X
El día llegó arrastrando los pies, como un peregrino agotado por la dureza del camino. Inés lo recibió con los ojos aún abiertos. Bajó a la cocina cuando apenas se intuían las primeras luces del alba. Los gallos no habían comenzado a cantar, y en las calles no se pregonaba aún el aguardiente y letuario.
Cada paso, cada movimiento, se le antojaba irreal. La vida cotidiana parecía irreconciliable con las experiencias de la noche anterior. Se sentó a coser en el taller con la sensación de encontrarse inmersa en un sueño, sin cuidarse en absoluto de las miradas desaprobadoras de Gabriel.
Mediada la mañana Albertillo entró para anunciarle que acababa de llegar el encargo procedente de Medina del Campo. La casa de Benito Boyer cumplía con prontitud y eficiencia sus compromisos; el envío llegaba un día antes de lo previsto. Separado de los demás ejemplares en rama venía un paquete de pequeñas dimensiones. Contenía el famoso libro De Viris Illustribus de san Jerónimo, acompañado de una carta firmada por Enrique Formil.
En ella el apoderado expresaba su interés personal por aquella inesperada solicitud de Inés, y la animaba a seguir acudiendo a él en el futuro con cualquier encargo «relativo a ese u otros asuntos igual de relevantes». Su prosa resultaba tan afable como su discurso. Al leer aquellas frases, la joven casi podía escuchar el tono plácido de su remitente y ver reflejada en el papel su indeleble sonrisa alentadora.
Tras revisar el pedido y firmar los albaranes, ordenó al aprendiz que se encargara de colocarlo en el almacén y lo acompañó durante el proceso. Después se dirigió al despacho para repasar los registros.
Concluida la tarea, permaneció largo rato frente al escritorio, indecisa. Tenía faena pendiente en el taller, pero se sentía reacia a volver frente al telar. Al fin, accionó la campanilla para convocar a la sirvienta.
—Me quedaré aquí —le comunicó—. He de revisar ciertos documentos. Di a Albertillo que me llame si me necesitan en el taller o en la tienda.
—Una cosa más, Matilde. En lugar de olla, prepárame para comer un caldo de ave.
Aquellas palabras provocaron la inmediata alarma de la interpelada. La dieta en cuestión solía reservarse a las personas enfermas.
—¿Cómo es eso, señora? ¿Os encontráis mal? ¡Válgame el cielo! —Se inclinó hacia Inés y le susurró—. Ya decía yo que anoche volvisteis con mala cara. Y no es que haya mejorado a la luz del día. Tal vez os convenga volver a la cama…
Inés se recostó sobre el respaldo de su asiento. Cierto, estaba agotada. Y el mundo entero podía percibirlo.
—Pierde cuidado. Me siento algo cansada, eso es todo. Ve y haz como te he dicho. —Tomó un libro de cuentas y fingió volver al trabajo—. Tráeme una escudilla apenas el brodio esté listo. Hoy comeré aquí. Tengo mucha tarea pendiente.
—Traeré también algo de tocino, pan y uvas —añadió por cuenta propia la criada; de cierto, a la señora no le vendría mal algo más de carne sobre los huesos—, que esa comida vuestra no se me antoja a mí muy sustanciosa.
En cuanto se quedó a solas, sacó del interior del sayuelo la carta que había encontrado aquella madrugada. La había estudiado durante toda la noche, intentando extraer algo de sentido de aquel galimatías expresado en una lengua casi impenetrable para ella.
Por cuanto había podido deducir, el texto parecía incompleto, como si el redactor no hubiese dispuesto de tiempo para terminarlo. La letra no se asemejaba a la caligrafía sinuosa y rotunda de Tonio. Los trazos eran rápidos pero vacilantes, igual que aleteos de un pájaro herido. Y entre ellos se escondían aquellas infaustas palabras: Sancti Hieronymi De Viris Illustribus.
Una mención —una sola— en el contenido de la misiva. Aun así, para Inés aquella frase destacaba sobre todas las demás, como si, en lugar de escrita con tinta, hubiera sido marcada a fuego.
Había identificado tres apelativos: Mercurio, Vulcano y Apolo. Pero, frente a aquellos, había otro nombre que descollaba por mérito propio: Porfirio. Aparecía mencionado no menos de ocho veces en el texto —algunas de ellas, junto a ciertos caracteres en griego—. Por lo poco que ella había podido colegir, se trataba de un antiguo escritor y del título de su obra, redactada en lengua helena.
