11

Parecía como si fuera a hacer un día caluroso, y Martin Beck sacó del armario su traje más ligero. Era de color azul claro. Lo había comprado hacía un mes y sólo se lo puso una vez. Al ponerse los pantalones, una pegajosa mancha de chocolate en la rodilla derecha le recordó el día en que había estado charlando con los dos niños de Kollberg cuando éstos estaban celebrando una orgía de chocolatines con palito y bombones.

Martin Beck se quitó los pantalones, los llevó a la cocina, y empapó en agua caliente la punta de una toalla. Luego frotó con ella la mancha, que inmediatamente se extendió. Sin embargo, él no desistió. Mientras apretaba los dientes y seguía frotando, pensó en sí mismo, pues sólo en tales situaciones echaba de menos a Inga, lo cual decía mucho sobre sus anteriores relaciones. Una de las perneras del pantalón estaba empapada, y la mancha parecía haber desaparecido en parte. Apretando el pulgar y el índice a lo largo del pliegue, colgó sus pantalones en el respaldo de una silla, sobre la que daba el sol que entraba por la ventana abierta.

Eran sólo las ocho; pero él llevaba ya despierto varias horas. A pesar de todo, se había quedado dormido muy pronto la noche anterior, y su sueño había sido tranquilo y sin pesadillas, cosa poco frecuente. Aunque aquel había sido su primer día de trabajo después de largo tiempo, no resultó particularmente agotador; aun así, lo había dejado exhausto.

Martin Beck abrió la puerta del refrigerador, inspeccionó el cartón de leche, el bloque de mantequilla, y una botella solitaria de Ramlösa, lo cual le recordó que, al volver a casa aquella noche, tendría que hacer algunas compras, cerveza y yogur. O quizá debería dejar de tomar yogur por las mañanas, pues ya no tenía tan buen sabor. Por otra parte, eso significaba que habría de pensar en otra cosa como desayuno. El doctor le había dicho que tendría que perder los kilos que había ganado desde que salió del hospital y, a ser posible, unos pocos más.

Sonó el teléfono del dormitorio. Martin Beck cerró el refrigerador, entró y tomó el auricular. Era la hermana Birgit, del asilo de ancianos.

—La señora Beck ha empeorado —le dijo—. Esta mañana tenía una temperatura muy alta, más de treinta y ocho. Creí que usted debía de saberlo, inspector.

—Claro. ¿Está despierta ahora?

—Lo estaba hace cinco minutos; pero se encuentra muy fatigada.

—Iré inmediatamente —dijo Martin Beck.

—Tendremos que trasladarla a una habitación donde pueda ser observada mejor —añadió la hermana Birgit—; pero venga a mi despacho primero.

La madre de Martin Beck tenía ochenta y dos años y había pasado los dos últimos en el pabellón de enfermos del asilo de ancianos. Su enfermedad había sido de larga duración. Sus primeros síntomas fueron ligeros vértigos y desvanecimientos. Con el paso del tiempo, éstos habían llegado a ser más graves y frecuentes. Al final quedó parcialmente paralítica. Durante todo el año anterior no había podido hacer otra cosa que permanecer sentada en un sillón de ruedas, y desde finales de abril no se había movido de la cama.

Martin Beck la había visitado a menudo durante su propia convalecencia; pero le dolía verla extinguirse lentamente, mientras la edad y su dolencia la aturdían. Las últimas veces que fue a verla ella lo tomó por su marido. El padre de Beck había muerto hacía veintidós años.

Era muy triste ver hasta qué punto el confinamiento en su habitación, y su aislamiento total del mundo exterior habían influido sobre ella. Hasta que los vértigos debilitaron su mente, no dejó de salir por la ciudad, para recorrer tiendas, ver gente, o visitar a aquellos amigos suyos que seguían vivos. A menudo iba a ver a Inga y Rolf en Bagarmossen, o visitaba a su nieta Ingrid, que vivía sola en Stocksund. Claro que ya antes de su enfermedad se había sentido aburrida y muy sola en la vieja casa familiar; pero mientras tuvo salud y pudo mantenerse de pie, aprovechó todas las ocasiones para ver algo más que inválidos y ancianos. Seguía leyendo periódicos, viendo la televisión, y escuchando la radio, e incluso iba a algún concierto o al cine. Se mantuvo en contacto con el mundo que la rodeaba y no dejó de interesarse por lo que pasaba. Pero en cuanto se vio forzada al aislamiento, se produjo en ella una rápida decadencia mental.

Martin Beck advirtió cómo se apagaba su inteligencia; la anciana dejó de interesarse por la vida más allá de las paredes de su cuarto de enferma, hasta que al final perdió todo contacto con la realidad y el presente. Él supuso que debía de haber algún mecanismo de defensa mental, que ahora la ligaba conscientemente al pasado: no había nada que la animara en su realidad presente.

Cuando él vio cómo ella pasaba sus días, que ya eran largos, cuando sólo podía estar sentada en un sillón de ruedas, se sintió horrorizado, a pesar de que ella parecía alegrarse de verlo, y se daba cuenta de sus visitas. Cada mañana la lavaban y vestían y la sentaban en el sillón de ruedas, y después la ayudaban a desayunarse. Luego se quedaba sentada y sola en su habitación. Como su oído se había debilitado, ya no oía la radio. Leer le resultaba ya muy dificultoso, y sus manos eran demasiado débiles para sostener una aguja de hacer media. Al mediodía le llevaban su almuerzo, y a las tres las asistentas terminaban su jomada laboral, y entonces la desnudaban y metían en la cama. Luego le daban una cena muy ligera; pero ella tenía muy poco apetito y a menudo se negaba a comer. Una vez le dijo a Beck que las asistentas se enfadaban mucho con ella cuando no comía. Pero no importaba, al menos eso significaba que alguien había hablado con ella.

