V
A raíz de lo ocurrido, la señora Ana había aumentado sus muestras de religiosidad. Acudía a diario ante su confesor, el padre Eusebio Vázquez; quien, como buen jesuita, la había instruido en las muchas bondades que se derivaban de practicar cada jornada los ejercicios espirituales ignacianos.
Si antes asistía a su misa cotidiana en la cercana capilla que el colegio de la Compañía de Jesús mantenía en la calle de Guadalajara, ahora asistía además a una segunda en la iglesia de San Justo. Escuchaba ambas con gran devoción, y luego permanecía largo rato orando ante las reliquias de los Santos Niños. Afirmaba que era el único modo de implorar la misericordia de los cielos; y que, tal vez, al mostrar una sincera contrición por los pecados cometidos, podría evitarse que desgracias aún peores se abatieran sobre la familia.
—¡Malo, malo, chiquilla! —había dicho María al oír las nuevas de boca de su hermana—. Dime tú qué pensarán los vecinos; que el exceso de beatería da pábulo a murmuraciones, pues un gran arrepentimiento suele provenir de una gran infamia.
Inés apenas podía dar crédito a sus oídos.
—¿Infamia, nuestra madre? Hermana, ¿tú escuchas lo que dices?
—Yo no digo sino lo que otros dirán, criatura, que tú has pasado poco tiempo en esas calles y esas plazas. Mal cambio es este. —Meneó la cabeza—. Y total, ¿qué aprovecha? Quien bien está, no se mude.
Pocos días después fue la propia Ana quien trató el asunto con su hija menor. Su preocupación estribaba en el hecho de que ahora ella se encontraba ausente de la casa mucho más tiempo y Teodora siempre la acompañaba. En tales circunstancias, Inés haría bien en buscar su propia ama de compañía.
—Que Matilde tiene demasiada faena para andarte escoltando, y no es cosa buena ni decente que una mujer joven camine por el mundo sin salvaguarda.
—Y habéis de poner gran cuidado en elegirla —remachó Teodora, recalcando que debía ser viuda de origen humilde y cierta edad, proveniente de una familia intachable de cristianos viejos, nunca penitenciados por el Santo Oficio—. Y, sobre todo, que sea de conducta y moral reconocidas como irreprochables, pues su fama repercutirá en la vuestra. Dejadme preguntar en la parroquia. Allá, de seguro, nos darán razón.
La interpelada tomó a su progenitora del brazo y se apartó unos pasos para que nadie más la escuchara.
—Ahora mismo no estamos en disposición de contratar a nadie, madre mía, y lo sabes —le dijo, bajando la voz—. Apenas si alcanzamos a mantenernos en nuestro actual estado, y las deudas…
—No pongas tus afanes en el dinero, hija mía. Piensa que el buen nombre es lo único que importa.
La joven se sonrió ante la ironía.
—Si de eso se trata, no debieras preocuparte. Debo a los buenos vecinos de la villa cuatro meses más de luto por mi amado esposo. Así que no tengo intenciones de «caminar por el mundo», como tú dices, sea con o sin salvaguarda.
La señora Ana la tomó de las manos.
—Mi querida niña, no finjas no entenderlo. Tu buen nombre puede verse afectado aun cuando permanezcas en casa. Ya sabes que la voz de la opinión no perdona a una viuda joven y sola. Menos aún habiendo hombres en la vivienda…
Inés cerró los ojos y reprimió un suspiro. De repente se sentía muy cansada.
—Madre, si te refieres a Gabriel… —buscó entre las palabras a su disposición, sin encontrar ninguna que la ayudara a expresar sus sentimientos al respecto. Al fin, añadió—… no hay tal, tenlo por seguro. No existe el menor motivo para concebir esas sospechas.
—Eso no lo sabes con certeza, hija mía. Y quien evita la ocasión, evita el peligro. Además, no estoy pensando tan solo en él.
La joven quedó anonadada ante aquella insinuación.
