. Esto la sorprendió, pero le halagó un poco.

No se consideraba una gran camarera. Le era difícil mantener una máscara de impasibilidad ante los clientes quejosos o impacientes, y siempre que alguien la fastidiaba le soltaba alguna de las suyas. También a veces se perdía en sus propios pensamientos y a menudo estaba distraída y olvidaba las cosas. Por otra parte era fuerte y trabajaba con rapidez, y con los clientes que ella imaginaba que lo merecían se mostraba amable sin ser obsequiosa o tonta como algunas de sus compañeras.

Mauritzon, cada vez que acudía al restaurante, le decía algunas palabras. Y poco a poco ella empezó a mirarlo como a un viejo conocido. Sus modales corteses y ligeramente anticuados, que en cierto modo no parecían armonizar con los enérgicos puntos de vista que él expresaba sobre todo lo divino y humano, la fascinaban.

Aunque Monita no se sentía feliz en su nuevo trabajo, tampoco lo encontraba demasiado malo. Terminaba la jornada antes de que cerrasen la guardería, así que tenía tiempo para recoger a Mona. Y ella ya no se sentía tan desesperadamente aislada y solitaria, aunque seguía alimentando las insensatas esperanzas de que un día podría abandonar Suecia por otro clima más propicio. Ahora Mona tenía algunas amiguitas con quienes jugaba en la guardería, y se mostraba impaciente por llegar allí cada mañana. Su mejor amiga vivía en el mismo edificio, y Monita llegó a conocer a los padres, un matrimonio joven y muy amable. Con ellos había llegado a un acuerdo, en virtud del cual cuidaban mutuamente de sus respectivas hijas, por la noche, cuando ella o ellos no tenían más remedio que salir. Varias veces ella tuvo a la compañera de juegos de Mona como huésped por una noche, y Mona había dormido dos veces en casa de su amiga, aunque en tales ocasiones Monita no había podido hacer nada mejor que ir a la ciudad al cine. Aun así este acuerdo le daba una sensación de libertad y más tarde se demostraría que era de lo más práctico.

Un día de abril, cuando llevaba trabajando en su nuevo empleo poco más de dos meses y estaba allí, de pie, con las manos enlazadas sobre el delantal, soñando despierta, Mauritzon la llamó a su mesa. Ella se acercó a él, asintió ante su plato de sopa de guisantes que él apenas había tenido tiempo de probar, y le preguntó:

—¿Tiene algo de malo?

—Es excelente, como siempre —dijo Mauritzon—; pero es que se me ha ocurrido algo. Yo me atraco aquí día tras día mientras usted va de un lado para otro trabajando. Quiero invitarla a comer conmigo, para cambiar. A cenar una noche, por supuesto, cuando usted esté libre. Mañana, por ejemplo.

Monita no vaciló mucho. Ya hacía tiempo que lo consideraba un hombre honesto, sobrio y trabajador, un poco excéntrico, aunque no peligroso, hasta encantador. Además, hacía tiempo que esperaba esta invitación suya y ya estaba dispuesta a dar una respuesta afirmativa cuando él se lo pidiera. Así que le contestó.

—Bueno, ¿por qué no?

Tras pasar la noche de aquel viernes en compañía de Mauritzon, Monita sólo necesitó revisar su opinión en dos aspectos: él no era perfecto y posiblemente tampoco era un buen trabajador; pero no por eso dejaba de ser menos encantador. La verdad es que lo encontraba muy interesante.

Durante aquella primavera fueron juntos a varios restaurantes. Cada vez Monita, amable pero con firmeza, rechazó las invitaciones de Mauritzon a que fuera a su casa a descabezar un sueñecito, ni tampoco permitió que él fuese a la suya de Hökarängen.

A principios del verano no lo vio una sola vez, y en julio ella estuvo en Noruega, con su hija, las dos semanas de vacaciones.

El primer día después de su regreso se presentó Mauritzon y se sentó a su mesa de siempre. Aquella misma tarde salieron juntos. Por la noche Monita fue con él a su casa de Armfeldsgatan. Era la primera vez que iban a la cama juntos. A Monita le pareció que era tan sociable en la cama como en todas partes.

Sus relaciones se fueron desarrollando con satisfacción de ambos. Mauritzon no era muy exigente y no insistía en verse con ella más a menudo de lo que ella deseaba, es decir, un par de veces por semana. Él era muy considerado con ella, y ambos encontraban muy agradable su mutua compañía.

