CAPÍTULO 4

Era un día marcado en rojo en el calendario de la Comunidad. Esa noche, en «Elimina a un pretendiente», Grimble competiría con otros tres solteros por los favores de una modelo de ropa interior llamada Alison. Lo que estaba en juego era nuestra forma de vida. Si Grimble ganaba, la Comunidad —o sea, todos aquellos hombres que llevábamos sintiéndonos inferiores desde los tiempos del instituto— demostraría su superioridad sobre los hombres apuestos, atléticos y seguros de sí mismos con los que Grimble competía. Si perdía, tendríamos que reconocer que no éramos más que unos adictos a Internet que habían vivido un breve sueño. El destino de todos los MDLS estaba en manos de Grimble.

Yo vi el programa con Twotimer.

Al principio, mientras los otros tres tipos intentaban impresionar a Alison, Grimble se recostó tranquilamente en su siento, actuando como si él fuese el premio por el que Alison debía competir. Mientras los otros tipos alardeaban sobre su éxito profesional, siguiendo los consejos de su nuevo gurú, Grimble dijo que trabajaba reparando mecheros desechables.

Durante la segunda ronda, una camarera le llevó una botella de champán a Alison por cortesía de Grimble. Alison parecía genuinamente sorprendida, sobre todo porque hasta entonces Grimble no se había esforzado demasiado. Así, superó la segunda eliminatoria.

Al enterarme de que la ronda final tendría lugar en la pista de baile, supe que Grimble saldría triunfador, pues habíamos dado clases de salsa juntos. Cuando la sujetó de la cintura y la bajó prácticamente hasta el suelo, pude ver en los ojos de Alison que habíamos ganado.

—Enhorabuena —le dije la próxima vez que lo vi—. Has defendido con éxito el buen nombre de los MDLS.

—Sí —dijo él con una media sonrisa—. No todas las modelos son tontas.

Esa noche habíamos quedado para ir al Echo a ver actuar a Hillary. Desde que me enamoré de Jessica Nixon, a los doce años, la monoítis siempre había regido mi vida. Pero durante los últimos ocho meses, todo había cambiado. De hecho, desde que estaba en la Comunidad, todas las mujeres me parecían desechables y reemplazables. Estaba experimentando la paradoja del seductor: cuanto mayor era el número de mujeres que seducía, menos me interesaban las mujeres. El éxito o el fracaso ya no dependía de si me acostaba con una chica o si besaba a otra, sino del nivel de mi sargeo. Tal y como me había dicho que ocurriría Mystery en mi primer taller, los bares y las discotecas se convirtieron en distintos niveles de un videojuego en el que tenía que ir avanzando.

Y Hillary suponía un desafío. No sólo era aguda e irónica, sino que me había visto en acción mientras competía con Heidi Fleiss por las chicas del bar Whiskey.

Grimble y yo nos sentamos al fondo y observamos el striptease de Hillary. Ella iba vestida como un gángster, con una metralleta de agua y un ajustado traje de rayas sobre un liguero con bragas a juego. Tenía un cuerpo de curvas clásicas que se adecuaba a la perfección con ese tipo de espectáculo. Al verme, se acercó lentamente a mí, se sentó en mi regazo y me echó un chorrito de agua a la cara con la metralleta. Yo la deseaba.

Después del espectáculo fui con Hillary, con su hermana y con dos amigas a un bar mexicano que se llamaba El Carmen. Al sentarnos, le cogí la mano a Hillary. Ella me la apretó. Un IDI. Grimble tenía razón: había nacido un nuevo yo.

Hillary se acercó un poco más a mí. Sentí la ansiedad del beso y el corazón empezó a latirme con fuerza.

Pero cuando me disponía a hablarle de los animales y la evolución y de cómo los leones se tiraban de la melena, ocurrió algo desastroso: Andy Dick entró en el bar con un grupo de amigos. Uno de ellos conocía a Hillary, así que se sentaron con nosotros. De repente, nuestra conexión espiritual se evaporo, pues, ahora, un astro más grande y brillante iluminaba el mundo de Hillary.

