IX
La vida plantea reto tras reto. El carácter de cada ser humano se pone de manifiesto en la forma de afrontarlos. Las palabras quedan para las almas débiles; las fuertes responden mediante la acción.
Pierre Arbús siempre había creído en aquel axioma. Se tenía por hombre de escasas palabras y voluntad fuerte, capaz de seguir adelante a cuenta de su ingenio y sus recursos. Siempre había preferido plantar cara en lugar de ocultarse, incluso cuando la prudencia le había aconsejado huir, ponerse a salvo del escrutinio de la Inquisición.
Admiraba a quienes arriesgan por conseguir más y a quienes luchan por defender lo que poseen, por conservar lo que son. Por eso había de admitir que Inés Ramírez lo había impresionado. Si en un principio había encontrado sugestiva la apariencia de la joven, ahora le resultaba más atrayente su carácter.
Resulta habitual para el ser humano traicionarse a sí mismo bajo el influjo del miedo. Sin embargo, ella había encontrado el modo de mostrar entereza, incluso estando atenazada por el temor. Había defendido todos y cada uno de sus propósitos, en circunstancias que desaconsejaban tal línea de actuación. Hasta el propio Padre Mercedario parecía impresionado por la audacia de su interlocutora.
A buen seguro, no le agradó comprobar que ella no estaba dispuesta a comerciar con barajas hechas.
—Dejadme que os diga, querida niña, que estáis cometiendo un terrible error. Sed rectificare sapientis est. Si me lo permitís, estoy seguro de que puedo convenceros de que cambiéis de opinión.
—Es demasiado tarde para eso. Esa parte del cargamento ya ha sido destruida.
Su anfitrión quedó anonadado ante tal declaración. Y su asombro aumentó aún más cuando la joven declaró que solo accedería a poner en circulación los naipes si estos obtenían antes el sello oficial del rey.
—¿Conocéis a quien pueda encargarse de ello?
El Padre Mercedario se tomó su tiempo antes de contestar. Entrecruzó los dedos carnosos bajo la barba y contempló a Inés como si la viese por primera vez.
—Por cierto que sí —concedió al fin—. Conocemos a ciertas personas, en ciertos lugares. Mas ¿qué aprovecha, señora mía? Hablamos de un proceso engorroso, largo y caro. Y no exento de riesgo, además. ¿Por qué querría alguien en su sano juicio obrar de tal modo? ¿Podéis darme una razón?
—Podría daros más de una. Mas, como bien decís, ¿qué aprovecha? En los negocios hablan los números, no las razones —replicó ella. Resultaba difícil distinguir si estaba haciendo uso del ingenio o de la ingenuidad.
Su interlocutor volvió a meditar el alcance de aquellas palabras.
—Tenéis vuestras condiciones; nosotros, las nuestras —concluyó, mostrando las palmas de las manos—. Imaginemos por un momento que estuviésemos dispuestos a aceptar tal desatino. La transacción conllevaría un cargo adicional por nuestra parte, a sumar sobre nuestro porcentaje habitual. Aparte de eso, todo pago necesario para asegurar la operación correría de vuestra cuenta; y, como os digo, ha de resultaros costoso. Hablamos de «convencer» a justicias, proveedores e incluso algún que otro administrador del Estanco Real de Naipes y a sus arrendatarios en las diferentes villas. Vuestras ganancias se verían terriblemente mermadas. ¿Seguís dispuesta a continuar en tales condiciones?
En aquel punto, Pierre sintió una presión en las costillas. El tal Joaquín de la Hoz había aprovechado la ocasión para asestarle un par de buenos codazos.
—Esos dos tienen sus deliberaciones —le dijo—. Bien estaría que vos y yo tuviésemos las nuestras.
Aquellas palabras no presagiaban nada bueno. Aunque, de seguro, resultaría aún peor ignorarlas.
—¿Cómo es eso? ¿Queréis retomar el recital de poesía? —replicó, no sin sorna.
—¡Por vida de Cristo! Al próximo que me venga con versitos, se los hago tragar a puñetazos. ¿Queréis comprobarlo? —Hizo una pausa, dando pie a una respuesta que no llegó. Así pues, añadió—: Andaos con ojo, señor palomo. Vuestras rimas y latines no os salvarán el pellejo cuando tengáis dos palmos de hierro apuntándoos a las tripas.