Incapaz de obtener más del manuscrito por sí misma, lo dejó sobre la escribanía y abrió el volumen que Enrique Formil le había enviado. La tan codiciada obra resultó ser un breve tratado de ciento treinta y cinco capítulos, casi todos de unas pocas líneas. Como su título indicaba, el Santo Padre de la Iglesia lo había redactado como recuento de otros tantos «hombres ilustres» por sus aportaciones a la fe y a las doctrinas cristianas.
La joven se dedicó al único ejercicio posible, dado su desconocimiento de la lengua latina: buscar si el texto contenía referencias a Porfirio. Lo encontró mencionado en el prólogo y en los capítulos LV, LXXXI, LXXXIII y CIV. Las alusiones no parecían nada favorables. Por el contrario, se diría que un buen número de obispos y Padres de la Iglesia hubiesen escrito largas obras en veinte o treinta volúmenes «contra Porphyrium». Amonio, Eusebio de Cesarea, Metodio, Apolinario… incluso el propio san Jerónimo habían dedicado gran tiempo y esfuerzo a rebatir las acusaciones de aquel peligroso individuo.
«Hunc falso accusat Porphyrius», «adversum Porphyrium confecit libros»… El escaso latín de la joven bastaba para deducir que los primeros filósofos cristianos consideraban a aquel hombre una grave amenaza.
Pero entonces, ¿por qué su nombre no le resultaba conocido, a diferencia de los de Martín Lutero, Juan Calvino o Erasmo de Rotterdam? Los heresiarcas y otros grandes enemigos de la fe, tanto de estos tiempos como de los pasados, ocupaban un lugar preferente en el Index Librorum Prohibitorum publicado por el inquisidor general, Fernando de Valdés. El catálogo de las obras condenadas componía un registro exhaustivo que incluía unos setecientos títulos. Y ella conocía bien su contenido; estaba obligada a tener un ejemplar del mismo bien visible en su librería, y a cotejar en él cualquier ejemplar antes de ponerlo a la venta.
Eran varios los escritores de la antigüedad pagana que figuraban en la lista: en ella había obras de Aristóteles, Platón, Hipócrates, Luciano o Séneca… pero ni una sola mención a Porfirio. Parecía incomprensible que aquel que en su tiempo había sido considerado un hombre tan dañino se hubiese desvanecido en el tiempo y el silencio como si nunca hubiera existido.
La sacaron de sus cavilaciones unos golpes en la puerta.
Ella miró a su alrededor. A su derecha, en una mesilla portátil, estaban los restos de su almuerzo. ¿Cuánto había transcurrido desde que tomara aquella comida? Le resultaba imposible decirlo.
—Estaré allí en un avemaría —respondió, mientras se escondía la carta entre las ropas. Guardó el san Jerónimo en un cajón de la escribanía y lo cerró con una de las llaves que pendían de su cintura.
En la librería la esperaba un individuo de aspecto irritado e impaciente. La joven reconoció en él a uno de los ayudantes que acompañaban al representante de la Justicia Real el día en que este se presentó de improviso, vara en mano y punto en boca, para expoliar su negocio.
—Señora Inés Ramírez —le dijo, sin que nada en su tono secundase la cortesía del tratamiento—, se os convoca a acudir de inmediato ante su excelencia el corregidor. Os conviene obedecer sin demora.
Mientras Matilde ayudaba a la patrona a vestirse y calzarse para salir, Albertillo tomó capa y montera para ir a alquilar un coche a la vecina calle de Guadalajara. No tuvo oportunidad de llegar muy lejos. A la puerta del establecimiento se topó con el señor Diego de Jaramillo.
Este venía con paso resuelto, vistiendo herreruelo de terciopelo y sombrero con pluma. Traía calzas acuchilladas y jubón de raso guarnecido de cordoncillo, como hombre de buena hacienda engalanado para visitar una casa principal. Hasta su sirviente vestía el cuello blanco, los greguescos y el sayo corto propio de las ocasiones especiales.
—¡Inés! —exclamó el visitante, al verla aparecer—. No esperaba encontraros de esta guisa. Pensaba…
Ella le obsequió una leve sonrisa.
—Pensabais que me quedaría en casa, como se espera de la viuda de un respetable maestro de libros —respondió. Si sus palabras podían sugerir aspereza, no había rastro de ella en su tono—. Apuesto a que no sois el único.