Martin Beck sabía que la falta de personal constituía un grave problema en los asilos, por no hablar de la escasez de enfermeras y asistentas. También sabía que cuando tal personal existía trataba con mucha consideración a los ancianos, a pesar de los bajos sueldos y las muchas horas de trabajo, y hacían todo lo que podían por ellos. Él se había preocupado mucho por hacerle la existencia más tolerable, y pensó en trasladarla a una residencia particular, donde pudieran dedicarle más tiempo y atenciones; pero pronto llegó a la conclusión de que ella no podía esperar que la atendieran mejor que donde estaba. Todo lo que podía hacer por ella era visitarla tan a menudo como fuera posible. Al examinar las posibilidades de mejorar la situación de su madre descubrió que un número increíble de ancianos se encontraban en situación mucho peor.

Hacerse viejo estando solo y siendo pobre, incapaz de valerse por sí mismo, significaba que, tras una larga vida activa, uno se veía privado de pronto de la propia dignidad e identidad, condenado a esperar el fin en una institución en compañía de otros ancianos, igualmente desechados y aniquilados.

Hoy ya no se les llama «instituciones» ni «asilos», sino «residencias», u «hoteles de pensionistas», para disimular el hecho de que la mayoría de la gente no está allí por su propia voluntad, sino simplemente han sido condenados a ello por el llamado Estado Asistencial, que ya no quería saber nada más de ellos. Era una sentencia cruel, y su delito ser demasiado viejos. Como una rueda dentada desgastada en la máquina social, eran arrojados al cubo de la basura.

Martin Beck se dio cuenta de que, a pesar de todo, su madre estaba mejor tratada que la mayoría de los demás ancianos y enfermos. Ella, que había ahorrado, pudo reunir cierta cantidad de dinero para que, en su vejez, no fuera una carga para nadie. Aunque la inflación había devaluado catastróficamente esta suma, aún seguía recibiendo cuidados médicos, una alimentación bastante nutritiva, y en su grande y ventilada habitación, que logró no compartir con nadie más, seguía conservando junto a ella sus pertenencias íntimas. Por lo menos sus ahorros le habían servido para esto.

Los pantalones se secaron lentamente ante la soleada ventana y la mancha había desaparecido casi por completo. Se vistió y salió corriendo en busca de un taxi.

El parque que rodeaba al asilo era espacioso y estaba bien cuidado, con árboles altos y frondosos, y senderos frescos y sombreados, que serpenteaban entre las glorietas, macizos de flores, y terrazas. A su madre, antes de caer enferma, le había gustado pasear por allí, apoyándose en su brazo.

Martin Beck se dirigió directamente a la oficina; pero allí no estaban ni la hermana Birgit ni nadie. En el pasillo se encontró con una cuidadora que llevaba una bandeja con termos. Le preguntó por la hermana Birgit, y la asistenta le informó con su acento sueco-francés que la hermana Birgit estaba ocupada en aquel momento con un paciente. Entonces le preguntó cuál era la habitación de la señora Beck. Ella señaló una puerta al fondo del pasillo y se alejó con su bandeja.

Desde la puerta Martin Beck miró al interior. La habitación era más pequeña que la que su madre había tenido antes, parecía más una habitación de enfermo. Todo era blanco, exceptuando el ramillete de tulipanes rojos que él le había llevado hacía dos días, y que ahora estaba sobre una mesa al lado de la ventana. Su madre estaba metida en cama, mirando fijamente al techo con ojos que parecían más grandes cada vez que él la visitaba. Sus manos se agarraban a la colcha. De pie, al lado de la cama, él tomó la mano, y ella elevó lentamente la mirada hacia su rostro.

—¿Has venido hasta aquí? —susurró en una voz apenas audible.

—No te fatigues hablando, madre —le dijo Martin Beck soltando la mano. Se sentó mirando a su cansado rostro y sus grandes ojos febriles—. ¿Cómo te encuentras, mamá? —le preguntó.

Ella no contestó en seguida, simplemente se quedó mirándolo y guiñó un par de veces, como si sus párpados fuesen tan pesados que le costara un gran esfuerzo levantarlos.

—Tengo frío —dijo al final.

Martin Beck miró en tomo suyo por la habitación. Había una manta sobre una silla al pie de la cama. La tomó y la extendió sobre ella.

—Gracias, cariño —susurró la anciana.

De nuevo él siguió sentado y quieto, mirándola. No sabiendo qué decir, se limitó a sujetar su mano delgada y fría, en la suya.

Cuando ella respiraba salía de su garganta un débil carraspeo. Gradualmente su respiración se hizo más tranquila, y cerró los ojos. Él siguió sentado, sosteniéndole la mano. Un mirlo cantó fuera de la ventana. Salvo eso, todo estaba tranquilo.

Después de haber permanecido allí quieto un buen rato, soltó suavemente su mano y se levantó. Acarició su mejilla. Estaba cálida y seca. Justo cuando él dio un paso hacia la puerta, aún mirando al rostro de ella, la anciana abrió los ojos y se quedó mirándolo.

—Ponte el gorro de lana —le susurró—. Hace frío ahí fuera —y de nuevo cerró los ojos.

Después, Martin Beck se inclinó, la besó en la frente, y se marchó.