El gascón cruzó los brazos sobre el pecho. El jayán, a su lado, lo sobrepasaba por una cabeza, y le aventajaba quizás un codo en envergadura de hombros. Dos buenas razones para no mostrarse amedrentado ante él.
—Hay hombres que irritan repitiendo viejos poemas; y otros que irritan repitiendo viejas bravatas.
—¿A qué el cambio de tercio, señor poetastro? ¿Ahora os da por envalentonaros como un militar?
—Tal vez porque he sido uno.
Se había alistado demasiado joven, con el bozo apenas brotado. Los tambores llamaban a la guerra, y él respondió. Participó en la campaña que culminó en la terrible batalla de Vergt, en el bando católico del señor de Montluc. Había sido una guerra cruel, plagada de episodios sangrientos y atroces por ambas partes.
—Francés y soldado. Doble enemigo. —El jaque escupió las palabras—. Yo he marchado por tierras de herejes al servicio del rey. Tengo camaradas que aún siguen allí. ¿Sois de esos que se jactan de haber dado muerte a los bravos combatientes de los tercios españoles?
—Era un soldado al servicio de mi señor y mi bandera, igual que vos. Un hombre puede enorgullecerse de muchas cosas, pero el dar muerte a otros no es una de ellas.
En realidad, los españoles habían participado como aliados de su bando, el católico, en aquella contienda, tomando parte contra el peligro hugonote. Pero, para él, aquello no significaba nada. Las lealtades y alianzas de los poderosos son cambiantes. Los hombres de a pie harían bien en ser fieles a sí mismos y no dejar que su opinión y su espíritu sean arrastrados en pos de las rencillas mantenidas por los grandes.
No. La lucha en la que había tomado parte no se dirigía contra una potencia extranjera, sino contra vecinos y parientes; el peor tipo de guerra que se pueda imaginar.
El valentón no dijo nada durante un buen rato. Permaneció inmóvil, con la espalda erguida y la mano acariciando la empuñadura de su cuchillo. Parecía estar rumiando algo.
—¡Que el diablo me lleve! No parecéis tan necio, después de todo. Incluso se os ve dispuesto a entrar en razón. Podría decirse que tenéis trazas de ser hombre cabal.
Pierre enarcó las cejas. Al fin vislumbraba las razones de aquel conciliábulo.
—Y vos tenéis trazas de ser hombre dispuesto a hacer una proposición. Y clandestina, además. ¿O queréis que llame a la viuda para que ella la escuche también?
Su interlocutor dejó escapar una sonrisa involuntaria, que duró apenas un instante. De inmediato recuperó su expresión adusta.
Lo cierto era que comenzaba a sentir cierta simpatía por aquel tipo. Mal asunto, si al final el Padre Mercedario decidía apiolarlo. Pero él era un profesional; cumpliría con su tarea sin rechistar. No sería la primera vez que le tocase dar hierro a un fulano con quien había compartido bromas y vino.
—Tal vez. ¿Qué proponéis?
—Convencedla de que se quede en casa, como una buena viudita, y os deje manejar este asunto a vos. Y entonces, olvidad ese dislate de conseguir el sello real. Voto a Cristo, que trae grandes cuidados para tan pequeño beneficio.
—Y supongo que, tras jugársela, aún he de decirle que se han hecho las cosas a su gusto.
El matachín aprovechó para despejarse el oído con el dedo meñique, acometiendo la operación con energía.
—O eso, o meterla en cintura hasta que su gusto sea el vuestro. Vos veréis, señor palomo. Pardiez, que no parecéis de los que tienen dificultades para domar a sus jacas. —Una vez conseguido su objetivo, se limpió el dedo implicado con la uña del pulgar—. Pensad que hay grandes ganancias en juego. Y una buena parte puede ir a vuestra bolsa.
Pierre no contestó de inmediato. Observaba a la joven Inés. Como bien afirmara el jayán, era un frágil cisne, abandonado a su suerte en medio de una manada de lobos.
—No hay acuerdo. Las cosas se harán como ella dice, y no de otro modo.
El jaque apretó la presa sobre la empuñadura de su cuchillo. Tenía los nudillos blancos de ira.