Ella, por su parte, se mostraba igual de delicada con él. Mauritzon era muy taciturno, y no quería hablar nunca de sus ocupaciones, de cómo se ganaba la vida; pero aunque ella se hizo muchas preguntas, no era muy curiosa. Tampoco quería que él se mezclara demasiado en su propia vida, y mucho menos en lo concerniente a Mona. Así que tuvo buen cuidado de no meter las narices en sus asuntos. Él no parecía celoso y ella no lo era. O bien él se daba cuenta de que era su único amante, o bien le tenía sin cuidado que fuera con otros hombres. Tampoco él le hizo nunca preguntas acerca de sus amoríos anteriores.

Al llegar el otoño, salieron por la ciudad con menos frecuencia, preferían quedarse en casa de él, donde siempre había algo bueno que comer y pasaban la mayor parte de las tardes y las noches juntos en la cama.

De vez en cuando Mauritzon desaparecía para hacer algún viaje de negocios, aunque nunca le decía a dónde había ido ni de qué negocio se trataba. Monita no era tonta. Pronto llegó a darse cuenta de que sus actividades eran ilegales hasta cierto punto; pero como estaba satisfecha pensando en que era básicamente decente y honesto, supuso que sus actividades al margen de la ley eran de tipo inocuo. Lo tenía por una especie de Robin Hood que robaba a los ricos para socorrer a los pobres. Que hiciera trata de blancas o que vendiese narcóticos a niños era algo que jamás se le ocurrió. Tan pronto como tuvo una oportunidad le dijo de forma velada que no estaba dispuesta a moralizar acerca de los que se aprovechaban de los ricos, o de una sociedad explotada en general. Dijo esto para ver si él le revelaba algo de sus secretos.

Y ciertamente, allá por Navidad, Mauritzon se sintió obligado a iniciar a Monita hasta cierto punto en sus negocios. La Navidad siempre era una época de mucho trabajo en la rama de negocios en que se ocupaba Mauritzon, y ahora, en su entusiasmo por no dejar perder la menor ocasión de ganar un dólar, se había encargado de más tareas de las que podía ocuparse. Se trataba de una imposibilidad física. Una transacción muy complicada requería su presencia en Hamburgo el día siguiente al de Navidad, aunque él había prometido que aquel mismo día haría una entrega en el aeropuerto de Fornebu, en Oslo. Y ya que Monita iba a ir a pasar las Navidades en Oslo, como siempre, la tentación de pedirle que fuera su agente resultó irresistible para él. La tarea no ofrecía grandes riesgos; pero el modo de hacer la entrega era tan poco corriente y complicado, que él difícilmente iba a engañarla haciéndola creer que no era más que un regalo de Navidad. Le dio instrucciones detalladas; pero, sabiendo que ella tenía muy mala opinión del negocio de las drogas, le dijo que en el paquete iban unos moldes fundidos que habrían de utilizarse en una oficina de Correos.

Para servirle como ayudante Monita no tenía nada en contra, y realizó su tarea sin complicaciones.

Él le pagó el viaje y hasta le dio como honorarios unos centenares de coronas.

Aunque estos ingresos extra, tan necesitados y tan fácilmente ganados, debieron haber despertado su codicia, Monita, después de pensar bien el asunto, se mostró indecisa sobre si en el futuro debía encargarse de nada parecido.

No es que tuviera nada contra el dinero; pero suponía el riesgo de terminar en un calabozo, al menos quería saber de qué asunto se trataba. Lamentó no haber echado un vistazo al contenido del paquete y empezó a sospechar que Mauritzon la había engañado. La segunda vez que él le pidió que actuara como emisario suyo, ella se negó. Ir por ahí con paquetes misteriosos conteniendo lo que podía ser desde opio a bombas de relojería era algo que no iba con ella.

Mauritzon debió de comprenderlo intuitivamente, ya que no le pidió más servicios. Aunque su actitud siguió siendo la misma, con el paso del tiempo ella empezó a darse cuenta de aspectos de su naturaleza que no había observado antes. Descubrió que él le decía a menudo mentiras, y, además, sin necesidad, ya que ella jamás le hacía preguntas que pudieran ponerle en un brete. También empezó a sospechar que no era un ladrón de guante blanco, sino más bien un delincuente de poca monta que haría cualquier cosa por conseguir dinero.

Durante los primeros meses del año se vieron con menos frecuencia, no porque Monita se le resistiera, sino porque Mauritzon estaba ocupado de un modo poco corriente y a menudo se encontraba de viaje.