—¿Albertillo? ¡Virgen Santísima! Si no es más que un crío…
—Sí, sí, crío… —comentó Matilde, que en aquel momento acertaba a pasar por allí. Su condición de entrometida era bien conocida por todos, así que ni siquiera necesitaba fingir que no prestaba oídos a la conversación—. No os fieis de sus pocos años, mi señora, que todo varón, por el hecho de serlo, nace con debilidad por los pecados de la carne; y así llegan a la edad de este ya resabiados. Bien lo conoce el refrán: «Moza, guárdate del mozo cuando le sale el bozo».
Inés se echó a reír.
—¡Mira bien lo que dices, mujer! Hablas igual que lo haría el ama Teodora.
La sirvienta pareció espantarse ante tal posibilidad.
—¡Mucho de enhoramala! —exclamó haciéndose cruces—. Eso sí que no, señora mía. El día en que sus palabras salgan de mi boca, tendré que pensar en hacer voto de silencio.
Al final, tras muchos tira y afloja por ambas partes, la búsqueda de dueña para Inés quedó en suspenso hasta que concluyera su periodo de luto, para desencanto de su madre y del ama y satisfacción no disimulada de Matilde, que adoraba a su señora Ana pero gustaba sobremanera de andar a la gresca con Teodora.
Caía la noche, y era ya hora de cerrar el negocio. Albertillo se dirigía hacia la puerta con intención de hacerlo así cuando alguien atravesó el umbral. Se trataba de un joven de complexión fuerte y facciones agradables, cabellos y ojos oscuros, piel más bien pálida y barba escasa, que repasó la tienda con visible interés.
—Sea bienvenido vuestra merced al taller de la viuda de Lozano —lo saludó el aprendiz, limpiándose las manos con disimulo en los faldones del sayo—. Decidme lo que buscáis y veré de encontrarlo…
—En realidad, no busco comprar, sino vender —respondió el visitante, con un suave acento francés—. No sé si he venido al sitio adecuado.
Así diciendo, Pierre puso un pequeño fardo sobre el mostrador, lo desenvolvió y mostró su contenido: piel marrón clara de buena calidad, para tapas y lomo de un libro; el tamaño parecía pensado para encuadernar un ejemplar de a octavo.
Era parte del fardo que había comprado, unos días atrás, al individuo del sombrero rojo. La expresión del zagal se iluminó a la vista de aquel objeto.
—Podría interesarme… interesarnos. Dependiendo, claro, del precio. ¿Cuánto pedís por ello?
Tras un corto regateo, el trato quedó cerrado. El precio acordado resultaba asequible para la bolsa de Albertillo, que estrechó la diestra del extranjero con evidente satisfacción.
Tras hacerlo, se golpeó la frente con la misma mano, como quien al fin encuentra respuesta a una duda que lleva tiempo revoloteando en su cabeza.
—Ya se me antojaba que vuestro rostro no me es desconocido. Trabajáis con el maestro Gracián, ¿cierto?, el cuñado de mi señora…
—A fe mía, que tienes buen ojo, muchacho —reconoció el visitante con una amplia sonrisa—. Mi nombre es Pierres Arbús.
El aprendiz se presentó a su vez. Luego, bajando la voz, inquirió:
—Decidme, señor Arbús. ¿No tendréis por azar otros… materiales de estos? Hay un par de cosas más que estoy intentando conseguir…
Su interlocutor se inclinó hacia él. Parecía complacido.
—Eso depende —respondió en el mismo tono confidencial—. ¿Qué necesitas?
Aquel día la moza Matilde volvió del mercado con el semblante alterado.
—¡Ay, señora mía, qué contrariedad! Vengo de estar con ese rufián del carnicero. Pues, ¿no va y dice que ya no nos fía más? Le pido carnero para gigote y me contesta que para vos solo le queda vaca para salpicón, y aun pretendiendo que os hace un favor. ¿Pues no me suelta que «quien tiene buen comer, ha de tener buen pagar»? Y yo le he respondido con eso otro de que «a chillidos de cerdo, oídos de carnicero».
Al parecer, el susodicho insistía en que era tiempo de saldarle parte de lo adeudado y que, hasta que tal cosa no sucediera, la casa de Inés Ramírez no gozaría de crédito en su negocio. No era el único. Las deudas se amontonaban, tanto en lo relativo a los gastos de la casa como en los encargos a los proveedores del taller y la librería. Los libros de cuentas arrojaban un balance desolador.
