VI

«El purpurado duerme entre sus hermanos bajo la estrella de la buena gu…». Inés llevaba días esforzándose por penetrar el significado de aquella frase… o al menos, de sus elementos. Aun a falta del final, su sentido global tal vez se aclararía si lograba interpretar de modo adecuado cada una de sus partes.

De momento lo único a lo podía aferrarse era la mención a la púrpura, que le evocaba a los cardenales de la Santa Madre Iglesia. Todos los vecinos sabían que el arzobispo de Toledo, que gozaba por tradición del título de Señor de Alcalá, formaba parte del colegio cardenalicio vaticano. La mención de aquel color podía considerarse una clara referencia a la historia complutense; lo que no carecía de lógica, puesto que, según ella misma había deducido, el objetivo final de sus pesquisas se encontraba en algún lugar de la villa.

El actual poseedor de la mitra toledana era el dominico Bartolomé de Carranza, varón ilustre por su linaje, por su vida y su doctrina, a quien muchos tenían por hombre ecuánime y de ejemplar proceder. Se decía que había dedicado grandes fortunas al socorro de los más necesitados de su archidiócesis: limosnas, sustento de viudas y huérfanos, ayuda a los hospitales, rescate de cautivos apresados por el infiel, becas para estudiantes menesterosos… Era un protector bien amado por sus súbditos. Pero también se había ganado al enemigo más peligroso que pudiera tenerse en los reinos hispánicos.

El inquisidor general y presidente del Consejo Real de Castilla, Fernando de Valdés, había iniciado proceso contra él bajo acusación de luteranismo.

—Si el Santo Oficio persigue por herejía al mismísimo arzobispo de Toledo, ¿qué no habremos de temer los fieles de a pie?

Así había exclamado María al conocer la noticia. No sin razón. El pavor que el tribunal inspiraba por doquier se había acrecentado, prendiendo incluso en los corazones de los fieles más intachables.

Desde el arresto de fray Bartolomé de Carranza, tres años atrás, el proceso se alargaba sin esperanza para él, ni siquiera tras la intervención de un Vaticano favorable al arzobispo; muy al contrario, el rigor de los inquisidores se había recrudecido hasta el punto de que el Sumo Pontífice había ordenado trasladar al inculpado a Roma, para juzgarlo en sus propios tribunales de la capital del Tíber, donde recibiría un trato más imparcial.

Al fin, hacía unos seis meses, el papa Pío V había fallado a favor del acusado. Pero para que la sentencia fuese firme era necesario comunicársela a Su Majestad Felipe, soberano de las Españas. El nuncio se había demorado tanto en su viaje que, durante el mismo, se había producido el fallecimiento del Sumo Pontífice. Su sucesor, Gregorio XIII, había reabierto la causa. En estos momentos el mitrado toledano seguía preso en la fortaleza de Sant’Angelo, aguardando a que se reanudasen las sesiones y se dictase de nuevo sentencia.

Según parecía, el núcleo de la controversia residía en los Comentarios sobre el catecismo romano, obra que fray Bartolomé de Carranza había redactado antes de que el rey lo nombrara para la sede arzobispal. Aunque su contenido había sido declarado ortodoxo por el Concilio de Trento, Valdés la había incluido en su Índice de libros prohibidos. La Inquisición española se preciaba de ser más vigilante y perspicaz que su homónima romana.

En los mentideros se rumoreaba que no cabía otro veredicto que la inocencia del acusado; que la sentencia se estaba demorando en exceso porque oponía intereses encontrados y había generado altas luchas de poder; que el Santo Oficio buscaba demostrar que su autoridad superaba a la de la propia Iglesia española; que, mientras siguiese vacío el sillón arzobispal, Su Majestad el rey Felipe enriquecía sus arcas con las cuantiosísimas rentas de la archidiócesis toledana…

Inés no sabría decir si aquellas insinuaciones respondían a realidades, a exageraciones o a meras habladurías. La verdad es elusiva, incluso cuando uno mismo es el único implicado. Resulta demasiado fácil quedar cegado por las apariencias de la verosimilitud; sobre todo cuando estas responden a nuestras propias preferencias.