Monita no creyó que él estuviera cansándose de ella, porque cada noche que él tenía libre se ponía muy contento de poder pasarla juntos. En una ocasión en que ella estaba en casa de él, Mauritzon tuvo visita. Fue una tarde a principios de marzo. Sus visitantes, que se llamaban Malmström y Mohrén eran algo más jóvenes que Mauritzon y, al parecer, tenían negocios con él. A ella le gustó particularmente uno de ellos; pero no volvió a verlos.

Para Monita el invierno de 1971 fue horrible. El restaurante en donde ella trabajaba cambió de propietario. Convertido en taberna típica perdió su antigua clientela sin lograr atraer una nueva y, al final, el personal fue despedido y el lugar pasó a ser un local de juego y bebida. Ahora se encontraba de nuevo sin trabajo, y con Mona en la guardería de día o fuera jugando con sus amigas los fines de semana, ella se sentía más sola que nunca.

Le parecía irritante no poder poner fin a sus relaciones con Mauritzon, irritación que aumentaba durante sus ausencias. Cuando estaban juntos ella aún disfrutaba de su compañía. Además, como era la única persona en el mundo, aparte de Mona, que parecía necesitarla, el hecho de que él estuviera evidentemente enamorado de ella le halagaba.

A veces, no teniendo nada que hacer durante el día, iba al apartamento de Armfeldsgatan en momentos en que sabía que él no estaría en casa. Le gustaba sentarse allí a solas, leer, oír discos o, simplemente, estar entre las cosas de él, que aún le seguían pareciendo extrañas aunque ya debería de haberse acostumbrado a ellas. Aparte de un par de libros y algunos discos, no había nada en el piso que ella jamás hubiera soñado poseer en su propia casa. Sin embargo, aunque de un modo algo extraño, allí se sentía también su casa.

Él nunca le había dado a ella una llave de su apartamento. Fue ella la que encargó un duplicado una vez que él le prestó la suya. Ésta fue la única libertad que se tomó con él y, al principio, le produjo un poco de remordimiento.

Ella se aseguraba de no dejar nunca huellas y sólo iba allí cuando estaba completamente segura de que él estaba fuera. ¿Cómo reaccionaría él si se enteraba? A veces, claro está, curioseó entre los objetos personales de su amante; pero jamás encontró nada que pudiera considerar acusador. Ella se había mandado hacer la otra llave no para husmear, sino para poder ir allí en privado, aunque nadie la buscaba ni se interesaba por sus andanzas. Aún así, eso le daba cierta sensación de inaccesibilidad, un sentido de soberanía que le recordaba el que sentía de niña cuando jugaba al escondite. Para esconderse escogía siempre un lugar en que nadie en el mundo habría podido encontrarla. Si ella se lo hubiera pedido, probablemente él le habría dado otra llave; pero entonces la cosa no habría tenido gracia.

Un día de mediados de abril, Monita, sintiéndose más inquieta y turbada que de costumbre, se dirigió al apartamento de Armfeldsgatan. Iba a sentarse en el sillón más feo y cómodo de Mauritzon, a poner algunos discos de Vivaldi en el tocadiscos, y a esperar que pudiera volver a sentir aquella maravillosa sensación de paz y total indiferencia hacia todo.

Mauritzon estaba en España, y no había de volver hasta el día siguiente.

Colgó su abrigo y su bolso de un gancho que había en el pasillo, y después de sacar sus cigarrillos y cerillas se dirigió a la sala de estar, que estaba tan limpia y ordenada como de costumbre. Mauritzon se hacía él mismo la limpieza. Al principio, cuando se conocieron, ella le preguntó por qué no contrataba a una asistenta. Él le contestó que le gustaba arreglar las cosas él mismo y que no tenía deseos de conceder ese placer a otra persona.

Dejó los cigarrillos y las cerillas en el amplio brazo del sillón, pasó al otro cuarto y puso en marcha el tocadiscos con Las cuatro estaciones de Vivaldi. Al escuchar las primeras notas se dirigió a la cocina para tomar un cenicero de la alacena, y luego volvió con él a la sala de estar. Se acurrucó en el sillón y colocó el cenicero sobre uno de sus brazos.