—¡Por vida de Satanás! ¿Habéis perdido el juicio? Os tiene como hechizado. ¿Qué se os da a vos lo que ella quiera?
—El caso es que sí se me da. Las razones no son asunto vuestro.
Su interlocutor escupió en el suelo, el gesto usado para conjurar una influencia maligna.
—Desengañaos, soldadito. Esa hembra tiene artes de bruja. Si no le colocáis las riendas ahora, os hará arrastraros y sangrar. Por mi fe, que acabaréis pagando muy caro el tomar partido por ella.
Toda vida humana se construye a base de decisiones. Pierre era bien consciente de eso. Nadie puede elegir su rumbo sin tomar partido. En ciertas ocasiones, las elecciones se toman por propia voluntad; en otras, vienen impuestas por fuerzas cuyo empuje resulta imposible resistir.
También él se había convertido, a veces, en blanco de los compromisos ajenos. Guardaba especial recuerdo de un episodio sucedido en Barcelona, dos años atrás.
Cierta tarde de otoño, un arrapiezo acudió al taller del maestro Bornat diciendo que traía un mensaje para «un tal Pierres Arbús».
—Un amigo quiere veros, tan pronto como os sea posible —susurró. Había insistido en retirarse a un lugar en que nadie más pudiese escucharlos—. Os pide que acudáis a este lugar, sin compañía y sin decir a nadie adónde vais.
Le dio el nombre de un pequeño mesón situado a cierta distancia, no lejos de la casa-imprenta de Régnier. El gascón lo había frecuentado, años atrás. Era el lugar al que él, Adriaan y Étienne acostumbraban a dirigirse como primera parada de sus correrías nocturnas. No había vuelto a aquel sitio desde que comenzara a trabajar para Bornat.
Al recibir el mensaje, el corazón se le aceleró. Por un momento pensó que se lo enviaba uno de sus dos antiguos compañeros. Pero de inmediato tuvo que reconocer que se trataba de una idea absurda. Adriaan de Alkmaart había huido de Alcalá para refugiarse en Toledo, creyendo que se encontraría a salvo, perdido en su maraña de antiguas callejas. Pero los investigadores del Santo Oficio lo habían localizado. Tras un rápido juicio, habían confirmado la sentencia que en su día le impusiera el tribunal de Zaragoza. Ahora se hallaba encadenado de nuevo al remo de una galera; y, esta vez, su cómitre se aseguraría de que no volviera a escapar.
Étienne Carrier no había corrido mejor suerte. Su escape a Zaragoza tampoco había servido para mantenerlo lejos de las garras inquisitoriales. Lo habían detenido allí para conducirlo después a Toledo, cuyo tribunal lo había hallado culpable de herejía y bigamia. El veredicto se había hecho público en un auto de fe celebrado en la plaza de Zocodover el 18 de junio de aquel mismo año. Como aperitivo, lo habían exhibido por las calles de la ciudad mientras el látigo del verdugo le iba destrozando la espalda; los acompañaba un heraldo encargado de vocear sus delitos y la sentencia que esos actos impíos merecían: cien azotes y ocho años de sambenito.
La condena incluía la prohibición de abandonar la Corona de Castilla. Así pues, tampoco él había podido enviar aquel mensaje.
Aunque tal vez… tal vez… ¿Qué posibilidades existían de que Adriaan hubiese escapado de la flota por segunda vez? ¿O de que Étienne hubiese atravesado sin ser detenido la frontera del reino de Aragón? Mas, si cualquiera de ellos hubiese conseguido tan improbable hazaña, sería una insensatez regresar a Barcelona. No les resultaría nada fácil mantener oculta su identidad en las calles de una villa en la que habían residido durante años.
Pierre acudió a la cita tan pronto como su patrono dio por concluida la jornada de trabajo. Aquel día ni siquiera se permitió disfrutar de su merecida cena. Realizó el trayecto tan rápido como se lo permitieron sus piernas. Llegó a la puerta del establecimiento casi sin resuello, con el corazón arrebatado. Lo había arrastrado hasta allí el anzuelo de una esperanza irracional. Y, contra toda lógica, se negaba a luchar contra ella.
Llamó con los nudillos a la puerta de la habitación indicada mientras pronunciaba su nombre en voz alta, siguiendo las instrucciones que había recibido. Los pocos instantes que transcurrieron hasta que el batiente se abrió se le antojaron eternos.
