CAPÍTULO 1
Petra era una chica checa de diecinueve años con largo cabello castaño, el cuerpo delgado y bronceado de una modelo y un vocabulario inglés que apenas llegaba a la docena de palabras. La conocí, a ella y a su prima, en la isla croata de Hvar con Nightlight9, un MDLS de Seattle. Nosotros les enseñamos nuestros trucos de magia. Les dibujamos un reloj en un trozo de papel y fijamos una hora para quedar esa noche. Las chicas llegaron a la hora acordada, nos cogieron de la mano y nos llevaron a una cala desierta. Se quitaron toda la ropa, menos las bragas y las zapatillas de tenis, y corrieron hacia el agua. Nosotros las seguimos e hicimos el amor con ellas mientras hablaban en checo.
Anya era una croata de veintiún años y mente rápida que estaba pasando las vacaciones con su hermana pequeña. Transpiraba confianza en sí misma. Era sensual y tenía clase; todo lo contrario que su hermana. Nightlight9 y yo las conocimos en la playa de Vodice. Esa noche consiguieron despistar a sus padres y los cuatro paseamos por la playa hasta que encontramos un velero amarrado. Nos colamos en el camarote e hicimos el amor. Nos bebimos una botella de vino y yo dejé veinte euros.
Carrie era una camarera de dieciocho años que trabajaba en Dublin’s, en Los Ángeles. Se acercó a mí y me felicitó por mis rastas. Yo, claro, no le dije que llevaba peluca. Al día siguiente fui a verla completamente calvo; aun así, acabamos acostándonos juntos. A la mañana siguiente, cuando le mandé un e-mail diciéndole que se había dejado unos anillos en mi casa, ella me respondió que nunca llevaba anillos.
Martine era una rubia de espíritu libre, con piel lechosa, lápiz de labios rojo, algo corrido, y una camiseta ceñida, a la que conocí en Nueva York. Había abordado a tantos sets aquella noche que no recuerdo lo que le dije. Al día siguiente, quedamos en un bar. Yo fui con otras dos chicas, para que Martine tuviera que trabajar para conseguirme. Durante un instante, me sentí culpable de haberlo hecho. Pero sólo durante un instante. En el bar le pregunté cómo de buena era en la cama, en una escala del uno al diez, y unas horas más tarde pude comprobarlo en la habitación de mi hotel. Era un siete.
Laranya tenía el alma de una princesa judía en el cuerpo de una mujer india. La había conocido en la universidad, mientras los dos hacíamos unas prácticas en el mismo periódico. Entonces ella era una estudiante muy atractiva y yo un estudiante muy tímido. Pero cuando nos volvimos a encontrar años después en Los Ángeles, Style le propuso que fuésemos a tomar algo a una discoteca. Lo primero que dijo a la mañana siguiente, cuando nos despertamos juntos, fue:
—Es increíble cuánto has cambiado.
Y tenía razón.
Stacy era una anoréxica de veintiocho años a la que conocí en Chicago. Durante una larga correspondencia a través de e-mail me sedujo con su inteligencia, su franqueza y su poesía. Cuando por fin vino a verme, descubrí que era verdaderamente extraña y poco elocuente. Ella debió de pensar lo mismo de mí. De todas formas, fuimos a mi casa y empezamos a besarnos. Al meterle el dedo noté una fina franja carnosa que le cruzaba la vagina, como una red en una pista de tenis. Era su himen. Le dije que no quería ser el primer hombre con el que se acostara. Fue entonces cuando aprendí que ser un MDLS a veces significaba saber decir que no.
Greta era una rusa entrada en años con rasgos cincelados y unas magníficas tetas operadas. La conocí en un bar de Malibú. Ella me dijo que era su cumpleaños, pero no quiso decirme cuántos años cumplía. Yo calculé que debían de ser unos cuarenta y cinco, pero no dije nada. Como regalo, le dije que estaba dispuesto a ser su juguete sexual. Ella me pellizcó el culo y yo le dije que por eso cobraba extra. Dos noches después, tomamos un cóctel y fuimos a mi casa. Ella me dijo que ya no se acostaba con desconocidos, que ahora buscaba algo más profundo, pero unos minutos después estábamos en la cama. Yo hice de profesor y ella de niña mala.
No me acuerdo cómo se llamaba. Era una chica asiática con grandes tetas rodeada por tres chicas asiáticas con las tetas pequeñas. Al principio, ella pensó que yo era gay. Hablamos durante quince minutos, después la cogí de la mano y la llevé al cuarto de baño. Nos obsequiamos mutuamente con una sesión de sexo oral y nunca volvimos a hablar. El sexo oral está sobrevalorado.
Jill era una ejecutiva australiana con la que quedé citado a través de otro MDLS. Vestía con unos pantalones estampados de piel de leopardo. Llevaba el pelo rubio de punta y tenía una energía sexual voraz. Cuando bailaba —si es que podía llamarse así—, todos los hombres la miraban. Follamos en su BMW, con los pies asomando por la ventana. Cuando le pregunté cuándo había pensado por primera vez que le gustaría besarme, ella me dijo que en cuanto me había visto. Era la primera mujer que me decía algo así.