Cuando tendía a perderse en tales elucubraciones, la joven se obligaba a recordarse que ella también tenía entre manos un asunto que, al igual que las rencillas entre los grandes, podía influir en el destino de muchos; que ciertas revelaciones tienen el poder de cambiar principios que damos por inamovibles; que era su deber completar el recorrido de aquel laberinto y presentar al mundo lo que encontrase en su interior.

—Feo asunto, a fe mía que sí —había protestado Albertillo—. Mirad, señora Inés, que si nos pillan husmeando por esos lares no han de andarse con chiquitas. Tanto nos valdría ser ladrones de templos sorprendidos con las manos en la masa.

No le faltaba razón. Indagar sobre el arzobispo de Toledo no solo implicaba entrar a hurtadillas en territorio de la poderosísima Santa Madre Iglesia. Ahora, en pleno proceso al purpurado Bartolomé de Carranza, también significaba hacerlo en el de la omnipotente Inquisición.


Inés realizaba en silencio su trabajo en el taller. Se entregaba a aquellas labores con un agrado que nunca antes había sentido. La embarazosa conversación mantenida con Gabriel unos días antes había traído consigo un resultado imprevisto: le había hecho tomar conciencia de lo mucho que aquel espacio, aquel trabajo, significaban para ella.

Levantó la vista hacia el oficial que, sentado a la mesa de encuadernar, se consagraba a sus quehaceres con el mismo empeño de siempre. Parecía que la penosa entrevista entre ambos nunca hubiera tenido lugar.

Él trabajaba en completo mutismo, tal era su costumbre. Cuando su superior se hallaba presente, Albertillo también se mantenía en silencio. Pero si aquel se ausentaba, realizaba sus tareas con un repertorio de romances y tonadillas que parecía no agotarse jamás.

Su aparición en la librería fue recibida con visible agrado por los clientes. Casi todos ellos eran universitarios. Algunos, porcionistas; otros, colegiales, como lo demostraban sus característicos atuendos.

Recordó que, de niñas, ella y María jugaban a identificar el colegio de cada uno de los estudiantes que pasaban bajo su ventaba por los colores de sus ropas: los de San Ildefonso vestían loba y manteo de paño buriel y portaban bonete cuadrado; los de San Pedro y San Pablo, hábito de franciscano; los de Teólogos, ropajes de tono celeste con muceta del mismo color; los de Físicos, loba negra con manto y beca azules; los de Gramáticos, manto pardo con beca celeste; los del Trilingüe, manto celeste con beca granate…

Aún recordaba las reglas del juego. Pero este había dejado de proporcionarle las satisfacciones de antaño.

—Dios guarde a todos, señores —saludó, mientras se situaba junto al aprendiz—. ¿Quién sigue? ¿A quién tendré el placer de atender?

Aunque varios de los presentes reclamaron tal honor, Albertillo se inclinó hacia ella y le susurró:

—Hay un hombre que lleva largo rato aguardando, mi señora. Dijo que esperaría hasta que pudierais atenderlo en persona.

Señaló hacia el rincón más próximo a la entrada. Allí, sentado en un taburete, se encontraba un individuo de baja estatura y aspecto apocado que parpadeaba reiteradamente; parecía que la escasa luz del establecimiento lo deslumbrara. Tenía sobre las rodillas el sombrero, algo desgastado por el uso, y lo aferraba con empeño, como para impedir que se le escapase de entre los dedos.

Inés lo reconoció al instante. Se trataba de Fermín, uno de los domésticos que servían en el hogar de su primo Hernán. Desde la infancia, ella y María habían pasado mucho tiempo en aquella casa, que había pertenecido a su tío antes de pasar al único de sus hijos que aún residía en la villa.

Conservaba gratos recuerdos de aquel muchacho afectuoso, callado y paciente, que las atendía con solicitud; y de su madre, que siempre encontraba espacio entre sus muchas obligaciones para cuidar de aquellas dos niñas dejadas de lado tanto por los adultos como por sus primos masculinos.

Al ver que la señora de la casa se encontraba en la tienda, el visitante se alzó del taburete. Inés no esperó a que se acercara parapetada tras el mostrador. Se dirigió hacia él para darle la bienvenida.

—Mi buen Fermín, bienhallado seas. ¿Te envía acaso mi querido primo?