Entonces comprobó que el Señor, en su infinita misericordia, permite a veces que las expectativas más insensatas se conviertan en realidad.
—¡Hermano! —exclamó, apenas se repuso de la sorpresa—. ¡Gracias a los cielos!
Étienne Carrier respondió con un sonoro juramento de su Auvernia natal. Sin poder contenerse, Arbús se había abalanzado sobre él para abrazarlo, olvidando que la espalda de su amigo se encontraba lacerada por cien azotes recientes.
—¿De verdad eres tú? ¿Es posible? —El gascón se apresuró a entrar en la habitación y cerró la puerta tras de sí. Se encontró en un cuchitril de paredes enmohecidas, sin más mobiliario que un viejo taburete asaltado por la carcoma, un jergón de paja rancia y un orinal desportillado.
Pese a ser individuo entrado en años, su amigo siempre había poseído el físico y el carácter de un hombre mucho más joven. Todo aquello había desaparecido. Resultaba difícil reconocer en él al trabajador fuerte y enérgico, o al compañero de taberna alborotador, dado a los lances temerarios y a los arrebatos imprevistos, que Pierre había conocido.
—Soy yo, aunque cueste creerlo. A esto me han reducido el tiempo y mis pecados. —Pese a que el lionés intentó pronunciar aquellas frases con ligereza, estas traían consigo el sabor de la hiel—. ¿Qué te parece mi aposento? Todo un palacio, comparado con las mazmorras de la Inquisición.
El celo que el Santo Oficio desplegaba en los últimos tiempos en su lucha contra le herejía había aumentado de forma drástica el número de detenidos, que se hacinaban en los once calabozos de la prisión de Toledo. La situación se había deteriorado hasta el punto de que los propios carceleros habían pedido aumentos de salario, aduciendo que sus condiciones de trabajo resultaban insoportables. La mayoría de los prisioneros acababan enfermando, algunos enloquecían y otros conseguían evadirse en medio del caos reinante. En un sistema pensado para romper la resistencia de los acusados por medio de la desorientación, la falta de información y el confinamiento en solitario, los detenidos lograban comunicarse e incluso socializar con facilidad. Étienne había podido conversar con Adriaan y había llegado a intercambiar notas con el maestro Régnier.
—Los denuncié de inmediato, a él y a la arpía de su esposa —confesó, con la voz quebrada—. Que Dios me perdone, pero lo conté todo, sin ahorrar ni un detalle. Estaba deseando hacerlo.
Lo cierto era que Carrier nunca había estado en buenos tratos con su primer patrono. Los dos eran irascibles e impulsivos; las peleas entre ellos estallaban con suma facilidad, tanto en el taller como fuera de él. Las cosas se complicaron aún más cuando Étienne abandonó la casa-prensa para ir a trabajar con Bornat, en compañía de Arbús. Desde entonces, sus encuentros en público solían saldarse al precio de riñas a puñetazos. En cierta ocasión, incluso llegaron a desenvainar las espadas y solo la intervención de sus respectivos acompañantes —Pierre entre ellos— había logrado evitar el derramamiento de sangre.
—¿Sabes lo peor, hermano? —añadió—. En aquel trance, en el que se revela el verdadero carácter de cada uno, él demostró ser mejor hombre que yo.
Si la aversión entre ambos había inducido al lionés a denunciar de manera inmediata a su primer maestro, este se comportó de forma muy distinta; pese a la inquina que sentía por él, solo acusó a su antiguo empleado cuando lo sometieron al potro de tortura.
—Se guardó mi nombre, ¿puedes creerlo? El mío y el de muchos otros. Por eso él acabó en las galeras, por negarse a colaborar desde el principio. Y yo escapé de aquel infierno con una pena mucho más leve…
En efecto, había recibido una de las sentencias más magnánimas de las reservadas a los muchos oficiales y maestros de imprenta de origen extranjero que la Inquisición había detenido a lo largo y ancho de los reinos españoles bajo acusación de herejía: cien azotes y ocho años de sambenito. Eso demostraba que no solo había colaborado con el tribunal desde el principio, sino que también había abjurado de sus creencias heréticas para reconciliarse con la «verdadera fe».
