Cuando era adolescente, lo único que me interesaba era jugar al fútbol. Nadie me dijo nunca que yo podía ser un buen jugador, pero mis compañeros de equipo confiaban en mis condiciones de goleador. El arco rival me resultaba una verdadera obsesión y, aunque nunca fui hábil con la pelota, llegué a ser muy rápido y a manejar las dos piernas con la misma eficacia. Podía escapar a la marca, soportaba bien los golpes y le pegaba con confianza desde lejos. Recuerdo haber hecho más de treinta goles en un campeonato. Luego fui perdiendo el entusiasmo por los entrenamientos y cada vez que mis padres cambiaban de ciudad tenía que conseguir el pase y empezar todo de nuevo. En uno de esos cambios de club, me encontré con Peregrino Fernández, el Míster que tuvo que refugiarse en la selva.