La joven señora se esforzó por no evidenciar su preocupación.
—No te apures, Matilde, veremos de dónde sacar algunos maravedíes. De momento, muéstrame la despensa, que me haga una idea de cómo andamos.
Tomando el libro de aprovisionamiento, acompañó a la sirvienta hasta el lugar para hacer recuento. El especiero acumulaba una de las mayores deudas. Era sin duda un buen punto por el que comenzar a racionar.
—Para empezar, limita al máximo los cominos y el cilantro seco, que no andamos muy sobrados. ¿Y solo nos quedan dos ristras de ajo?
—¡Ah, eso sí que no, señora! —protestó la sirvienta—. Pase lo demás, pero no nos mengüéis los ajos, que, de los aliños, son el mejor y el más barato…
A medida que su patrona hablaba, el ceño de la moza se iba arrugando más y más.
—Pues sí que van a salir bien sazonadas las comidas —rezongó—. Para eso, más nos valdría ir a pedir la sopa boba.
—No exageres, mujer, que aún podemos tirar de cebollas, y creo que de esas no nos faltan. Déjame ver…
Al acercarse más para hacer el registro, reparó en algo que nunca antes había visto. Soltó una exclamación.
—¡Matilde, llégate acá! Mira esa pared: ¿sabes qué es aquello?
—Sí, señora; o, mejor dicho, no. Quiero decir, sé que es una portezuela, pero lo que hay al otro lado es tan gran secreto como si fuera cosa del diablo. Está cerrada con llave. Y (¿sabéis?) el día que probé a abrirla, el señor Antonio (que Dios tenga en Su gloria) me dio tal zurra que no me quedaron ganas de repetir el intento.
Inés sintió que se le aceleraba el pulso. Casi le pareció que la cadena que escondía bajo la camisa se estremecía al compás de su agitación.
—Apártame esos sacos, muchacha. Despeja la pared y retírate.
Se arrodilló ante la portezuela así descubierta. Notaba la respiración entrecortada y un temblor mal contenido en las manos.
Sacó las llaves, las desató de la cadena y probó a introducir la mayor de ellas en la cerradura. Encajaba a la perfección.
—¡Ave María purísima…! —musitó. De repente la asaltó un temor paralizante. Ahora que la solución del misterio estaba al alcance de su mano, tras tanto tiempo y perseverancia… justo ahora, la duda la atenazaba.
Aún estaba a tiempo de dar marcha atrás. ¿De veras estaba preparada para aceptar lo que se escondiese tras aquella cerradura, fuera lo que fuere, con todas sus consecuencias? Tonio había puesto gran empeño en mantenerlo oculto. Debía de tratarse de un asunto serio.
Tal vez, tras desvelar el secreto, su vida no volvería a ser la misma. ¿Estaba dispuesta a correr ese riesgo?
Tuvo que luchar para vencer aquella aprensión y recuperar el uso de la voluntad. Aferró la cruz con la mano izquierda, se santiguó dos veces y, dejando atrás las vacilaciones, giró la cabeza de la llave.
La puerta se abrió.
Al otro lado había un nicho excavado en el espesor del muro, de manera tosca y sin revocar. Mediría unas dos varas de ancho, una de alto y otro tanto de profundidad. En su interior, sobre un tapete de paño, se encontraba un arcón casi de las mismas dimensiones que el hueco, como si este hubiera sido creado a la medida de aquel. Tenía gruesos herrajes, sendas asas a los lados y una vistosa cerradura en el frontal.
Inés probó la segunda llave en esta última y comprobó que encajaba. Se retiró sin abrirla.
—Matilde, llégate acá, toma esa otra asa y veamos si logramos sacar esto entre las dos.
Así lo hicieron, con gran esfuerzo. Tras dejarlo en el suelo, se quedaron mirándolo con la expresión de quien descubre en el cielo nocturno una de esas luminarias cuya aparición pronostica terribles desgracias.