Sarah era una agente de castings de cuarenta y dos años a la que conocí en el bar del hotel Casa del Mar, en Santa Mónica. Tenía un aire limpio y radiante, como si acabara de salir de un anuncio de champú. Y mantenía ese aire fresco incluso bajo la horrible luz del ascensor, donde hicimos el amor una hora después de conocernos. Sarah me preguntó varias veces si había alguna cámara en el ascensor; no sé si la idea le daba miedo o si la excitaba. Probablemente las dos cosas.
A Hea y a Randi las conocí en la discoteca Highland. Hea era una chica diminuta y tenía novio. Randi era una actriz mona con la sonrisa más maliciosa que había visto nunca, y también tenía novio. Tardé un mes en convencer a Hea para que le pusiera los cuernos a su novio y tan sólo un día en convencer a Randi.
Mika era una chica japonesa a la que conocí en Jamba Juice. A ella le gustaban las «máquinas de sueños» de naranja con un toque de energía, y a mí las «máquinas de sueño» de naranja con un toque de proteínas. Me sentí intrigado por su cráneo afeitado. Al acostarme con ella descubrí que también se afeitaba el pubis. A la mañana siguiente me dijo que donaba pelo a niños con cáncer. Yo estaba alucinado. —¿Llevan tu pelo púbico en la cabeza? —le pregunté.
Ella me explicó que se refería al pelo de su cabeza.
Ani era una stripper que iba al gimnasio dos horas todos los días. Ani era adicta a la cirugía estética. Llevaba el pelo teñido de un rojo metálico y lápiz de labios tatuado a juego. Después de acostarnos me dijo:
—He conseguido dominar el arte de la visualización.
Cuando le pregunté qué quería decir, ella me dijo que, como los hombres son tan visuales, siempre se aseguraba de que todo lo que hiciera en la cama resultara sexy. Al cabo de algún tiempo, empezó a sentir algo por mí y, al entrar en contacto con sus sentimientos, visualizó que habían abusado sexualmente de ella cuando era una niña. Como consecuencia, ya no volvió a acostarse con ningún hombre.
Maya era una bailarina del vientre de cabello negro con la que estuve flirteando durante uno de sus espectáculos. Cuando nuestros caminos volvieron a encontrarse algún tiempo después, ella todavía se acordaba de mí. La noche siguiente la invité a venir a mi casa. Ella me dijo que tenía el coche en el taller. Yo le dije que le pagaría un taxi. Tardó menos de media hora en llegar.
Alexis era la encargada de una tienda de ropa, aunque, por su aspecto, hubiera encajado mejor en un grupo de música new-wave de los años ochenta. Susanna era una diseñadora recién divorciada que quería redescubrir su sexualidad. Doris era una mujer casada sin vida sexual. Nadia era una librera que follaba como una estrella del porno; supongo que se pueden aprender muchas cosas de los libros. Las cuatro fueron el resultado de un experimento; intenté crear una técnica perfecta para los anuncios de contactos. Y tras varios intentos, lo conseguí. El secreto, aprendí, consistía en parecer un perfecto indeseable en el anuncio y comportarse luego como un perfecto caballero, fascinante y comprensivo.
Maggie y Linda eran hermanas. Ahora ya no se hablan. Anne era una chica francesa que no hablaba ni una palabra de inglés. Jessica era un ratón de biblioteca al que conocí cuando tuve que formar parte en un jurado. Sarah me ayudó a conseguir una grúa cuando mi coche se estropeó. Conocí a Stef mientras repartía publicidad de un local de striptease en Sunset Boulevard. Susan era la hermana de un amigo. Tanya era una vecina.
Mis deseos se habían hecho realidad. Las mujeres ya no eran un desafío; eran un placer.
Durante los meses que siguieron a la depresión de Mystery, yo había subido un nuevo peldaño como MDLS. Tras conseguir el número de teléfono de una chica, me resultaba fácil acostarme con ella. Antes, estaba tan obsesionado por ello que no conseguía tomarme el tiempo necesario para evaluar la situación y actuar en consecuencia. Ahora, tras acumular conocimientos y experiencia durante un año, entendía a la perfección el proceso de la atracción y las señales que daban las mujeres. Ahora veía las cosas con perspectiva.
Al hablar con una mujer, era capaz de distinguir el momento exacto en el que ella empezaba a sentirse atraída por mí; incluso cuando se comportaba de forma distante o se sentía incómoda en mi presencia. Sabía cuándo debía hablar y cuándo debía callarme; cuándo empujar y cuándo tirar; cuándo bromear y cuándo sincerarme; cuándo besarla y cuándo rechazar sus besos.
Fuera cual fuese la prueba, el desafío o la objeción a la que me enfrentase con una mujer, sabía cómo responder.
Cuando Maya, la bailarina del vientre, me escribió: «Gracias por los orgasmos múltiples. Llámame y decidimos adonde me vas a llevar a cenar. Me debes el taxi y me apetece que me saquen en una cita de verdad», no pensé que fuese una creída ni que me estuviera presionando. Lo único que intentaba era conseguir mi aprobación tras haberse acostado conmigo; además de comprobar hasta qué punto podía controlarme. Ni siquiera tuve que pensar en lo que iba a responderle.
«Lo que vamos a hacer es lo siguiente —le escribí—. Primero te pagaré lo que te debo del taxi, tal y como te prometí que haría. Después dejaré que me invites a cenar a cambio de los orgasmos».
Maya me invitó a cenar.
Yo tenía el poder de ver lo que los demás no veían.
Yo era Mystery.