CAPÍTULO 6
Recogí a Lisa a las ocho y la llevé a cenar a un restaurante japonés que se llama Katana. Fue una de las cenas más difíciles de toda mi vida. Habíamos pasado tanto tiempo juntos que yo me había quedado, literalmente, sin material de sargeo. No me quedaba más remedio que ser yo mismo.
—Hay algo que hace tiempo que quiero preguntarte —le dije mientras las estufas del patio nos calentaban la piel y el sake nos calentaba el estómago. Era una pregunta que llevaba semanas quitándome el sueño—. ¿Qué pasó cuando volviste de Atlanta? Teníamos planes y me dejaste plantado.
—No me gustó cómo me hablaste por teléfono —me dijo ella.
Así que había sido su versión de la técnica del castigo por mal comportamiento.
—Puede que estuviera haciéndome un poco el duro —reconocí—, pero quería verte.
—Da igual. Fuiste desagradable conmigo. Te pusiste tan chulo que se me quitaron las ganas de verte. Pensé: «Podría estar con cualquier hombre, ¿y voy a estar con este tío que intenta hacerse el machito?».
Mientras hablábamos intenté descubrir por qué me gustaba tanto aquella chica, por qué me había obsesionado precisamente con ella. Mi lado cínico me decía que estaba siendo víctima del equivalente femenino a las técnicas que usan los MDLS, pues el secreto para conseguir que alguien crea que está enamorado de ti consiste en ocupar sus pensamientos, y eso era exactamente lo que Lisa había hecho conmigo. Primero me había rechazado físicamente y luego me había dejado tirado, pero, al tiempo, había sabido darme las esperanzas justas para que yo no me desanimara y continuara persiguiéndola.
Pero yo no acostumbraba a presionar a las mujeres. Si otra mujer me hubiera tratado como Lisa, ya haría tiempo que habría dejado de perseguirla. Por supuesto, también era posible que mi obsesión viniera de una vena misógina de macho alfa, que podía haber contraído accidentalmente como consecuencia de pasar demasiado tiempo en el campo del sargeo. Por otra parte, Lisa era una mujer ferozmente independiente, alguien a quien yo admiraba. Así que siempre era posible que el cavernícola que llevaba dentro de mí quisiera acostarse con ella a modo de conquista.
Pero también existía la remota posibilidad de que ella hubiera conseguido tocar una parte de mí que yo siempre había ocultado; incluso a mí mismo. Era esa parte de mí que quería dejar de pensar, que quería dejar de buscar, que quería dejar de preocuparse por lo que pensaran de mí los demás, que quería olvidarse de todo y dejarse ir y sentirse cómoda y libre y vivir el momento, como cuando cogí esa gran ola con mi tabla de surf. Y, por momentos, cuando tanto Lisa como yo dejábamos caer nuestras defensas, era así como me sentía con ella.
Después de cenar fuimos a mi casa. Lisa se puso una camiseta blanca y unos calzoncillos que le llegaban hasta las rodillas y nos tumbamos juntos, debajo de las sábanas, con las cabezas apoyadas en almohadas separadas, mirándonos sin tocarnos, tal y como habíamos hecho tantas veces antes.
Yo quería continuar la conversación de la cena. Ya no intentaba seducirla; sencillamente necesitaba respuestas.
—Entonces, ¿por qué viniste a verme el otro día?
—Mientras estuviste fuera, te eché de menos —me dijo.
Me encantaba ver cómo se le separaban los labios sobre los incisivos cuando hablaba. Me hacía pensar en salmón sobre arroz.
—Mis amigas se reían de mí porque contaba los días que quedaban para que volvieras. Hasta fui a comprar cosas para cocinarte algo especial. La verdad es que no sé por qué lo hice. —Guardó silencio durante unos instantes. Después sonrió, como si no debiera estar contándome todo aquello—. Compré unos filetes de pez espada. Al final se pasaron y tuve que tirarlos.
Una oleada de confianza llenó mi pecho de calidez. Después de todo, todavía tenía una oportunidad con Lisa.
—Pero ya es demasiado tarde —dijo ella—. Te dejé una ventana abierta y tú no supiste aprovecharla.