—¡Que Dios nos ampare! —La moza se persignó mientras pronunciaba aquellas palabras—. No sé a qué se deberá, pero esto me da mal agüero. ¿Qué creéis que contiene?
Inés prefirió no elucubrar.
—Lo averiguaremos pronto. Pero antes hemos de moverlo a mejor lugar. Corre al taller y di a Albertillo que lo necesito en la despensa. ¡Y ni palabra de esto a Gabriel!
Pierre no podía evitar sentirse incómodo. Había llegado a un acuerdo con Enrique Formil; a uno que le garantizaba la tranquilidad de espíritu que llevaba persiguiendo desde hacía años. Pero toda moneda tiene su reverso; y una gran recompensa se obtiene solo tras un gran esfuerzo.
—Concentraos en la ganancia, monsieur Arbús —le había recomendado el tratante de Medina, tal vez intuyendo sus reparos—. Vos y yo sabemos que merece la pena.
Desde entonces, el gascón se esforzaba por hacerlo así. Pero, aun siendo consciente de que aquella era la mejor política a seguir, no lograba deshacerse de esa desagradable sensación que generan las graves deudas pendientes. Tal vez fuese aquella la causa de que aún le costara conciliar el sueño por las noches, tal y como le había ocurrido tres años antes en Barcelona, tras abandonar la casa-imprenta de Régnier.
—No lo dudes, muchacho —le había asegurado su hermano—. Has tomado la decisión correcta.
Su interlocutor se sonrió ante aquella observación.
—¿Y quién lo es, en los tiempos que corren?
Samsó lo había ayudado a encontrar colocación con su antiguo patrono, el maestro Claudi Bornat, que había aceptado al menor de los Arbús con los brazos abiertos. Lo había empleado sin reparos como oficial tirador, pese a que el gascón no había completado su periodo oficial de aprendizaje.
Tales arreglos no resultaban inusuales en los reinos españoles. Aquí los maestros tipógrafos no habían formado gremio, a diferencia de lo que ocurría en Francia, donde controlaban con mano férrea las condiciones del negocio. Y los compagnons-imprimeurs debían lidiar con sus patronos, que tendían a contratar a gran número de aprendices —lo que redundaba en bajos salarios para todos— y a reducir gastos recortando la alimentación correspondiente por contrato a sus empleados; comida y bebida formaban parte de la paga estipulada tradicionalmente en los asientos de aprendices y oficiales; estos últimos solían tener que aceptar comisiones precarias, y la manutención a cargo del patrono podía llegar a garantizar su supervivencia, al protegerlos frente a las frecuentes devaluaciones monetarias y a la inflación que sufrían los precios de los alimentos según las estaciones del año.
En España las cosas eran muy distintas. Los oficiales de imprenta escaseaban, por lo que los sueldos eran mucho más elevados que en otros países europeos. Además, ofrecía inmejorables perspectivas para aquellos que abrazaran la pretensión de abrirse camino en el negocio. Los trabajadores capaces podían conseguir un contrato como oficial antes de cumplir la totalidad de su aprendizaje; y, con algo de suerte y mucho de empeño, llegar a establecerse como maestros tipógrafos, andando el tiempo. Resultaba más fácil ahorrar lo necesario para pertrechar un taller, y no era imprescindible pertenecer a una estirpe relacionada desde hacía generaciones con el mundo de la imprenta.
Por tales razones, los reinos de la península ibérica resultaban un destino más que apetecible para los jóvenes oficiales con espíritu aventurero y ambiciones de futuro, y atraían a gran número de extranjeros dispuestos a hacer frente a los considerables riesgos que tal decisión entrañaba: en primer lugar, los peligros del viaje, en caminos atacados por bandidos y salteadores; y, una vez alcanzado el destino, la presencia de la tan temida Inquisición.
—Dicen que a los españoles les encanta encender fuegos. Si vas por esas tierras, cuídate de las hogueras. —Era una broma común para aquellos trabajadores de imprenta que anunciaban a sus compañeros su decisión de marcharse al sur de los Pirineos.