Por su atuendo parecía claro que también él había sido convocado a presentarse ante el oficial de Justicia. Diego confirmó que así era. De hecho, todos los libreros afectados por las incautaciones realizadas unas semanas antes habían sido llamados a presencia de su excelencia el corregidor.
Su oyente hizo un gesto dubitativo. Según explicó, algunos de los damnificados aún esperaban conseguir la restitución de sus bienes. Él se mostraba mucho menos confiado.
—Si queréis mi opinión, os diré que doy lo tomado por perdido. En querellas con la Justicia no conviene albergar grandes expectativas.
—Por desgracia, coincido con vos. Aunque, en esta materia, preferiría que ambos nos equivocásemos. —Al igual que su interlocutor, la joven consideraba que, en el mejor de los casos, no obtendrían más que una excusa oficial para justificar las confiscaciones.
—Siempre habéis sido sagaz, Inés, y poco dada a errar en vuestros juicios. Lo demuestra el hecho de que soláis coincidir conmigo —bromeó él.
Ella respondió a la sonrisa de su visitante, casi a su pesar. Recordaba bien las muchas tardes que ambos habían pasado juntos, el optimismo de Diego y sus habituales muestras de buen humor. Sonaban muy distintas cuando traían la promesa de un futuro compartido.
—No siempre estamos de acuerdo, señor De Jaramillo. Permitidme demostrarlo. Estáis aquí porque dabais por supuesto que yo no acudiría a la reunión, ¿me equivoco?
El aludido confirmó que Inés estaba en lo cierto. Había venido para ofrecerse a representarla frente al corregidor. La habían convocado, cierto, pero nadie esperaba que compareciese. Su presencia no era necesaria, ni siquiera aconsejable.
—Con vuestro permiso, yo podría defender los intereses de la viuda de Lozano en la reunión. Y sumar vuestro voto al mío, en el caso de que las circunstancias condujeran a un sufragio.
Viniendo de cualquier otra persona, aquella proposición la habría empujado, cuanto menos, a la desconfianza. Pero en boca de Diego no podía interpretarse sino como una sincera muestra de amabilidad.
El joven ya le había dado cumplidas pruebas de sus buenas intenciones. La había defendido de forma desinteresada ante el señor Blas de Robles; con su intervención había logrado que aquel asignara a su taller una remesa de Plantinos que remediaba con creces el quebranto causado por aquel oportunista de Martín Felipe.
—Os agradezco la cortesía. Pero, como veis, no era necesario que os tomaseis tantas molestias. La viuda de Lozano estará bien representada en la reunión.
Su oyente se acarició la barba entre los dedos índice y corazón.
—Os seré sincero, Inés: admiro vuestra determinación. Pero, dadas las circunstancias, ¿estáis segura de querer asistir a ese encuentro? ¿En serio pensáis que es lo más sensato?
—Tal vez no lo sea —admitió ella—. Pero hay situaciones que aconsejan dejar de lado la sensatez.
Los acontecimientos de los últimos días así lo probaban. Solo Dios sabía si en el futuro próximo las cosas habrían de regresar a la normalidad. Ella, por su parte, comenzaba a dudarlo.
Diego sopesó las últimas palabras de su interlocutora. Su expresión indicaba que habían despertado en él cierta suspicacia.
—Inés, permitidme…
Una voz a su espalda lo interrumpió:
—¡Por vida de san Jerónimo! ¡Qué grata sorpresa! No tenía noticia de que hoy celebráramos aquí una reunión.
El que así hablaba era Hernán, primo de Inés y María, que había hecho su aparición en la puerta del negocio. También él había sido llamado a acudir frente al alguacil mayor, y venía vestido para la ocasión. Aunque sus palabras hubieran podido implicar afabilidad, su tono sugería todo lo contrario.
—Señor Diego de Jaramillo, ¿yerro al suponer que esperáis cerrar algún negocio con mi prima, aquí presente? ¿Algo que pueda ser de interés para el resto de la familia?
—Nada en absoluto, señor Hernán Ramírez, como ella misma os podrá confirmar.
De los cuatro primos de Inés, el aludido era el único que no había trasladado sus negocios y su vida a la cercana corte de Madrid. Y, dado que ella no contaba con padre, esposo ni hermano que pudieran erigirse como valedores suyos, él había tomado para sí ese papel. Al fin y al cabo, era el pariente consanguíneo más próximo de la joven. Como tal, estaba obligado a velar por que ella no empañase el honor familiar.
