Mucho antes de regresar del exilio, yo había previsto cada uno de los detalles de esa jornada memorable. Sería un jueves de otoño y estarían esperándome en el aeropuerto los mismos amigos que fueron a despedirme en 1976. Volaría por Aerolíneas Argentinas para ir acostumbrándome a las voces altisonantes de los turistas porteños, traería conmigo a Catherine y al gato que me acompañó en esos años de París, pasaría una larga jornada de insomnio y cuando comenzara el aterrizaje, recordaría el infaltable tango de Carlos Gardel:
Volver / con la frente marchita / las nieves del tiempo platearon mi sien. / Sentir que es un soplo la vida…
En Tango Bar, Gardel lo cantaba al final, apoyado en la pasarela del barco, arruinado pero feliz de volver a casa. Medio siglo más tarde yo lo susurraba con la mirada puesta en las turbinas del Boeing y me corría una lágrima por la cara. Pero al fin y al cabo eso también estaba previsto. No era más que la escenificación de un tango viejo y sensiblero que acompaña a todos los argentinos que se pierden por el mundo. Nosotros nos degradamos en casa o morimos en el extranjero. Como San Martín, Rosas o Carlos Gardel. Cuando logramos sobrevivir a la desgracia o a la indiferencia, nos cuesta salir del asombro y nos preparamos para fracasar con estruendo. Nadie es del todo argentino sin un buen fracaso, sin una frustración plena, intensa, digna de una pena infinita.
De eso habla el tango. De esa miseria está hecha la cultura de un pueblo a la vez valeroso y ciego. Por eso no hay tangos felices y los jóvenes rechazan el fatalismo de las letras de Alfredo Le Pera, Enrique Santos Discépolo u Homero Manzi. Recién pasados los treinta años, cuando se advierte que el callejón no tiene salida, la figura bella y generosa de Carlos Gardel nos aparece como el paradigma de nuestra suerte. Entonces no hay texto de Cortázar, ni pensamiento de Borges que pueda imponerse a la letra llorona, embroncada, de aquellos tangos premonitorios.
Discépolo definió al tango como «un pensamiento triste que se baila». Es una frase feliz, porque siempre la canción de Buenos Aires evocó una ausencia: la mujer amada, la madre, el amigo, la patria que ya no están. La nostalgia de un pasado mejor y la esperanza de encontrar «un pecho fraterno para morir abrazao». En definitiva: la soledad del inmigrante y el marginado.
La leyenda dice que el tango nació hace un siglo en los prostíbulos de La Boca, aunque Jorge Luis Borges prefiera situarlo en el suburbio de Palermo. Lo cierto es que fue creado por los últimos negros que escapaban a la cruzada europea y «civilizadora» que había aniquilado a los indios y los gauchos.
Esa gente estaba triste y sola, dejada de la mano de Dios, y eso se ve —se oye— en la melodía, en las escasas grabaciones de principios de siglo que todavía se conservan. Se juntaban en los burdeles porque las polacas y las francesas podían usarlos como músicos y sirvientes. Allí tocaban el violín y la flauta y los clientes bailaban en el patio, casi siempre entre hombres, una danza procaz y compadrita.
Durante treinta años, el tango no salió del suburbio. Era cosa de gente baja, de cuchilleros y los «niños bien» se acercaban, de vez en cuando, tentados por la curiosidad. Les divertía ese viaje hacia el «peligro» de los barrios sin veredas donde se hacinaban los italianos recién bajados de los barcos. Algunos dejaron el pellejo en la aventura y por eso Borges pudo, más tarde, escribir Hombre de la esquina rosada y El sur, situar allí sus espejos y sus laberintos fatales.
Entonces llegó Gardel, del barrio del Abasto, y arrancó el tango de su origen canalla. También Rosita Quiroga, Sofía Bozán e Ignacio Corsini lo llevaron al centro y lo impusieron después de cambiarle las letras vulgares y sucias por otras más decentes. Concha sucia / concha sucia / concha sucia, te has venido con la concha sin lavar se convirtió en cara sucia, te has venido con la cara sin lavar. El choclo, del uruguayo Ángel Villoldo[1], perdió la connotación orillera para adoptar un verseo aceptable en teatros familiares. Eduardo Arolas (que iba a morir tísico, o acuchillado en un bistrot de París) acercó el bandoneón y se crearon las primeras orquestas para amenizar las noches de los sábados. Pronto, el salto a Montmartre consagraría al tango y al hombre que es hoy el mayor mito de los argentinos.
A ese mito, a todo lo que significa el invicto nombre de Carlos Gardel, fui a visitar el mismo día que regresé de Europa. Para estar seguro de que me había reunido conmigo mismo, de que mis amores y mis odios estaban en su lugar, frescos como manzanas. En el cementerio de la Chacarita, donde están sus huesos quemados, Carlos Gardel sonríe, de pie, con un brazo levantado, como si cantara o como si tendiera la mano. La costumbre exige que quien pasa delante de él le deje un cigarrillo encendido entre los dedos. Y una flor.