El aludido no respondió. Permanecía con los hombros encogidos, guiñando ambos párpados de forma espasmódica, como acostumbraba a hacer cuando una situación le causaba desasosiego.

—Mi señora Inés, yo… —Miró a su alrededor como lo haría un reo a punto de ser condenado por el tribunal—. No quisiera molestaros. Veo que estáis ocupada…

—Pierde cuidado —lo tranquilizó ella con su tono más cordial—. No por tener más labor debo despacharla con mayores prisas. Dime: ¿a qué debo esta visita?

Era obvio que su interlocutor se debatía en la duda. Ahora que tenía ante sí a la joven parecía arrepentido de haber preguntado por ella.

Se detuvo. Parecía incapaz de continuar; como si las miradas del resto de los clientes, clavadas en él, le estrangulasen la garganta.

—El mandado, claro. Ha venido a recoger su encargo, el que dejasteis apartado.

El que así había hablado no era otro que Albertillo, que, pese a estar atendiendo a otro de los parroquianos, había permanecido atento a la escena desde su puesto en el mostrador.

Una vez más Inés no pudo dejar de admirarse ante el rápido ingenio del muchacho. Había improvisado una explicación perfecta para justificar que la conversación se trasladara a un lugar más retirado.

—El encargo, cierto —lo secundó la patrona—. Lo he dejado almacenado en la trastienda. Ven conmigo.

—Os pido disculpas, mi señora Inés —musitó—. Vuestro primo ignora que he venido a veros…

—Y seguirá ignorándolo, por lo que a mí respecta —volvió a tranquilizarlo ella—. Explícame ahora lo que te ha traído aquí.

El aludido comenzó a hablar de su madre. Era ya anciana y se encontraba en mal estado. Llevaba un tiempo encamada, y parecía probable que hubiese de permanecer en aquel mismo estado hasta el fin de sus días.

Su interlocutora ya estaba en conocimiento de aquello, pero le dejó hablar sin interrupciones. Su acompañante parecía recuperar algo de serenidad con cada frase.

—Ella tenía este libro, que siempre le traía gran consuelo. Pero lo ha usado tanto… ahora está en un estado lamentable. Y me preguntaba si vos…

Lo sacó de su faltriquera. El ejemplar, de seguro, se hallaba en condiciones deplorables. Pero Inés intuía que el problema era muy otro.

—Podría arreglarlo, por cierto que sí. Pero respóndeme a una duda: ¿por qué traérmelo a mí, cuando tu propio patrón se encargaría con gusto del asunto? Mi primo Hernán es hombre brusco, como ambos sabemos. Pero no ignoro que siente gran afecto por tu madre.

El interpelado bajó la vista. Sus siguientes palabras llegaron en un hilo de voz.

—Su afecto es grande, sí. Pero tal vez no lo suficiente…

Inés suspiró. La actitud de su visitante no hacía sino confirmar sus peores sospechas.

—Déjame ver esa obra.

Volvió a dirigir la mirada a su invitado, que permanecía con los ojos bajos, como el más contrito e indigno de los pecadores.

—Fermín, lo sabes —protestó—. Este tratado…

—Cierto que lo sé, señora Inés. Mas ¿qué he de hacer? Es lo único que ella desea, lo único que yo puedo darle.

La señora de la casa suspiró. Sin lugar a duda eran muchas las almas que habían encontrado guía y consuelo en aquellas páginas. En sus primeros quince años de vida la obra había cosechado más de cien ediciones; así había ocurrido antes de verse condenada en el Índice de Valdés. Este había castigado con especial dureza todos los tratados de meditación; la fe de los creyentes debía limitarse a su exhibición en las celebraciones oficiales de la Iglesia, sin dejar lugar para la piedad interior y privada.

De la noche a la mañana el libro más leído de la centuria se había convertido en un texto prohibido. Aunque tanto el Papado como el Concilio de Trento habían aprobado el contenido de la obra, el inquisidor general se había mantenido inamovible. En los últimos años el autor dominico había trabajado con obediencia —y profunda amargura— en la revisión de sus páginas. La nueva edición había visto la luz unos meses antes; el celo del Santo Oficio la había despojado de su lustre y su profundidad.

—Apelo a vuestra misericordia, mi señora —suplicó Fermín—. Si no podéis ayudarme, lo entenderé. Pero, os lo ruego, no digáis a nadie que os lo he pedido.