Pero, una vez pasada la frontera, aquel se volvía asunto serio, como muchos extranjeros podían atestiguar. Uno de ellos era el flamenco Adriaan de Alkmaart, un componedor de carácter vivaz y aventurero al que Pierre había conocido en el taller de Régnier. Durante el tiempo que pasaron juntos, los dos habían forjado una honda amistad. Arbús había llegado a conocer bien los detalles del pasado de su compañero.
Adriaan había residido en Zaragoza, trabajando para el librero Miguel Ferrer en su negocio de la plaza de las Cuatro Calles. Allí, seis años antes, el Santo Oficio lo había detenido, juzgado y condenado por sus creencias heréticas. Lo habían azotado y paseado en público, para su escarnio y para dar ejemplo e infundir justo temor en las almas de los rectos cristianos.
Después de aquello lo habían enviado a cumplir cuatro años de penitencia al remo de una galera. Pero el condenado había logrado escapar de las cadenas que lo sujetaban al banco, saltar por la borda y nadar hasta tierra firme. Semanas después había reaparecido en Barcelona, haciéndose llamar Alejandro. Otro nombre y otra villa de residencia; no había necesitado más para crearse una nueva vida.
Pierre recordaba que, en cierta ocasión, Adriaan le había mostrado un volumen con imágenes que un cartógrafo compatriota suyo —un tal Hoefnagel— había dibujado durante sus viajes por España. Casi todas eran vistas de ciudades, pero había una muy distinta, que captó la atención del gascón: un hombre vestido con un sambenito. Bajo la ilustración el autor había añadido unos versos en flamenco. Cuando el francés pidió a su compañero que se los tradujese, este leyó:
«Miradme, vosotros que buscáis acomodo en España, pues esto es la Inquisición. Así es como el Santo Oficio trata a cualquiera que no domina la lengua de estas tierras. Muchas buenas almas son perseguidas y sus protestas, ignoradas. Si vienes aquí, mantén la boca y la bolsa cerradas. Tal es la ley de estos lugares».
Una ley que todos sus colegas conocían y aplicaban. A su llegada a Barcelona, su hermano Samsó lo había recibido con un sentido abrazo y con estas palabras:
—Has obrado bien al no quedarte en Francia. Aquí puedes ganarte el pan, incluso vivir una buena vida… si sabes mantener la boca cerrada.
—Mal me conoces, hermano, si piensas que eso último ha de resultarme difícil —había replicado él entonces.
Era hombre de frases contadas. Pero, bien lo sabía Dios, le costaba mucho mantenerse en silencio en las escasas ocasiones en que sentía que las palabras resultaban necesarias. En este caso, así era. Aunque se hubiese marchado con un nuevo patrono, aún tenía un deber para con Régnier. Debía avisarle de que la espada de Damocles pendía sobre su cabeza.
Pero su antiguo empleador, consumido por la cólera, se negó a escucharlo. Al verlo aparecer, comenzó a exigir a gritos que le trajeran la espada.
—¡Infame traidor! ¡Bellaco! ¡Malnacido! ¿Así me pagas lo que he hecho por ti? —aulló. Dos de sus empleados hubieron de interponerse para evitar que se arrojara al cuello del gascón—. Vete, vete con ese delator, embustero y ladrón ¡y así os lleve el diablo a los dos! ¡Pero no oses poner un pie en esta casa, o juro por Dios que te sacaré las tripas como al perro sarnoso que eres!
No era secreto para nadie que existía una profunda animadversión entre ambos tipógrafos, que no se dirigían la palabra ni perdían oportunidad de calumniarse mutuamente ante oídos ajenos. La enemistad se remontaba a varios años atrás. En aquella época, Régnier trabajaba como oficial para el maestro Jaume Cortey. A petición de Bornat, que andaba corto de material para sus prensas, aquel le alquiló una buena cantidad de tipos, tasados en treinta libras antes de salir del taller. Pero cuando las letras regresaron, pesaban tres libras menos. Los rumores afirmaban que el prestatario se había apropiado de las faltantes. Régnier, íntegro y leal a su patrono, no dudó en enfrentarse públicamente al estafador y a sus empleados, ni en denunciarlos ante quien quisiera escucharlo.