Pero incluso aquel capote penitencial distaba de poder considerarse un veredicto benigno; conllevaba la pérdida de la honra para el implicado y la infamia para toda su familia en esta y las generaciones por venir.
—Olvida eso ahora, hermano —lo cortó Pierre; aunque sabía de sobra que su compatriota arrastraría aquellos recuerdos durante de resto de su existencia—. Mejor explícame qué haces aquí.
—¿Tú qué crees? —Carrier se dejó caer sobre el taburete, con aspecto exhausto—. Vuelvo a Francia, muchacho. Nunca debí salir de allí, ahora lo veo claro. ¿De qué me ha servido venir a estos malditos reinos? ¡Condenada sea la hora en que me puse en camino!
El gascón se acuclilló frente a él.
—No me refiero a eso. ¿Por qué has venido?
Abandonar la Corona de Castilla significaba incumplir la penitencia impuesta por sus jueces. El Santo Oficio consideraría que su arrepentimiento y su regreso al redil del Buen Pastor habían sido fingidos y que, por tanto, seguía siendo un herético impenitente. Aquel pecado llevaba consigo la sentencia más temida: la muerte en la hoguera. Apenas el tribunal tuviese noticia de que había atravesado la frontera y entrado en el reino de Aragón, lo excomulgaría. Desde ese momento, podía ser detenido, e incluso ejecutado, por cualquiera que lo identificase.
Si su apresador decidía entregarlo de nuevo a la Inquisición, el prófugo sería pasto de las llamas tras el próximo auto de fe. En caso de que no lo localizasen para entonces, quemarían su efigie in absentia.
—¿Y si alguien te reconoce? Dejarte ver por Barcelona es una locura. —Le puso las manos sobre los antebrazos—. Estás aquí por tu esposa, ¿es eso? ¿Has venido a buscarla para llevarla contigo?
Su interlocutor dejó caer la cabeza entre los hombros. Aquella pregunta parecía haberle arrebatado las pocas fuerzas que aún le permitían mantener la frente erguida.
—Cielo santo, no. Estará mejor sin mí. —Cerró los párpados y, sin alzar la vista hacia su amigo, suplicó con la voz rota—: ¿Hablarás tú con ella, hermano? Siempre has sabido qué decir para reconfortar a las mujeres…
Arbús permaneció en silencio. Aquel no se asemejaba a ninguno de los favores que se habían intercambiado a lo largo de los años. Hubiera querido animar a Étienne, asegurarle que se encargaría de aquello. Pero lo que le estaba pidiendo era… demasiado.
—Lo sé, muchacho. —Su compañero encontró al fin fuerzas para mirarlo a los ojos. Tenía las pupilas febriles—. Escucha: sé que no lo merezco. Hazlo por ella, no por mí.
Pierre había tenido un padre que lo había dejado atrás, junto a su hermana y su madre, para regresar a su tierra de origen acompañado tan solo de su primogénito, Samsó. Pero él, al menos, había sido sincero con los suyos. Y había llevado a su esposa al altar. No había fingido la ceremonia sabiendo que ya contaba con una cónyuge legítima, ni ella había debido enterarse por los comadreos de las vecinas.
Incapaz de asentir de palabra, el gascón hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Se incorporó y contempló a su amigo, que permanecía encogido sobre el taburete. Desde aquella perspectiva, parecía aún más menguado.
—¿Recuerdas cuando detuvieron a Herlin? —comentó Carrier—. Me fui a Zaragoza y tú no quisiste acompañarme. Entonces pensé que yo era el más fuerte de los dos, el único capaz de dejarlo todo a sus espaldas. Ahora sé que nada requiere de más fortaleza que el permanecer en tu lugar.
Su interlocutor se encogió de hombros. No era el momento ni el lugar para tratar temas como aquellos. Ni siquiera con un amigo del que pronto se despediría para siempre.
—Si no estás aquí por ella, entonces, ¿por qué?
—¿Por qué va a ser? Por ti, cretino. Prometí entregarte algo en persona. Por eso he venido.
Pierre quedó petrificado ante la respuesta. Tardó unos segundos en comprender lo que aquello significaba.