Dicen que puede hacer algunos milagros —no muchos, porque entonces este país no sería tan desdichado—, pero nadie lo considera santo o hechicero. Cantó, amó, regaló, robó, aduló, odió, todo con una gigantesca sonrisa y una mirada melancólica. Apenas sabía bailar, pero le alcanzaban sus ojos pequeños y el pelo engominado para seducir al mundo. Tenía pasiones banales: las carreras de caballos, los amigos, las mujeres sigilosas. Fue a París y cuando cumplió cuarenta años era tan ídolo como Maurice Chevalier. Pasó por Barcelona y los catalanes lo extrañan todavía. Era hombre de gestos grandes, pero no ampulosos. Había nacido en Francia, de madre soltera, se decía uruguayo y cultivaba el misterio de su vida privada, como si asumiera entero el problema de identidad que siempre acosó a los argentinos. Fue el primero de nosotros —quizás el único— que rompió el hechizo del fracaso. Sin perder la calma, sin traicionar a nadie.
Pero ese irrefrenable impulso se quebró el 24 de junio de 1935 en un avión y en tierra extraña. Esa tarde empezó la más imaginativa leyenda que hayamos creado los argentinos. Descubrimos entonces que Gardel —es decir, nosotros— era el ser más bello y generoso de la creación, pero Dios, envidioso y cruel, lo había sacado del mundo para que no tocara su cielo con las manos.
Si el fuego nos lo quitó, nosotros íbamos a hacerlo inmortal. Pero inmortal de verdad, no como los héroes, o los santos. Gardel está hoy en cada sueño de grandeza, en cada apretón de manos, en la oscuridad de la habitación, en la regresión y en la utopía. Se sospecha que fue conservador pero todos saben que sostuvo con simpatía y dinero a los revolucionarios que en Venezuela intentaban derrocar al dictador Juan Vicente Gómez. Cerca de mi casa, en una pared de La Boca, hay un dibujo que lo representa en versión progresista y nos aconseja: «No me lloren, crezcan». Durante las sesiones de tortura, los militares usaban su voz para acallar la del supliciado. Al mismo tiempo en las radios se prohibían muchos de sus tangos y Amnesty International de Madrid lanzaba una campaña en favor de los derechos humanos con su retrato como bandera.
Gardel vive, pero el tango se diluye en otras formas de cultura. Hoy se lo baila sobre todo para los turistas en San Telmo, o en pobres boliches donde los bailarines ya han perdido el pelo y calzan el pantalón por encima de la cintura.
Hay mujeres arrugadas que visten como las vampiresas de los 40 y cantan con voz de ultratumba. Se toma vino barato y los únicos cuchillos que relucen son los que se usaron para cortar el bife de chorizo. Esa gente se aferra a la juventud perdida y desprecia a quienes intentan renovar el género —Astor Piazolla, Juan José Mosalini, Rodolfo Mederos, Susana Rinaldi, que triunfan en el exterior—, porque se sienten traicionados por esos sonidos que vienen del jazz y la electrónica.
Las radios populares, sin embargo, hacen fortuna con los tangos de siempre, los clásicos, los irrepetibles, los de Goyeneche, Fiorentino o Edmundo Rivero. Y Gardel rejuvenece: los taxistas aseguran que «cada vez canta mejor» y los choferes de ómnibus deslizan su foto junto a la de la señora y los chicos, al lado de la estampita de la Virgen de Luján. Porque Carlitos da suerte, como los gatos y los grillos. O mejor dicho: nos reconforta su presencia, nos gusta saber, por ejemplo, que le regaló un auto al muchacho que iba a buscarlo al teatro en un coche de caballos. El pibe le había contado su sueño de ser aviador en ese tiempo de pilotos heroicos. Entonces El Zorzal le dijo una noche: «Mirá, un avión no te puedo comprar, pero mañana vas a tener un coche».
Cuando le pregunté a un fotógrafo viejísimo cómo había sido Gardel, pensó un rato y me respondió: «Mire, lo vi una vez y no cruzamos una palabra. Yo estaba en un café con unos amigos, a la madrugada, y lo vi entrar. Venía como iluminado. Todo el bar se quedó en silencio, o eso me pareció, y él se llevó la mano al sombrero y con una sola inclinación de cabeza todo el mundo se dio por saludado al mismo tiempo».
Ese encanto, esa facultad para ablandar corazones, fue bien interpretada por el futuro presidente Perón cuando lo vio por única vez en los años 30: «Quien tenga su sonrisa tendrá al pueblo», le comentó a un camarada de armas. Y cuando se comparan las fotos de los dos hombres más adorados de este siglo, se entiende: lo primero que aprendió Perón fue a mostrar los dientes impecables, que eran tan falsos como el negro de su pelo. Los de Gardel eran vigorosos y suyos y resistieron al incendio del avión. Por eso, si alguien pregunta en el cementerio de la Chacarita, el jardinero dirá: «A Carlitos lo va a encontrar por esa vereda, al fondo; a don Juan por aquel pasillo, a su derecha». Porque don Juan es materia discutible. Carlitos no. Él es un poco todos nosotros, pero con más grandeza de alma. Está en el gesto pausado de ese hombre solitario que se hace lustrar los zapatos mientras toma una grapa en un bar de la calle Esmeralda; en los sueños destrozados de esa solterona que espía por la ventana la llegada del amante de pelo gris y pecas en las manos; en la mirada distraída del soldado que espera en la estación vacía; en aquel que gana y no se presenta a cobrar el premio; en esa sombra furtiva que escapa al amanecer.
Carlos Gardel —su mito, nuestro deseo imaginario— es ante todo un espejo implacable: los argentinos podemos prolongar la vida de un muerto, embellecerla cada día más, pero parecemos incapaces de celebrar el asombro de estar vivos.