Inés comprendió. Si su visitante se hubiera presentado con aquella misma demanda ante su primo Hernán, nada le aseguraba no verse denunciado al Santo Oficio por la posesión de aquel libro prohibido. Aquella era la causa de que Fermín hubiera acudido a ella. No contaba con la garantía de que la joven accediese a ayudarlo; pero sabía que al menos ella no lo llevaría ante los jueces inquisitoriales.

Se puso en pie y, tomando el manojo de llaves de su cintura, abrió un pequeño bargueño y depositó el volumen en su interior. Se aseguró de cerrarlo con suma cautela y regresó junto a su invitado.

—Pierde cuidado. Me encargaré de ello en persona. Pero prométeme algo, Fermín: nadie, aparte de nosotros, ha de saber de esto. Jamás.

No podía evitar sentir una profunda inquietud. Cierto, su interlocutor había venido a ella. Lo había hecho así porque intuía que, como alma caritativa y como buena cristiana, ella estaría dispuesta a desafiar a la todopoderosa Inquisición.

Pero, de entre todos los que la conocían, ¿cuántos otros habrían concebido aquella misma sospecha? ¿Cuántos presentían que Inés Ramírez era capaz de ocultar opiniones críticas, si no desafiantes, de albergar en secreto doctrinas escandalosas, de convertir su negocio en un taller de libros prohibidos? Y, sobre todo, ¿cuántos creían que debía ser castigada por ello?

También ella alimentaba sus propios recelos: que, entre sus vecinos, abundaban los que buscaban convencerse de su propia rectitud persiguiendo culpables entre el prójimo, para juzgarlos sin la mínima posibilidad de absolución.


Cuando la joven y su visitante hubieron abandonado la estancia por la puerta que conducía a la tienda, se abrió la segunda, aquella que daba al taller. Gabriel entró en el aposento con pasos cautos. Había estado escuchando desde el otro lado del batiente. Si bien no había llegado a sus oídos la conversación al completo, si había captado lo suficiente para comprender lo esencial de la escena que acababa de tener lugar.

Mas no por eso estaba dispuesto a darse por vencido. Costara lo que costare, debía encontrar el modo de abrir aquel maldito mueble. Sospechaba que en su interior encontraría la forma de hacer entrar en razón a Inés Ramírez y doblegarla de una vez por todas.


«Llegaos mañana a la iglesia por la calle de la Tahona»; así lo dejó caer Úrsula, la más vivaracha moza de la casa, al cruzarse con Pierre a la puerta del taller. Conocedor de la amistad que unía a la susodicha con Matilde, el tirador gascón imaginó que el mensaje debía provenir de Inés. La joven ya había utilizado una vez aquel método una vez para hacerle llegar un recado.

Al día siguiente se encaminó a los oficios matutinos algo más temprano que de costumbre, tomando la ruta aconsejada por la sirvienta. Se adentró en la calle y caminó por ella despacio, escudriñando a su alrededor en busca de algo inusual. Una vecina barría la entrada de su casa, dos individuos conversaban con grandes aspavientos cerca de la esquina, se escuchaban gritos e imprecaciones a través de un batiente abierto que daba a una corrala… De repente, desde la puerta de una vivienda, una mano le hizo señas para que se aproximara.

Al acercarse comprobó que se trataba de Albertillo, que, apostado en un pequeño zaguán algo sombrío, parecía hacer las veces de portero.

—La señora está visitando a una amiga enferma —informó con voz queda, de modo que nadie más pudiese oírlo—. Dejó dicho que esperaba un mensaje de su hermana, en caso de que aparecierais.

El aprendiz lo guio hasta el interior y llamó con suavidad a una puerta entornada. Inés salió al poco. Al abrir el batiente, dejó ver una habitación en la que reposaba una mujer de avanzada edad; reclinaba la espalda sobre almohadones apoyados en la cabecera de su cama. Llevaba mantilla de lana sobre los hombros y una sencilla toca en la cabeza. El mobiliario, humilde pero mantenido con pulcritud, daba a la estancia un agradable aspecto hogareño.