Desde entonces la hostilidad entre ambos no había hecho sino ir en aumento. Bornat gustaba de atraer —incluso de manera fraudulenta— a los aprendices que su rival había formado en su taller, llevándolos al suyo cuando intuía que estaban preparados para comenzar a producir, aun antes de que hubieran cumplido su contrato. Régnier recelaba, además, que su adversario era familiar del Santo Oficio, que informaba sobre sus colegas de profesión y los denunciaba en secreto. Se había convencido de que tal cosa era cierta, aunque no poseía pruebas que confirmaran sus sospechas, pues la identidad de los informantes —como cualquier dato concreto que atañese a los procesos de la Inquisición— estaba envuelta en un completo misterio.
Por todas estas razones, el antiguo maestro de Pierre consideraba la deserción de este una afrenta personal; más aún dado el hecho de que se había marchado acompañado de otro colega y amigo, Étienne Carrier. Régnier estaba más que dispuesto a descargar su furia sobre aquellos dos «miserables traidores» si llegaba a ponerles las manos encima.
—Por tu vida, Arbús, no se te ocurra volver aquí —le había aconsejado uno de los oficiales del taller mientras lo acompañaba a la puerta—. Si quieres hacerle llegar un mensaje, busca otro modo de hacerlo.
Pierre se prometió hacerlo así, aunque eso implicara tomar un curso de acción que lo incomodaba en extremo. Pero se sentía en deuda con su maestro y eso lo obligaba a dejar de lado sus reparos.
Estando así las cosas, no le quedaba otro remedio que acudir a Isabelle. Dios era su testigo: prefería mil veces enfrentarse a Régnier, aun armado con su furia y con tres buenos palmos de acero. Porque tratar con su esposa… Por san Pedro y san Pablo, eso conllevaba otro tipo de peligros.
Inés había albergado la esperanza de que aquel arcón contuviera las respuestas que buscaba; de que, al abrirlo, comprendería por fin el misterio que la había abrumado durante varias semanas, aquella enigmática referencia al libro De Viris Illustribus de san Jerónimo.
Mientras Albertillo, siguiendo sus instrucciones, lo trasladaba escaleras arriba, ella disponía un lugar en que colocarlo dentro de su habitación. Cubierto con un tapete negro, bien podía pasar por mesilla. Así disimulado, no levantaría sospecha alguna.
Si bien nadie —aparte de ella misma y de Matilde, quien ya estaba al cabo de todo— entraba en aquella estancia, la precaución no se le antojó excesiva. En materias delicadas toda prevención es poca. Y aquella sin duda lo era. Tonio no se habría tomado tantas molestias de no estar implicado en algún asunto grave.
Encendió luz, ordenó que la dejasen sola y atrancó la puerta. Las cortinas estaban cerradas, como se esperaba en el aposento de una viuda. Aunque en la calle se vivía un día radiante, aquel dormitorio pertenecía a los reinos de la penumbra. En aquellos momentos, resultaba más que apropiado. Cualquiera que fuese el contenido de aquel arcón, de cierto no era materia para exponerla a la luz del sol.
Se arrodilló con la llave en el puño y, con pulso tembloroso, la introdujo en la cerradura. Los ruidos de la calle habían cesado como por ensalmo. El universo en pleno parecía estar en suspenso, pendiente de lo que ocurría en aquella habitación.
Al girar la muñeca notó que el engranaje cedía. Agarró la tapa por ambos lados y la alzó con lentitud. El chirrido de las bisagras invadió la estancia.
Durante unos instantes permaneció inmóvil en aquella postura, observando el contenido con los ojos dilatados por la sorpresa. Cuando recuperó el dominio sobre sí misma y acertó a reaccionar, parpadeó. Luego se inclinó hacia delante, introdujo las manos en el arcón y extrajo de él un objeto.
Se trataba de una caja de maderas taraceadas, decorada con primor. Era de pequeño tamaño, como las que se utilizaban para almacenar la correspondencia. No tenía candado ni cerradura alguna. Enderezó la espalda, la colocó sobre su regazo y la abrió.