David DeAngelo hubiera dicho que había llegado el momento de comportarme como un chulo-gracioso. Ross Jeffries hubiera dicho que no podía permitir que fuese ella quien decidiera el marco en el que transcurría nuestra relación. Y Mystery me habría dicho que la castigara. Pero yo no pude evitarlo. Tenía que hacer la típica pregunta de TTF.
—¿Qué hice mal?
—Para empezar, no me llamaste al volver de Miami. Tuve que ser yo quien vine a buscarte.
—Espera un momento —protesté—. Eso no es justo. Creía que pasabas de mí.
No me devolviste las llamadas cuando me fui a Miami.
—El mensaje de tu contestador decía que estabas fuera y que no podrías devolver las llamadas.
—Ya, pero a ti sí te habría devuelto la llamada. Quería oír tu voz.
—Después, la noche del Whiskey Bar casi ni me dirigiste la palabra. Y la última gota fue cuando vinimos a la mansión antes de ir a hacer surf. Le dije a Sam que seguías gustándome, y ella me dijo que me olvidara de ti. Me dijo que, al subir a tu cuarto para ir al baño, se había encontrado un condón usado en el suelo.
Mi cerebro se revolvió contra sí mismo y se dio una bofetada. No me había acordado de tirar el condón que había usado con Isabel. Así que era eso lo que le había dicho Sam al oído de camino a Malibú.
—Entonces, ¿por qué has quedado conmigo esta noche?
—Me pediste que saliéramos juntos. Era una cita en toda regla. Además, estabas nervioso, así que supuse que debía de gustarte de verdad.
Me incorporé en la cama. Lo que estaba a punto de hacer era propio de un TTF.
—Déjame que te explique algo. Los MDLS lo llaman monoítis. Es un término que se refiere a la enfermedad que sufren los tíos que se obsesionan con una sola chica. Los hombres con monoítis nunca consiguen nada porque, cuando están con la chica que les gusta, se ponen demasiado nerviosos y lo estropean todo.
—¿Y? —preguntó ella.
—Yo tengo monoítis. Y tú eres esa chica.
Nos estábamos mirando a los ojos. Vi cómo brillaban los de Lisa. Y sabía que los míos también lo hacían. Había llegado el momento de besarla.
No usé ninguna frase, ninguna técnica, ningún cambio de fase. Me acerqué a ella. Ella se acercó a mí. Ella cerró los ojos. Yo cerré los ojos. Y nuestros labios se encontraron. Fue exactamente como siempre había pensado que debía ser un primer beso.
Pasamos la noche besándonos y diseccionando todo lo que había ocurrido durante las últimas semanas.
Por la mañana, mientras Lisa dormía, bajé al salón con mi agenda telefónica. Llamé a Nadia y a Hie y a Susanna y a Isabel y a las Jessicas y a cada CS y MRE —y todos los demás acrónimos— a las que veía y les dije que había conocido a alguien y que quería serle fiel.
—¿Así que la prefieres a ella que a mí? —me dijo Isabel con evidente enojo.
—No es una elección racional —repuse.
—¿Es que es mejor en la cama que yo?
—No lo sé. Sólo nos hemos besado.
—Así que quieres deshacerte de mí porque le has dado unos besos a una chica.
¿Es eso? —preguntó con una carcajada fingida.
—No quiero deshacerme de ti —le dije—. Si quieres, podemos seguir viéndonos, pero como amigos.
Casi pude sentir cómo mis palabras se le clavaban en el corazón, igual que tantas veces se habían clavado en el mío antes de unirme a la Comunidad.
—Pero… Te quiero —dijo ella.
¿Cómo podía quererme? Si yo fuera ella, me acostaría con una decena de tíos para superar mi monoítis.
—Lo siento —le dije. Y era verdad.
Hay un problema con el sexo sin compromiso: a veces deja de serlo. A veces surge el deseo de algo más. Y, cuando las expectativas de una de las personas no coinciden con las de la otra, entonces, quien tenga mayores expectativas acaba sufriendo. No existe el sexo gratis; siempre hay un precio que pagar.
Yo acababa de romper la regla de oro de Ross Jeffries: déjala siempre mejor de lo que estaba cuando la conociste.