La reciente visita de Fermín y las menciones al estado de su madre habían conmovido a su anfitriona. Guardaba muy gratos recuerdos de aquella mujer. Y se había hecho el propósito de acudir a visitarla en cuanto sus obligaciones se lo permitiesen.

La joven saludó al recién llegado con un somero gesto de cabeza. Pese a la seriedad que se esforzaba por mostrar, no logró contener una sonrisa que, como el canto de un pajarillo, llenó de música el aposento.

—Contadme cómo lo hicisteis —musitó el gascón tras el preceptivo saludo. No disponían de mucho tiempo, y él necesitaba silenciar de una vez por todas aquella curiosidad que lo martilleaba desde que su interlocutora le hiciera llegar la solución al enigma.

En pocas frases, ella explicó que la clave residía en el correcto empleo de los números —I y XXX— que el autor había dejado como supuesta fecha de redacción de la carta. Tomando la primera letra de una de cada treinta palabras, se obtenía el mensaje que ambos conocían.

Arbús asintió. No dejaba de llamarle la atención el hecho de que la frase estuviese compuesta en romance cuando la misiva se había redactado en latín. Pero no cabía duda. Aquel era el mensaje, tenía que serlo. No podía tratarse de una casualidad.

—«El purpurado duerme entre sus hermanos bajo la estrella de la buena gu…» —recitó—. ¿Tenéis idea de qué significa? Al menos la parte completa…

—Aún no.

El francés se sonrió. Por absurdo que resultase, había albergado la esperanza que ella lo hubiese llamado para revelarle que también había desvelado ese nuevo enigma. Comenzaba a tener una fe ciega en la joven Inés, en esa capacidad casi sobrehumana que los cielos le habían concedido para encontrar respuestas inaccesibles a los demás.

—No del todo, quiero decir —rectificó su interlocutora. Le refirió sucintamente su interpretación de la primera parte del mensaje; que «el purpurado» era una referencia a los arzobispos de Toledo.

—Eso mismo pensé yo —reconoció el gascón, para enseguida corregir—. Al principio. Después recordé algo.

No había tiempo para explayarse exponiendo cómo había llegado a adquirir sus someros conocimientos de la lengua griega. Quedarían para otro momento las explicaciones sobre su tormentosa historia familiar; sobre cómo su abuelo materno —un secretario menor del obispo de Cominges—, convencido de que la inteligencia de Pierre le auguraba un gran futuro, había ahorrado para enviarlo a un prestigioso colegio; sobre cómo en aquella institución se había codeado con los futuros administradores y altos cargos religiosos de su tierra natal; sobre cómo la muerte de su abuelo había provocado una rabiosa partición de la herencia familiar; sobre cómo él, huérfano de madre y con un padre perdido en la distancia, había sido arrancado de los estudios y arrojado a la calle por su nuevo tutor, su cuñado; sobre cómo se había visto obligado a viajar lejos, en busca de su hermano Samsó —que a la sazón residía en Barcelona—, y de emplearse en un oficio manual.

De su etapa de estudiante conservaba memorias teñidas de nostalgia, una educación muy superior a la de sus colegas de oficio, el gusto por la lectura, la familiaridad con el latín y algunas nociones de griego inculcadas por uno de sus profesores de estudios bíblicos.

—Como os digo, me vino a la memoria un dato curioso —prosiguió—. El nombre de nuestro autor, Porfirio, significa, justamente, «purpurado».

Una mención que en los tiempos antiguos solía hacer referencia a los emperadores, los únicos legitimados para vestir ropas de ese color; pero que, en la pluma del redactor de la carta, debía leerse probablemente en un sentido más literal.

—¿Insinuáis que «el purpurado» equivale a «Porfirio»? —preguntó Inés, que había comprendido de inmediato—. ¿Que, por tanto, hemos de entender que es él quien «duerme entre sus hermanos»?

Por la expresión de la joven se adivinaba que esa interpretación le resultaba mucho más satisfactoria que la conclusión a la que ella había llegado antes.

También su interlocutor se sentía complacido. No solo porque estuviera convencido de que aquella era la explicación correcta y que, por tanto, los acercaba un paso más a la resolución del enigma. También se sentía satisfecho ante la idea de que, por una vez, había sido él quien llevara la delantera al deducir una respuesta. Hasta ahora había tenido la sensación de ir siempre a la zaga de su prodigiosa acompañante.