Contenía un fajo de papeles doblados. Desplegó el primero de ellos. Estaba escrito con los trazos rápidos de Tonio. Parecía un conjunto sin sentido de letras y palabras latinas garabateadas con premura, como se hace con un borrador.
El segundo también estaba redactado por la misma mano, aunque la caligrafía resultaba más cuidada. Era un documento extenso y elaborado. Daba la impresión de tratarse de un registro de contabilidad semejante a los que utilizaban en la tienda. Se reconocían las fechas y las cantidades anotadas, pero no el nombre del pagador ni la mercancía; daba la impresión de que estos dos últimos datos se hubieran consignado siguiendo una especie de código:
—CERB, ARGS, POLFM, GRYF… —fue leyendo. Solo Dios sabía a qué podían corresponder aquellas siglas.
Revisó los papeles restantes, esperando encontrar en ellos alguna clave reveladora. Todos eran similares al que acababa de leer.
Volvió a doblarlos y los guardó tal cual los había encontrado. Iba a necesitar algo de tiempo para averiguar el significado de aquellas cifras. En las últimas semanas había repasado hasta la saciedad los registros de cuentas del negocio, y sabía que aquellas transacciones no se correspondían con los asientos de la librería o el taller.
Dejó el estuche a un lado y volvió a revisar el arcón. Quedaban en su interior varias bolsas de tela que formaban paquetes desiguales y que, a juzgar por el peso del contenedor, debían de envolver algo compacto. Todos estaban atados con una trencilla de la que pendía un pequeño papel, marcado con un signo.
Acercó la palmatoria para estudiarlos en detalle. Parecía haber cuatro distintos. Uno parecía un sable o una espada curva, como las que se usaban entre los turcos; el segundo, una bellota; el tercero tenía forma de trébol; el cuarto, de daga o espada corta; este último era, con mucho, el más numeroso. La mayoría de los envoltorios estaban marcados con él, mientras que el trébol se repetía solo un par de veces y los dos restantes aparecían solo una vez.
Aquellos caracteres le provocaron un escalofrío. Intuyó que guardaban relación con algo que ella conocía, pero que en aquel momento escapaba a su memoria; algo —eso sí lo sabía— asociado a recuerdos desagradables.
Era consciente de que estaba a punto de abrir la caja de Pandora con todos sus males. Decidió comenzar por el envoltorio más pequeño, como si así el perjuicio derivado del descubrimiento fuese el menor de los posibles.
Albergaba sus sospechas con respecto a lo que hallaría en el interior. El peso y la forma de los bultos le hacían barruntar que se trataba de libros. Tal vez había encontrado por fin aquel famoso tratado de san Jerónimo cuyo título la perseguía en la vigilia y el sueño. O incluso algo más nefasto, oculto tras aquel nombre en clave: por ejemplo, uno de aquellos volúmenes contenidos en el Índice de libros prohibidos, cuya posesión estaba penada con gravísimas sentencias por orden del rey y de la Inquisición.
Desató la trencilla y atisbó el interior de la bolsa. Una exclamación escapó de sus labios.
Se trataba de algo del todo distinto a lo que había imaginado. Y que, sin embargo, confirmaba sus peores temores.
—¿Así que este es el contenido del famoso arcón? ¿Barajas de naipes? —Matilde sonaba desilusionada—. Pues, la verdad, no parece tan terrible.
—Te equivocas, y mucho. —El tono de Inés evidenciaba lo desconcertada que se sentía. Aún no acertaba a creer que Tonio estuviera involucrado en una locura semejante.
El uso de las cartas de juego se encontraba férreamente regulado en todos los territorios de la Corona hispánica. El Estanco Real de Naipes monopolizaba la fabricación, venta y distribución de las barajas españolas, gravando cada una de ellas con una tasa de medio real; y los aranceles a pagar por las extranjeras eran mucho mayores.
El cobro de estos elevados impuestos suponía una cuantiosa contribución a las arcas reales, por lo que el impago de los mismos constituía un gravísimo delito. Por supuesto, existían impresores que fabricaban naipes de manera ilícita, y agentes que los distribuían de forma clandestina a particulares y casas de juego más o menos ilegales. Estas resultaban mucho más baratas que las oficiales, por el bajo coste de su producción y el hecho de no estar sujetas a los impuestos estatales.