—¡Cristo bendito! No es posible…
—Vaya que sí. Ella insistió, una vez y otra. Ya sabes cómo es… —Sacó un pliego doblado del interior de su camisa y se lo tendió al gascón—. Le dictó a Adriaan esta carta. Dijo que te traería la paz. ¡Demonios, dijo que hasta podría salvarte la vida!
Algo en el interior de Pierre se resistía a tomar aquel pedazo de papel. Sentía que el precio a pagar por él sería muy alto.
—¿Ella insistió? ¿De quién hablas?
—¡Por los siete infiernos…! ¿Es posible que no lo sepas? —Étienne lanzó una risa seca—. De esa arpía, por supuesto: la maldita Isabelle Régnier.
Albertillo había actuado sin pensar en las consecuencias. Debía apartar a la ronda de su señora; esa había sido su única consideración. Pero cuando los oficiales de Justicia no encontraron rastro alguno del supuesto ladrón, sus sospechas se volvieron contra el muchacho.
—Parece que no tenemos a ningún cortabolsas —comentó uno de los corchetes, hombre ya de edad y entrado en carnes, al que no había agradado nada la carrera— pero sí a un malentretenido.
Así denominaban a quienes vagaban de noche por las calles sin motivo aparente. Solo entonces reparó el zagal en que todo aquel asunto podía volverse en su contra. Ante las preguntas de los oficiales de la Ley, solo acertó a balbucear incoherencias que nada hicieron por defender su caso.
—Este es carne de cepo —aseguró su interrogador—. Miradlo, ¡si suda como un cerdo el día de San Martín!
Y tanto que sí. El mozo evidenciaba una sorpresa y un temor que nada tenían de fingidos. Se veía ya sobre el tablado en la plaza pública, amarrado al madero por la garganta, a merced de los insultos y los gargajos de los vecinos.
Tal era su apuro que, al final, el alguacil que comandaba el grupo se compadeció de él.
—¡Basta, Fernández! Se ve a la legua que el renacuajo tiene tanto de maleante como yo de monja clarisa. Déjalo ir, que esto es una pérdida de tiempo y nos quedan muchos garitos y posadas por visitar.
Ordenó a sus hombres que retomasen la marcha. Él se quedó atrás, sujetando a Albertillo por el brazo. Su presa tenía la fuerza de un lazo de cazador.
—Escúchame bien, zascandil —le dijo en voz baja—. Agradece a nuestra Santísima Madre el ser tan parecido al menor de mis muchachos.
Para demostrarlo, lo zarandeó a base de bien y después le obsequió una bofetada cuyos ecos resonaron por la calle desierta.
El zagal no necesitó que se lo repitieran por segunda vez. Echó a correr como alma perseguida por el diablo. No se detuvo hasta que la falta de aire le hizo sentir punzadas de dolor en las costillas. Para entonces se encontraba ya en el extremo de la calle Santiago, muy cerca del taller. Había salvado en cuatro avemarías casi todo el camino de vuelta.
—¡Quitad de ahí, señor Albertillo! ¿No veis que la cuitada no está para vuestras monsergas? ¡Fuera, ea, que esto es cosa de mujeres! —Pasó los brazos alrededor de Inés con intención de guiarla hasta una silla, cual si estuviera enferma—. ¡Pobre señora mía! ¡Estáis temblando! Venid conmigo, os prepararé un caldo bien humeante y os daré unas friegas para haceros entrar en calor.
La joven se negó. Los estremecimientos que la acosaban no eran debidos al frío. Tranquilizó a ambos, asegurándoles que todo había salido bien y que les contaría los detalles a la mañana siguiente.
—Ahora descansemos, que nos quedan pocas horas hasta el alba —dijo. Subió a su habitación sola, aduciendo que hoy no necesitaba la ayuda de Matilde para desvestirse y apagar las luces.
Llegada a su aposento, dejó la lamparilla en su hornacina; incapaz de fingir entereza por más tiempo, se dejó caer al suelo y rompió a llorar.
Las pruebas de aquella noche la habían consumido por completo. Ignoraba de dónde había sacado las fuerzas necesarias para mantener el juicio y la compostura.