Al hacerles sitio en la mesa, de alguna manera, Andy Dick consiguió sentarse entre Hillary y yo. No tardó ni un minuto en pasar a la acción. Es algo que ocurre en Los Ángeles: los famosos te roban a las chicas. En una ocasión, cuando todavía era un TTF, vi indefenso cómo Robert Blake le daba su número de teléfono a mi cita en un bar. Pero, ahora, yo era un MDLS y un MDLS no se queda quieto mientras un famoso intenta robarle a la chica.

Al parecer, no iba a tener más remedio que competir por Hillary con un famoso del mundo del cotilleo.

Me levanté y salí a la calle. Necesitaba pensar. Apenas hacía unos días que le había dado una lección a Heidi Fleiss en el bar Whiskey, así que no había ninguna razón por la que no debería poder deshacerme de Andy Dick. Aunque no iba a ser fácil, pues se trataba de un famoso tan vulgar como desagradable. Bastaba con verlo para saber por qué se había convertido en una estrella: adoraba ser el centro de atención.

Mi única posibilidad consistía en resultar más interesante que él.

Grimble estaba fuera, hablando con una chica con la cabeza despeinada. Buscó en su bolsillo y sacó un trozo de papel y un bolígrafo. La chica estaba a punto de darle su número de teléfono.

De repente, ella se alejó de Grimble y se acercó a mí.

—¡¿Style?! —dijo mirándome con incredulidad.

Yo la miré con atención. Sí, la conocía de algo, aunque no recordaba de qué.

—Soy yo —dijo ella—. Jackie.

No lo pude evitar. Me quedé mirándola boquiabierto. Era la chica de los pies apestosos de cuya habitación había huido a la carrera; mi primer semiéxito. Una de dos, o era una coincidencia milagrosa o empezaban a escasear las mujeres disponibles en Los Angeles.

Hablamos un rato sobre sus clases de interpretación cómica. Después utilicé una excusa cualquiera y me fui. Ya había perdido demasiado tiempo. A cada minuto que pasaba, la mano de Andy Dick subía unos centímetros por el muslo de Hillary. Y yo estaba decidido a detener esa mano.

Volví a entrar en el bar, me senté a la mesa y les hice el test de las mejores amigas a Hillary y a su hermana para conseguir atraer su atención. Después, hablamos un poco sobre expresión corporal y yo sugerí que jugásemos al juego de las mentiras. El juego consiste en que una mujer tiene que pensar en cuatro cosas que sean verdad y una que sea mentira sobre su casa o su coche. Pero no las dice; sencillamente las piensa, una tras otra. Y, fijándote en los distintos movimientos de sus ojos, puedes adivinar cuál es la falsa porque, al mentir, la gente suele mirar en una dirección distinta de la que mira cuando dice la verdad. Me burlé sin piedad de Hillary durante todo el juego, hasta conseguir que ella se olvidara de Andy Dick y volviera a concentrar su atención en mí.

Entonces, Andy me preguntó en qué trabajaba (aunque se trataba de un IDI, en ese momento no me di cuenta). Cuando le dije que era escritor, Andy me dijo que estaba pensando en escribir un libro. Olvidándose por completo de Hillary, empezó a bombardearme con preguntas y me pidió que lo ayudara con su libro. Se había convertido en mi fan y, como dice Mystery, si te ganas a los hombres, tienes a las mujeres.

—Me asusta que alguien pueda pensar que soy aburrido —me dijo.

Ése era su punto débil. Lo había vencido siendo más interesante que él, haciendo una demostración de mi valía. La táctica había funcionado; mejor incluso que con Heidi Fleiss en el bar Whiskey. El único problema era que yo todavía no me daba cuenta de hasta qué punto había funcionado.

Andy se acercó a mí con complicidad.

—¿Eres, gay, bisexual o heterosexual? —me preguntó.

—Heterosexual.

—Qué pena —dijo respirándome al oído—. Soy bisexual. Podríamos haberlo pasado muy bien.

Cuando Andy y sus amigos se fueron, volví a sentarme al lado de Hillary y ella me miró con los ojos de cachorro delante de un plato de comida. Le cogí la mano por debajo de la mesa y noté el calor que emanaba de la palma de su mano y de su muslo. Sería mía esa misma noche. Me lo había ganado.

El método
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