Era evidente que Tonio había formado parte de una de aquellas redes de contrabando. Y ahora su viuda tenía entre sus manos todo un cargamento que, de ser descubierto, le costaría muy, pero que muy caro. Para comenzar, una multa de 100 ducados, que le resultaría imposible pagar; a eso seguiría el embargo de todos sus bienes, la cárcel, la ruina y la infamia. Su nombre y el de su familia quedarían manchados para siempre.
—¡Por Cristo bendito, que eso no ha de pasar! —exclamó Albertillo al tener noticia de aquello—. Yo digo, señora Inés, que os deshagáis de esas cartas criminales. Quemadlas, todas ellas, y hagamos como si nunca hubieran existido.
—Teneos, señora mía, y pensadlo mucho antes de hacer un disparate semejante —protestó de inmediato la moza—. Mirad que hay aquí mucho dinero que ganar, y Dios sabe que nos hace muy gran falta.
—¿Que yo digo disparates? ¡Por vida mía! ¡Piensa tú antes de hablar, mentecata! —le espetó el aprendiz—. ¿Y cómo piensas ganar ese dinero, vamos a ver? ¿Saliendo al mercado y voceando la mercancía, igual que las placeras? Ten por seguro que en menos de un paternóster te caen encima los alguaciles y te ves en la cárcel cargada de grilletes.
Inés no contestó. Lo cierto era que ella misma se sentía desgarrada. Su primer impulso había sido destruir el arcón y todo su contenido, como debiera hacer cualquier persona decente, temerosa de Dios y de la Ley. Pero entonces, ¿por qué vacilaba? ¿Por qué le parecía que las palabras de Matilde merecían, al menos, cierta consideración? Nunca antes había dudado entre la conciencia y el pragmatismo. ¿Por qué ahora sí?
Miró a su alrededor, deseando que la Providencia le enviase una señal. Pero los cielos, como acostumbran, permanecieron silenciosos.
La decisión era suya y solo suya. Volvió la mirada hacia el aprendiz y la moza, que continuaban enzarzados en su contienda. Tiempo era de poner paz.
—No discutáis más por esto, que el reñir nada aprovecha; y acercaos, que he de hablaros.
Se encontraban en la estancia reservada a las mujeres; la joven patrona estaba sentada en el estrado en el que su madre y ella se acomodaban para leer juntas o para conversar mientras realizaban sus labores. Indicó a sus acompañantes que tomaran asiento en el suelo, a los pies de la tarima, frente a ella. Ambos obedecieron.
—Amigos, sé que no hace mucho que nos conocemos. Cuando llegué aquí, vosotros llevabais ya tiempo sirviendo al señor Antonio. Pero pronto aprendí a confiar en vuestro afecto y en la nobleza de vuestros corazones.
Había bajado la voz, como se hace llegado el momento de las confidencias. Sus dos oyentes, inclinados hacia ella, permanecían suspensos de sus palabras.
—Hoy me encomiendo a vosotros, poniendo mi vida en vuestra bondad y discreción. Mirad que sois custodios de mi honor y el de toda mi familia.
Albertillo enderezó la espalda, espoleado por aquellas frases.
—Mi señora Inés, mal nos juzgáis si pensáis que hemos de fallaros en este trance. —Miró a la moza, que se limitó a asentir con la cabeza—. Ya veis que Matilde y yo estamos de vuestro lado. Fiaos de nosotros y decidnos qué hemos de hacer.
Todo rastro de desavenencia entre ellos había desaparecido por completo. La joven señora, emocionada, se inclinó hacia ellos y los abrazó a la par, en un gesto cargado de agradecimiento.
—Escuchad entonces, pues habéis de ser mi remedio —les dijo—. Hasta que decida qué hacer con ese cargamento es vital que mantengamos el secreto… Y necesitaré de vuestra ayuda en este otro asunto: decidme cuanto sepáis de cualquier negocio sospechoso que condujera el señor Antonio; cualquier cosa, por nimia que sea, que os llamara la atención.