No ayudaba nada el encontrarla en conversaciones con el heredero de la casa De Jaramillo. Ahora ella era la viuda de otro hombre. La voz de la decencia aconsejaba que se abstuviera de mantener tratos con el hombre que antaño le había estado destinado por esposo.
—¿Por qué? —instigó a este—. ¿Por qué reducir a cháchara de mujer un discurso entre varones? Os he preguntado a vos, señor mío.
Diego le dio la espalda. No era hombre acostumbrado a dejarse atropellar.
—En tal caso, ya tenéis mi respuesta. Si esta no os satisface, sabéis bien dónde encontrarme.
Cuando el visitante se marchó, Hernán lanzó a su prima una mirada ponzoñosa como la mordedura de una víbora.
Para su sorpresa, su interlocutora no mostró la actitud recatada que se espera de una hembra virtuosa. En lugar de bajar la vista al suelo, ruborizada por los remordimientos, le mantuvo la mirada con los ojos cargados de reproche.
—Dímelo tú, primo. ¿Qué buena opinión te merece una familia que agravia a quien siempre la ha tratado bien? ¿Qué buena opinión te merecen la ingratitud, la soberbia y el insulto? Alonso y Diego de Jaramillo son gente honrada y decente; buenos vecinos, buenas personas y buenos cristianos; siempre serán bienvenidos en esta casa.
Hernán tardó unos instantes en reaccionar. Su expresión revelaba que no daba crédito a lo que acababa de escuchar.
—Mi querida prima, puedo ver que estás alterada. Pero, como bien sabes, soy hombre comprensivo y paciente. Estoy dispuesto a olvidar tus desmanes si prometes enmendarte. Regresa a tus aposentos y medita sobre el mejor modo de hacerlo. —Acompañaba a las frases el tono de una reprensión paternal—. Ya me lo agradecerás después. Ahora he venido a decirte que no has de preocuparte. Como tu pariente más cercano, yo me encargaré de representarte ante el corregidor.
Inés indicó a Matilde que le acomodara el manto.
—He pedido un coche, Hernán. Eres bienvenido en él, si tal es tu gusto. Pero me representaré yo misma, pues soy parte afectada en el asunto. —Le tendió la mano sin esperar a que él le ofreciera el brazo—. Por el buen nombre de nuestra familia, tú dirás si prefieres que nos vean llegar juntos o por separado.
Ni Diego ni Hernán se equivocaban: Inés podía sentir que no era bienvenida en aquella reunión. La otra mujer implicada —Beatriz Ruiz, viuda de Luis Gutiérrez, el Rico— no había acudido. Había preferido delegar su representación en su hijo Juan.
—Al menos algunas sí saben comportarse con propiedad —le había comentado Hernán, en cuyo brazo ella se apoyaba—. Reza, prima, por que no hayamos de pagar caro tu atrevimiento.
La entrevista con su excelencia el corregidor no transcurrió del modo que los afectados esperaban. El convocante no permitió que los libreros expusieran una sola de sus quejas; ni siquiera les concedió la palabra. Muy al contrario, todos los congregados recibieron una amonestación oficial por su «desobediencia» y su «desidia». Los acusó de ser los únicos responsables de lo ocurrido, por no obedecer con prontitud los mandatos de la Corona, que exigía respeto a lo ordenado por la Santa Sede.
—Nuestro prudente y bien amado monarca, el rey Felipe, ya había decretado «que en nuestros reinos no se vendan ni lean libros algunos que no contengan doctrina sana y católica». —Aun así, denunció, los libreros seguían comerciando con ejemplares que todavía no se habían adaptado a las exigencias del nuevo rezado. De ahí que se les hubieran incautado los misales, diurnales, libros de horas, breviarios, manuales y libros de coro destinados a iglesias y monasterios; aquellas ediciones que no siguieran al pie de la letra las disposiciones adoptadas en el Concilio de Trento eran susceptibles de contener comentarios o ideas erróneas, que podían resultar tremendamente perniciosas para la verdadera fe cristiana e incluso inducir a la herejía.
La villa de Alcalá de Henares no había sido la única afectada por la medida; la misma se había aplicado a todas las librerías de la Corona de Castilla. Los volúmenes requisados serían examinados por el Consejo Real, con previa aprobación de los censores inquisitoriales.