Y, justo en el momento en que pensaba que ya había llegado a su límite, que ya no podría soportar un solo revés más, el Padre Mercedario aprovechó para comentar:
—Dejadme deciros algo, querida niña. Ahora veo por qué el malhadado de vuestro esposo, quod Deus quiescere animam suam, puso tanto empeño en conseguiros. —Miró en dirección a Polifemo—. ¿Lo recuerdas, mi buen Joaquín? Hablaba de ella a todas horas. Y también de su padre… ¿Cómo lo llamaba? —Movió los dedos en el aire, como si rasgara un arpa invisible—. ¡El «viejo Grifo», eso es! «El Grifo que custodia mi más preciado tesoro», o algo parecido. ¡Ah, el maestro de libros Antonio Lozano sabía recitar la lengua de las musas! ¿No os parece, señora?
Inés no conseguía recordar lo que había respondido. Solo podía sentir el dolor que le habían causado aquellas palabras; la opresión desgarradora en el pecho, en la garganta, el deseo violento de estallar en lágrimas. El haber logrado contenerse se le antojaba un milagro.
Pero su interlocutor no se había detenido ahí. Había continuado atormentándola con frases sangrantes como cilicios. Hay verdades lastimosas cuya ignorancia es un bálsamo para el alma. Ella lo había comprobado aquella noche.
Cerbero, Argos, Polifemo, Grifo, Minotauro, Esfinge, Medusa… Inés había terminado sabiendo de memoria aquella lista infernal. Ahora había descifrado tres de las identidades que se escondían tras ella… ¡Y Dios sabía que no tenía intención de conocer ninguna más!
El dolor que sentía traía consigo una estela de rabia. Se arrastró hasta el arcón y lo abrió con la llave que aún pendía de su cuello, sin importarle que, debido al furor con que realizaba la maniobra, la cadena le lastimase la nuca.
Sacó de su interior la condenada arqueta, vació su contenido y la lanzó con todas sus fuerzas contra la pared. La madera crujió y se astilló por el impacto.
No le importó. Todo lo contrario. Nada había que desease tanto como destruir aquella abominable caja y, después, desmenuzar los malditos registros guardados en ella.
Se puso en pie, enjugándose las lágrimas de las mejillas. En aquellos momentos comprendió la sapiencia encerrada en el viejo dicho: «Que los cielos te guarden de conseguir las respuestas que buscas».
Se dirigió a los restos de la arquilla, dispuesta a terminar la faena. Pero, a la luz incierta de la lamparilla colocada en la hornacina, vio algo que la hizo detenerse en seco.
—¿Qué ocurre, hija? ¿Te encuentras bien?
Aquella voz la devolvió a la realidad. Acababa de lanzar un artefacto de madera contra la pared, en plena madrugada. Hubiera debido recapacitar sobre el hecho de que aquello podría despertar a toda la casa.
—No es nada, madre —respondió, tras matar la luz—. Tenía sed, me he levantado a oscuras y he tropezado. Siento haberte despertado. Regresa a la cama.
En otras circunstancias habría abierto la puerta y salido al rellano, para besar a su progenitora y conducirla a su lecho. Pero no podía permitírselo. Los dedos de la señora Ana y los ojos de Teodora habrían detectado de inmediato que se encontraba aún peinada y vestida con ropas de calle.
Esperó, con el oído pegado al batiente, mientras el ama llevaba a su patrona de vuelta a su habitación y la metía entre las sábanas. Tras asegurarse de que ambas se habían acostado, encendió de nuevo la lamparilla y, con ella en la mano, se acuclilló frente a la caja desvencijada.
El destrozo había dejado al descubierto algo en lo que Inés no había reparado hasta entonces. La arqueta contenía un cajoncillo secreto, tan bien disimulado que le había resultado indetectable. El impacto había destruido el mecanismo que lo mantenía cerrado y oculto. Ahora estaba ladeado, dejando ver que había algo en su interior.
La joven lo tanteó hasta abrir el mecanismo. No podía siquiera imaginar lo que Tonio había ocultado allí, en el lugar más recóndito, el último eslabón de su cadena de secretos.
De Viris Illustribus de san Jerónimo. Cerbero, Argos, Polifemo, Grifo, Minotauro, Esfinge, Medusa. ¿Qué sería lo próximo? La respuesta se encontraba entre sus dedos.
Una carta.
La abrió y comenzó a leer, el pulso tembloroso, firmes las pupilas. Para su decepción, se topó con algo que la obligó a desistir a las pocas palabras. Estaba escrita en latín.