CAPÍTULO 2
Sólo que mi iglesia todavía tenía que ser levantada. Tom Cruise tenía razón: debíamos concentrar toda nuestra energía en algo más constructivo, en algo mayor que nosotros mismos. Después de escribir el artículo del New York Times , me sentía como si todavía tuviera que hacer algo importante para la Comunidad, como si aquello no hubiera sido más que un paso que me acercaba a la meta. Y ahora sabía cuál era esa meta: Proyecto Hollywood, nuestra iglesia de las piernas abiertas.
Tuve la epifanía el día de mi cumpleaños. Algunos amigos me habían preparado una fiesta en la discoteca Highlands de Hollywood. Habían llamado prácticamente a todo el mundo que había conocido desde que estaba en la Comunidad. Vinieron trescientas personas, además de otras doscientas a las que no conocía y que sencillamente fueron a la discoteca porque era sábado por la noche. Todos los pesos pesados de la Comunidad estaban allí: Rick H., Ross Jeffries, Steve P., Grimble, Bart Baggett (un especialista en análisis caligráfico), Vision y Arte (quien protagoniza sus propios vídeos sobre técnicas sexuales).
A pesar de la calidad de mis competidores, ese día no tuve que competir por ningún set, pues aquella noche yo era el rey de la discoteca. Iba vestido como un dandi, con una larga chaqueta negra con un solo botón a la altura del cuello y una camisa color crema con volantes en las mangas. Y estaba rodeado de mujeres: ex ligues, compañeras de polvos, amigas, desconocidas. No podía estar con alguien ni un solo minuto sin que otra persona exigiera mi atención. Ni siquiera tenía tiempo para sargear.
Las mujeres me obsequiaron con todo tipo de cumplidos sobre mi aspecto, sobre mi cuerpo y hasta sobre mi culo. Cuatro chicas me dieron su número de teléfono. Una me dijo que había quedado con su novio, pero que, en cuanto pudiera, se desharía de él y vendría a verme. Otra escribió su dirección junto al número de teléfono. No conocía a ninguna de las cuatro, y dos de ellas ni siquiera estaban ahí por mi cumpleaños. Ya no necesitaba frases de entrada ni técnicas ni patrones ni alas; lo único que necesitaba eran unos buenos bolsillos para guardar los teléfonos de todas aquellas mujeres.
Dos estrellas del porno que habían venido acompañando a un amigo se acercaron a mí y se presentaron. Una se llamaba Devon; la otra tenía los dientes muy grandes. Me hicieron todo tipo de proposiciones. Yo me sentía como aquella noche en Toronto, cuando me confundieron con Moby; sólo que esta vez sabían que era Style.
Mystery acababa de desarrollar una nueva teoría sobre interacción social. A grandes rasgos, sostenía que las mujeres miden constantemente la valía de los hombres con el fin de determinar si sus características pueden ayudarlas con sus objetivos vitales, que son la supervivencia y la procreación. En la sociedad en miniatura que creamos aquella noche en la Highlands yo era el macho con mayor valía social. E igual que la mayoría de los hombres se sienten atraídos de una manera refleja, al modo del perro de Pávlov, por cualquier mujer delgada y rubia con las tetas grandes, las mujeres tienden a responder a la campanilla de la posición y la valía social.
Al final, volví a casa acompañado de una pequeña stripper de grandes ojos y sonrisa traviesa. Mientras nos quitábamos la ropa, tumbados en mi cama, de repente, ella me preguntó:
—¿En qué trabajas?
—¿Qué? —contesté yo. No podía creer que me hubiera preguntado algo así, pero ella parecía necesitar ese dato para entender mi posición en la fiesta y su consiguiente atracción hacia mí.
—¿En qué trabajas? —volvió a preguntar.
Y fue entonces cuando tuve la epifanía: sargear era cosa de perdedores.
En algún momento del proceso, el sargeo se había convertido en el objetivo de la seducción, en una meta en sí misma. Al sargear, lo que haces es poner en práctica todas las noches las técnicas que has aprendido anteriormente. Pero todas las noches tienes que empezar desde cero. Y no había sido ninguna técnica lo que había hecho que esa chica estuviera en mi cama en ese momento; había sido un estilo de vida. Y eso es algo que se crea de forma acumulativa; todo lo que haces se suma a lo anterior, y te lleva más cerca de tu objetivo.
El estilo de vida es algo que te acompaña, no algo sobre lo que se habla. Y aunque el dinero, la fama y la belleza sin duda ayudan, no son necesarios. Lo que hace falta es tener algo que diga a gritos: «Chicas, abandonad vuestras aburridas y mundanas vidas y venid a mi excitante mundo, un mundo lleno de gente interesante y nuevas experiencias, donde la vida es fácil y la diversión abunda, donde, en definitiva, encontraréis la plenitud».
Sargear era para alumnos; no para maestros. Había llegado el momento de llevar a la hermandad al siguiente nivel, de unir nuestros recursos para crear un estilo de vida en el que fuesen las mujeres quienes acudieran a nosotros, no nosotros a ellas.
Había llegado el momento de Proyecto Hollywood.