Aquellos que obtuviesen las debidas autorizaciones regresarían a sus dueños; el resto serían destruidos. Y sus propietarios harían bien en agradecer la magnanimidad del monarca. Su Majestad desistía de ejercer represalias contra ellos, aunque las pragmáticas reales preveían durísimas sanciones —que podían llegar a la confiscación de bienes, el destierro o incluso la pena de muerte— contra cualquier persona sorprendida en posesión de libros ilegales o prohibidos.
Concluida la exposición del corregidor, llegó el turno del alguacil mayor, don Tadeo de los Ríos; quien, como ejecutor del inventario, abrió las arcas que contenían los 4.290 libros requisados, para proceder a listar el título de cada uno de ellos, junto al nombre del librero que lo tuviera en su posesión. Cumplida la operación, volvió a guardarlos bajo llave para enviarlos al lugar en que se realizaría la inspección.
—¡Doscientos sesenta y cuatro libros! —se lamentó Hernán al oído de Inés. Tal era la cantidad que le habían embargado; sabía que hasta el último de ellos acabaría en la hoguera—. ¡Doscientos sesenta y cuatro, por Dios bendito! ¿Sabes cuánto dinero invertí en ellos? ¿Cómo voy a recuperarme de esto?
Pero de nada servían la indignación ni las protestas. El corregidor y sus hombres habían arrasado las librerías tan solo seis días después de que se firmara aquella pragmática real. Habían actuado sin previo aviso, sin distinciones ni misericordia, como una plaga.
Resultaba obvio que la Justicia no sentía ningún interés por escuchar la voz de los afectados. A los libreros se les exigía por contrato que mantuviesen sus negocios «bien surtidos de libros y otros materiales»; pero los ejemplares del nuevo rezado que iban llegando a sus anaqueles representaban una cantidad ridícula en comparación con la demanda generada por las exigencias de la Corona y la Santa Sede. Y ello se debía, paradójicamente, a la gran cantidad de trabas legales que, emanadas de la misma autoridad que exigía la disponibilidad de aquellos libros, dificultaba su comercialización.
Por falta de licencia oficial, no podían estamparse aún en las prensas de la Corona de Castilla; y los provenientes de los reinos de Aragón, Valencia, Navarra y de Cataluña debían obtener un certificado del Consejo Real antes de ponerse en circulación; así las cosas, los volúmenes procedentes de Flandes no alcanzaban a cubrir siquiera una ínfima parte de la demanda, por mucho que las prensas de Cristóbal Plantino trabajasen sin descanso hasta altas horas de la noche.
Pero nada de aquello parecía importar. Con sus sucesivas pragmáticas, cada vez más restrictivas, el monarca parecía decidido a establecer un control férreo sobre el contenido de las obras que circulaban en sus territorios; o, en sus propias palabras, en «estos reinos que, por la gracia de Dios, son tan católicos cristianos».
«Teme al hombre de un solo libro» había dicho en su día santo Tomás de Aquino. El difunto padre de Inés acostumbraba a repetir aquella frase. Y, por mucho que él se hubiera demostrado indigno de confianza en tantos otros aspectos, algunos de sus actos y palabras sí habían servido para transmitir valiosas lecciones.
La joven miró a su alrededor. Por todas partes sus compañeros de profesión ofrecían muestras de indignación y enojo. Ella sentía una emoción diferente, menos estrepitosa pero más intensa. Las acciones del «prudente y bien amado» rey Felipe parecían encaminadas a reducir el pensamiento de sus súbditos a una sola doctrina, a un solo dogma; a un solo libro. Aquella perspectiva la llenaba de temor.
«Esa arpía de Isabelle Régnier dictó a Adriaan esta carta. Dijo que te traería la paz. ¡Demonios, dijo que hasta podría salvarte la vida!».
Pierre Arbús recordaba, palabra por palabra, aquellas frases de Étienne. Se le habían quedado estampadas en las entrañas con marcas profundas y tinta indeleble. Al escucharlas intuyó que lo arrastrarían con una fuerza arrolladora. No se equivocaba.
Adriaan de Alkmaart siempre había tenido una caligrafía exquisita. Y aquella misiva, pese a haber sido escrita en un calabozo inquisitorial de Toledo, reflejaba todo el cuidado posible en el manejo de la pluma. El tema a tratar era importante, y el redactor deseaba estar seguro de que sus posibles receptores comprendieran el mensaje.