Pensó en Mauritzon y en sus pobres relaciones. Aunque ya se conocían hacía más de un año, ni se habían hecho más profundas ni habían madurado. Más bien al contrario. Ella nunca podía recordar de qué hablaban cuando se veían, seguramente porque nunca hablaban de nada importante. Sentada allí en su sillón favorito y mirando al estante de los libros con todos aquellos estúpidos potes y vasos, pensó que él tenía un carácter de lo más absurdo. Y por centésima vez se preguntó por qué se habría complicado la vida con él en vez de buscarse un hombre de verdad.

Encendió un cigarrillo, soltó una fina bocanada de humo hacia el techo, y reflexionó en que debía dejar de pensar en aquel estúpido antes de que se pusiera de malhumor.

Acomodándose en el sillón, cerró los ojos y trató de dejar de pensar, moviendo lentamente la mano al compás de la música. En medio del largo tropezó con el cenicero, que cayó al suelo y se rompió.

—¡Maldito sea! —susurró.

Se levantó, fue a la cocina y abrió la alacena que había bajo el fregadero, palpando en busca de un cepillo, que normalmente estaba a la derecha de la bolsa de la basura. No estaba allí, así que se inclinó y miró dentro. El cepillo estaba en el fondo, y, al alargar el brazo para alcanzarlo, vio una cartera de mano que estaba tras la bolsa de la basura. Él debía de haberla colocado allí pensando bajarla al sótano. Parecía demasiado abultada para arrojarla por el vertedero de la basura.

En aquel momento se fijó en una cuerda enrollada y atada con nudos muy bien hechos. Recogió la cartera y la colocó sobre el suelo de la cocina. Era muy pesada.

Ahora sintió curiosidad. Con mucha precaución deshizo los nudos, tratando de recordar cómo habían estado atados. Luego deslió la cuerda y abrió la cartera de mano.

Estaba llena de piedras; piedras planas de pizarra negra, que ella reconoció. Recordó haberlas visto recientemente en alguna parte. Enarcó las cejas, irguió la espalda, tiró la colilla en el fregadero, y miró pensativa a la cartera. ¿Por qué él habría llenado de piedras una cartera de mano vieja, la había atado con una cuerda y metido debajo del fregadero?

Examinó la cartera más cuidadosamente. Era de cuero, y sin duda había sido elegante y más bien cara cuando nueva. Luego se fijó en algo raro: alguien, con una navaja o una hoja de afeitar, había cortado las cuatro esquinas del fondo. Y lo que era más, lo habían hecho muy recientemente. Las superficies cortadas estaban frescas.

En seguida comprendió lo que él intentaba hacer con la cartera: arrojarla al mar. ¿Por qué? Se inclinó, empezó a sacar las lajas de pizarra. Al colocarlas en un montón sobre el suelo, recordó dónde las había visto. Abajo, en el pasillo, tras la puerta que daba al patio, había habido un montón de lajas como aquéllas que presumiblemente iban a ser empleadas para pavimentar el patio trasero del edificio. Allí es donde él debió de haberlas conseguido.

Mientras pensaba cuántas quedarían en la cartera, las yemas de sus dedos toparon con algo duro y pulido. Lo sacó y se quedó mirándolo en las manos. Lentamente, adquirió forma un pensamiento que hacía tiempo había estado formándose en las profundidades de su mente.

Con aquella cosa negra de acero, ella tendría quizá la solución, la libertad con que había estado soñando.

La pistola tendría unos 19 centímetros de largo, era de gran calibre y tenía una culata muy pesada. En el acero azulado y brillante por encima de la brecha estaba grabada la marca: Llama. Sopesó el arma. Era pesada.

Monita se dirigió a la entrada y metió la pistola en el bolso. Luego regresó a la cocina, volvió a meter las piedras en la cartera de mano, lio de nuevo la cuerda alrededor de ella, tratando de hacer los mismos nudos, y finalmente dejó la cartera donde la había encontrado.

Sacó el cepillo, barrió la ceniza que había quedado en la sala de estar, y luego la recogió y arrojó por el vertedero de la basura. Cuando regresó paró el tocadiscos, colocó de nuevo el disco en su sitio, y volvió a la cocina. Sacó del fregadero la colilla de su cigarrillo y la arrojó al retrete. Luego se puso el abrigo, cerró el bolso, y se lo colgó del hombro. Antes de dejar el apartamento se dio una vuelta por las habitaciones para asegurarse de que todo estaba en su sitio. Buscó la llave en su bolsillo, cerró la puerta y bajó las escaleras. Tan pronto como llegó a su casa empezó a pensar.