—Creo que estáis en lo cierto —admitió ella. Pese a sus esfuerzos por dominar su emoción, no pudo evitar que el entusiasmo se filtrara en su tono—. ¿Y el resto? ¿Los hermanos? ¿La estrella? ¿Y esa «buena gu…», con lo que quiera que siga tras ella?

—Espero que el resto de las respuestas nos lleguen con mayor facilidad ahora que tenemos la primera.

Ella hizo una señal de aquiescencia. Le dirigió una última mirada llena de reconocimiento antes de volver a la estancia de la enferma.

En aquel sencillo gesto compartido, Inés y Pierre se habían comunicado un pensamiento común. Ambos sentían un inmenso alivio ante la idea de que aquella nueva interpretación les marcase un camino distinto; uno que los eximía de tener que adentrarse en los dominios del arzobispado de Toledo.


—A ver si abres de una vez los ojos, so mendrugo. Un hombre de verdad no puede ir por la vida como borrico con orejeras.

Aun así, el zagal nunca se había mostrado de acuerdo con aquellas afirmaciones de su progenitor. Para este, «abrir los ojos» equivalía a recelar; mantenerse alerta no solo frente al desconocido, sino también ante el vecino, el compadre, el amigo, el pariente.

El mozo se enorgullecía de esa fe que él depositaba en quienes le rodeaban. Siempre había seguido con absoluta lealtad las instrucciones de la señora Inés, aun aquellas que se le antojaban erradas. Y conciliaba el afecto que ella le inspiraba con un profundo respeto hacia el maestro Gabriel, que no se veía siquiera menoscabado por las opiniones despectivas que este manifestaba sobre la patrona.

Aun así, en los últimos tiempos Albertillo había comenzado a desconfiar. Albergaba dudas inexplicables hacia el señor Pierres: aquella oportuna aparición en sus vidas, el modo en que había ofrecido su ayuda incondicional en circunstancias más que sospechosas, el aprecio que había ido ganando en la consideración de la joven señora… No podía evitar recelar, por mucho que aquel sentimiento lo incomodara.

Se repetía a sí mismo que su actitud resultaba injusta, un signo de ingratitud hacia un hombre que en todo momento se había mostrado dispuesto a favorecerlos a él y a la señora Inés; que el simple hecho de concebir aquellos pensamientos implicaba actuar de forma contraria a aquello en lo que él siempre había creído. Pero ninguno de aquellos razonamientos lograba disipar esas sospechas, insidiosas y crecientes, que se habían acantonado en su interior.

Una mañana, agobiado de rumiar el problema en su propio buche, abordó a Matilde. Se asomó por la puerta de la cocina en el momento en que la sirvienta se disponía a limpiar unas asaduras de cordero recién traídas del mercado.

—Dime una cosa —soltó de sopetón—: ¿No te parece que el señor Arbús anda muy solícito cuando viene de visita? ¿Qué crees que busca?

—¡Cuerpo de mí! ¡Menuda simpleza! —replicó la aludida sin siquiera mirarle—. Pues, ¿qué ha de buscar? Lo mismo que todos.

Añadió que la patrona era viuda joven, de buena catadura y con su bendito negocio a cuenta de dote. No le iban a faltar pretendientes en lontananza. La diferencia entre el francés y sus competidores estribaba en que aquel había sabido maniobrar para colocarse en posición mucho más ventajosa que cualquiera de estos.

Albertillo se retiró sin replicar palabra. Lamentaba haber sacado el tema a colación. Al fin y al cabo, ¿qué respuesta podía esperarse de alguien como Matilde? La pobre tenía alma de cántaro y sesera de alcornoque. Ella sí que trotaba por la vida como el famoso borrico con orejeras.

Regresó al taller y se sentó a trabajar en silencio. Aquella breve conversación había bastado para demostrarle que estaba solo. Parecía ser el único en sospechar que el señor Pierres albergaba intenciones ocultas.

Mas eso no significaba que anduviera equivocado. Muy al contrario, ahora se sentía autorizado para persistir en su actitud. Si nadie más intuía el peligro, razón de más para que él redoblara sus cuidados.

Debía seguir desconfiando de aquel extranjero. Por el bien de la señora Inés.