Por designio de la Providencia, el componedor flamenco ocupaba la celda contigua a aquella en la que se encontraba Isabelle. Ambos habían podido conversar a través de los barrotes.
—Tú eres responsable de esto, «Alejandro» —le recriminó su antigua patrona. Estaba persuadida de que, si en el pasado ella no lo hubiese mantenido en su casa tras averiguar que estaba penitenciado por la Inquisición, nunca habría acabado en Toledo; que seguiría en Barcelona, en su hogar, en su negocio, respetada por sus vecinos.
Mantuvo aquella idea hasta el final; haber encubierto a Adriaan y las flaquezas de la carne: desde su perspectiva, aquellos eran sus únicos pecados. Llegaría hasta la hoguera sin reconocer el error de sus creencias religiosas, convencida como estaba de que a su alrededor todos vivían en la misma hipocresía, la de fingir una fe que no practicaban en lo profundo del corazón.
—Eres responsable —le repetía una y otra vez, con aquella persistencia tan propia de ella—. Y ahora has de hacer algo por mí. No puedes negarte, maldito seas. Me lo debes.
—No sé qué le hiciste, hermano, pero puedo asegurarte que estaba obsesionada contigo —comentó Étienne, llegado a este punto de la narración—. Dijo que esto te mantendría a salvo; que la mentira le abrumaba el alma y que no podía seguir cargando con ella.
Por cuanto él sabía, la esposa del maestro Régnier no había formulado acusación alguna sobre Pierre, pese a las amenazas que profiriera en el pasado. Prueba de ello era el que el joven Arbús aún siguiera allí, en lugar de estarse consumiendo en un calabozo de Toledo, junto a tantos otros compañeros.
—Nadie que yo conozca te acusó, a decir verdad —añadió—. Habiendo tantos culpables, ¿quién va a incriminar a un inocente?
Todos sabían que el gascón siempre había profesado y defendido la fe católica, incluso en un lugar tan proco propicio para ello como el taller de Régnier, donde su adhesión le había granjeado más de una burla de sus compañeros y de ambos patronos.
—¿Has leído la carta? —preguntó Pierre. Sentía el presentimiento que aquellas líneas portaban un peso abrumador.
—No, muchacho. Es toda tuya. Lo único que sé es que esa arpía insistía en que había cometido un error en el pasado, que debía corregirlo y que Adriaan estaba obligado a ayudarla.
El destinatario la desplegó y la repasó con las pupilas, línea a línea. Fue una lectura rápida. Su autora nunca había sido dada a largos parlamentos.
—¿Qué ocurre, hermano? Has palidecido. —El tono de Étienne revelaba un profundo estupor—. Pensaba que te traía buenas noticias…
Aquella breve misiva lo contenía todo: frases para la esperanza y para la desesperación. Isabelle defendía la inocencia del gascón contra cualquier acusación de herejía… retractándose de las que ella misma había dejado consignadas por escrito.
En efecto, la esposa de Régnier había dictado otra carta, meses antes, cuando estaba consumida por la rabia. La había dejado en manos de alguien que, estaba segura, la mantendría a buen recaudo… y había dado orden a su custodio de que la entregase al Santo Oficio en caso de que a ella le sucediese algo.
Algún tiempo después se había arrepentido de su acción. Entonces pidió al fiduciario que le devolviese el escrito. Pero la Inquisición la había prendido antes de que aquel llegase a hacerlo.
Por eso había pedido a Adriaan que escribiera en su nombre aquel segundo documento. En él se retractaba de todas las falsas imputaciones contenidas en el anterior. Esperaba que aquello bastase para remediar el mal que había comedido, en caso de que el primer testimonio llegase a hacerse público.
Las palabras poseen fuerza, pero nada les confiere tanto poder como el contacto con el papel. El testimonio más comprometedor es aquel consignado por escrito. Isabelle lo sabía. Pierre también. Tenía en sus manos la única reparación que ella podía proporcionarle. Pero, al igual que su remitente, también él ignoraba si aquello sería suficiente en caso de que la primera misiva acabase en posesión del Santo Oficio.
A veces la acusación gana en vigencia a la disculpa. El futuro de Arbús, su vida entera, había pasado a depender del hombre que custodiaba aquella carta.